MAGISTERIO ECLESIÁSTICO
l. Concepto. Se entiende por M. e. La misión que Cristo ha confiado a los
Apóstoles y sus sucesores (v. JERARQUÍA ECLESIÁSTICA; OBISPO) para que con la
autoridad del mismo y en su nombre, propongan y conserven la verdad revelada.
Junto a las potestades de orden y de jurisdicción, el M. e. es una de las
funciones de la totalidad del ministerio apostólico de la Jerarquía
eclesiástica, una parte respecto del todo.
Recibe el nombre de auténtico, porque ha sido instituido por la legítima
autoridad, es decir, por el Maestro auténtico, legado del Padre para revelar los
misterios salvíficos. Supone, por consiguiente, en el maestro el derecho
inviolable y el grave deber de enseñar y en el discípulo el derecho a ser
instruido y el deber de aceptar tales enseñanzas. La autoridad de este M. no se
basa en la fundamentación científica de las cosas que predica, sino en la misma
autoridad dé Cristo, en cuyo nombre se ejerce.
En razón del grado de autoridad que usan los maestros en su enseñanza,
este M. se divide en meramente auténtico e infalible. Se dice que es M.
infalible cuando se compromete la autoridad magisterial en grado sumo; en este
caso no cabe el error por la asistencia eficaz del Espíritu Santo y su absoluta
fidelidad a la palabra y al mensaje de Cristo (v. INFALIBILIDAD). Se dice que es
un M. meramente auténtico cuando dicha autoridad no es ejercida en sumo grado.
No obstante, en uno y otro caso se le debe una adhesión del entendimiento y de
la voluntad. Teniendo en cuenta los modos o formas como se ejerce, se divide en
M. extraordinario y ordinario; en el primer caso se ejerce con unas formas y
modos solemnes, p. ej., en Concilio (v.) o el Papa (v.) hablando ex cathedra; en
el segundo, se limita a las formas o maneras corrientes de enseñar. Conviene
advertir que a veces los autores identifican las expresiones M. meramente
auténtico y M. ordinario.
El M. infalible lo es en todos y cada uno de sus actos: cada vez que el
Papa o un Concilio proponen una doctrina con intención de definirla como de fe,
comprometiendo así su autoridad magisterial en grado sumo. Respecto al Papa se
dice entonces que habla ex cathedra; el Concilio, aunque siempre sea M. solemne,
no siempre tiene la intención de definir; si el Papa o un Concilio tienen o no
esa intención se deduce claramente de sus mismas palabras. El M. meramente
auténtico es infalible también, pero en su conjunto; es el M. ordinario del Papa
y de los Obispos, y el M. extraordinario o solemne de documentos conciliares sin
intención de definir (cfr. infra, n° 5).
El M. e. Es un M. vivo, porque lo poseen y usan unas personas vivas, y
porque se realiza por unos actos conscientes y vitales en una sociedad viva, la
Iglesia, que es Cuerpo Místico (v.) de Cristo, cuya cabeza es Cristo mismo, vivo
en los cielos y en su Iglesia; no es un M. como el que pudiera ejercer una
persona después de muerta, mediante sus escritos o su recuerdo (cfr. infra, n°
6). Es un M. tradicional, porque su misión es predicar todo y sólo el Evangelio;
podrá traducir el mensaje cristiano a los diversos ambientes y culturas, pero
manteniéndose siempre en una esencial fidelidad al espíritu del Evangelio (íd.,
n° 6). Recientemente se ha establecido una distinción entre M. kerygmático y
didascálico; el primero tiene como finalidad pregonar la fe a todos los hombres
(V. KERIGMA); el segundo, proponerla con autoridad a los fieles que ya han
aceptado el mensaje y que, en consecuencia, están obligados a conformar su
pensamiento y conducta con el mismo (V. CATEQUESIS; PREDICACIÓN; etc.).
2. Existencia del Magisterio. Durante la vida pública de Jesús, la
enseñanza es un aspecto esencial de su actividad: enseña en las sinagogas (Mt
4,23; lo 7,14), con ocasión de las fiestas (lo 8,20) y hasta diariamente (Mt
26,55). Las formas de su enseñanza no rompen con las que emplean los doctores de
Israel, con los que se mezcló en su juventud (Le 2,46), a los que recibe cuando
se presenta la ocasión (lo 3,10) y que más de una vez le interrogan (Mt
22,16,36). Si aparece en las multitudes como un doctor entre los demás, se
distingue de ellos de diversas maneras. A veces habla y obra como Profeta; o
también se presenta como intérprete autorizado de la Ley, a la que lleva a su
perfección (Mt 5,17), a diferencia de los escribas, tan dispuestos a ocultarse
tras la autoridad de los antiguos (Mt 7,29). Además, su doctrina ofrece un
carácter de novedad que sorprende a los oyentes (Me 1,27; 11,18), ya se trate de
su anuncio del Reino o de las reglas de vida que da. Quiere dar a conocer el
mensaje auténtico de Dios e inducir a los hombres a aceptarlo. El secreto de
esta actitud tan nueva está en que, a diferencia de los doctores humanos, su
doctrina no es de Él, sino de aquel que le ha enviado (lo 7,16).
Cristo confió esta misión de enseñar a sus Apóstoles (v.). El modo como
procede con ellos durante su vida pública demuestra bien a las claras esta
intención. Con este propósito los escogió (Me 3,14). A los Apóstoles les va
instruyendo juntamente con el pueblo, pero de un modo especial a ellos por
separado les instruye acerca de su propia misión y de su doctrina. Si Jesús
predicaba las parábolas (v.) ante el pueblo en general, a los Apóstoles les
descubre el sentido íntimo de las mismas: «A vosotros se os ha dado conocer los
misterios del reino de los cielos» (Mt 13,11). A sus Apóstoles, y sólo a ellos,
les expone los grandes misterios del reino: les habla abiertamente de su Iglesia
que ha de ser fundada sobre un nuevo fundamento (Mt 16,18); les habla de su
pasión, muerte y resurrección (Mt 16,21; 17,9) con mandato expreso de no
comunicárselo a nadie; a ellos solos les instruye sobre el modo de proceder en
su actividad pastoral (Mt 18,1 ss.; Mc 9,33). Jesucristo envía a los Doce a
predicar después de haberles instruido acerca del fin y el modo de llevar a buen
término su misión (Mt 10); el objeto de su predicación se identifica con el del
Maestro (Mt 10,7). Quedan revestidos asimismo de la autoridad de Cristo, el cual
amenaza con los más severos castigos a los que no recibieren a sus enviados.
Este ministerio lo realizan por expreso mandato del Señor que defenderá a sus
Apóstoles. Y entre ellos, da a S. Pedro (v.) especial autoridad sobre los demás
Apóstoles, no sólo en el gobierno o jurisdicción, sino también en el Magisterio
(«Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú una vez convertido,
confirma a tus hermanos»: Lc 22,32; etc.; v. PRIMADO DE S. PEDRO;
INFALIBILIDAD).
Pero no es sólo su modo de proceder, literalmente concede Jesús a sus
Apóstoles la misión de enseñar. Momentos antes de su Ascensión les confía con
palabras precisas esta misión: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la
tierra; id, pues, haced discípulos de todas las naciones... enseñándoles a
observar todo lo que yo os he prescrito. Yo estaré con vosotros siempre hasta la
consumación del mundo» (Mt 28,18 ss.). Jesús les instituye predicadores y
doctores en virtud de su autoridad suprema y universal en. el cielo y en la
tierra. Esta misión es perenne, legítima y doctrinal y es una continuación de la
misma misión de Cristo. Pero entre la misión confiada y sus posibilidades no
existe proporción, por eso Cristo promete a los suyos la continua asistencia del
Espíritu Santo, Espíritu de verdad que les enviará el Padre y permanecerá con
ellos perpetuamente, el cual les enseñará todas las cosas y les recordará todo
cuanto Cristo les ha dicho (cfr. lo 14,15-17; 15,26; 16,13); el mismo Jesús les
promete su asistencia permanente (Mt 28,20). De esta forma los Apóstoles enseñan
con una autoridad y una asistencia sobrehumanas. Ellos son los mandatarios de
Cristo, autorizados por su divina misión, poseen la necesaria ayuda del Espíritu
Santo para dar testimonio de El hasta los confines de la tierra y gozan de la
promesa infalible de Cristo de acompañarlos hasta el final de los siglos (v.
INFALIBILIDAD; SUCESIÓN APOSTÓLICA). Por eso ha podido urgir gravísimamente la
aceptación de la enseñanza de sus Apóstoles (Mc 16,16). Jesús, por consiguiente,
en virtud de su autoridad suprema y absoluta, y en atención al cuidado que tiene
por su Iglesia, que ha de ser construida por sus Apóstoles, les confía su propia
misión doctrinal con el fin de que anuncien a todos los hombres su revelación En
esta misión no sólo se incluye la doctrina que ha de ser enseñada, sino también
la misma función, es decir, la obligación de enseñar porque todos han de
aprender de ellos la palabra eterna y el derecho a exigir que todos los hombres
escuchen y acepten la instrucción apostólica, función que durará hasta el fin de
los siglos (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, n° 7, y Const. Lumen
gentium, n° 19).
Jesús cumplió su promesa el día de Pentecostés (v.) y el Espíritu Santo se
hizo visible sobre los Apóstoles y los que estaban con ellos. Inmediatamente S.
Pedro (v.) tuvo su primera predicación ante el pueblo como testigo de la
mesianidad y resurrección de Cristo: «A este Jesús, dijo, lo resucitó Dios, de
lo cual todos nosotros somos testigos» (Act 2,32). Desde este momento los
Apóstoles cumplen a conciencia lo que el mismo Cristo les ha mandado: predicar y
dar testimonio de Él; y no cejan de hacerlo a pesar de los castigos
proporcionados por los fariseos (Act 5,24). Como enviados de Cristo les toma
siempre la comunidad, «que perseveraba en la doctrina de los Apóstoles» (2,42).
Si es verdad que en la comunidad cristiana hay otros que predican a Cristo
(11,19; 6,8; 8,4), sin embargo, los que forman el Colegio de los Doce son
propiamente los maestros dotados de plena autoridad doctrinal (v. CATEQUESIS I;
IGLESIA I, 2; APÓSTOLES); y entre ellos en primer lugar, como Primado (v.), S.
Pedro (v.).
Lo mismo hace S. Pablo en su misión apostólica confiada por el mismo
Cristo; S. Pablo en todas sus cartas alude a su vocación de apóstol de Cristo,
en la que se incluye precisamente su misión de enseñar. Él se se dirige a las
comunidades cristianas proponiendo el Evangelio, la palabra de Cristo, y
señalando normas de conducta con autoridad; S. Pablo considera su tarea como
algo que le ha sido confiado por Dios y que exige sumisión por parte de los
fieles (cfr. Rom 10,14-15; 1 Cor 1,17; Rom 1,1; Gal 1,6). De la misma forma S.
Pedro se presenta con el gravísimo deber de amonestar, de predicar a los fieles
como testigo que es de la majestad del Señor y enviado para descubrir
autoritativamente el sentido de las profecías (2 Pt 1,13 ss.); frente a los
falsos profetas y maestros, los fieles han de seguir la doctrina de los santos
profetas y apóstoles (2 Pet 3,2). S. Juan recurre al testimonio inmediato que
puede dar como compañero de Cristo (1 lo 1,1-5); ante los errores que ya en los
últimos años de su vida advierte en las comunidades cristianas presenta la
doctrina de los Apóstoles a la que se oponen «los que dicen ser Apóstoles y no
lo son» (Apc 2,2).
Como existe en los Apóstoles el pleno convencimiento de que enseñan en
razón de una misión recibida, existe igualmente la absoluta certeza de que
enseñan bajo la ayuda eficaz del Espíritu Santo. Ellos dan testimonio con el
poder del Espíritu (Act 1,8); el Espíritu Santo les instruye y les da fuerza y
constancia para dar testimonio de Cristo; Él mismo da testimonio juntamente con
los Apóstoles (Act 4,13,8,31; 5,32; 6,10). Por esta razón S. Pablo puede
asegurar que ni siquiera un ángel podría contradecir su predicación (Gal 1,8 ss.).
3. Los sujetos o portadores del Magisterio. Los sujetos del M. e. son,
pues, los Apóstoles y sus sucesores. También toda la Iglesia, todo el conjunto
de los fieles es depositario del total de la fe y doctrina de Cristo: la ha de
custodiar, vivir y también trasmitir. Cada fiel corriente, sin tener una función
de M. e. propiamente dicha, tiene, sin embargo, una responsabilidad en guardar y
trasmitir la doctrina de la fe, realizando un apostolado (v.) personal intenso
con el ejemplo y con la palabra; para toda esta cuestión, v. IGLESIA III, 5.
Trataremos aquí de los portadores del magisterio cristiano oficial y auténtico,
con promesa expresa de asistencia por parte de Cristo, es decir, de los sujetos
del M. e. propiamente tal: los Apóstoles y sus sucesores.
Siendo como es el Evangelio el principio de toda la vida para la Iglesia,
era necesario que la misión confiada por Cristo a Pedro y los demás Apóstoles
durase hasta el final de los tiempos, a fin de que dicho Evangelio se conservara
íntegro y vivo en toda la Iglesia. La cuestión de la sucesión apostólica (v.) es
bastante explícita en las mismas palabras de Cristo al dar los poderes a los
Apóstoles y en sus palabras sobre la indefectibilidad de la Iglesia y sobre su
asistencia a los mismos «hasta el fin de los siglos» (lo 20,21; Mt 16,18; 28,20;
Act 1,8; etc.); y es un hecho claro, en seguida vivido por los Apóstoles, que
trasmiten por la imposición de las manos y la invocación al Espíritu Santo los
poderes que específicamente habían recibido (v. ORDEN, SACRAMENTO DEL). En
efecto, los Apóstoles confiaron a sus cooperadores inmediatos el encargo de
acabar y consolidar la obra por ellos comenzada, y al morir ellos, otros varones
de confianza continuaron su ministerio (cfr. Act 20,25-27; 2 Tim 2,2; Tit 1,5;
etc.).
La sucesión del Primado de S. Pedro es una cuestión y un hecho claro en
los Obispos de Roma, desde el comienzo. No es necesario tratarla aquí, puesto
que se estudia aparte en otro lugar: v. PRIMADO DE SAN PEDRO Y DEL ROMANO
PONTÍFICE. Diremos algo de la sucesión de los Obispos en general, especialmente
en cuanto portadores del oficio magisterial; para el resto, v. SUCESIÓN
APOSTÓLICA.
En el N. T. se habla indistintamente de «presbíteros», «obispos»,
«presidentes» como colaboradores de los Apóstoles. Estos colaboradores son los
encargados de continuar y afianzar la obra apostólica por encargo de los mismos
Apóstoles. Esta misma idea la recoge S. Clemente Romano a finales del s. I: «No
está permitido, dice a los de Corinto, privar arbitrariamente de su servicio
sagrado a quienes fueron establecidos por los Apóstoles, ni a sus sucesores»
(Epístola a los de Corinto, 44,3). Éstos, que han sido establecidos por los
Apóstoles, son obispos y diáconos: «Enviados por Cristo, los Apóstoles
evangelizaron, pues, ciudades y regiones... e instituyeron episcopas y diáconos
en favor de los que iban a creer... y dispusieron que después de su muerte su
cargo sería trasmitido a otros hombres experimentados» (ib. 42,2-4). Se trata
evidentemente de una sucesión ministerial, pero no aparece con claridad qué sea
en el ministerio episcopal. El primer documento conservado que habla del Obispo
(v.) como principio de unidad de la fe en la comunidad cristiana, es en las
cartas de S. Ignacio de Antioquía (v). El pensamiento de S. Ignacio de Antioquía
es menos explícito en cuanto al hecho de la sucesión, pero claro en cuanto a la
necesidad de permanecer unidos al Obispo de cada comunidad, como garantía firme
y segura de unidad en la fe. Para S. Ignacio, la fe es el principio de nuestra
vida, de nuestra unión con Dios; esta fe es la enseñanza de Cristo y de los
Apóstoles. Ahora bien, esta enseñanza se halla encarnada en el pensamiento de
cada uno de los Obispos que rigen las comunidades cristianas y en el sentir
unánime de todos los Obispos en la Iglesia Católica (cfr. S. Huber, Las cartas
de S. Ignacio de Antioquía y de S. Policarpo de Esmirna, Buenos Aires 1945,
169).
A finales del s. II esta doctrina aparece clara y terminante. Ningún
testimonio como el de S. Ireneo (v.), por ser el primer campeón contra las
herejías, por su cercanía con los Apóstoles y por su gran conocimiento de la
Iglesia universal de su tiempo. Frente a los herejes gnósticos (v.) que se
desvían del verdadero sentido de la Revelación, apoyándose precisamente en las
Escrituras, S. Ireneo acude a la Tradición que se conserva en la sucesión
apostólica. «Por diversos que sean los lugares, afirma, los miembros de la
Iglesia profesan una misma y única fe, la fe que ha sido trasmitida por los
Apóstoles a sus discípulos» (cfr. Adversus haereses, 1,10,1 ss.: PG 7,549). «La
verdad conviene aprenderla allí donde están los carismas del Señor: en aquellos
que en la Iglesia poseen la sucesión desde los Apóstoles y que han conservado la
palabra sin adulterar e incorruptible» (ib. 4,26,5: PG 7,1053). Estos ministros
con la sucesión del episcopado han recibido el carisma cierto de la verdad: «Por
eso es menester obedecer a aquellos que están en la Iglesia, es decir, a los
presbíteros, quienes, como hemos mostrado, ostentan la sucesión desde los
Apóstoles, quienes, al mismo tiempo que la sucesión del episcopado, han recibido
el carisma cierto de la verdad según el beneplácito del Padre» (ib. 4,26,2: PG
7,1053). Todo el mensaje cristiano fue confiado por los Apóstoles a sus
sucesores los Obispos: «Los herejes enseñan doctrinas que desconocen los
Obispos, sucesores de los Apóstoles, porque si los Apóstoles hubieran conocido
misterios secretos que hubiesen enseñado a los perfectos aparte, sin saberlo los
demás, hubieran trasmitido esos misterios especialmente a aquellos a quienes
confiaban el poder de enseñar en su lugar fuesen absolutamente perfectos y de
todo punto irreprochables» (ib. 3,3,1: PG 7,848). Por esta razón S. Ireneo tiene
buen cuidado en elaborar las listas de Obispos que su sucesión ininterrumpida se
remonta hasta los Apóstoles, centrándose en la Iglesia de Roma en razón de su
mayor preponderancia. Según S. Ireneo es fácil conocer la doctrina de los
Apóstoles para los que quieran buscarla; esta doctrina se encuentra en aquellos
que poseen la sucesión de los Apóstoles; estos sucesores son los Obispos, los
cuales han recibido, con la sucesión del episcopado, el carisma cierto de la
verdad, por ello es suficiente recurrir a las Iglesias y ver si en una sucesión
ininterrumpida su Obispo se remonta hasta los Apóstoles. Para nuestro autor, por
consiguiente, el Obispo es en cada comunidad el guardián de la fe, el testigo
fiel de la verdad revelada, el heredero nato de la doctrina apostólica. Pero si
se pregunta cuál es el agente último que garantiza la fidelidad al Depósito
revelado y trasmitido, la respuesta de S. Ireneo no se hace esperar: El Espíritu
de Dios. «De la Iglesia, dice, recibimos la predicación de la fe, y bajo la
acción del Espíritu de Dios la conservamos como un licor precioso guardado en un
frasco de buena calidad» (ib. 3,3,2: PG 7,848). «Allí donde está la Iglesia,
allí está el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está
la Iglesia y toda la gracia. Ahora bién, el Espíritu es verdad» (ib. 3,24,1).
Idéntico es el pensamiento de Tertuliano (v.), testigo del pensamiento de
la comunidad cristiana del Norte de África: «Si Nuestro Señor Jesucristo envió a
los Apóstoles a predicar, no podemos recibir a otros predicadores que a los que
Cristo instituyó como tales... Cuál sea la doctrina predicada, nos consta por
las iglesias por ellos fundadas... Estas iglesias tienen sus credenciales en las
listas de Obispos que se remontan hasta los Apóstoles en una sucesión
ininterrumpida» (De praescriptione haereticorum, cap. 32: PL 2,52).
Aunque la enumeración de testimonios pudiera alargarse, cerramos esta
lista de testigos excepcionales de la primitiva Iglesia con S. Cipriano (v.), el
Obispo de Cartago, que se hace intérprete de la doctrina general, cuando en su
latín rudo celebra la función de los Obispos: «qui apostólica vicaria
ordinatione succedunt», que por turno se ven designados para suceder a los
Apóstoles (Epist. 65,4).
Hay en la vida de la Iglesia primera otro acontecimiento de gran
importancia que demuestra la conciencia que existe en los Obispos de ser ellos
los maestros, los jueces autorizados de la fe, por el hecho de ser los sucesores
de los Apóstoles. Es el fenómeno de los concilios (v.). El problema de la
pascua, el de los lapsos (v.), el bautismo de los herejes (v. REBAUTIZANTES),
etc., obliga a los Obispos de la Iglesia a reunirse en concilios en diversas
regiones para resolver los problemas doctrinales y disciplinares. Con este
motivo el Papa y los Obispos expresan su responsabilidad sobre la marcha de la
Iglesia; ellos son los pastores a los que se les ha confiado la grey de Cristo
(S. Cipriano, Epist. 54,4: PL 3,859); su responsabilidad nace del hecho de ser
los herederos del ministerio apostólico. Así escribe Firmiliano a Cipriano: «El
poder de perdonar los pecados se le ha confiado Cristo a los Apóstoles y a los
Obispos que les han sucedido... Los enemigos que se oponen a la única verdadera
Iglesia católica, en la cual nos encontramos nosotros que hemos sucedido a los
Apóstoles...» (PL 3,1169). Los Obispos continúan gobernando a la Iglesia con el
mismo poder de los Apóstoles, como sucesores suyos en la misión recibida de
Cristo (cfr. Sententiae episcoporum, PL 3,1071-1072).
Pero es en los Concilios Ecuménicos (v.) donde se pone claramente de
manifiesto la conciencia que poseen los Obispos de ser los maestros auténticos
de la fe. Reunidos los Obispos de la Iglesia universal en Nicea (v.), Éfeso
(v.), Constantinopla (v.), Calcedonia (v.), etc., establecen para toda la
Iglesia la fe que se ha de creer. Cuando la Iglesia libra las grandes batallas
frente a las herejías encuentra su defensa en el recurso a la fe trasmitida, de
la que son jueces y testigos los Obispos de las iglesias particulares. Esto sólo
es posible porque existe en ellos el pleno convencimiento, como en sus
antecesores, de ser los maestros de la fe como herederos y sucesores de los
Apóstoles y que por lo mismo actúan bajo la asistencia del Espíritu Santo.
El M. e. radica, por consiguiente, en el Papa y en los Obispos y sólo en
ellos. «Ellos -enseña el Conc. Vaticano II-, como sucesores de los Apóstoles,
han recibido del Señor la misión de enseñar a todas las naciones y de predicar
el Evangelio a toda criatura para que todos los hombres consigan la salvación»
(Const. Lumen gentium, 24). «Ellos son los pregoneros de la fe... y los doctores
auténticos, es decir, dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo
que les ha sido encomendado la fe que debe regular su pensamiento y costumbres»
(ib. 25). Al Obispo corresponde, por consiguiente, vigilar incansablemente para
conservar la pureza de la fe y exponer con claridad y lucidez la sana doctrina;
predicar con autoridad, es decir, él tiene el derecho y el deber de imponer a
los fieles en nombre de Cristo una enseñanza dogmática o moral. Su luz en este
caso no la busca en razonamientos humanos, la recibe del Espíritu Santo. A él le
corresponde el deber de anunciar el Evangelio a los no creyentes, confiados
también a su solicitud, como Pablo se reconoce deudor de bárbaros y griegos (Rom
11,13), como a él le corresponde también ser el «didaskalos» de sus fieles.
Ahora bien, el Obispo cuenta para cumplir esta misión, que pesa sobre sus
hombros, con la ayuda eficaz del Espíritu Santo y de la presencia constante de
Cristo. Nada tiene de extraño, pues, que el Concilio diga que uno de los
principales oficios del Obispo es predicar con autoridad (ib. 25).
Además de los Concilios (v.), de los que ya hemos hablado, otros modos de
ejercerse el M. e. son las encíclicas (v.) y otros documentos del Papa y de la
Santa Sede (v.), las cartas pastorales (v.) de los Obispos; también la
catequesis (v.), la predicación (v.), la homilética (v.) son funciones y modos
de ejercerse el M. e.
4. Objeto del Magisterio eclesiástico. El M. e. no puede sobrepasar los
límites que le han sido señalados, bien sea que enseñe infaliblemente, bien sea
que sus enseñanzas no alcancen el grado de la infalibilidad.
No existe una fórmula constante y fija para señalar el objeto del M. e. El
Conc. Vaticano II emplea diversas expresiones: «La fe que ha de creerse y ha de
aplicarse a la vida»; «la Revelación, que hace fructificar»; «cosas de fe y
costumbres»; «doctrina de fe o de conducta». Al indicar el campo de la
infalibilidad habla de la «doctrina relativa a la fe y a las costumbres» y
afirma que la infalibilidad se extiende «tanto cuanto el depósito de la
revelación, que ha de ser santamente conservado y fielmente explicado» (25). Ya
el Conc. Vaticano I al definir el objeto de la infalibilidad enseña que este
objeto es lo relativo a la «fe y costumbres» (Denz.Sch. 3069-3070). Y en el
capítulo correspondiente se dice que la asistencia del Espíritu Santo está
asegurada al sucesor de Pedro «para conservar santamente y explicar con
fidelidad la Revelación que los Apóstoles les entregaron, es decir, el depósito
de la fe» (Denz.Sch. 30693070). El «depósito de la fe» (v. FE III, A) es, pues,
el objeto claro del M. e.
Teniendo en cuenta esta doctrina es necesario distinguir dos objetos en el
M. e.: uno primario y otro secundario. El objeto primario es todo lo contenido
en el depósito de la Revelación (v.) como verdades salvíficas, es decir, lo que
Cristo ha entregado a su Iglesia para que lo guarde celosamente y lo explique
fielmente; o si se quiere, las verdades «de fe y costumbres», «de fe y vida»,
confiadas a la Iglesia (v. FE II y III, A). El objeto secundario es el conjunto
de verdades que guardan una relación lógica y necesaria con el depósito de la
Revelación, y que están implícitas en él. «Hay otras verdades -decía mons.
Gasser en el Vaticano I- ligadas más o menos estrechamente con las anteriores y
que son necesarias (aunque en sí no están reveladas) para custodiar
íntegramente, explicar convenientemente y definir eficazmente el depósito de la
Revelación... Estas verdades no pertencen de suyo al depósito, sino que son
necesarias para la custodia del mismo» (Mansi, 52, 1204).
Ahora bien, no todas las verdades salvíficas de fe y vida cristiana han
sido del mismo modo reveladas por Dios. Existen unas verdades formalmente
reveladas, es decir, verdades reveladas en virtud de lo que significa la fórmula
que emplea la palabra de Dios. Esta fórmula puede expresar el concepto de una
manera explícita y directa, en cuyo caso tendremos una verdad revelada formal y
explícitamente, p. ej., Cristo es hombre semejante a nosotros en todo menos en
el pecado (Heb 4,15); o puede expresarlo de una manera implícita, p. ej., que
Cristo tuviera corazón está revelado implícitamente en el hecho de ser hombre
semejante a nosotros en todo. El objeto primario del M. e. está constituido, por
consiguiente, por el conjunto de verdades salvíficas formalmente reveladas, bien
implícita bien explícitamente. Existen en la Escritura, dado su carácter
literario, otras verdades que si bien han sido formalmente reveladas, lo han
sido de una manera accidental, y por lo mismo, no caen dentro del campo propio
del M. e.
El objeto secundario del M. es aquella serie de verdades que guardan una
conexión intrínseca y necesaria con las verdades reveladas de contenido
salvífico. A estas verdades las llaman los teólogos virtualmente reveladas.
Pertenecen a las cosas de fe y costumbres, no por sí mismas sino en cuanto que
son «necesarias para custodiar íntegramente, explicar convenientemente y definir
eficazmente el depósito de la Revelación». Pueden ser de orden histórico,
filosófico, científico, etc. Si el M. de la Iglesia no tuviera competencia sobre
estas verdades no podría custodiar ni explicar convenientemente las verdades
salvíficas que constituyen su objeto primario. Según las conclusiones de los
teólogos, son verdades virtualmente reveladas las siguientes: a) verdades de
orden especulativo, como los preámbulos de la fe (v. FE ttI, s); b) ciertas
verdades de orden histórico, como la legitimidad de un concilio; c) el sentido
objetivo de un escrito; d) la canonización (v.) de los santos; e) la aprobación
solemne de las órdenes religiosas.
Ciertos problemas suscitados con motivo de alguna encíclica, p. ej., la
Humanae vitae, han puesto sobre el tapete las relaciones del M. e. con el orden
moral natural y en concreto con toda la ley natural (v. LEY VII, 1). ¿Entra
dentro del campo de este M. la ley natural? ¿Podría definir infaliblemente un
postulado de orden puramente natural? «Es incontrovertible, dice Paulo VI, como
tantas veces han declarado nuestros predecesores, que Jesucristo al comunicar a
Pedro y a los Apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las
gentes sus mandamientos, los constituía en custodios e intérpretes de toda la
ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la ley
natural» (Humanae vitae, 4). Entre los predecesores a los que alude el Papa se
encuentra Pío XII, que en una alocución decía: «Ha de sostenerse clara y
firmemente que el poder de la Iglesia no se restringe a las cosas estrictamente
religiosas, como suele decirse, sino que todo lo referente a la ley natural, su
enunciación, su interpretación y aplicación pertenecen bajo su aspecto moral a
la jurisdicción de la Iglesia» (aloc. Magnificate Dominum, AAS 46, 1954,
671-672). Y Juan XXIII en su ene. Mater et Magistra afirma igualmente: «Mas si
en alguna ocasión la Jerarquía eclesiástica dispone o decreta algo en esta
materia (de la vida económica y social) es evidente que los católicos tienen la
obligación de obedecer inmediatamente estas órdenes» (AAS 53, 1961, 457).
El M. e. Reclama para sí una competencia total en el ámbito de la ley
natural; no se trata de extralimitación alguna. La ley natural, en efecto, en su
conjunto cae dentro del campo de la Revelación, ya que ésta no supone al hombre
dividido en dos campos independientes, natural el uno y sobrenatural el otro. La
Revelación, p. ej., del Sinaí no es otra cosa sino la codificación escrita de
diez principios básicos de la ley natural. El mismo Cristo no prescinde de ella,
sino que la supone y la perfecciona (cfr. Mt 5,17-7,4). Los Apóstoles dedicaron
una buena parte de su predicación a ilustrar las exigencias de la ley natural (cfr.
Rom 1,18-32; 1 Cor 5,1; Gal 6,1-9; Eph 5,21-6,10; Col 3,5-12; 1 Tim 2,9-15;
5,1-2; 6,1-3; 1 Pet 2,13-3,17). Por otra parte, la ley natural, por voluntad
expresa de Dios, está en relación íntima con el camino por el que el hombre ha
de llegar a su fin sobrenatural. Dado esto, la ley natural cae de lleno dentro
del campo del M. e., el cual el Señor le ha confiado toda la Revelación, todo el
Evangelio, con la grave obligación por parte de los fieles de aceptarlo en orden
a la salvación. Bien es verdad que la ley natural se funda en la naturaleza
humana y que por lo mismo su existencia y exigencias están al alcance de la
razón humana; sin embargo, la capacidad de la razón queda muy limitada. El Conc.
Vaticano I enseña a este propósito que la razón humana, como consecuencia de la
caída del hombre en el pecado original, tiene una incapacidad moral para conocer
sin errores y con facilidad no ya las consecuencias, pero ni siquiera los
primeros postulados de la ley natural (Denz. Sch. 3004-3005). Dios ha venido en
ayuda de esta debilidad moral mediante la Revelación y el M. e. No se puede por
consiguiente establecer dos campos independientes de moralidad, cono si uno
fuera propio y exclusivo de la razón natural y el otro de la Iglesia (v. t.
RAZÓN II).
Ahora bien, el campo del M. e. no sólo se extiende a los grandes o
primeros principios de la ley natural, se extiende igualmente a la aplicación
concreta de estos principios. Dado que la moral natural está asumida por la
Revelación no puede haber acción moral alguna, conforme o disconforme con la
moral natural, que por lo mismo no esté sometida de alguna manera al M. e. Si
esta doctrina cae dentro del objeto del M., éste la propone en virtud del
mandato recibido de Cristo y por lo mismo puede imponerla a los fieles con la
obligación grave por parte de éstos de adherirse a ella con un asentimiento
religioso del entendimiento y de la voluntad, pues el M., aun en los casos que
no alcanza el grado sumo de la infalibilidad, goza de una providencia especial
por la cual se garantiza que de ordinario no habrá errores (cfr. J. Collantes,
La Iglesia de la palabra, II, Madrid 1972, 244-253). Además, al M. ordinario se
debe obediencia siempre, en cuanto está ligado a la potestad de jurisdicción o
gobierno de la Jerarquía eclesiástica (v.), que en cada caso o circunstancia
puede establecer normas prácticas de aplicación de la fe y moral, normas que la
Jerarquía puede variar según las circunstancias (v. t. ENCÍCLICA).
5. Adhesión debida al Magisterio eclesiástico. Conviene distinguir a este
propósito entre los actos de un M. infalible y los actos de un M. meramente
auténtico. Cuando el M. del Papa o de un Concilio propone de un modo infalible
una verdad revelada por Dios, los fieles tienen obligación de poner un
asentimiento absoluto de fe, porque consta de la asistencia eficaz del Espíritu
Santo, que hace que dicho M. no pueda equivocarse.
Otra cosa distinta es cuando se trata de actos propios del M. meramente
auténtico, es decir, cuando enseña, pero sin proponer su doctrina
infaliblemente. Se distingue a este propósito entre el Papa y los Obispos en
conjunto y los Obispos propios. A todos los Obispos en conjunto, cuando enseñan
en comunión y de acuerdo con el Romano Pontífice, les deben los fieles respeto y
veneración, como testigos de la verdad divina (cfr. Const. Lumen gentium, 25).
Respecto al obispo propio «los fieles... tienen obligación de aceptar y
adherirse con religiosa sumisión de espíritu al parecer de su obispo en materia
de fe y costumbres, cuando él las expone en nombre de Cristo» (ib.); es decir,
todos los fieles han de aceptar con su inteligencia y voluntad las enseñanzas de
su Obispo propio. Este acto no es un acto puramente humano; el entendimiento y
la voluntad no se inclinan a la adhesión, como en el orden natural, por las
razones de carácter científico aducidas y que apoyan o ilustran los
razonamientos, ni siquiera por la autoridad moral de la persona que enseña, sino
por unas razones de orden religioso sobrenatural que lo apoyan y fundamentan. El
entendimiento y la voluntad saben que el Obispo enseña con la autoridad de
Cristo y en su nombre y que este acto magisterial goza de la asistencia del
Espíritu Santo; saben que el Obispo actúa en razón de una misión divinamente
confiada y se someten al orden establecido por Cristo, quedando religados al
querer de Dios, Verdad infinita que no puede engañarse ni engañarnos. Ello no
obstante, como en este caso los Obispos no gozan de la garantía plena de la
verdad, los fieles no quedan obligados a un asentimiento absoluto e
irreformable; los autores señalan que el asentimiento debido al M. meramente
auténtico debe tener estas cuatro condiciones: a) ha de ser un obsequio de la
mente, por eso no basta un conformismo práctico; b) ha de ser un juicio
intelectual, y, por consiguiente, no basta el obsequio silencioso de la boca; e)
ha de ser un acto interno de adhesión positiva a lo que el maestro siente y
enseña; d) ha de ser un asentimiento cierto, pero con certeza relativa y
condicionada; es una certeza moral y relativa, pero avalada de algún modo por la
asistencia divina que excluye aún más la probabilidad y el temor a errar. Es
posible que en algunas ocasiones ocurran razones de tanto peso que justifiquen
la suspensión del juicio del creyente y aun le induzcan a tener por verdadero lo
contrario; no obstante, aun en estos casos, todos los fieles están obligados a
observar las debidas normas de la prudencia y de la caridad en orden a la
edificación del pueblo de Dios.
Ahora bien, no cualquier enseñanza del M. meramente auténtico implica la
obediencia religiosa por parte de los fieles. Es necesario que se cumplan
ciertas condiciones. En primer lugar, se requiere que el Obispo esté en comunión
con el Romano Pontífice; la autoridad magisterial es propia de los Obispos y de
derecho divino, pero también por derecho divino está vinculada a una condición
ineludible en su ejercicio, que es la comunión jerárquica con el sucesor de
Pedro en el Primado (v. IGLESIA II, 6); sin esta comunión y subordinación al
Vicario de Cristo, el ejercicio de esa potestad es ilegítimo y carece de fuerza
para obligar a los fieles. En segundo lugar, los Obispos han de limitarse al
objeto propio y específico del M., como explicamos anteriormente; no se trata,
por consiguiente, de opiniones personales, sino de aquellas doctrinas o normas
de conducta que él imponga como testigo autorizado de la fe. Finalmente, es
necesario que el Obispo exponga su doctrina en nombre de Cristo; el Obispo ha de
actuar apelando a su M. oficial, sólo en este caso puede imponer su doctrina y
sólo en este caso corresponde a los fieles el asentimiento intelectual de orden
religioso.
Esta doctrina vale de un modo singular para el M. meramente auténtico del
Papa: «Esta religiosa sumisión de voluntad y entendimiento es debida de modo
singular al M. auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no habla ex cathedra»
(ib. 25); el Vaticano II recoge y apoya con todo el peso de su autoridad una
doctrina varias veces repetida en el M. pontificio (cfr. Pío IX, Denz.Sch. 2879,
2880, 2895; León XIII, Denz. 1880; Pío X, Denz.Sch. 3407, 3413, 3414). Pío XII
en la enc. Humani Generis decía claramente: «No se ha de pensar que no exigen de
suyo asentimiento las enseñanzas que en las Letras Encíclicas se proponen, dado
que en ellas los Pontífices no usen la suprema potestad de su Magisterio. Tales
enseñanzas proceden del Magisterio ordinario, del que también vale el dicho: El
que a vosotros oye, a mí me oye (Le 10,16)» (Denz. 2313). Ante el M. meramente
auténtico del sucesor de Pedro, del Pastor Supremo de la Iglesia universal, del
Vicario de Cristo, el fiel cristiano debe sentirse obligado «de un modo
singular» a aceptar y adherirse a sus enseñanzas con un profundo obsequio
religioso de su alma. El hecho de su universalidad magisterial y su notoriedad
como maestro de todos los fieles, obligan al maestro a una mayor vigilancia,
circunspección y diligencia en el ejercicio de su potestad y reclaman una
protección y asistencia providenciales del Divino Espíritu. Ahora bien, este
asentimiento hay que ponerlo teniendo en cuenta «la mente y la voluntad
manifiesta del Romano Pontífice» (Lumen gentium, 25).
Pero, ¿cómo conocer este pensamiento y esta voluntad del Papa? El Concilio
señala tres criterios: «la índole de los documentos, la repetición frecuente de
la doctrina y el modo de expresarse» (ib., 25). Es sabido que el Papa usa
diversas clases de documentos en sus enseñanzas a la Iglesia universal; también
es conocido que a veces el Papa se sirve de las Congregaciones Romanas para
proponer una doctrina, y que sus documentos pueden ser de carácter doctrinal o
disciplinar; todo ello exige que para conocer el pensamiento del Papa sea
necesario analizar el documento usado, el estilo y el género literario del
mismo. En segundo lugar es necesario tener muy en cuenta la repetición de la
doctrina; una recomendación heclia de paso con motivo de una alocución a un
grupo de fieles o una piadosa exhortación en una homilía no tiene el mismo valor
que una declaración repetida una y otra vez en distintos documentos, en los que
el Papa se expresa de un modo firme y con intención de enseñar a toda la
Iglesia. Finalmente, conviene tener en cuenta la forma de expresarse el Romano
Pontífice; hay veces que adopta una solemnidad excepcional que indica su
voluntad expresa de imponer una doctrina, p. ej., las palabras usadas en el
comienzo de la enc. Humanae vitae. Los cristianos han de tener en cuenta estos
criterios para no caer en el defecto de los que exageran las intervenciones
magisteriales pontificias, como si en todas ellas el Papa acentuara su voluntad
de maestro auténtico, o de los que regatean cicateramente su adhesión humilde y
sincera a sus enseñanzas.
También sucede que los Obispos reunidos en Concilio se limitan, a veces,
al uso del M. meramente auténtico. A este M. se le debe igualmente que al del
Papa una sumisión religiosa. La obligación de aceptar su doctrina es grave para
todos y cada uno de los fieles de la Iglesia universal, aun cuando esta doctrina
no se imponga como definitiva e irreformable. Tal es el caso del Conc. Vaticano
II, en el que no se ha querido imponer infaliblemente ninguna doctrina.
El M. auténtico, por consiguiente, aun en el caso que no alcance el grado
máximo de autoridad, obliga a los fieles en conciencia; primero, porque
representa a una autoridad legítima que opera en nombre de Cristo; segundo,
porque hay una garantía absoluta de una asistencia general del Espíritu en orden
a la fidelidad global para la trasmisión de la fe; tercero, porque, aunque no
conste absolutamente de la verdad en un caso determinado, existen suficientes
garantías morales de verdad; y, finalmente, porque va unido a la potestad de
jurisdicción, que impone hic et nunc obedecer a sus indicaciones. Lo menos que
puede asegurar la asistencia del Espíritu Santo es que de ordinario no se
equivocará el Magisterio. Si en un caso concreto hubiera razones serias para
dudar de la verdad de la enseñanza del M. meramente auténtico, el trabajo
personal, unido a la caridad que edifica el Cuerpo de Cristo, hará que con
prudencia y discreción, se ilumine la verdad... En casos límites estará incluso
eximido del asentimiento interno. De lo que no podrá eximirse es de la
discreción y de la prudencia, que nacen de la caridad (cfr. J. Collantes, o. e.,
184-185).
6. Magisterio, Escritura y Tradición. Alguna vez, al M. e. se le ha
acusado de erguirse como señor frente a la palabra divina, de ser su juez en
lugar de estar a su servicio. Estos ataques han alcanzado un relieve singular en
el mundo protestante a partir de su parcial y básico principio: Scriptura sola,
la soberanía absoluta de la Escritura (v. LIBRE EXAMEN); bien es verdad que cada
día se afianza más en el mismo protestantismo la persuasión de la necesidad de
un M. de la Iglesia, que declare auténticamente la fe obligando en conciencia a
los fieles. Esta peregrina acusación, aparte de motivos personales de rebeldía y
orgullo, procede de una falsa intelección de lo que es la S. E. y de lo que es
el M. e.
En primer lugar, la S. E. no es toda la «Palabra de Dios»; la auténtica y
total Palabra de Dios es Jesucristo (v.); Él es la Revelación; la vida divina se
manifiesta y comunica a los hombres con los hechos y palabras de Cristo, con
todo su ser. La Revelación no es sólo una doctrina o conjunto de verdades, es
también una vida, la vida sobrenatural, la vida de Cristo, que va acompañada y
explicada por sus palabras y doctrina (v. REVELACIÓN II-III); y la vida no se
puede trasmitir por libros, se trasmite viviéndola, por Tradición (v.). En el
seno de esa Tradición cristiana que es la vida de la Iglesia, el Espíritu Santo
inspira la redacción de los libros sagrados (v. BIBLIA III), que son un
testimonio de la Revelación (vida y doctrina, hechos y palabras), son una
garantía o providencia más de Dios para la fiel e íntegra trasmisión del
depósito revelado. El autor de la S. E. es Dios, pero al mismo tiempo lo es cada
hagiógrafo particular y toda la Iglesia en cuyo seno se vive lo que se escribe,
con cuya fe se escribe, y a través de quien el Espíritu Santo actúa para que se
escriba (v. BIBLIA III, 10). Se comprende perfectamente que el intérprete más
autorizado de la S. E. es la propia Iglesia, su Tradición y Magisterio oficial,
puesto por Dios y asistido por Él, precisamente como otra garantía y ayuda para
la recta e íntegra trasmisión del depósito revelado; se comprende que la S. E.
utilizada o interpretada fuera de la Iglesia, al margen de su Tradición y de su
Magisterio, carece de valor. La S. E. es parte de la Palabra de Dios, pero sólo
lo es en la Iglesia, de acuerdo con su espíritu, unida a su vida, a su Tradición
y a su Magisterio; fuera de la Iglesia no es norma de fe, es sólo un libro.
«Así, pues, la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el
plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede
subsistir sin los. otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción
del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas» (Dei
Verbum, n° 10; v. t.: BIBLIA I, 5-6 y ni, 10).
El Conc. Vaticano II en su Const. Dei Verbum recoge la doctrina que
siempre ha defendido la Iglesia a este respecto. En primer lugar el M., y sólo
él, es el auténtico intérprete de la Palabra de Dios: «Mas el oficio de
interpretar auténticamente la Palabra de Dios escrita o trasmitida ha sido
confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce
en nombre de Cristo» (n° 10). Si bien es verdad que todo el depósito de la
Revelación ha sido confiado a la Iglesia y que los prelados y fieles colaboran
estrechamente en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe
recibida (ib. n° 10; v. IGLESIA III, 5); si bien es cierto que a los exegetas
les corresponde también la interpretación científica de la Escritura (v.
EXÉGESIS, 7), sin embargo, sólo al M. e. se le ha confiado la misión de
interpretar la palabra de Dios de modo auténtico, es decir, de tal forma que
obligue al Pueblo de Dios a aceptar esta interpretación con fe, como el sentido
genuino de la Revelación de Dios, pues Jesucristo y los Apóstoles confiaron a
sus sucesores no sólo un cuerpo de doctrina «sino su propio cargo del
Magisterio» (cfr. n° 7). En segundo lugar, la Iglesia ha creído siempre que su
M. «no es superior a la Palabra de Dios, sino que la sirve» (n° 10); y la sirve
enseñando sólo lo que le ha sido confiado, en cuanto que por mandato divino y
con la asistencia del Espíritu Santo, «la oye con piedad, la guarda con
exactitud y la expone con fidelidad» (ib., n° 10).
Este servicio del M. e. a la S. E. tiene su raíz profunda en la humilde
obediencia de la je; si todos los miembros de la Iglesia están obligados a
prestarla a Dios que se revela, esta obligación corresponde a los Obispos en
primer lugar. De esta obediencia que incluye «el homenaje del entendimiento y de
la voluntad» (n° 5), brota todo el resto de su oficio. El mismo Conc. Vaticano
II, al comienzo de la Dei Verbum, se confiesa piadoso oyente de la palabra
divina: «El Sacrosanto Concilio escuchando religiosamente la palabra de Dios y
proclamándola confiadamente...» (n° 1).
El M. e. es servidor (diakonos) de la palabra también porque la «guarda
con exactitud». Los Apóstoles, predicando el Evangelio, trabajan siempre al
servicio de Cristo, Palabra eterna encarnada; su misión es predicar cuanto han
visto y oído. La misma idea de Tradición (v.), tal y como aparece en el N. T.,
incluye la trasmisión fiel de lo que se ha recibido: se recibe una doctrina y
existe el deber de conservarla y trasmitirla fielmente (cfr. 2 Thes 2,15; 1 Cor
11,2-23; 1 Thes 2,13; 2 Thes 3,6; Rom 6,17; Gal 1,9; v. FE III, A). Son
conocidas a este respecto las fórmulas de S. Pablo: «Os he trasmitido lo que
conocí» (1 Cor 2,6,8); «he recibido lo mismo que os trasmití» (1 Cor 11,23);
«pero aunque nosotros mismos o un ángel del cielo anunciase otro evangelio
distinto del que os hemos anunciado, sea execrado» (Gal 1,8-9). El mismo hecho
del Cone. de Jerusalén (v.) demuestra que existe ya en la primera comunidad la
profunda persuasión de que es necesario conservar fielmente y trasmitir
inalterada la doctrina recibida. Por lo que se refiere a la Iglesia
posapostólica, ya desde los primeros momentos, como hemos visto (cfr. 2), se
apiña en torno a los Obispos como criterio seguro para conservar frente a las
herejías la palabra que se le ha trasmitido. Este criterio ha continuado firme a
través de los siglos.
Por último, también se presenta el M. e. como servidor de la palabra en la
fiel exposición de la misma. Es un hecho que la S. E. tiene necesidad de ser
explicada y aplicada al hombre en lo concreto de su vida, de su mentalidad...
Los libros de la S. E. se escribieron en determinado tiempo y determinadas
circunstancias y se dirigían inmediatamente a hombres de una determinada cultura
y mentalidad; se añade además la dificultad de la materia, pues se trata de la
Revelación de Dios, que presenta realidades que se escapan a los sentidos, es
más, que superan totalmente la comprensión humana. Hay, pues, que explicar esta
palabra de Dios, que es eterna, de manera apropiada a la mentalidad de los
hombres y aplicarla a su vida concreta, al cambio de las circunstancias, etc.; y
ésta «debe seguir siendo la norma de toda evangelización» (Const. Gaudium el
spes, n° 44).
Es un hecho que estas funciones han sido colocadas en manos frágiles e
incluso defectuosas. Pero por eso mismo Cristo Nuestro Señor ha prometido a los
Apóstoles y sucesores su presencia y la asistencia eficaz del Espíritu Santo.
«Ésta y sólo ésta es la garantía definitiva; si Dios pide a los miembros de la
Iglesia que acojan la predicación e interpretación de su palabra, dada por los
sucesores de los Apóstoles, como propuesta en su nombre, con la fe debida a su
palabra, entonces Él -que no nos puede engañar- tiene el deber consigo mismo y
con nosotros de garantizar con su omnipotencia que tal predicación se mantenga,
efectivamente, fiel a la verdad y a su Revelación» (cfr. A. Bea, La doctrina del
Concilio sobre la Revelación, p. 162-163).
V. t.: INFALIBILIDAD; JERARQUÍA ECLESIÁSTICA; PRIMADO DE S. PEDRO Y DEL
ROMANO PONTíFICE; IGLESIA 111, 5 y II, 2; BIBLIA I, 5; II, B,1; III, 2 y 10; IX;
EXÉGESIS, 7; FE II; III, A y IV, D; TRADICIóN (Teología); PAPA; OBISPO;
CARISMA.-CONCILIO; ENCíCLICA; CARTA PASTORAL; CATEQUESIS; PREDICACIÓN;
HOMILÉTICA.
BIBL.: A. LANG, Teología fundamental, II, Madrid 1966, 59-62, 229-318; M. SCHMAUS, Teología dogmática, IV: La Iglesia, 2 ed. Madrid 1962, 711-786; F. ALONso BÁRCENA, De Ecclesiae Magisterio, Granada-Madrid 1945; l. SALAVERRI, Sacrae Theologiae Summa, De Ecclesia Christi, Madrid 1955; íD, Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, Potestad de Magisterio, Madrid 1966, 506-540; T. ZAPELENA, De Ecclesia Christi, Pas altera, Roma 1954; G. PHILIPs, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, Barcelona 1968; M. NICOLAU, Magisterio ordinario en el Papa y en los Obispos, en XXII Semana Española de Teología, Madrid 1963, 321-344; E. VOLT, De decretis Commissionis biblicae distinguendis, «Biblica» 36 (1955) 564-565; R. MARíN SOLÁ, Evolución homogénea del dogma católico, Madrid 1952; J. ALTARO, El progreso dogmático en Suárez, «Analecta Gregoriana» 68 (1954) 95-122; l. C. FENTON, The religious assent to the Teachings of Papal Encyclicals, «American Ecclesiastical Review» 123 (1950) 59-67; J. COLLANTES, Magisterio de la Iglesia y ley natural, «Estudios eclesiásticos» 44 (1969) 45-47; l. MORALES, Las relaciones entre Magisterio eclesiástico, oficio teológico y sentido popular de la fe, «Scripta Theologiaa» II (1970) 481-500. Una selección y recopilación de los principales documentos del M. e. puede verse en la clásica obra de H. Denzinger (v.): Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fide¡ et morum, con numerosas reediciones; existe una trad. al castellano de la 31 ed. con el título El Magisterio eclesiástico, Barcelona 1933 (3» reimpresión); en esta obra pueden verse las ed. y col. de documentos del Magisterio, Concilios, Papas, etc.
V. PROAÑO GIL.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991