MAYORISTICA Y SINERGÍSTICA, CONTROVERSIAS


En el proceso de formación doctrinal del naciente luteranismo (v.) se desenvolvieron, al lado de las controversias adiaforística (v.), antinomista (v.) y osiándrica (v.), otras dos: la mayorística y la sinergística. La primera fue así denominada por Jorge Major o Mayor (1502-74), profesor de Teología en Wittenberg, siendo el punto disputado la necesidad de las buenas obras para la salvación; mientras que la segunda versó sobre el sinergismo (término derivado del verbo griego synergein que significa cooperar), es decir, sobre la cooperación del hombre con Dios en la salvación. Ambas forman parte de la lucha empeñada por la interpretación auténtica de la doctrina luterana, en la que se enfrentaron Felipe Melanchton (v.) y su escuela, los filipistas, y los que se consideraron los herederos genuinos de Lutero (v.), los gnesioluteranos cuyo caudillo fue Matías Flacio (1520-75). La llamada Fórmula de Concordia de 1577 logró poner término a estas disputas doctrinales, siendo considerada como el último de los escritos confesionales (v.) luteranos
      En los Artículos de Esmalcalda de 1537, Lutero había hablado de la justificación (v.) por la sola fe presentándola como la obra exclusiva de Cristo: Dios es el único sujeto que efectúa la justificación sin que el hombre pudiera ni debiera aportar obra alguna de su parte. Como consecuencia de su visión voluntarista y de su incapacidad para concebir la acción del hombre como un fruto del don divino de la gracia, toda otra forma de plantear el tema se le presentaba como un intento de quitar a Dios el honor de ser Dios, puesto que «esto quiere decir ser Dios: no recibir lo bueno sino darlo, y por ende retribuir lo malo por lo bueno»
      Este monergismo de la gracia divina defendido por Lutero no dejó de causar problemas para sus discípulos. Si Dios lo obra todo en todos y el hombre queda totalmente incapaz de hacer algo para ser salvo, ¿qué lugar le corresponde a la responsabilidad humana en el proceso de la salvación en cuanto a su comienzo en la conversión, por un lado, y a las buenas obras que deben producirse como su consecuencia, por otro? Fue especialmente Melanchton quien se preocupó por los aspectos perjudiciales, tanto intelectuales como pastorales, resultantes de una rígida interpretación de las ideas de Lutero, que, en un principio, había compartido plenamente. Más tarde, empero, se esforzó en dulcificar la doctrina de Lutero modificándola en algunos puntos para evitar que pudiera dar lugar a una actitud cristiana irresponsable, es decir, a un fatalismo estoico o a un indiferentismo ético. Quiso, en suma, eludir la conclusión, a la que el monergismo conduce, de que Dios es la causa del pecado y el responsable de la incredulidad y falta de una verdadera obediencia. Por esas mismas preocupaciones pastorales, Melanchton insistió también en la necesidad de las buenas obras, dado que Dios las ha mandado y le debemos a Él obediencia, y porque la fe no puede conservarse sin que sea ejercitada en ellas. Lutero, por su parte, había subrayado también que la fe se manifiesta en las obras, mas no estableció una vinculación entre ambas. Para Lutero la fe no es algo que deba ser completado por obras, sino que ella misma es la nueva vida, siendo imposible que el creyente no realice buenas obras
      A partir de esas diferencias entre Lutero y Melanchton se inician las dos controversias mencionadas; veamos su desarrollo. En 1552, Jorge Mayor, partidario de Melanchton, formuló la tesis de que las buenas obras son necesarias para la salvación, dado que nadie se salva por obras malas ni tampoco sin obras buenas. Comentó más tarde que la salvación, ciertamente, se consigue gratuitamente por Cristo sin obra alguna de nuestra parte, pero añadió que las buenas obras son necesarias para retenerla, interpretando el «sólo por la fe» en el sentido de que no excluye las obras como tales sino en cuanto causa y precio de la reconciliación. Son, pues, las obras, para Mayor, frutos de la fe sin carácter meritorio alguno, y señales de la nueva vida que se manifiesta primero en buenas obras interiores como son la fe, el amor, el temor a Dios, la paciencia y la humildad, las que después se expresan en buenas obras exteriores. Mayor trató así de mantener, sobre la base del concepto claramente forense de la justificación, el concepto luterano original de la fe que es activa en obras. En el curso de la disputa que siguió, Justo Menio (1499-1558), pastor en Gotha, Turingia, sostuvo que el artículo de la justificación y el de la santificación no se contraponen, sino que son igualmente necesarios de ser enseñados. Lo guió la preocupación por la conducta cristiana del creyente y por evitar que la licencia carnal no abusara del evangelio del perdón
      Entre los adversarios de esa línea de pensamiento, Flacio afirmó que la renovación de vida es una cosa totalmente separada de la justificación, y Nicolás Amsdorf (1483-1565), amigo de Lutero, llegó hasta declarar que las buenas obras van en detrimento de la salvación. Ambos querían defender la actividad exclusiva de Dios en la salvación y excluir cualquier posibilidad de que el hombre base su relación con Dios, aunque sea en parte, sobre sus propios esfuerzos
      La Fórmula de Concordia de 1577 resolvió la cuestión diciendo que las buenas obras sin duda alguna siguen a la verdadera fe. Mas -añadió- no pertecen a la doctrina de la justificación y salvación: no producen ni conservan la fe, sino que dan testimonio de ella. Por otra parte se las debemos a Dios que las ha ordenado; pero la fe las realiza espontáneamente sin coacción alguna
      La controversia sinergística, por su parte, se inició con dos disputas publicadas en 1555 por Juan Pfeffinger (14931573), profesor de Teología en Leipzig, en las que elaboró la tesis de que corresponde a la voluntad humana asentir, y no oponerse al Espíritu Santo que la mueve a la conversión. Amsdorf y Flacio protestaron vigorosamente, afirmando el primero que la voluntad humana no es ante Dios sino una piedra o un tronco, mientras que el segundo argumentaba que es aún peor que un tronco ya que odia a Dios y le resiste necesaria e inevitablemente
      Con estas aseveraciones esos dos autores sucitaron oposiciones hasta dentro de su propio partido. Victorino Strigel (1524-69), profesor lo mismo que Flacio en Jena, que se había constituido en el centro del gnesioluteranismo, se enfrentó, 1560, con su colega en una disputa de varios días sostenida en Weimar, Turingia, en defensa del sinergismo. Afirmó que, bajo ningún concepto, el hombre puede convertirse a Dios por su propia iniciativa, siendo, en efecto, el pecado original una depravación de todas sus facultades. Sin embargo, continuó, no deja de ser hombre que se distingue de las demás criaturas por su modo de acción peculiar, o sea, que conserva su sustancia de ser dotado de inteligencia consciente y libre voluntad. El pecado original, pues, no puede ser sino algo accidental, siendo accidente lo que puede tener o perder un sujeto sin perjuicio de su integridad sustancial. En la conversión, Dios no actúa por coerción o magia sino que se adapta al modo de ser del hombre. El Espíritu Santo le dirige la Palabra de Dios en busca de una respuesta consciente y volitiva, siendo la voluntad humana, aunque en parte menor, un factor codeterminante al asentir, asistida por la gracia preveniente, a la palabra divina o al rechazarla. En fin, Strigel afirma que no se puede concebir una conversión que acaece «como cuando el fuego agarra la paja». No puede haber acción divina en el hombre que, para ser efectiva, no sea a la vez, de alguna manera, también un acto volitivo del hombre. Por eso si resiste la voluntad humana, no puede tener lugar conversión alguna
      Flacio admitió que Dios no actúa en el hombre sin que coopere la voluntad humana. Mas esta cooperación la atribuye sólo al hombre ya renovado por la acción creadora de Dios, siendo éste el agente único y el hombre un objeto puramente pasivo en la conversión. La antropología no la concibe Flacio en un plano filosófico-psicológico, siendo la voluntad algo que debe ser, y es, por definición, libre; sino que reconoce solamente la voluntad del viejo hombre, determinada por el pecado original y que resiste a Dios antes, en y después de la conversión, y la voluntad del nuevo hombre que se dispone sin coerción alguna a la soberanía de Dios. Según él no existe, en un sentido teológico, libre albedrío alguno. El pecado original no es un mero accidente añadido a la sustancia del hombre, sino que es de la sustancia misma, no del hombre en abstracto, si bien del hombre caído en concreto. Con esta tesis combatida por sus propios partidarios, quiso decir que la parte determinante del ser humano, que antes de la caída fue la imagen de Dios y que lo orientaba plenamente hacia la voluntad de Dios, ha sido destruida habiéndose pervertido en la imagen de Satanás de manera que el pecador no puede sino oponerse violentamente a Dios. Sus oponentes, empero, se percataron de la horrible consecuencia que de ahí se deduciría: hacer de Dios, al fin y al cabo, el creador de una sustancia mala, o concebir al diablo como a un auténtico hacedor del hombre caído
      La Fórmula de Concordia de 1577 establece una distinción clara entre la naturaleza del hombre, aun después de la caída, y el pecado original, al que, a su vez, describe como una depravación tan profunda que no ha quedado en el hombre facultad positiva alguna en asuntos espirituales. Dios, por otra parte, afirma, no trata al hombre como a un tronco o a una piedra: se le acerca con el medio externo de la palabra predicada y quiere que la escuche y que no cierre los oídos a la misma, gozando el hombre de libertad en los asuntos externos. Mas en la acción espiritual de la conversión misma, no hay sinergismo alguno, siendo los dos agentes únicos el Espíritu Santo y la Palabra de Dios, lo que transforma a los rebeldes en personas que cooperan. De modo que se afirma un sinergismo de la voluntad liberada (liberatum arbitrium) que es capaz de colaborar, y debe hacerlo, con el Espíritu Santo en todas las obras que él efectúa en nosotros
     
     

BIBL.: M. LUTERO, Disputa de Heidelberg y La libertad cristiana, en Obras de M. Lutero, I, Buenos Aires 1967, 29 ss., 150 ss.; Los Artículos de Esmalcalda, en Páginas escogidas de M. Lutero, Buenos Aires 1961, 167 ss., 176 ss.; 191; K. ALGERMISSEN, Iglesia católica y confesiones cristianas, Madrid 1964, 933-934; R. SEEBERG, Manual de historia de las doctrinas, II, El Paso, Tex. s. a., 240 ss., 341, 351 ss., 355 ss., 372 ss.; W. PREGER, Matthias Flacius Illyricus und seine Zeit, II, Erlangen 1861, IM-227, 310-414

 

HEINZ JOACHIM HELD

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991