Matrimonio. Teología Moral
 

Habiéndose tratado ampliamente del m., tanto desde el punto de vista de institución natural como de sacramento, así como de sus propiedades y fines (v. I y IV), resta ahora examinar a la luz de la Teología moral las obligaciones y derechos que lleva consigo el contrato inicial y la sociedad conyugal resultante, elevado por Cristo a la categoría de sacramento. En los bautizados, los diferentes aspectos del m. resultan inseparables, dado que su estado de casados es un efecto necesario del contrato realizado, que a la vez significa y produce la gracia sacramental

1. Dignidad del matrimonio. A la dignidad del m. cristiano se oponen, por un lado, el desconocimiento o el olvido del carácter vocacional del m., y por otro, negar la nobleza de la procreación y el ejercicio de la sexualidad que lleva aneja
a) El matrimonio como vocación cristiana. El m., compromiso de vida íntima entre marido y mujer en orden a trasmitir la vida, aparece como quehacer no sólo digno de la persona, que libremente compromete su ser y su vida en la conservación de la especie humana, sino como llamada divina, un compromiso personal con el Creador, que le manifiesta la trascendencia de su amor matrimonial al servicio de la vida: «Creced, multiplicaos y llenad la tierra» (Gen 1,28). «Es importante que los esposos adquieran sentido claro de su vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la educación de los hijos; que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su familia entera, un testimonio de todas las virtudes cristianas» (T. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n° 93)
Todo espíritu religioso puede percibir la trascendencia de la vocación matrimonial, pero donde aparece en todo su esplendor es a la luz del misterio de Cristo. «El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural» (J. Escrivá de Balaguer, El matrimonio vocación cristiana, o. c. en bibl., 65). El m., sacramento que santifica el amor de los esposos y les constituye en reflejo y expresión del misterio del amor y de la unión entre Cristo y su Iglesia, tiene para el cristiano una trascendencia divina, ya que la misma fuente de la vida y la cuna de la formación humana se trasforma en fuente y cuna de gracia divina, de encuentro con Dios
Porque se trata de vocación divina, y en toda vocación (v.) la iniciativa la lleva Dios, el cristiano debe estar abierto por su parte a todo posible querer de Dios, y atento para discernir los indicios concretos de su voluntad. Difícilmente se verá el m. con sentido de llamada de Dios, si antes di descubrirlo como la propia vocación, se excluyó como posible voluntad de Dios (v.) todo otro camino de vida cristiana: celibato apostólico, virginidad, sacerdocio, etc. La razón es clara, ya que la persona que tal estado de ánimo sostiene se ha cerrado al Amor. Por ello, cuando abierto sinceramente a la voluntad divina, el cristiano descubre en el m. la vocación que Dios le pide vivir, percibe en el amor humano que le conduce a formar una familia, «un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios» (J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, no 121). Los deberes conyugales, a través de toda la vida matrimonial, aparecen, entonces, como voluntad concreta y explícita de Dios, como camino de santificación (v. SANTIDAD)
b) Nobleza de la procreación. La narración del Génesis sobre la Creación insiste en la bondad de cuantas cosassalieron de las manos de Dios. Presenta al hombre, en su diversidad de sexo, como criatura querida por Dios: «Y creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; macho y hembra los creó... Vio Dios todo cuanto había hecho, y he aquí que estaba muy bien» (Gen 1,2731). La distinción de sexo entre hombre y mujer aparece con claridad como explícito deseo de Dios, y por ello revestida de una 'bondad natural intrínseca que no podrá desvirtuar esencialmente la posible maldad del corazón, aunque la pueda, sin embargo, desordenar. La sexualidad (v.) constituye en el hombre un don natural, un bien estructural anterior e independiente del buen o mal uso que de él se haga. Afirmar que la sexualidad es un don no es prejuzgar la moralidad del ser racional en el uso de este bien divino (ya que su moralidad depende también del respeto libre y responsable a sus leyes intrínsecas) sino declarar que la sexualidad como tal es elemento integrante del ser humano. Así como la materia en el cuerpo humano pertenece a la perfección constitutiva del hombre (v.), así también la sexualidad es elemento integrador del ser racional
Pero el ejercicio del poder procreador del hombre no constituye una perfección moral a se, absoluta, sino que su valor moral, como en toda otra realidad humana, está determinado por el recto y responsable uso que de aquel bien se haga: el solo ejercicio de la sexualidad, sin considerar las demás circunstancias, no indica perfección moral, de igual modo que su abstención no implica de por sí misma bien o mal moral (v. ACTO MORAL; MORAL I). Sin embargo, por tratarse de una actividad humana, cuyo ejercicio implica la donación y entrega mutua de las personas (por la misma naturaleza del don recibido, que es poder complementario y no capacidad plena y absoluta de generación), sólo cuando la unión entre hombre y mujer es manifestación y consecuencia de la entrega de la propia interioridad de sus personas, es verdaderamente humana y capaz de perfección moral. Por ello la vida sexual humana, tal y como Dios la ha querido, tiene su expresión natural sólo y exclusivamente en el m., ya que únicamente a través de él y de la familia que surge, la procreación contribuye a la perfección de la sociedad (cfr. G. Mausbach y G. Ermecke, o. c. en bibl., 141-144). De aquí que todo ejercicio del poder procreador, bien contra natura (v. MASTURBACIÓN), o fuera del m. (v. FORNICACIÓN), O contra el fin natural de la procreación en el m. (v. 5 y 6), constituye un grave desorden de la vida sexual humana y, por ello, grave pecado. El m. aparece así como la institución natural querida por Dios, donde la participación del poder creador se da con plenitud y perfección. «La dualidad de los sexos ha sido querida por Dios, para que el conjunto hombre mujer sean imagen de Dios y como él fuente de vida» (Paulo VI, lnsegnamenti, o. c. en bibl., 304)

2. Derecho a contraer matrimonio. Es la misma estructura sexual del ser humano, y la ordenación de la sexualidad a la generación, lo que legitima el contrato matrimonial entre personas hábiles, así como invalida y anula la voluntad de m. entre personas impotentes o de sexo no complementario, o que, por cualquier otra razón, no son capaces de realizar el contrato matrimonial, aun siendo aptas para la procreación. Entramos aquí en el tema de los impedimentos (v. vii, 2), cuya determinación, en el caso de los católicos, corresponde a la Iglesia, que interpreta la ley natural (v. LEY VII, 1) y a la que están confiados los sacramentos. Señalemos que, aparte de esos casos tipificados por la legislación eclesiástica, y aunque puedan darse situaciones que hagan desaconsejable el m. (V. EUGENESIA), ninguna autoridad puede prohibir el ejercicio de tal derecho
Por otro lado, siendo el m. necesario al género humano para su conservación y propagación, no es necesario para cada uno de los individuos. De ahí que sea legítima, cuando haya razones que así lo aconsejan, la renuncia a él. Especial mención merece la renuncia al m. por razones religioso-vocacionales, tal y como se vive en la vocación religiosa, en el celibato sacerdotal, en un celibato asumido por motivos apostólicos, etc. La Iglesia, a la vez que ha defendido la bondad intrínseca del m., ha reafirmado siempre la excelencia de la virginidad (v.) y, en términos más amplios, del celibato propter regnum caelorum (cfr. Mt 19,12). Adviértase en efecto que, tal y como el catolicismo lo vive, el celibato religioso o apostólico comporta un aspecto material, la renuncia al m. y a vivir la continencia completa, y un aspecto formal, el asumirlo por amor de Dios y en respuesta a una llamada divina: es pues algo radicalmente diferente de una posible abstención del m. por motivos egoístas
Algunos han pretendido afirmar una necesidad absoluta del m. para todo hombre, sosteniendo que el ejercicio de la sexualidad es necesario para el desarrollo pleno de la persona (v.), de modo que el célibe sería incompleto psicológicamente. Afirmación falsa, ya que mientras la sexualidad pertenece a la estructura del ser humano, la práctica de la vida sexual no comporta necesariamente una perfección moral ni psíquica. Tan realizado como hombre puede estar una persona célibe, como frustrada una persona casada (y eso aun en el supuesto de que esta última hubiera conseguido en su m. una perfecta integración sexual). A pesar de sus diferencias -o, tal vez mejor, con ellas- el hombre (v.) y la mujer (v.) tienen una naturaleza individual completa, también en el orden afectivo, aunque sean complementarios en el aspecto sexual, que conlleva evidentemente diferencias afectivas, sin que esto suponga que para alcanzar la perfección humana necesiten complementar sus diferencias. Se necesitan radicalmente sólo para engendrar otros hombres, no para serlo (cfr. Pío XII, Enc. Sacra virginitas, Denz. Sch. 3349)
En resumen, podemos decir: 1°) que a toda persona hábil le corresponde un derecho innato e inalienable de constituir una sociedad matrimonial, donde el ejercicio del poder de trasmitir la vida sea según las exigencias naturales y la voluntad de Dios; 2°) a este derecho al m., que asiste a toda persona, no responde el correlativo deber de aceptar el compromiso de m. con una persona determinada; 3<) cada persona es libre, en el ejercicio de su derecho, de constituir o no m. y a esta determinación libre ha de conformar responsablemente el ejercicio de la sexualidad

3. Preparación. El m. exige una formación remota, ya desde la pubertad, que permita adquirir un sentido del m. no como simple derecho al ejercicio de la sexualidad, sino como la institución que compromete al hombre y a la mujer para una paternidad en el ámbito de una entrega de sus personas. Requiere, por tanto, una seria preparación, que no se reduce a unos conocimientos teóricos o a una información circunstancial sobre la vida matrimonial: debe ser una educación (v.) integral y no meramente sexual. Ésta, en efecto, implica el conocimiento apropiado a su madurez psicológica, adquirido en un clima de sincera amistad con Dios, que les permita responsablemente comprender tanto la trascendencia social y vocacional del m., como los valores insertos en una posible llamada al celibato apostólico, a la vez que adquieren el sentidoverdadero de la castidad (v.). «La formación de los hijos ha de ser tal que, al llegar a la edad adulta, puedan con pleno sentido de responsabilidad seguir incluso la vocación sagrada y escoger estado de vida; y si éste es el matrimonio, puedan fundar una familia propia en situación moral, social y económica adecuada» (Conc. Vaticano, Const. Gaudium et spes, 52)
Sobre la preparación próxima, v. NOVIAZGO, y sobre el posible contrato de esponsales, v. VII, 2. Señalemos aquí solamente que, una vez formalizada la decisión de contraer m. (se haya hecho o no con el contrato de esponsales) hay obligación de guardar la fidelidad de prometidos (V. LEALTAD) y de evitar cuanto dificulte la pretendida unión; aunque obviamente ambos prometidos conservan la libertad de romper las relaciones, y pueden tener incluso la obligación de hacerlo, si advirtieran que hay razones graves que así lo aconsejen. Al acercarse esa formalización en la decisión de contraer m., será el momento oportuno de manifestar aquellos posibles defectos ocultos, cuya declaración anterior hubiera sido imprudente, pero cuyo ocultamiento hasta después del m. indicaría falta de lealtad y expondría a graves incomprensiones familiares.

4. Obligaciones y deberes de los cónyuges: Visión de conjunto. Al hablar de las obligaciones y derechos de los cónyuges, no se puede nunca olvidar que el m. es un sacramento (v.) y, por tanto, que siempre cuentan con la gracia sacramental para cumplirlas, realidad frecuentemente olvidada cuando se habla con pesimismo de las cargas del m. Por otro lado, siendo el m. un contrato especial elevado a la dignidad de sacramento, estas obligaciones surgen de ambos aspectos, ya que la realidad sacramental no diversifica -por el contrario, fortalecelas propiedades y fines naturales establecidos por Dios
A la vez, siendo el m. el núcleo de la familia, en su seno surgirán unas obligaciones familiares que alcanzan no sólo a esposos e hijos, sino también a las personas que forman el núcleo familiar: el m. se abre así naturalmente a la familia (v.). Esta realidad familiar (v. 7) les obliga a vivir unidos en un mismo hogar y sólo temporalmente se puede interrumpir esta cohabitación por graves exigencias que hay que superar lo antes posible. Marido y mujer están obligados a mantener con su trabajo y una buena administración los gastos ordinarios de la familia y ayudar oportunamente con otros bienes que cada uno posea (v. VIII)
Tanto los deberes familiares, como los deberes de los padres para con los hijos, tienen su voz propia en esta Enciclopedia, así como los deberes de los hijos en relación con los padres. (V. FAMILIA; PADRES, DEBERES DE LOS; HIJOS, DEBERES DE LOS). Resta, por tanto, estudiar las obligaciones específicas y mutuas de los esposos, que por la naturaleza propia del contrato, serán en muchos casos de pura justicia conmutativa, sin cuyo cumplimiento el amor matrimonial no puede ser agradable a Dios
Vamos a tratar, por tanto, en primer lugar del amor conyugal, cuya autenticidad se manifestará en ser el motor y salvaguardia de las propiedades y fines del m., ampliamente estudiadas en Iv. Después trataremos de las obligaciones y derechos que surgen de este amor, siguiendo el tradicional esquema de los bienes del matrimonio: prole, fidelidad y sacramento
a. Amor conyugal. Como impregnando todos los bienes del m. y, en cierta manera, unificándolos, se encuentra el amor conyugal. Los esposos deben amarse con un amor pleno y exclusivo como exigencia de su entrega matrimonial: al casarse, «expresan la decisión de pertenecerse de por vida y de contraer a este fin un lazo objetivo, cuyas leyes y exigencias, muy lejos de ser una esclavitud, son una garantía y una protección» (Paulo VI, Insegnamenti, o. c. en bibl., 303). Independientemente del amor que existiera entre los entonces novios, ahora están obligados a amarse con vínculos especiales; antes podían dejar de amarse, ahora el compromiso de entrega mutua les obliga a hacer efectiva la donación de la propia vida. En el m. el amor de los novios se transforma en entrega y recíproca donación personal entre ellos mismos y a los hijos, y ello les compromete a un continuo proceso de crecimiento en el amor. El amor verdadero parte de lo más noble de la persona -el afecto de la voluntad- y se dirige hacia el término de su afecto, abrazando el bien de toda la persona amada. El amor conyugal, manifestado en el consentimiento libre, aparece como elemento constitutivo del m., puesto que éste «no consiste en una simple efusión del instinto y del sentimiento, sino que es... principalmente un acto de la voluntad libre» (Paulo VI, Ene. Humanae vitae, 9). No se trata de que la validez y firmeza del m. dependa del modo positivo o negativo de responder a las exigencias del amor conyugal, sino, al contrario, de que la institución conyugal estará siempre exigiendo, aun en el caso de esposos distanciados o malavenidos, un reencuentro personal en el amor
Si el m. presupone amor, el amor conyugal es fruto a su vez del m., ya que en éste el amor ha de ser una singular forma de amistad personal que lleva a compartir generosamente todo, sin cálculos egoístas. «Quien ama de verdad a su propio consorte no le ama sólo por lo que de él recibe, sino por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí» (ib.). Es la doctrina de S. Pablo: «así deben también los varones amar a sus esposas como a sus propios cuerpos. Quien ama a su esposa a sí mismo se ama» (Eph 5,18 ss.). Por ello, en la vida matrimonial el amor «enriquece y avalora con una dignidad especial» las manifestaciones sensibles y aquellas otras de orden sexual, específicas del amor matrimonial «y las ennoblece como elementos y señales de amistad conyugal» (Gaudium et spes, 49). Toda la persona, en sus componentes afectivos y sensibles, carnales y espirituales, participa en el amor conyugal. Este amor así entendido, entrega en oblación de la persona dueña de sí, es imagen del amor sacrificado de Cristo a su Iglesia: «En razón de esto abandonará el hombre a su padre y a su madre y se adherirá a su mujer, y serán los dos una sola carne» (Eph 5,31)
El cristiano descubre que el amor tiene en Dios su origen, y si en sus manifestaciones tendiera a deformarse por el egoísmo (v.), fruto de la herida sufrida en el pecado (v.) original, puede encontrar en Dios por Cristo su redención y salvación: «El amor cónyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente los cónyuges a Dios y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad» (ib. 48). El amor matrimonial, como todas las cosas humanas, crece y se acrisola siguiendo la gran ley del amor: la entrega, en este caso al otro cónyuge y a los hijos; o se agosta, convirtiendo el m. en simple comunidad de techo, intereses y satisfacciones. El camino hacia la madurez y la perfección en el amor exige un esfuerzo de renovación continua, necesaria en virtud de un grave deber moral. El verdadero arte de amar no consistirá, por tanto, en modos que garanticen el placer carnal, sino en aquella claridad de mente y decisiónde corazón que mantienen y hacen crecer el primer amor, superando las dificultades, penas y contratiempos; más aún, tomando ocasión de ellas para crecer en profundidad y hondura
b. Los bienes del matrimonio. A partir de S. Agustín (cfr. De bono coniugali, 24,32) suelen enumerarse tres bienes que dan su valor al m.: la prole, la fidelidad, el sacramento (v. iii, 1). Esos bienes son a la vez, desde una perspectiva ética, fuentes de derechos y obligaciones de los cónyuges: cualquier acción que lesione gravemente uno de esos bienes será una falta grave del amor conyugal y, por tanto, del sacramento, que responsabiliza en la misma medida ante Dios
1°) La prole. Dice el Catecismo Romano que «el primer bien es la prole, esto es, los hijos que se tienen de la mujer propia y legítima. Y en tanto grado estimó este bien el Apóstol, que llegó a decir: `Se salvará la mujer por medio de la crianza de los hijos'. Y esto se ha de entender, no sólo de la generación, sino también de la educación y enseñanza...» (II, cap. VIII, n° 23). Siendo el m. la institución para perpetuar la prole, constituye ésta la primera e ineludible obligación matrimonial. Puede ser que no se pueda producir tal efecto, en cuyo caso no se destruye la sociedad conyugal, ni se limita por ello el ejercicio del amor, también en su aspecto generativo (v. 5), naturalmente infecundo; pero cuando positivamente se atenta contra la fecundidad matrimonial o contra la posterior dedicación de los padres a sus hijos, se descentra y desenfoca toda la institución matrimonial.
Pío XI, comentando por qué la prole ocupa el primer lugar entre los bienes del m., escribe: «Cuán grande sea este beneficio de Dios y bien del matrimonio, se deduce de la dignidad y altísimo fin del hombre. Porque el hombre, en virtud de la preeminencia de su naturaleza, racional, supera a todas las restantes criaturas visibles. Dios, además, quiere que sean engendrados los hombres no solamente para que vivan y llenen la tierra, sino muy principalmente para que sean adoradores suyos, le conozcan y le amen y, finalmente, le gocen para siempre en los cielos; fin que supera, por la admirable elevación del hombre hecha por Dios al orden sobrenatural, cuanto el ojo vio, y el oído oyó, y ha subido al corazón del hombre (1 Cor 2,9). De donde fácilmente aparece cuán grande don de la divina bondad y cuán egregio fruto del matrimonio sean los hijos, que vienen a este mundo por la virtud omnipotente de Dios con la cooperación de los esposos» (Ene. Casti connubii)
Los hijos deben ser vistos como una bendición de Dios, por usar la expresión tradicional. Toda visión de la natalidad (v.) como algo que amenaza al hombre, tanto individualmente como s 3cialmente, constituye una deformación grave de la realidad. El hombre se realiza en la entrega a los demás, lo que en el m. implica una ordenación positiva a los hijos: la aceptación, más aún, el deseo de los hijos, crea en los esposos esa disposición de entrega y olvido de sí, en la que se realiza la auténtica personalidad y es condición de la felicidad. En un orden social-colectivo, la consideración de la natalidad como un peligro para la humanidad implica, además de otras cosas, un olvido de la providencia divina. Ciertamente la consideración de la Providencia (v.) no excluye que el hombre use de su razón y de su prudencia, pero sí lleva a comprender que ninguna realidad natural puede ser, por sí misma, contraria al hombre, y a situarse ante todos los hechos con actitud de fe y confianza
En otras palabras, la procreación de los hijos es, no tanto una obligación, cuanto un bien, un don de Dios,y así debe ser considerado por los esposos; aunque, obviamente, la ordenación a ese bien trae consigo obligaciones: constituye, en efecto, una obligación para los esposos no sólo mantener abierto su m. hacia la posible prole, sino favorecer en cuanto les sea posible que esta prole avenga: corresponsabilidad común, aunque sea la mujer (v.), por su misma naturaleza, la que está obligada a los cuidados específicos que exige el embarazo (v.) y el parto (v.). Atentan contra este bien no sólo la esterilización y el abuso del m., impidiendo la fecundación(V. ESTERILIZACIÓN; ANOVULATORIOS; ANTICONCEPTIVOS), sino también toda actitud ante el m. o toda forma de vivirlo que cercene su fecundidad (v. 6)
Si por las causas que sean, no pudieran o no debieran tener nuevos hijos, deben ver en ello un mal o limitación, cuya desaparición deben recibir con alegría y, si está en su poder, acelerar. Así, p. ej., el deseo de la prole les llevará a buscar remedio a la esterilidad (v.), si se diera, sin que un malentendido deseo de paternidad les lleve a buscar los hijos con métodos antinaturales como sería, p. ej., la inseminación artificial (v.). En el caso de que los hijos no puedan venir los esposos aceptarán esa situación, como signo de que Dios les pide que la generosidad y el amor, que se hubieran volcado en la entrega a los hijos, se canalicen en otras direcciones: la gracia del sacramento les dará fortaleza para santificar la situación concreta en que se configura su vida
Concebida ya la prole, los padres deben protegerla y cuidarla. El mayor crimen contra la prole es el aborto (v.), en todas sus manifestaciones, tanto las más aparentes, como las encubiertas, pero no menos reales, producidas por ciertos anovulatorios (v.) y anticonceptivos (v.). El aborto, un atentado contra la vida de un inocente, no sólo manifiesta que se ha perdido el sentido de la vida matrimonial, sino más radicalmente, el sentido mismo de la dignidad de la vida humana. Señalemos finalmente que existe no sólo la obligación de no procurar el aborto, sino también la de poner los medios convenientes para evitar un aborto espontáneo, cuando se advierte el peligro de que éste pueda producirse
Ya nacidos los hijos, corresponde a marido y mujer el deber de criarlos y educarlos, llevándolos a la mayoría de edad humana y cristiana (v. 7)
2°) La fidelidad. El segundo bien del m. es la fe o la fidelidad, por la que se entiende aquella disposición de ánimo por la que «mutuamente se obligan el marido con la mujer y ésta con aquél, de modo tal, que el uno entrega al otro el dominio de su cuerpo y promete no faltar nunca a este sagrado pacto conyugal... Exige además la fe del matrimonio que el marido y la mujer estén unidos con un amor especial, santo y puro, y que no se amen como adúlteros, sino como Cristo amó a su Iglesia...» (Catecismo Romano, II, cap. VIII, n° 24)
La fidelidad es como la prolongación del amor conyugal, manifestado en la perseverancia en él a través de las diferentes circunstancias de la vida. La violación más grave del deber de la fidelidad son las relaciones sexuales fuera del m., es decir, el pecado de adulterio (V. FORNICACIóN II). Es un pecado, tanto contra la castidad como contra la justicia, y atenta contra el m. en su totalidad. Es un pecado gravísimo, que como tal viene condenado en la S. E. (Eccli 23,25-29; 1 Cor 6,9), y cuya malicia específica debe declararse en la confesión. A la fidelidad se oponen también aquellas relaciones o amistades que, aunque no impliquen formalmente una infidelidad, crean un ambiente propicio a ella, distanciando entre sí a los esposos o minando el amor exclusivo quedeben tenerse. E igualmente los pecados solitarios contra la castidad (V. MASTURBACIÓN)
De una manera positiva la fidelidad obliga a vivir todas las consecuencias prácticas de la entrega de la propia persona: disponibilidad para el débito conyugal (v. 5), cariño, preocupación del uno por el otro, comprensión, afecto manifestado en obras y palabras, etc. «Todo lo cual -escribe Pío XI- no sólo comprende el auxilio mutuo en la sociedad doméstica, sino que es necesario que se extienda también, y aun que se ordene, sobre todo a la ayuda recíproca de los cónyuges en orden a la formación y perfección, mayor cada día, del hombre interior, de tal manera que por su mutua unión de vida, crezcan más y más cada día en la virtud» (Casti connubii)
Pertenece también a la fidelidad que las relaciones matrimoniales sean vividas con delicadeza, respeto mutuo, pudor y castidad, evitando que el amor matrimonial «quede profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación» (Gaudium et spes, 47), y haciendo, al contrario, que sea un amor verdadero que «abarca el bien de toda la persona y, por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas con elementos y señales específicas de la amistad conyugal» (ib. 49)
3°) El sacramento. Por el bien del sacramento se entiende «tanto la indisolubilidad del vínculo como la elevación y consagración que Jesucristo ha hecho del contrato, constituyéndolo signo eficaz de gracia» (Casti connubii)
El bien del sacramento es como una coronación y culminación de los dos anteriores, ya que los presenta prolongados en el tiempo, durante toda la duración de la vida de los esposos, y elevados a la condición de camino vocacional. Precisamente, en esa perseverancia, superando las dificultades y roces que puedan irse presentando o produciendo, es como el amor conyugal manifiesta toda su hondura, y la gracia del sacramento revela toda su eficacia. Y, de esa forma, los cónyuges hacen que «la unión conyugal, no sólo por la fuerza y la significación del sacramento, sino también por su espíritu y forma de vida, sea siempre imagen viva de aquella fecundísima unión de Cristo con su Iglesia, que es, en verdad, el misterio venerable de la perfecta caridad» (Casti connubii)
Esta consideración del bien del m. en cuanto sacramento no puede hacer ignorar la realidad triste del fracaso matrimonial. En ocasiones ese fracaso es consecuencia de una progresiva debilitación de la caridad que debería impregnarlo, y que se manifiesta en pequeñas infidelidades, fruto de un egoísmo que no es capaz de superar las desavenencias que por fuerza tienen que darse en el m.; de un hedonismo, más o menos declarado, que acaba reduciendo la convivencia a un orden meramente animal, etc. Otras veces puede depender sólo de uno de los cónyuges, siendo inocente el otro. En cualquier caso un cristiano sabe que nunca le falta la gracia para superar, ciertamente con esfuerzo y entrega, las dificultades e incluso las caídas, por graves que éstas hayan sido: ello exigirá de su parte reparación y penitencia, pero, a través de ellas, puede reconstruir su vida cristiana
La infidelidad matrimonial puede llevar a situaciones de separación temporal o perpetua (v. VII, 2), pero nunca a un divorcio (v.) vincular propiamente dicho, es decir, con posibilidad de contraer nuevas nupcias, ya que ello se opondría a las características que el vínculo matrimonial tiene, según la naturaleza humana, y la voluntad expresamente manifestada por Dios ya en el A. T., y reafirmada por Cristo al elevar el m. a la dignidad de sacramento. Para una persona con fe, la situación que de ahí se deriva se manifiesta como una llamada divina a expresar en esa nueva condición la caridad, llamada que lleva aneja la gracia, que le permitirá santificar esas circunstancias, duras y tristes, y alcanzar a través de ellas la alegría que se deriva de la entrega.

5. Derecho y deber del débito conyugal. El acto conyugal, rectamente realizado, para el que los esposos se conceden mutuamente derecho al contraer m., es, por su propia esencia, honesto, digno y meritorio: «los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí, son honestos y dignos y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud» (Gaudium et spes, 49). Dios mismo ha establecido su licitud y bondad, creando al hombre sexualmente estructurado, promulgando la ley de la procreación inscrita en la misma naturaleza humana; sólo es destruido de su natural bondad cuando se excluyen positivamente los fines naturales del m., viciando radicalmente el amor matrimonial, o se busca de modo egoísta la sola satisfacción del apetito sexual, que pierde entonces su auténtica razón de medio y se convierte desordenadamente en fin
El derecho a pedir el débito conyugal (es decir, aceptar y secundar la unión carnal) compete por igual a ambos esposos, de manera que hay obligación de darlo, siempre y cuando uno de los cónyuges lo pida justa y razonablemente. Y esto, por una razón de justicia y bajo pecado grave, en virtud del vínculo matrimonial, que recae, precisamente, sobre esta materia; por eso afirma la S. E.: «El marido páguele lo que es debido, e igualmente también la mujer al marido. La mujer no es dueña de su propio cuerpo, sino el marido e igualmente tampoco el marido es dueño de su propio cuerpo, sino la mujer» (1 Cor 7,3-4). Esta obligación admite parvedad de materia si existe justa causa
El derecho al débito conyugal y, por consiguiente, el relativo deber, cede su fuerza vinculante cuando hay razones graves que lo impidan. P. ej., cuando el uso del m. comportaría un daño para la salud de uno de los cónyuges o de la prole ya concebida; cuando el inmoderado deseo por una de las partes lo convierte en tortura para la otra, etc. Un acto conyugal impuesto al cónyuge en tales circunstancias «sin considerar su condición actual y sus legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor, y prescinde, por tanto, de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos» (Paulo VI, Enc. Humanae vitae, 13)
En el varón la posibilidad de ser fecundo corresponde con su periodo de fertilidad (v.); en la mujer, la fecundidad está no sólo limitada por el inicio y el fin del periodo de fertilidad -pubertad y menopausia- sino que tiene unos ciclos de infecundidad y fecundidad periódica, relacionados con su ciclo genital; es, además infecunda lógicamente durante el embarazo y, con una duración variable, durante la lactación. En estos tiempos de infertilidad o infecundidad natural, el amor matrimonial puede también expresarse lícita y santamente con el acto matrimonial y cuando el uso del m. no comporte, como se ha dicho, un peligro para la prole concebida, o para la salud de la mujer después del parto. Sobre los problemas morales anejos al uso del m. sólo en los periodos infecundos, v. fi
Siendo noble y lícito el acto conyugal, son también nobles y lícitas las manifestaciones que naturalmente se ordenan a él, así como el deseo del acto y el gozo o delectación por haberlo realizado, si no llevan anejo el peligro próximo de actos contra natura personales, y excluyendo, por la fidelidad conyugal, cualquier referencia a persona distinta del propio cónyuge. Por eso es lícito entre los esposos, en su vida íntima matrimonial, todo aquello que se orienta al acto conyugal y facilita su natural perfección y consumación. Sería, sin embargo, desordenada, la continua y descontrolada búsqueda de todo posible incentivo, orientado a lograr la novedad o mayor intensidad en el placer, ya que ello implicaría una inversión de los valores, buscando más el placer que el amor. El pudor (v.) y la modestia (v.), virtudes anejas a la castidad, también a la matrimonial, así como el orden natural en la realización del acto conyugal y el respeto amoroso de la intimidad conyugal, en cuyo seno nacen nuevas vidas, imponen también determinadas condiciones de licitud en relación con las manifestaciones y circunstancias del acto conyugal. A este respecto se ha registrado una cierta evolución en la opinión de los moralistas: en el pasado se consideraba lícita cualquier acción genital dentro del m., siempre que su terminación tuviera lugar de un modo conforme a la naturaleza; actualmente, los progresos de la psicología y -sobre todo- la maduración del concepto del amor humano (v.) conducen a pensar que, manteniendo en líneas generales ese principio, cabe matizarlo, afirmando que cualquier acción sexualmente perversa (fetichismo, sadismo, etc.) implica por lo menos una falta de caridad (que a veces puede ser grave) con el cónyuge, ya que desvirtúa el auténtico y delicado sentido del amor entre los esposos, y puede llevar a una búsqueda egoísta del placer y a reducir la persona humana a la condición de un mero instrumento (v. SEXUALIDAD ni, 2)
Mayor importancia práctica tiene -ya que se refiere no a casos aberrantes, sino a situaciones normales- recalcar que el acto conyugal implica una realización necesaria a la procreación, y que el hombre no puede romper por propia decisión la inseparable conexión «entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador», ya que están unidos en la estructura íntima del acto conyugal: «mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas» (Humanae vitae, 12)
El pecado original privó al hombre de su integridad primitiva y le hace sentir la concupiscencia (v.), y,como parte de ella, le impulsa a la búsqueda del placer anejo al acto matrimonial como posible fin en sí mismo, independiente de toda referencia a un orden de la razón y de la fe; su inteligencia, por otra parte, le hace capaz de desintegrar en su conducta práctica aquello mismo que percibe unido en la naturaleza de las cosas. Así, pues, cuando el hombre usa de este poder moral, disociando el placer en el acto conyugal de su natural orientación a la vida, violenta la naturaleza de la intimidad matrimonial y, por ello, la voluntad de Dios. Toda satisfacción sexual completa, separada del acto conyugal perfecto según las exigencias de su naturaleza -procreativo y unitivo-, es un grave desorden moral y por ello constituye pecado mortal. «La Iglesia -afirma Paulo VI- al exigir que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la trasmisión de la vida» (ib. 11)
Nos encontramos así frente al pecado de onanismo. Se entiende por tal (cfr. Gen 38,9-10) la unión conyugal realizada de modo que impida positivamente, es decir, de propio intento, la posibilidad de generación, ya sea evitando depositar el semen en su lugar apto y apropiado (coitus interruptus u onanismo en sentido propio), ya sea dificultando su proceso normal hacia la fecundación mediante impedimentos físicos o químicos, utilizados en previsión del uso del m., durante el desarrollo o a continuación de la acción matrimonial (v. ANTICONCEPTIVOS; ABORTO). Cualquier uso -recuerda Pío XI y reitera Paulo VI-en que por humana malicia el acto conyugal sea desprovisto de su natural fuerza procreadora, es un desorden contra la ley de Dios y contra la naturaleza, y, por tanto, quienes realizan tales acciones son reos de culpa grave (cfr. Casti connubii; Humanae vitae)
Si, en el uso del m., uno de los cónyuges obra de un modo onanístico independiente de la voluntad del otro, sólo aquél es responsable del desorden moral del acto conyugal. Pero si el cónyuge inocente conoce la previa decisión de la voluntad desordenada del otro cónyuge, no puede prestar su cooperación formal al acto (V. COOPERACIÓN AL MAL), es decir, no puede comportarse positivamente dispuesto en la preparación y realización de aquella acción inmoral; y sólo cuando existen graves motivos: malos tratos, continuas discordias, peligro real de infidelidad, etc., y una vez manifestada su opuesta voluntad, puede permitir pasivamente ser ocasión o instrumento de pecado. Sin embargo, si la inmoralidad de la acción deriva, no del onanismo natural, sino del artificial, debe oponer resistencia en la medida de lo posible en todo momento de la acción, ya que entonces el acto no es desvirtuado en su proceso, sino que es pecaminoso ya en su origen
Señalemos finalmente que algunos autores espirituales han recomendado, como praxis ascética, la decisión, tomada de común acuerdo entre los cónyuges, de vivir una continencia absoluta durante algunos periodos, para así poner de relieve la naturaleza espiritual de su amor. Esta praxis es ciertamente lícita, y en ocasiones puede tal vez ser oportuna; no conviene, sin embargo, olvidar el consejo del Apóstol S. Pablo «No os defraudéis el uno al otro a no ser de mutuo acuerdo por un tiempo, con el fin de dedicaros a la oración y luego tornar a juntaros, no sea que os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia. Eso, empero, lo digo haciéndome cargo de la situación, no imponiendo preceptos» (1 Cor 7,5-6).

6. El deber de la procreación. El amor conyugal, elemento vivificante de toda la vida matrimonial, incluye en su propia esencia la referencia a la procreación. «El verdadero amor mutuo transciende la comunidad de marido y mujer, y se extiende en sus frutos naturales: los hijos. El egoísmo, por el contrario, acaba rebajando ese amor a la simple satisfacción del instinto y destruye la relación que une a padres e hijos» (1. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n° 94). O, como escribe el Conc. Vaticano 11, «el auténtico ejercicio del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar, que nace de aquél, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tiende a capacitar a los esposos para cooperar valerosamente con el amor del Creador y Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia» (Gaudium et spes, 50). El desarrollo de la vida familiar consiste, pues, en gran parte, en la asunción de ese deber, haciéndolo propio y viéndolo como la realización de la misión recibida en la que uno mismo encuentra su sentido y su perfección. Tal es el sentido profundo de la paternidad responsable (v.): que los hijos sean fruto del amor generoso, y no de una actitud ciega; que cada nacimientosea buscado y querido amorosamente, y no simplemente permitido o connotado
Esa finalización del amor en la fecundidad hace que -como dice la misma Constitución conciliar ya citadasean dignos de «mención muy especial» los m. que «aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente» (ib.). Pueden presentarse casos de infertilidad, en los cuales no por eso desaparece el m., sino que sigue en pie como comunidad de vida ordenada ahora a la dedicación y a la entrega a tareas extrafamiliares que faculta la nueva situación
Pueden finalmente darse situaciones en que los esposos, aun siendo fecundos, piensen por razones serias eugenésicas, médicas, etc., que no pueden aceptar -aunque los deseasen- nuevos nacimientos. ¿Qué caminos se abren entonces ante los esposos? Ante todo el de una continencia absoluta, temporal o definitiva, según los casos. Esta decisión, obviamente, deberán tomarla de común acuerdo, y basados en una actitud de confianza en Dios que, si les ha colocado ante esa situación, les proveerá de las gracias necesarias para santificarla. La renuncia al ejercicio del acto conyugal no implica en modo alguno que desaparezca o se enfríe el amor matrimonial, sino solamente que adquiere manifestaciones diversas: pensar lo contrario es identificar de modo indebido amor con sexualidad, lo que equivale a destruir el sentido humano de uno y de otraDado que científicamente es posible conocer con aproximación los periodos de infecundidad natural en el ciclo natural de la mujer a los que antes nos referíamos (método de Ogino-Knaus, temperatura basal, etc.; v. REPRODUCCIÓN; FERTILIDAD) surge una cuestión: ¿es lícito, y con qué condiciones debe limitarse a vivir el acto conyugal sólo en los periodos infecundos? Es el hecho que se designa comúnmente con el nombre de continencia periódica. Como quedó dicho antes, vivir el acto conyugal también en esos periodos no plantea cuestión moral alguna; el problema surge, en cambio, cuando se trata de vivirlo sólo en esos periodos, y, por tanto, como consecuencia de un previo deseo de evitar la concepción. Al plantearse la cuestión surgieron algunas perplejidades, pues si, de una parte, el acto conyugal no está viciado, pues se realiza según naturaleza, de otra, al restringir su práctica, precisamente por la intención de no tener hijos, a los solos periodos infecundos, plantea un problema moral delicado. No debe olvidarse que introduce en la vida matrimonial un elemento de artificialidad, cuyas consecuencias psicológicas pueden ser perjudiciales; de hecho, en los casos en que se ha llegado a extremos de usar el m. sólo en los periodos totalmente seguros de infecundidad, p. ej., durante la menstruación, ha originado las llamadas neurosis de Ogino-Knaus, motivadas por la repugnancia natural al acto matrimonial durante la menstruación
No se trata aquí de hacer una consideración de los peligros o riesgos, ventajas o inconvenientes, de los diferentes métodos médicos que permiten usar de la continencia periódica, sino de hacer una valoración moral de la misma. Sobre la cuestión se han pronunciado Pío XII y Paulo VI. Oigamos sus voces con detalle
En oct. 1951 tuvo lugar en Roma el Congreso Nacional de la Unión Católica Italiana de Comadronas, en el cual Pío XII pronunció una alocución, que se ha hecho clásica en el estudio de los aspectos morales de la continencia periódica. Después de recordar que «una de las exigencias fundamentales del recto orden moral es que al uso de los derechos conyugales corresponde la sincera aceptación interna del oficio y de los deberes de la paternidad» (cfr. AAS, 43, 1951, 842), Pío XII hacía una distinción entre el uso del derecho conyugal también en los tiempos infecundos (cosa perfectamente lícita, sin reserva alguna), y el uso del derecho conyugal exclusivamente en aquellos periodos agenésicos. En este segundo caso se debe hacer otra distinción: cuando al contraer m., uno de los cónyuges, por lo menos, haya tenido intención de restringir a sólo los tiempos de infecundidad natural el mismo derecho al acto matrimonial, y no solamente su uso, se da lugar a un defecto esencial del consentimiento matrimonial, que lleva consigo la invalidez del vínculo. Cuando, en cambio, «la limitación del acto a los días de infecundidad natural se refiere no al derecho mismo, sino sólo al uso del derecho, la validez del matrimonio queda fuera de toda discusión; sin embargo, la licitud moral de tal conducta por parte de los cónyuges habría que afirmarla o negarla, según que la intención de observar constantemente aquellos periodos esté o no basada en motivos suficientes y seguros» (ib. 845)
Estos motivos, continuaba diciendo el Papa, pueden ser de diversa naturaleza -médica, eugenésica, económica y social- pero siempre deben ser graves. «Pero si no existen, según un juicio razonable y ecuánime, tales graves razones personales o derivadas de circunstancias externas, la voluntad de evitar habitualmente la fecundidad de su unión, mientras se continúa satisfaciendo plenamente su sensualidad, no puede derivar sino de un falso aprecio de la vida y de motivos contrarios a las rectas normas morales» (ib. 846)
Paulo VI -remitiendo al discurso de Pío XII que acabamos de citar- escribe, por su parte, en la Ene. Humanae vitae: «si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los periodos infecundos... mientras condena siempre como ilícitos el uso de medios directamente contrarios a la fecundación»
Siguiendo a J. L. Soria (Cuestiones de Medicina pastoral, Madrid 1973, 298-303) podemos resumir así esas enseñanzas:1°) Para poder adoptar esa decisión debe existir una causa justa. Esos motivos pueden ser variados (eugenésicos, médicos, económicos, sociales), pero en cualquier caso han de ser graves. Este aspecto queda claramente marcado en los documentos pontificios mencionados, como ponen de relieve los adjetivos o expresiones empleados. Así Pío XII habla de «casos de fuerza mayor» (AAS 43, 1951, 846); «motivos morales suficientes y seguros» (ib. 845); «graves motivos» (ib. 846); «motivo grave, serios motivos, graves razones personales o derivadas de circunstancias externas» (ib. 867); y en otro discurso, de «motivos serios y proporcionados» o de «notables inconvenientes» (AAS 50, 1958, 736-737). Y Paulo VI de «serios motivos, derivados o de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias externas» y de «razones justas» (Humanae vitae, 16)
2°) La gravedad de la causa debe ser proporcionada, entre otras cosas, a los peligros morales a los que se exponen los cónyuges que practican la continencia periódica, así como a los riesgos a los que se expondrían en el caso de un embarazo
Por lo que atañe a la valoración concreta de la entidad de los motivos que pueden concurrir en cada caso, de sugravedad y proporcionalidad, serán los cónyuges, ayudados por un consejo prudente, quienes valoren su alcance, siendo plenamente conscientes, sin embargo, de que en «la misión de trasmitir la vida, los esposos no quedan, por tanto, libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudieran determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia» (Humanae vitae, 10). Como toda decisión moral, ésta presupone una disponibilidad espiritual y una actitud de generosidad, sin las cuales estaría viciada (v. PATERNIDAD RESPONSABLE). Recuérdese que los hijos han de ser vistos como un bien, y, por tanto, su limitación como un mal que se sufre, y que, por consiguiente, se desearía que no existiese. Cuando los motivos que han llevado a pensar en la necesidad de no tener más hijos son removibles, los cónyuges deben poner de su parte los medios a su alcance para conseguir su remoción
Junto a la presencia de justos o serios motivos para no desear una nueva paternidad, se requiere, para vivir la continencia periódica, que la unión en esos días naturalmente infecundos brote como manifestación exigida por el amor conyugal y no por una calculada economía del placer. Vivir con rectitud las obligaciones que dimanan de la vida conyugal conjugando el respeto a la vida y el fomento de verdadero amor, sea en aquellas circunstancias ordinarias que hacen posible una procreación generosa, sea en aquellas otras condiciones de vida que permiten recurrir a la continencia periódica, es difícil y aun imposible «sin cultivar la castidad matrimonial» (Gaudium et spes, 51), «en la que el matrimonio encuentra su pleno desarrollo humano y cristiano» (Paulo VI, Insegnamenti, o. c. en bibl., 309)

7. Matrimonio y familia. El deber vocacional de padres no acaba en la procreación; ésta es sólo el principio de todo proceso de madurez físico-espiritual de la persona de sus hijos. De la «unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana..., constituidos por el Bautismo en hijos de Dios» (Lumen gentium, 11). El m. se abre así naturalmente a la familia (v.), que abraza en sí todas aquellas personas de una u otra manera ligadas en esta misión de los padres: hijos, abuelos, u otros familiares y aquellas personas dedicadas a las tareas del hogar
Los padres cristianos (V. PADRES, DEBERES DE LOS), constituidos en primeros educadores de la fe de sus hijos, se esfuerzan en formar auténticos hombres y mujeres cristianos. Por ello junto a una atención por la formación humana, intelectual y profesional, han de procurar comunicarles una sincera y honda vida cristiana. «Conviene que los cónyuges y padres cristianos, siguiendo su propio camino, se ayuden el uno al otro en la gracia..., y eduquen en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole que el Señor les haya dado» (ib. 41). Los padres han de ejercer esta misión creando ante todo un clima de amistad y confianza mutua, «un clima de benévola comunicación y unión de propósitos» (Gaudium et spes, 52), que les lleve a ser los mejores amigos de sus hijos; amistad (v.) que no es dejación de la autoridad y respeto necesarios para su recta formación. Como tarea fundamental de los padres, a la que deben ceder su tiempo otras tareas profesionales -si se hacen con aquélla incompatibles-, exige una dedicación y un tiempo: es preciso que los padres trasmitan a sus hijos aquellos conocimientos y actitudes ante la vida que requieren su crecimiento y desarrollo intelectual y moral: un trato con Dios, en la línea de sus primeros y más fundamentales afectos, «para que los hijos aprendan desde los primeros años a conocer y adorar a Dios» (Conc. Vaticano II, Decr. Gravissimun educationis, 3), orientación y apoyo de sus ilusiones y afanes, el sentido del cuerpo y origen de la vida, la conquista de la libertad por decisiones responsables adecuadas a su capacidad, etc
De poco servirían las palabras informadoras de los padres, si no fuesen avaladas por la rectitud de sus vidas. La coherencia de la vida de los padres es apoyo firme para los hijos en el esfuerzo por conquistar su personalidad humana y sobrenatural. Son éstas obligaciones graves de los padres, que junto a los desvelos por las vidas y salud de los hijos vienen exigidas por la ley natural y la ley de Dios. Ya que «han dado la vida a los hijos, están gravemente obligados a la educación de la prole y, por tanto, ellos son los primeros y obligados educadores» (ib.)
Los hijos, por su parte, contribuyen poderosamente al enriquecimiento del hogar familiar. Han de sentirse obligados en conciencia a corresponder con espíritu de veneración, respeto y obediencia al espíritu de sacrificio y desvelos de sus padres, y asumir una actitud responsable ante los problemas comunes del hogar o aquellos personales de los padres

V. t.: FAMILIA 1, IV y V; NOVIAZGO; EDUCACIÓN; NATALIDAD I y III; PATERNIDAD RESPONSABLE; CASTIDAD 111; FORNICACIÓN II; CONSEJOS EVANGÉLICOS; VIRGINIDAD


J. FERRER SERRATE. F. GIL HELLIN
 

BIBL.: LEÓN XIII, Enc. Arcanum, 10 feb. 1880, A. Leonis XIII, II, 10-40; Pío XI, Enc. Casti connubii, AAS 22 (1930) 539-561; Pío XII, Alocución a la Unión Católica Italiana de Comadronas, 29 oct. 1951, AAS 43 (1951) 835-854; PAULO VI, Alocución al Sacro Colegio, 23 aun. 1964, AAS 56 (1964) 581-589; CONO. VATICANO II, Const. Gaudium et spes, II, cap. I; PAULO VI, El matrimonio: Perfección humana, sacramento cristiano, en Insegnamenti di Paolo VI, Ciudad del Vaticano 1970, 300-312

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991