MARÍA IV. MARÍA EN EL CULTO Y LA LITURGIA 1. ESTUDIO GENERAL.


En las manifestaciones del culto en general y del culto litúrgico en particular de la Iglesia, la Madre de Jesucristo ocupa un lugar privilegiado. Así lo afirma el Conc. Vaticano II, junto con los motivos y la finalidad que fundamentan ese hecho: «María, que por la gracia de Dios después de su Hijo fue exaltada sobre los ángeles y los hombres, por ser la santísima Madre de Dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial culto por la Iglesia... Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, es del todo singular, aunque difiere esencialmente del culto de adoración que se rinde al Verbo encarnado igual que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo facilita poderosamente. Pues las diversas formas de piedad hacia la Madre de Dios... hacen que, al honrar a la Madre, el Hijo... sea mejor conocido, amado y glorificado, y se cumplan sus mandamientos» (Lumen gentium, 66). En cuanto al culto litúrgico en particular debido a M., el mismo Concilio declara: «En la celebración del ciclo anual de los misterios de Cristo, la Santa Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su _Hijo; en Ella, la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la Redención, y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser» (Const. Sacrosanctum Concilium, 103).
      Visión de conjunto del culto a la Madre de Dios. Primitivamente, y antes de la elaboración plena del año litúrgico (v.) M. fue objeto de un culto de veneración especial y de súplica, como lo muestran el hecho de la recitación del Magnificat por las primeras comunidades cristianas, y más tarde el uso de la antífona Sub tuum praesidium. La mención concreta de la Madre de Jesucristo en los antiguos textos litúrgicos y algunas representaciones artísticas, entre las más arcanas, halladas dentro del recinto donde se celebraba la liturgia, demuestran además un recuerdo y una veneración específicamente litúrgica hacia la que fue no sólo la Madre del Redentor, sino también la que presidió la culminación de la fundación de la misma Iglesia, el día de Pentecostés.
      Con la progresiva elaboración de la cristología, se especificó con detalle el significado de las personas que intervinieron en la vida del Redentor, y se puso de relieve la función que ejerce la Virgen. Algunas formas concretas del culto a la Madre de Jesucristo se desarrollaron mucho a partir de entonces, y, en parte por lo menos, como reacción contra los opositores a la doctrina de la Iglesia sobre Jesucristo, ya que éstos, al negar el dogma cristológico, atacaban directa o indirectamente los privilegios que distinguían a su Madre. Así, como consecuencia de las luchas cristológicas, al definir el Conc. de Éfeso (a. 431) la divina maternidad de M., contra Nestorio, se inicia una etapa decisiva en el proceso del culto mariano.
      Desde ese momento, el culto hacia la Madre de Dios se amplió dentro de la liturgia y tendió incluso a salir de los márgenes propios de la misma. En Roma el papa Sixto III (a. 432-442) dedica a la Madre de Dios la basílica liberiana y expresa plásticamente su fe en Ella en un magnífico arco triunfal. Poco más tarde, primero en Oriente y luego en Occidente, aparecen fiestas, se erigen templos, se crean formas populares de piedad, por los que se honra de un modo especial a la Madre de Dios y se expresa la confianza de los cristianos en su misión de intercesora y mediadora ante su Hijo. Durante la Edad Media hay una gran profusión del culto mariano: por doquier se encuentran santuarios dedicados a Ella, a los cuales acuden numerosas peregrinaciones; se multiplican las imágenes y las advocaciones marianas, dentro y fuera de las iglesias, en el recinto familiar, en los monasterios y conventos; se difunde la predicación sobre las excelencias y los poderes concedidos a la Madre de Dios y de la Iglesia. Los siglos posteriores presencian el consolidarse de esas devociones, y el surgir de otras nuevas, así como el aparecer de nuevas festividades litúrgicas y la difusión de una amplia literatura mariana.
      Ya la tradición patrística, y después la reflexión teológica escolástica, se habían ocupado de precisar el sentido del culto a M., distinguiéndolo del dado a Dios y a Cristo, al que está subordinado, y del de los santos, frente al que sobresale en excelencia. Con ocasión de las controversias protestantes el tema es retomado y ampliado, llegando así a una sistematización acabada, que, en sus líneas generales, es la siguiente: M. recibió una plenitud de gracia, fue distinguida con el título de Madre de Dios, y estuvo más unida y más próxima a su Hijo y a su obra que todos los otros seres creados, merece por eso un culto de hiperdulía (veneración -excelente), es decir, superior al de dulía o veneración que se rinde a los ángeles y a los santos, pero inferior al de latría o adoración que debe darse a Dios y a Jesucristo.
      La Madre de Dios en la liturgia. Cabe mencionar ante todo el recuerdo especial que se hace de ella en la plegaria eucarística -memoria introducida en las anáforas, probablemente alrededor del s. iv-, y en los textos y ritos más importantes de la vida sacramental de la Iglesia. Así, p. ej., en el Canon romano, en la oración Communicantes, se dice: «unidos en comunión, y venerando en primer lugar la memoria de María, siempre Virgen, Madre de Nuestro Dios y Señor Jesucristo...».
      Este recuerdo, evocación y memoria de M. se hace más intenso en los textos litúrgicos propios de los ciclos del Adviento (v.) y de Navidad (v.), en donde diversas oraciones y lecturas resaltan la figura de la Madre de Dios y subrayan ampliamente su función de colaboradora íntima en la historia de la salvación.
      Hay que mencionar en tercer lugar las fiestas marianas introducidas durante la época patrística, a partir del s. IV, en estricto paralelo con las festividades de Jesucristo: la «Memoria de la santa y siempre Virgen Madre de Dios», las fiestas de la Anunciación, de la Asunción, de la Natividad y, por extensión de la primitiva fiesta cristológica, la de la Purificación. Aunque introducidas en las épocas medieval o moderna, presentan una analogía de naturaleza litúrgica con las anteriores las fiestas de la Visitación, la de Inmaculada concepción (para más datos sobre la historia y sentido tanto de estas fiestas como de las precedentes, ver los artículos siguientes), la de la Presentación (21 nov.), la del Nombre de María (12 sept.; con la reforma del calendario hecha por Paulo VI deja de ser universalmente obligatoria); la de los Dolores de María (15 sept. y hasta la reforma mencionada, también el viernes de la Semana de Pasión), la del Corazón Inmaculado de María (el sábado después de la solemnidad del Corazón de Jesús), la de la Realeza de María (22 ag.).
      Durante la Edad Media y los tiempos modernos, se introducen fiestas litúrgicas marianas que no obedecen ya a ese criterio de unidad, paralelismo o analogía entre las fiestas de Cristo y las de M., sino que recogen adoraciones nacidas de las formas populares de piedad; es decir, que no expresan tanto un acontecimiento de la vida de la Madre de Dios relacionado con la vida de Jesucristo como una devoción particular de las diferentes comunidades cristianas hacia M., la acción de gracias por un beneficio atribuido a su intercesión, etc. P. ej., Virgen del Carmen (16 jul.), de Guadalupe (12 dic.), de Lourdes (11 feb.), de la Merced (24 sept.), de Montserrat (27 abr.), del Pilar (12 oct.), del Rosario (7 oct.), Dedicación de la Basílica de Sta. María la -Mayor (Virgen de las Nieves, 5 ag.), etc.
      Las composiciones y los textos bíblicos que han entrado a formar parte de la liturgia mariana -y que algunas veces no hacían referencia inmediata, en su tenor literal, a M.- han sido interpretados y aplicados a Ella de forma que su significado original ha sido enriquecido: constituyen uno de los fundamentos de la mariología. En los libros litúrgicos promulgados por Paulo VI, especialmente en el Misal y la Liturgia de las Horas, el culto a M. aparece con singular relieve.
     
      V. t.: CULTO II y III; IMÁGENES I
     
     

BIBL.: Enciclopedia mariana «Theotócos», Madrid 1960, 368 s.; E. CAMPANA, Maria nel culto cattolico, 2 vol. 2 ed. Turín 1949; D. M. MONTAGNA, La liturgia mariana primitiva, «Marianum» 24 (1962) 84-128; L. DELLA TORRE (dir.), La Madonna nel culto della Chiesa, Brescia 1966; P. GODEFROID, Le culte marial d'aprés «Lumen gentium», «Ephemerides mariologicae» 15 (1965) 413461; 1. NASHRALLAH, Marie dans la sainte et divine liturgie byzantine, París 1955; M. GARRIDO, Culto y veneración a la Madre de Jesús en la primitiva Iglesia, «Estudios Marianos» 36 (1972) 37-74

 

A. ARGEMí ROCA

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991