MARIA II. MARIA Y LA OBRA DE LA REDENCION. 2 . CONCEPCIÓN INMACULADA
Basándonos en las palabras de la Bula Inef fabilis Deus con la que Pío IX (54)
definió este privilegio mariano, podemos describirlo así: es aquel misterio de
M. por el que reconocemos que fue preservada inmune de toda mancha de la culpa
original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y
privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador
del género humano. La idea, pues, de Inmaculada concepción de M. implica varios
elementos entre los cuales hay que destacar como esenciales: a) la consideración
de la humanidad entera como sometida al pecado original; b) una inmunidad del
mismo y de todas sus consecuencias en M., por una singular gracia divina; c) esa
inmunidad se realiza en el primer instante del ser de M.; y se realiza a modo de
preservación de algo que no se contrae, y no de mera liberación de algo ya
contraído.
Añadamos, para completar esta descripción, que la palabra concepción, al
hablar de este dogma, ha de ser tomada en sentido pasivo y no activo; es decir,
se refiere no ya al acto mediante el cual los padres de M. La concibieran, sino
a la prole concebida; a que Ella misma, desde el primer instante de su
concepción, no tuvo pecado alguno.
La historia extraordinariamente aleccionadora de este dogma, que no se
definió solemnemente hasta 1854, muestra, por una parte, todas las fuertes
implicaciones dogmáticas de la verdad que contiene, que no han podido ser
puestas en claro explícitamente sino como resultado de un largo proceso; por
otra, descubre un dinamismo vital como pocos. Es oportuno, pues, antes de un
estudio de su intellectus f idei, advertir aquellas fases por las que ha
discurrido la misma fe de la tradición católica.
1) Los datos bíblicos. Hasta hace poco tiempo, las modernas exégesis no
estaban de acuerdo en torno al valor exegético-mariológico del llamado
Protoevangelio (Gen 3,14-15); tal vez por una falta de método adecuado e
integralmente católico para leer la S. E. Y de hecho algunos se contentaron con
darle un simple sentido acomodaticio. Hoy generalmente los autores, tomando
mayor conciencia del sentido pleno (y de la necesidad de utilizar la luz refleja
del N. T. para leer el A. T.) reconocen un auténtico sentido mariológico de la
mujer cuya descendencia (según esos versículos del Génesis) quebrantará la
cabeza de la serpiente. La Bula Ineffabilis Deus, al tratar de los fundamentos
del dogma que definía, sólo parecía aludir a un argumento patrístico-escriturístico;
sin embargo, la Encíclica Fulgens corona de Pío XII (1953) dice con toda
claridad: «El fundamento de una tal doctrina se encuentra ya en la S. E., donde
Dios Creador de todo, después de la caída lamentable de Adán se dirige a la
serpiente tentadora y seductora con estas palabras (y cita a continuación el
Protoevangelio)». En el N. T. no es ese texto el único fundamento bíblico del
dogma que ahora exponemos. En el N. T. se encuentra también otro texto rico de
plenitud: el «Ave, llena de gracia» (Le 1,28), así explicado por la Ineffabilis
Deus: «con este singular y solemne saludo, nunca antes oído, se quiere
significar que la Madre de Dios ha sido sede de todas las gracias divinas,
adornada con todos los carismas del Espíritu Santo, y aun tesoro casi infinito y
abismo inexhaurible de ellas, de manera que nunca estuvo sujeta a maldición».
Nos encontramos, en suma, ante dos textos de enorme riqueza, en los que se
expresa claramente no sólo la plena santidad de M., sino también que nunca
estuvo sujeta al diablo. Así ha visto siempre la Iglesia a la Virgen. Es
penetrando en el sentido pleno de esos textos como la Iglesia llegó a la
formulación del dogma de la Inmaculada concepción con las palabras que antes
mencionábamos.
2) El dogma de la Inmaculada a lo largo de la Tradición. ¿Cuándo y cómo la
tradición católica ha logrado la penetración subjetiva de ese dogma, que se
encontraba de ese modo implícito en las fuentes reveladas? Desde siempre,
podríamos decir, si atendemos a la conciencia clara de la excelsitud de M. y su
no sometimiento al diablo; a través de una lenta marcha de siglos, si nos
referimos a la formulación explícita y refleja de lo que esa excelsitud y ese no
sometimiento implican.
Ese esfuerzo de siglos se comprende si tenemos presente que, a primera
vista, podía parecer que el privilegio de la Inmaculada concepción se oponía a
algunos dogmas cristológicos; Cristo es, en efecto, el único totalmente santo,
en cuanto que su humanidad está santificada por la misma unión con la Persona
divina (v. JESUCRISTO III, 2): nadie puede ser perfectamente santo como Cristo
lo es. Además Cristo es el Redentor universal; afirmar, pues, la Inmaculada
concepción de M. ¿no es estableceruna excepción a una regla, cuya derogación
significaría una minusvaloración de la Redención de Cristo?
a) Los testimonios patrísticos. Los textos patrísticos sobre la excelsitud
de la santidad de M. son muy abundantes. No se puede olvidar, sin embargo,
cuando se leen ciertos textos patrísticos, que la terminología acerca del pecado
original, en los cuatro primeros siglos, no tiene las líneas bien definidas que
va a conseguir con ocasión de la reacción agustiniana frente a Pelagio (v.). Así
no siempre podemos saber si la exención del pecado, de todo pecado, que tantos
textos patrísticos proclaman, puede ser entendida y aplicada no sólo al pecado
actual, sino también al pecado original. Lo cierto es que, de hecho, advertimos
un progreso doctrinal en torno a la santidad de M. con ocasión de la polémica
pelagiana, como lo refleja la siguiente frase de S. Agustín: «cuando se trate de
pecados, no quiero referirme a la Virgen María». Pero, curiosamente, es entonces
mismo cuando se abre un nuevo periodo de oscilaciones en torno a la Inmaculada
concepción. En Oriente, en cambio, en la época bizantina surge toda una
literatura «encomiástica» mariana, cuyas expresiones ensalzan la pureza y
santidad de la Theotokos hasta el más alto grado posible en una criatura.
La cultura religioso-popular, representada en los primitivos apócrifos
marianos, nos da (ya en la primera mitad del s. ii) una figura de M. de eminente
y singular santidad. Así, p. ej., en el Protoevangelio de Santiago se hace
exclamar a M.: «Yo soy pura» (ed. BAC, 169); y en el Pseudo-Mateo aparece el
anuncio de la milagrosa intervención divina en la concepción pasiva de M. (íb.
200-201). Los apócrifos, pues, están suponiendo una eminente santidad y
perfección moral de M. confesada y reconocida por el pueblo cristiano. Fueron
las preocupaciones científicas, exegéticas o teológicas de algunos apologistas
(S. Ireneo, Tertuliano, S. Hipólito) y de otros escritores alejandrinos,
capadocios y antioquenos (Orígenes, S. Cirilo, S. Basilio, S. Juan Crisóstomo)
lo que les hizo, de vez en vez, desdibujar ciertos aspectos de la figura de la
Virgen. Es ahí donde surge la primera contraposición entre la fe popular y la fe
culta, que tanto había de manifestarse posteriormente en la historia del dogma
de la Inmaculada concepción.
Así aparece en la interpretación «culta» de ciertos textos mariológicos
evangélicos, p. ej., Le 2,35. Una interpretación, que inicia Orígenes, parece
atribuir algún defecto moral a la Virgen. En Occidente, algunos escritores de
finales del s. IV (S. Hilario, Ambrosiaster, S. Paulino de Nola) se hicieron eco
también de esa interpretación. No hay que olvidar, sin embargo, que, tanto en
Oriente como en Occidente, junto a esos textos patrísticos que podríamos
calificar de negativos, se encuentran otros bien explícitos sobre la suma
perfección moral que es necesario atribuir a la Theotokos, y eso en los mismos
autores; así, en Orígenes, S. Atanasio, S. Cirilo de Alejandría, etc. Dice, p.
ej., S. Efrén: «Tú (Cristo) y tu Madre, sólo vosotros ciertamente sois completa
e integralmente hermosos. No hay en Ti, oh Señor, y tampoco en tu Madre, mancha
alguna» (Ed. Bickell, 123). Textos parecidos son especialmente frecuentes desde
el Conc. de Éfeso (431; v.) en adelante.
¿Están esos textos realmente suponiendo una santidad que excluye, no
solamente el pecado actual, sino también el original? No es fácil dar siempre
una respuesta decisiva: la insuficiente evolución terminológica en torno al
dogma del pecado original lo impide. El caso más notable lo constituyen los dos
célebres lugares agustinianos: De natura et gratia, 36,42 (PL 44,267) y Opus
imperfectum contra Julianum, IV,122 (PL 45,1418). El primero dice: «Exceptuando,
pues, la Santa Virgen María, a la que por el honor del Señor no quiero referirme
de ningún modo... ». Y el segundo: «No entregamos a María al Diablo a causa de
su condición (natural) de nacer; sino que (decimos) que esa misma condición de
nacer se quita (solvitur) por la gracia de renacer». Los autores no están de
acuerdo sobre si S. Agustín, en esos textos, defiende o niega la Inmaculada
Concepción de la siempre Virgen María; porque el primer texto es decisivo para
la exclusión de todo pecado actual; pero no lo es para el pecado original; y el
segundo puede interpretarse como si afirmara la contracción por M. del pecado
original, al nacer de un modo natural como los demás hombres, y luego la
liberación de ese pecado original por la «gracia de renacer», como los demás
hombres bautizados. Era, pues, necesaria una mayor explicitación de este dogma.
b) La teología medieval. En la Edad Media, el dogma pasa por vicisitudes
muy interesantes. Una fiesta sobre la Concepción de la Madre de Dios se empieza
a celebrar en Oriente al principio del s. VII y se hace general en el impero
bizantino en el s. IX. Esta fiesta pasa a Occidente, y aparece a mediados del s.
IX en el sur de Italia; y, un poco más tarde, en Irlanda e Inglaterra (para más
datos, v. IV, 2). El objeto de la fiesta es claramente la veneración de la
santidad con que se realiza la concepción de M.; pero no está claro todavía si
al hablar de concepción esa fiesta se refiere a la concepción realmente tal, o
hay que referirla a una santificación antes de nacer, sin que se determine el
momento. Lo cierto es que la celebración esporádica de esta fiesta en Occidente,
sobre todo cuando pasa a Francia, va a dar ocasión a disputas que determinan
bien pronto su objeto teológico. No deja de ser curioso que sea precisamente S.
Bernardo, cuya devoción mariana es bien conocida, quien en su célebre Carta a
los canónigos de Lyon, no sólo repruebe la celebración misma de la fiesta, sino
que dé razones teológicas contra ello. Lo mismo harán los grandes escolásticos:
Alejandro de Hales, S. Buenaventura, S. Alberto Magno, S. Tomás de Aquino. He
aquí, p. ej., la argumentación de este último: «... si el alma de la Virgen
bienaventurada nunca hubiera sido contaminada por el pecado original, esto
derogaría a la dignidad de Cristo, en cuanto Salvador universal de todos» (Sum.
Th. 3 q27 a2 ad2). S. Tomás es favorable a que se celebre la fiesta de la
Concepción de M., pero añade: «... cuando se celebra la fiesta de la Concepción,
se quiere decir que en su concepción fue santa; pero, como se ignora en qué
tiempo fue santificada, lo que se celebra es la fiesta de su santificación, más
que de su concepción» (íb. ad3).
La cuestión, pues, parecía absolutamente dogmática a los grandes maestros
de la Escolástica. Sin embargo (antes de Escoto) Raimundo Lulio y Guillermo de
la Ware ya habían presentado unos principios de solución, que aquél haría
triunfar. No se puede recusar a Escoto esta gloria de haber abierto el camino,
primero, a las grandes controversias que van a seguir, y después, a la
definición misma. La argumentación de Escoto, tanto en el Opus Oxoniense, como
en los Reportata de París, es simple: Cristo, perfectísimo Redentor, «tenía que»
haber hallado un modo perfectísimo de redimir a su Madre, no sólo del pecado
actual, sino también del pecado original, que fuera tan glorioso para Él como
para su Madre. Este modo consistía en una «preservación», realizada por la
gracia de Dios, en previsión de los méritos de Cristo; y llevada a cabo en el
mismo momento de la unión del alma con el cuerpo. De ese modo no habría nada
querepugnara al dogma, ni de la absoluta y única perfección de Cristo (puesto
que todo ello era una gracia en M.) ni de la universalidad de la redención (ya
que ésta no exige ser necesariamente liberativa). Escoto, en sus obras, pretende
sólo establecer la posibilidad de la Inmaculada concepción, sin atraverse a
afirmar tajantemente el hecho; pero es de una importancia trascendental, ya que
despeja el obstáculo mayor que se ofrecía a clara_ afirmación de lo que la
piedad cristiana ya profesaba. Las grandes controversias que se siguen llevan
primero a la importante declaración del Conc. de Basilea (1439) que proclama la
doctrina sobre la Inmaculada concepción como: «piadosa, conforme al culto de la
Iglesia, a la fe católica, a la recta razón y a la Sagrada Escritura». El
carácter cismático de ese Conc. privó a esa declaración de su eficacia. Pero
desde entonces la doctrina se abre camino. Sixto IV aprueba (1476) la fiesta
litúrgica por la Constitución Cum Praeexcelsa (Denz.Sch. 1400); y por la Grave
nimis prohibe que los controversistas se llamen mutuamente herejes. Muchas
Universidades hacen el juramento de defender la doctrina: París en 1497, Colonia
en 1499, Viena en 1501, Barcelona, Granada, Alcalá, Baeza, Osuna, Santiago,
Toledo y Zaragoza en 1617, Salamanca en 1618, Coimbra y Evora en 1662. El Conc.
de Trento da un nuevo paso, declarando en el decreto sobre el pecado original
que no quiere comprender en él «a la bienaventurada e inmaculada Virgen María» (Denz.Sch.
1516). Clemente XI (1700-21), en 1708, extiende e impone la fiesta a la Iglesia
universal. Todo estaba, pues, preparado para el paso decisivo de Pío IX; quien,
después de los estudios convenientes y de la petición de pareceres al episcopado
católico, define finalmente el dogma en la Bula Ineffabilis Deus del 8 dic.
1854, en los términos que ya indicábamos al principio (cfr. Denz.Sch.
2800-2804).
3) Exposición sintética. Las palabras definitorias de la Bula Ineffabilis
Deus nos dan ya adecuadamente la síntesis de este dogma. Intentemos sólo
aplicarlas y encuadrarlas, haciendo también referencia a la teología más actual.
En la base misma de toda profundización en este dogma está la comprensión
del tema del pecado original. No es éste el lugar para detenernos en la
exposición de esa doctrina, ni en un análisis de las últimas investigaciones al
respecto (v. PECADO III, 2). La Bula Ineffabilis Deus, con fórmula amplísima,
dice: «Preservada inmune de toda mancha de culpa de pecado original». Con lo que
se afirma que M. ha estado exenta no sólo del mismo pecado original, sino de
cualquier consecuencia suya, tanto en el orden de la naturaleza, cuanto en el de
la persona. Esto último -la exención de las consecuencias del pecado original-
hay que entenderlo de modo pleno en la línea del derecho, y de modo matizado en
la línea del hecho; es decir, M. al estar exenta del pecado original, no contrae
ninguna de sus consecuencias, pero, análogamente a Cristo, asume algunas de
ellas (las que no tienen un carácter directamente pecaminoso), según la
disposición divina sobre su función corredentora. Detallemos más estas
afirmaciones:
a) En primer lugar, M. ha sido exenta de todo pecado actual, como ya decía
el Conc. de Trento (Denz.Sch. 1273) y no ha tenido tampoco imperfección ninguna
ni de tipo moral, ni de tipo natural.
b) ¿Se puede afirmar de M. que no sólo no pecó, sino que fue impecable?
Creemos que debe responderse que sí, siempre que se añada la necesaria
distinción con Cristo: Éste fue impecable por naturaleza, M. por gracia, la
gracia tan singular y única de su maternidad divina (v. 1).
M. no ha tenido inclinación ninguna desordenada; no ha podido sufrir
verdaderas tentaciones internas (v. TENTACIÓN); no ha tenido apetito alguno
desordenado; ni pasión alguna fuera del orden de la razón; lo que el Conc.
Tridentino, siguiendo el lenguaje bíblico, llama concupiscencia (que no es
pecado en sí mismo, pero es un signo de él) tampoco existía en la Virgen. Nada,
pues, que diga relación alguna con el pecado, tuvo que ver con esta criatura
única, ni en cuanto culpa, ni en cuanto pena.
c) Los teólogos se han preguntado, además, si, al menos, M. ha tenido el
llamado débito del pecado; es decir: si, aunque estuvo exenta de él, hay que
reconocer que, en cuanto descendiente de Adán, debió incurrir en el pecado
original. La controversia, ya antigua, volvió a encenderse viva a mediados del
s. XX, principalmente en el Congreso Mariano nacional de Zaragoza y en el
Internacional de Roma, ambos en 1954. Un grupo de teólogos sostiene que es
necesario, al menos, admitir ese débito, para salvar la realidad de la redención
de M. por Cristo. Otro grupo defiende que plantear así la cuestión es mantenerse
en un equívoco permanente, y retrotrae indebidamente la cuestión a estadios ya
superados por la misma Bula Ineffabilis Deus. La definición dogmática parece en
efecto exigir que se exima a la Inmaculada de toda mancha de pecado original; y
en la idea de mancha no puede menos de entrar ese débito. Porque el débito de
pecado original, si de algún modo arroja sobre la Virgen una «mancha», debe ser
excluido, según la Bula; y si no, ¿para qué mantener ese quimérico concepto que
está enturbiando el mismo dogma? Los defensores de la sentencia del débito no se
dan cuenta de que siguen empleando, aplicado ahora a la cuestión del débito, el
mismo falso procedimiento, anterior a la definición: la afirman propier Izonorem
Domini, para afirmar la dependencia de M. con respecto a la gracia de Cristo.
Ahora bien, la respuesta que excluye el débito es la misma que excluyó el
pecado: el perfectísimo Redentor está exigiendo, también aquí, una especial y
perfectísima redención para su Madre. La redención de M., para ser verdadera, no
tiene por qué hacer relación a un pecado -cualquier clase de pecado- del que
tuviera que ser exenta, ni siquiera por redención preservativa; basta con que,
de un modo real, haga relación al pecado en los otros. Por este camino hay
tránsito seguro desde la Corredentora a la Inmaculada, y viceversa.
d) Obviamente, la Inmaculada concepción no es simplemente una preservación
de pecado, es decir, algo meramente negativo, sino algo positivo. Una mera
preservación, por lo demás, no se da en el orden actual del hombre elevado a lo
sobrenatural: la exención o liberación del pecado presupone la gracia. La
Inmaculada concepción es, ante todo, una gracia, absolutamente singular y
cualificada. Su singularidad afecta a múltiples órdenes: Primero, en cuanto al
momento de la infusión: los demás hijos de Eva pasamos de un estado de privación
de una gracia debida, a otro estado de gracia infundida por el bautismo
regenerador; en M., como dice la misma Bula Ineffabilis Deus, la gracia se
adelantó a la naturaleza; ya que su santificación sucedió «en el primer instante
de su concepción». Esto quiere decir que M. no vino a la existencia en un estado
de privación, sino en un estado de gracia. Naturalmente que, pensados los
momentos lógicos, primero es ser (realidad natural), que ser elevado al orden
sobrenatural de la gracia. Pero en la realidad, concreta y existencial, tal como
se dio en M. -y según la mayoría de los teólogos, en el estado de justicia
original de los primeros padres (v. PECADO III, 2)-, esos diversos aspectos se
dieron simultáneamente. Nunca, pues, existió M. sin gracia. ¿De qué naturaleza
era esta gracia? Se trata, en primer lugar, de una gracia crística, que depende
de Cristo, como lo afirma la Bula Ineffabilis Deus. Esta gracia informó de tal
modo todo el ser de M., que no sólo impidió todas las consecuencias del pecado
original, sino que realizó en ella aquella rectitud de justicia verdaderamente
original que Dios otorgó a nuestros primeros padres. En la gracia de M.
concebida sin pecado, se realiza lo que algunos bizantinos llamaron el nuevo
Paraíso de Dios, es decir, la creación renovada, la nueva criatura. Porque
efectivamente, en la Inmaculada, todo volvía a recobrar su prístino sentido y a
tener la armonía querida por Dios al crear al hombre. Había, pues, en M. una
perfecta rectitud y sumisión de la parte inferior a la superior y de ésta a
Dios. Había aquella lucidez de inteligencia y aquel vigor primitivo de su
privilegiada persona que recibían, en la mejor adaptación y disponibilidad, todo
el orden sobrenatural que Dios volcaba en Ella. La conclusión es que el dogma de
la Inmaculada concepción obliga a pensar la psicología de M. de acuerdo con unos
criterios excepcionales en relación con nosotros, pero normales desde la
relación que Ella misma tenía con Dios. Una reflexión teológica sobre M. que la
coloque, si no en la anormalidad, al menos en una normalidad entendida como
reducción a nuestra pura experiencia, sería tremendamente equivocada.
e) La gracia de la Inmaculada concepción, ¿traía, pues, consigo, de
derecho, los dores que se suelen llamar preternaturales: inmortalidad,
impasibilidad? Parece que hay que responder que sí, aunque matizadamente. Ya
que, en primer lugar, y aunque, en abstracto, la persona humana sea
constitucionalmente mortal, pasible y corruptible, históricamente, nuestros
primeros padres recibieron, en su primera existencia, una gracia que producía
esos dones normalmente. Adán los perdió para sí y su posteridad, por razón del
pecado (v. PECADO Y JUSTICIA ORIGINALES). M., al estar inmune del pecado, no
estaba sometida a esa pérdida; y, en ese sentido, de derecho, estaba inmune del
dolor, muerte, etc., pero oeconomica ratione, dispensative, es decir, por
disposición divina, podía ceder de su derecho y, como Cristo, vivir en la
posibilidad para los fines corredentores a que Dios la destinaba. Sobre el tema
de si M. conoció o no la muerte, se tratará más directamente al hablar de la
Asunción (v. 5).
f) Podemos, finalmente, preguntarnos: la gracia de M., que brilla en la
Inmaculada concepción, ¿es específicamente igual a la nuestra? Es decir: ¿es una
gracia de adopción de hijos en el Espíritu Santo? A esto ya respondimos al
tratar de la gracia de la Maternidad divina (v. 1). Aquí sólo es necesario poner
en íntima relación la gracia de la Inmaculada concepción con la gracia de su
Maternidad divina. Podemos así decir que la Inmaculada concepción no es sólo una
preparación conveniente para ser Madre de Dios, cuya dignidad exige haber estado
acompañada de la gracia, ya desde el primer momento, sino más bien una simple
consecuencia del lugar trascendente en que la coloca la gracia misma de la
Maternidad divina; y de la función que en la economía de la salvación esa gracia
la otorga: la Corredentora exige a la Inmaculada. En ese sentido se puede
afirmar que la gracia de la Inmaculada concepción es ya realmente una gracia de
maternidad divina, puesto que las tres divinas Personas se están dando desde el
primer instante al alma de M. y están dirigiendo todo su ser al momento de la
Anunciación.
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JOAQUÍN M. ALONSO
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991