MAL II. EL MAL A LA LUZ DE LA REVELACIÓN


Dios gobierna el mundo con su providencia (v.), conduciéndolo así al fin al que lo ha destinado. En su acción sustentadora y gobernadora, Dios permite el m. para obtener mayores bienes, ya que su bondad omnipotente lo domina todo. Ésa es la respuesta al problema del m. a la que puede llegar la razón humana. La Revelación va mucho más allá, ya que nos hace conocer con claridad radiante los designios divinos, y por tanto la profundidad del amor que Dios tiene a los hombres y la excelsitud de los bienes a que lo destina. Veamos cómo eso influye en la comprensión del problema del m.
      En la Revelación se pueden distinguir dos etapas: el A. T., que tiene sentido de preparación, y el Nuevo en el que la Revelación adquiere toda la plenitud de sus perfiles al consumarse la manifestación de Dios en Cristo. Seguiremos ese orden.
     
      l. El problema del mal en el Antiguo Testamento. El A. T. recoge toda la problemática humana, y se encuentra, por tanto, en él una visión muy completa del tema del m. Todo lo que Dios ha hecho es bueno (Gen 1). No es autor del m., pues «no hace lo que aborrece» (Eccli 15,11). De igual modo, está afirmada constantemente la libertad humana: «Creó Dios al hombre desde el principio y lo dejó en manos de su libre albedrío... ha puesto delante de ti el agua y el fuego, a lo que tú quieras tenderás la mano. Ante el hombre están la vida y la muerte, lo que escogiere le será dado» (Eccli 15,14 ss.). Libremente el hombre realizó el primer pecado por instigación del diablo (Gen 3,1 ss.). Y de la multiplicación de los pecados sobreviene la multiplicación de los males: el diluvio (Gen 6), la confusión de lenguas (Gen 11), la destrucción de Sodoma y Gomorra (Gen 18,20 ss.), etc. (cfr. P. Van Imschoot, Teología del Antiguo Testamento, 152 ss.).
      Junto a esas afirmaciones todo el A.. T. está penetrado de dos factores que acaban de situar en su contexto el tema del m.: a) la misericordia de Dios. Así el salmo 135 narra la historia de la creación y de Israel, repitiendo una y otra vez su única razón de ser: «porque es eterna su misericordia». Isaías expresa de forma entrañable el amor de Dios por su pueblo: «Sión decía: Yahwéh me ha abandonado, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo nunca te olvidaría» (Is 49,14-15); b) el anuncio de la venida de un salvador futuro, prometido desde el principio (Gen 3,15), y que librará al hombre de los males que le afligen, cuando venga el Mesías «no habrá ya más daño ni destrucción... porque estará la tierra llena del conocimiento de Yahwéh, como llenan las aguas el mar» (Is 11,9).
      Todo esto produce una actitud de total confianza en Dios: «los bienes y los males, la vida y la muerte, la pobreza y la riqueza, vienen del Señor» (Eccli 11,14); «no temo mal alguno, porque tú estás conmigo» (Ps 22,4). La confianza en el Señor posibilita que Israel reciba los males como enviados por Dios como castigo de su culpa cuando se aparte de Yahwéh, y que vuelva a la fe verdadera. Y, sobre todo, encontrar una solución cuando el m. es planteado en su dimensión más problemática: el sufrimiento de los justos. Este tema es muy tratado: «Todo esto nos llegó sin haberte olvidado, sin haber traicionado tu alianza» (Ps 44,18); «mirad cómo los impíos abundan en bienes y amontonan riquezas... En vano he conservado limpio mi corazón y he lavado mis manos en la inocencia; pues soy azotado todo el día y comienza mi castigo desde el amanecer» (Ps 73, 12-14). El sufrimiento del justo es planteado en toda su amplitud en el libro de Job: «Quiero decir a mi Dios: ¡No me condenes, dame a saber por qué te querellas contra mí! ... sabes que no soy culpable, y nadie puede librarme de tus manos» (10,2 ss.). Pero incluso el pecador ¿merece tanto sufrimiento?: «Si pequé -pregunta Job a Dios- ¿qué daño te inferí?... ¿por qué no perdonas mi transgresión y pasas por alto mi culpa?» (7,20 s.). Job rechaza todas las explicaciones con que sus amigos tratan de consolarlo, pues la única explicación posible es la confianza en Dios: «Si recibimos los bienes de la mano de Dios ¿por qué no vamos a recibir los males?» (2,10). Al final, Dios se le manifiesta claramente y le habla. En medio de su dolor, Job se llena de gozo: «Señor, yo te conocía de oídas, pero ahora parece que te veo con mis propios ojos» (42,5). Ante este nuevo conocimiento de Dios, Job, antes de ser librado de sus males, aprende a amar el dolor; el libro termina con una referencia a la justicia de Dios que «restableció a Job en su estado... y acrecentó hasta el duplo cuanto antes poseyera» (42, 10 ss.).
      De este modo, el m. queda planteado en su verdadera dimensión. La solución del problema del m. comienza con la conversión a Dios (cfr. Is 1; ler 3; Mt 3,2; 4,7; Act 2,38), abandonando el camino que aparta de Pl para situarse bajo la protección de su misericordia. Pues los males del impío son mucho mayores que los del justo: «No hay paz para el impío» (Is 48,22), ya que Dios «los precipita en la ruina» (Ps 72,24). Por el contrario, «a los que esperan en Dios los rodea su misericordia» (Ps 3:1,10). Perspectivas éstas que reciben su pleno sentido a la luz de la inmortalidad y del destino eterno del hombre: «Las almas de los justos están en las manos de Dios, y no llegará a ellos el tormento de la muerte eterna... Y si delante de los hombres han padecido tormentos, su esperanza está llena de inmortalidad. Su tribulación há sido ligera y su galardón será grande: porque Dios hizo prueba de ellos y los halló dignos de sí. Los probó como oro en el crisol y los aceptó como víctimas de holocausto; y a su tiempo les dará la recompensa. Entonces brillarán los justos como el sol, como centellas que discurren por un cañaveral» (Sap 3,1 ss.).
      El amor de Dios por los hombres se manifestará plenamente en la era mesiánica. El Salvador prometido será el Siervo de Yahwéh, que «tomó sobre sí nuestras dolencias y cargó con todas nuestras penalidades... a él sólo le ha cargado el Señor sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros» (Is 53,4 ss.).
     
      2. La reflexión cristiana sobre el problema del mal. La solución plena y total del problema del m. se resume por tanto en Cristo crucificado (1 Cor 1,23): «escándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados, ya judíos, ya griegos» (23-24). Antes, sin embargo, de entrar en la consideración de todas las perspectivas que el N. T. nos da sobre este tema, parece oportuno que nos detengamos a exponer las implicaciones, también filosóficas, que se derivan de lo visto hasta ahora. En el mensaje bíblico tal y como acabamos de exponerlo analizando el A. T., se contiene una enseñanza que conviene explicar en toda su implitud. Lo que el N. T. nos dice y amplía se injerta en ese núcleo ya formulado, y es por eso oportuno explicarlo antes de pasar a la consideración directa del N. T.
      El punto de partida de las enseñanzas bíblicas es precisamente la bondad de Dios. Dios no es autor del m., ya que todo lo que proviene de PI es bueno. El origen del m. se encuentra en el pecado del hombre: «por un hombre -dirá S. Pablo- entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte» (Rom 5,12). A partir de ahí los autores cristianos fueron perfilando la noción del m. como caída, deficiencia, privación.
      Una primera definición explícita, aunque todavía incompleta, se encuentra en S. Basilio (v.): «el mal es la privación (stéresis) del bien». No tiene subsistencia propia (hypóstasis), ni sustancia (ousía), no existe verdaderamente (PG 31,341). Un cuerpo de doctrina ya elaborado se encuentra en S. Agustín (v.), que lo desarrolla en polémica con los maniqueos (v.). El m. para S. Agustín es, igualmente, la privación del bien. No es sustancia: «todo lo que es, es bueno. El mal cuyo origen yo buscaba por todas partes, no es una sustancia; si fuera sustancia, sería bueno» (Confesiones, l. 7, c. 18). Dios no es su autor. En la naturaleza proviene del carácter imperfecto de la criatura, que viene de la nada y tiende a volver a ella (o. c., l. 7, c. 12). En el hombre procede de un desorden en el ejercicio de su libertad, de una privación en su ejercicio, que tiene su origen en la voluntad libre (De libero arbitrio, l. 1, c. 1; PL 32,1223). S. Tomás de Aquíno, dentro de su originalidad creadora, «condensa, sintetiza y ordena la doctrina que le habían legado los doctores precedentes» (Masson, o. c. en bibl., col. 1696).
      Parte de la concepción del m. como privación, y más concretamente como privación debida, como carencia de la perfección que un ser está llamado a tener (Sum. Th. 1 q48 a4). El m. existe, pues, basándose en el bien, limitándolo, aunque nunca destruyéndolo del todo: un ser totalmente malo no puede darse, ya que sería la nada (De Malo ql a3). Analiza y desarrolla también S. Tomás la distinción clásica de los males: el m. puede ser físico, el m. en la naturaleza, o moral, el m. en los actos voluntarios: éste, a su vez es de culpa, hecho libremente por el hombre, o de pena, el m. que el hombre padece como pena por su pecado (Sum. Th. 1 q48 a5).
      Detengámonos en el m. moral, ya que constituye el aspecto central del problema. También el m. moral es producido a partir del bien, pues el bien que se ofrece a la voluntad puede ser aceptado o no por ella (De Malo ql a3). Lo propio de la voluntad es «querer el bien y huir del mal» (Sum. Th. 1-2 q8 al adl). Cuando el bien elegido es menor al adecuado para la voluntad, se produce el m. El hombre tiende necesariamente a la felicidad (De Veritate, q22 a5),. pero es libre de elegir «aquellas cosas que lo llevan a su fin» (a6). El m. está en elegir cosas que no lo llevan a él. Cuando el hombre se detiene en las criaturas y las constituye en su último fin, cerrándose el camino hacia Dios, se crea en sí mismo una división entre el bien limitado que posee y la tendencia irrenunciable al bien ilimitado. Esta división es la principal causa del dolor y del sufrimiento en esta vida, y, posteriormente, cuando su elección del bien limitado se haga irrevocable, en la eterna. Este m. realizado por el hombre es el m. de culpa: «pues se imputa en culpa a alguien el que falle en la acción perfecta de la que era dueño según la voluntad» (Sum. Th., 1 q48 a5). Es el peor m. (a6), pues rompe el orden querido por Dios, y es una ofensa a Él. Toda culpa lleva como consecuencia necesaria una pena: puesto que el hombre al hacer el m. se sale de un cierto orden (1-2 a87 al).
      El m. puede atentar contra un triple orden, y existe un triple tipo de pena: contra el orden de la razón, y recibe la pena de sí mismo -remordimientos- contra el orden humano, y recibe pena humana, o contra el orden divino, y recibe la pena de Dios (ib.).
      Si consideramos ahora el tema del m. desde la perspectiva del plan divino, hay que afirmar que Dios no quiere el m., sino que lo permite. La razón de esa permisión se encuentra de una parte en el respeto de Dios hacia la naturaleza y la libertad de sus criaturas, y de otra en su bondad que le lleva a permitir males con vistas a obtener mayores bienes. Lo propio de Dios es «conservar las naturalezas, no destruirlas» (Sum. Th. 1 a48 a2 ad3), y «no podría impedir el mal que proviene de algunas cosas a no ser que las privara de su naturaleza, que es de tal modo que puede fallar o no fallar» (De Veritate q5 a4 ad4). ¿Por qué, entonces, no ha creado Dios las cosas de modo que no puedan fallar? Porque no es bueno para el Bien Sumo «hacer cada cosa óptima en sí (simpliciter), sino óptima con relación al todo» (Sum. Th. 1 q47 a2 adl). Y aunque las cosas incorruptibles son mejores que las corruptibles, es mejor un universo que consta de ambas, pues las cosas que pueden fallar poseen una bondad y una belleza de la que carecen las que son incorruptibles (De Veritate a5 a3 ad3).
      Esas argumentaciones, que tienen presente ante todo el m. físico, se aplican también, aunque teniendo en cuenta su especial naturaleza al m. moral. Éste, en efecto, al ser ofensa al Dios, es m. en sí (simpliciter); no sólo no es querido por Dios sino que no puede reducirse a la causalidad divina, «ni directa, ni indirectamente» (1-2, q79 al). Pues «carecer de gracia puede darse por dos motivos: porque el hombre no la quiere recibir, o porque Dios no se la infunde o no se la quiere infundir. Pero el orden de estas dos cosas es tal que la segunda no se da a no ser supuesta la primera. Es evidente, pues, que la primera causa de este defecto es absolutamente por parte del hombre (absolute prima causa est ex parte hominis»; In I Sent. d40 q4 a2). El m. moral se debe sólo a la libertad humana. Pues «Dios es la causa de toda acción en cuanto que es acción. Pero el pecado se refiere al ser y a la acción que tiene algún defecto. Este defecto procede de la causa creada, es decir, del libre arbitrio, en cuanto se separa del orden del primer agente, de Dios» (Sum. Th. 1-2 q79 a2). En ese instante, Dios produce el m. de pena, que tiene como finalidad que el hombre vuelva al orden querido por Él, y pone los medios necesarios para que el hombre rectifique su anterior elección. Surge así una nueva pregunta, ¿si Dios sabía que el hombre iba a pecar, lo creó permitiendo el pecado?: para sacar de él mayores bienes, es decir para ordenarle a la Redención obrada por Cristo.
      El tema del m. nos abre así al tema de la misericordia divina y al de la Redención. Y, añadamos, al de la cooperación del hombre, bajo la gracia, en su propia salvación. Puesto que todos los sufrimientos que el hombre padece tienen razón de pena, bien por pecados personales, bien por el pecado original, la solución no es otra que hacer el bien: ordenar las cosas según el orden de la razón y de la ley divina. De este modo, cada hombre puede salvarse, pues Dios acepta la satisfacción que cada uno ofrece al acoger en sí la gracia. Y en la perspectiva última del horizonte se encuentra la promesa divina de que quitaría todos los males y nos conferirá, si somos fieles, una vida de eterna felicidad.
     
      3. El problema del mal bajo el prisma de la Redención operada por Cristo. «Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (lo 3,16). Si la misericordia es «la tristeza del mal ajeno, pero en cuanto se estima como propio» (S. Tomás de Aquino, Sum. Th. 1-2 q35 a8), la profundidad de la misericordia divina aparece con luminosa claridad en que fue su Hijo Unigénito el que «llevó nuestros pecados sobre su cuerpo en el madero» (1 Pet 2,24). «Dios, por amor a nosotros, ha tratado a aquel que no conocía el pecado como si hubiese sido el pecado mismo, con el fin de que nosotros viniésemos a ser en Él justos con la justicia de Dios» (2 Cor 5,21). Es Dios mismo quien coge sobre sí todos los males de los hombres. Analicemos lo que esta frase implica.
      a) Dios destruye el mal. Es en el m. donde el hombre conoce con especial fuerza la infinita bondad de Dios y su poder, pues el problema del m. es ocasión de que se dé a conocer su misericordia, que es «lo propio de Dios y en ella se manifiesta de forma máxima su omnipotencia» (S. Tomás, Sum. Th. 2-2 a30 a4).
      Dios no quiere el m. moral de ningún modo, «ni directa ni indirectamente». La existencia del m. es un signo de la libertad humana: no juega Dios con el hombre, sino que existe realmente la libertad y es el ser humano quien asume la responsabilidad de su propio destino. Del mismo modo que puede responder amorosamente a la llamada divina, puede, si quiere, apartarse de Dios, y si reconoce su pecado, incorporarse de nuevo a Él. Pero del mismo modo que Dios permite que el hombre produzca los males, le da la posibilidad de que los destruya. Precisamente porque Dios ama la naturaleza humana, quiso redimirla acudiendo al camino que mejor subraya su valor, y por eso exigió una satisfacción; «concedió para mayor dignidad del hombre que del mismo modo que el hombre había sido vencido por el diablo, así fuera el mismo hombre quien venciera al diablo, y como el hombre mereció la muerte, que muriendo superara la muerte» (Sum. Th. 3 q46 a3). Para ello Dios, tomando la naturaleza humana en Jesucristo, hace no sólo lo que el hombre no podía por sí solo hacer, sino aquello que no alcanza a imaginar ni la inteligencia ni los más ambiciosos sueños. Pero, ante el hombre quedan «la vida y la muerte, a lo que quiera tenderá la mano». Cristo ha muerto por nosotros; su muerte «destruyó las tinieblas de la culpa y de la pena» (Sum. Th. 3 q53 a2 ad3), se nos ha dado por tanto la posibilidad de vencer al pecado, y a los males que de él derivan, si nos unimos a la muerte de Cristo por la fe y los sacramentos, participando así de su victoria y su Resurrección.
      No sólo la Redención ha destruido el m. de culpa y de pena (el pecado y la pena que de él deriva), sino que el hombre es «partícipe de la naturaleza divina» (2 Pet 1,4): «No hay nada que impida que la naturaleza humana sea elevada a un mayor grado después del pecado; pues Dios permite los males para sacar de ellos mayores bienes, por lo que se dice `donde abundó el delito sobreabundó la gracia' (Rom 5,20), y, en la bendición del cirio pascual: '¡Oh feliz culpa, que mereció tal y tan gran Redentor!'» (Sum. Th. 3 ql a3 ad3).
     
      b) El sufrimiento es configuración con Cristo. En la medida de la incorporación a Cristo el m. físico pierde la razón del m. pues ya no impide la perfección, sino que es camino hacia ella: «Para los que aman a Dios, todas las cosas concurren hacia su bien» (Rom 8,28), por ello «debéis de alegraros en la medida en que participáis en los padecimientos de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de gozo» (1 Pet 4,13).
      Por otra parte, el sufrimiento no es, para el hombre de fe, la realidad más sobresaliente o es total «porque así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación» (2 Cor 1,5), y el alma posee siempre «aquella paz inefable preparada desde el principio, por la cual somos reconciliados por el mismo Cristo en el Espíritu Santo, que es Espíritu de amor y de paz» (S. Tomás de Aquino, In Dionysium de divinis nominibus, c. 9, lec. 3, n° 923).
      Tampoco, es algo que se soporta con angustia, como si fuera una carga impuesta por un Dios duro y ajeno, pues, para el creyente, la justicia de Dios se manifiesta ante todo en el perdón: «Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad» (1 lo 1,9). El sufrimiento es visto así como un don que nos permite mostrar a Dios nuestro amor, satisfacerlo y crecer en su gracia. Cuando el hombre, libremente, decide hacer la voluntad de Dios, ve realizadas las palabras de Cristo: «En verdad os digo que no hay nadie que, habiendo dejado casa, o hermanos... por amor a mí, no reciba el ciento por uno ahora en este tiempo, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero» (Me 10,29 ss.).
      c) Los males en el mundo. La incorporación a Cristo hace que nazca «el hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Eph 4,24), y restablece el orden de la creación: «Todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo, Cristo de Dios» (1 Cor 3,23). «Sobre la paz profunda por la encarnación de Cristo, no hay nada que explique suficientemente la piedad de Dios que se derrama en el mundo por Cristo. Según esta paz, libertados ya del pecado, hemos aprendido, por la doctrina y el ejemplo de Cristo y la inspiración interior del Espíritu Santo, a no hacer la guerra pecando ni contra nosotros mismos, ni disintiendo de los santos Ángeles, sino que por esta paz, según nuestra virtud, realizamos aquellas cosas que son de Dios, unidos a los santos Ángeles. Y esto según la providencia y la gracia de Jesús, que realiza todas las cosas en todos» (S. Tomás, In Dionysium, c. 9, lect. 3, n. 923).
      Extender esta paz depende de la libertad humana, y es la tarea en que debe empeñarse cada cristiano: «Es necesario que El (Cristo) reine hasta poner a sus enemigos bajo sus pies» (1 Cor 15,25), «por tanto, trabajemos por la paz» (Rom 14,19), ya que «nos urge la caridad de Cristo» (2 Cor 5,14). Hay una doble tarea, pues, para el cristiano: llevar la felicidad a los demás hombres, y a la misma creación. Para ello, debe imitar a Cristo, que «pasó haciendo el bien» (Act 10,38); vivir según el mandato de S. Pablo: «trabajando sosegadamente... no os canséis de hacer el bien» (2 Thes 3,12-14). Por eso, debe amar a todos los hombres, cumpliendo el «mandamiento nuevo» (1 lo 2,8), «in charitate non f icta», en caridad sincera (2 Cor 6,6), pues «llevando cada uno las cargas de los otros, cumpliréis la ley de Cristo» (Gal 6,2).
      Al cristiano no se le oculta que, hasta que llegue la consumación final en la que el triunfo de Cristo se manifestará con toda su plenitud, en el mundo siempre habrá males, pues «el último enemigo vencido será la muerte» (1 Cor 15,26), y «no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra... los dominadores de este mundo tenebroso» (Eph 6,12). Aunque en la Cruz Cristo venció al pecado, al diablo y a la muerte, el diablo sigue actuando a través de los «operarios de iniquidad» (Mt 7,23), «los anticristos... que niegan al Padre y al Hijo» (1 lo 2,18 ss.). Hay, por ello, establecida una lucha, que terminará en «la gran tribulación» (Mt 24, 21). Esa pervivencia del m. no es una excusa para la inacción, ya que «la caridad de Cristo nos urge» a realizar «el misterio de la voluntad de Dios... instaurar todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra» (Eph 1,10). Debemos pues esforzarnos por llevar el amor y la paz a las relaciones entre los hombres y el mundo, ya que «el continuo anhelar de las criaturas ansía la manifestación de los hijos de Dios, porque las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8,19 ss.).
      Todos los males desaparecerán, finalmente, en «el cielo nuevo y la tierra nueva» donde «Dios estará entre los hombres... y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá ya más, ni habrá aflicción, ni gemidos, ni dolor, porque todo esto ya ha pasado» (Apc 21,1 ss.).
      d) La esperanza y la desesperación. Concretando el problema del m. al sufrimiento, éste alcanza su grado máximo en la angustia: cuando el alma «se retrae sobre sí misma, queda prisionera de sí misma sin posibilidad de salir» (Sum. Th. 1-2 q37 a2). Esto sucede cuando el dolor es muy intenso, o bien no existe esperanza de salir de él (ib.). Entonces «la tristeza acelera la muerte» (Eccli 38,19), pues impide que el hombre realice de modo coherente cualquier tipo de actividad (cfr. Sum. Th. 1-2 q37). Todo ello deriva del olvido de la solución del m., de la que en cambio nace la esperanza, que a su vez supera ya el m. mismo, no sólo porque mitiga el dolor, sino porque es la que «nos hace apartarnos del mal y nos mueve a alcanzar el bien» (Sum. Th. 2-2 a20 a3). Por eso si hubiera que concretar qué es, es definitiva, la manifestación última del m., se podría contestar: la desesperación. «La desesperación es el mayor de los pecados» (ib.); aunque, puesto que la esperanza nace del conocimiento de la verdad, hay algo que es, en sí mismo, peor: no conocer la verdad de Dios (ib.). Como nos dice Jesús mismo en el Evangelio según S. Juan: «Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (lo 17,3). Sólo de un recto conocimiento de Dios puede partir la solución del problema del m., y por tanto la alegría y la esperanza. «Con respecto a Dios, la verdadera estimación de la inteligencia es que de Él proviene la salvación de los hombres, y que da el perdón a los pecadores, según las palabras de Ezequiel: No quiero la muerte de pecador, sino que se convierta y viva» (Sum. Th. 2-2 a20 al). De tal modo, que «si alguno estimara que la misericordia de Dios no es infinita, carecería de fe» (a2 ad2). En efecto «pertenece a la misericordia que se derrame sobre otros, y, lo que es más, que mitigue (sublevet) el defecto ajeno... por ello, ser misericordioso es lo propio de Dios, y en ello se manifiesta de forma máxima su omnipotencia» (2-2 q34 a4).
     
      4. Doctrina sobre el mal en el Magisterio de la Iglesia. La predicación constante del Magisterio de la Iglesia ha repetido, glosado y comentado la doctrina sobre el problema del m. que hemos expuesto, afirmando la unicidad de Dios, la bondad de todas las criaturas, la libertad humana, el origen del m. en el pecado, etc. No pretendemos, por tanto, hacer una enumeración completa de sus enseñanzas, lo que obligaría a un trabajo muy extenso, sino sólo mencionar algunos documentos más importantes donde se exponen con mayor amplitud alguno de los aspectos centrales del tema.
      Una definición explícita sobre el origen y la naturaleza del m. se encuentra en el Conc. de Florencia (1438-45): «todas las criaturas son buenas por haber sido hechas por el Sumo Bien, pero mudables, porque fueron hechas de la nada. No hay naturaleza alguna del m., porque toda naturaleza, en cuanto es naturaleza, es buena» (Decreto para los jacobitas, Denz.Sch. 1333). A continuación, este Concilio condena el dualismo (v.).
      El Conc. de Trento (1545-63), en el Decreto sobre el pecado original, expone el origen del m. a partir del pecado que el primer hombre cometió libremente, por instigación del diablo, y trata de la Redención operada por Cristo que libera del pecado a los que renacen de Él, aunque deja que perviva la concupiscencia para la lucha y el merecimiento (Denz.Sch. 1511-1515).
      El Conc. Vaticano I (1869-70) en la Constitución Dogmática sobre la Fe Católica, condena el panteísmo, afirma la unicidad de Dios y su omnipotencia, la creación y la providencia. Creó Dios el mundo, afirma, «no para aumentar su bienaventuranza, ni para adquirirla, sino para manifestar su perfección por los bienes que reparte a la criatura, con libérrimo designio» (Denz.Sch. 1782-1784, 1801-1805).
      Por último, el Conc. Vaticano II (1962-65), en la Constitución Pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, recoge la doctrina anterior al exponer el problema del dolor humano, y declara el valor redentor del trabajo realizado con espíritu de fe (nn. 13, 18,37-39).
     
      V. t.: JOB; HABACUC; DIOS IV; CREACIÓN; PROVIDENCIA; PECADO; REDENCIÓN.
     
     

BIBL.: 1) Diccionarios: E. MASSON, Mal, DTC 9,1679-1704; C. FABRO, Male, en Enciclopedia Católica, Vaticano 1951, 1902-06; G. MORRA, Male, en Enciclopedia filosofica, Venecia-Roma 1957; I. HEINEMANN, Good and Evil, en The universal Jewish Encyclopaedia, Nueva York 1948, 5, p. 55 ss.

 

R. QUIJANO ALVAREZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991