LIBERTAD V. LIBERTAD POLITICA. l. La libertad política en la doctrina jurídica y en la sociología.


La I. política, más que cualquier otra manifestación del libre albedrío, necesita de la racionalidad en su motivación, como enseña la tradición filosófica cristiana. Se es libre para algo; la I. no es la independencia de las leyes (v.) naturales, sino su conocimiento, y cuanto mayor sea éste, más libre será el acto del hombre.
      Es un dato, de hecho, la existencia de obstáculos para el ejercicio de la libertad. Es, pues, función primordial del poder político procurar las condiciones que favorezcan ese ejercicio. Es obvio que el Estado no puede crear la l., sino establecer las condiciones para que esa planta delicadísima florezca. Como sólo dentro del orden (v.) se desarrolla la I., la meditación nos lleva al examen de los impedimentos que debe eliminar el poder político para que el hombre viva con seguridad, o sea, con la relativa ausencia de ansiedad y temor. «Ansiedad es un estado de aprensión o inquietud que expresa una sensación de un peligro no percibido, confusamente percibido o imaginario. Temor es un estado de aprensión o inquietud que responde a un peligro específico percibido de un modo realista» (Bay). Los obstáculos causantes de esta sensación hacen referencia a la razón o a la voluntad. Los primeros se pueden resumir en la ignorancia, entendida no como desconocimiento de verdades elementales, sino de la verdadera educación intelectual en la que debe ocupar el lugar correspondiente el saber religioso. Los obstáculos que puede convertir una acción del hombre en no libre, por coacción, son más varios y complejos: presiones sociales, violencia, medios de persuasión oculta, etc.
     
      a) Concepto de libertad política. La I. política suele definirse, siguiendo a Montesquieu, como «el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten; y si un ciudadano pudiera hacer lo que ellas prohíben, no existiría la libertad, porque los demás tendrían igualmente el mismo poder» (Esprit, XI,3).
      Se entiende, pues, por I. políticas, las aplicaciones del principio de I. al terreno de la praxis político-democrática, es decir, las conclusiones a través de las que se reconoce el derecho de los ciudadanos a participar de la cosa pública, expresar su opinión, etc. Más detalladamente, cabe mencionar, a modo de ejemplo, las siguientes manifestaciones de la I. política, entre otras, que suelen mencionar los autores: I. individual, en virtud de la cual se reconoce el derecho a la intimidad personal, y se afirma que nadie puede ser arrestado, conducido a juicio, etc., fuera de los casos previstos por la ley; I. de movimientos, o derecho a circular libremente por el país; I. de elección, o derecho de los ciudadanos a elegir sus propios representantes en los órganos legislativos o de gobierno; I. de reunión y de asociación; I. de enseñanza; I. de culto, etc.
      Ese conjunto de libertades jurídicamente estructuradas integran el concepto de Estado de derecho (V. ESTADO I, 2), tal Y como ordinariamente se entiende en la moderna tratadística política. Esta concepción nace con la intención de limitar el poder tal y como lo ejercían las monarquías absolutas de los primeros siglos de la época moderna. Conviene advertir que la reacción justa ante los excesos del poder condujo históricamente, en la época liberal, a estimar que el ambiente favorable a la I. política era el de la absoluta inhibición del Estado; idea que encuentra una de sus fórmulas más logradas en la Constitución española de 1869, que, tras prohibir cualquier disposición preventiva sobre el ejercicio de los derechos declarados (art. 22), añadía que el número de «los derechos consignados en este título no implica la prohibición de cualquier otro no consignado expresamente» (art. 29). Con este procedimiento, el Estado se inhibe y el hombre queda a merced de las fuerzas que en la sociedad dominasen.
      Señalemos, por otra parte, que como la l., aunque plural en sus manifestaciones, es una, cuando se le limita en cualquier aspecto sufre, consecuentemente, toda ella; y así la limitación de la I. económica conduce a la pérdida del gusto por ejercer cualquier otra. La afirmación de que la I. política se encuentra en estrecha relación con la situación económica es muy vieja, y no ha necesitado del marxismo para encontrar suficiente demostración. «La vida mejor del hombre, dice Aristóteles, es la que va acompañada de una virtud suficientemente dotada de recursos para participar en acciones virtuosas» (Política, 1324 a). De dos cosas necesita el hombre para que sea de buena vida; una, la virtud, dice S. Tomás, y otra, «secundaria e instrumental, a saber, cantidad bastante de bienes corporales de cuyo uso se necesita para el ejercicio de la virtud» (De Regimine principum, 1,15). «Por lo que toca al Estado -afirma con audacia Juan XXIII apoyándose en León XIII-, cuyo fin es proveer al bien común en el orden temporal, no puede en modo alguno permanecer al margen de las actividades económicas de los ciudadanos, sino que, por el contrario, ha de intervenir con oportunidad, primero, para que aquéllos contribuyan a producir la abundancia de bienes materiales, cuyo uso es necesario para el ejercicio de la virtud» (Mater et Magistra, 20). Así se justifica la necesaria seguridad, no sólo espiritual, impracticable sin una previa material, llegándose al menos a una cierta planificación como exigencia constitucional de nuestro tiempo.
      Esta directriz plantea gravísimos problemas que ya entreviera Fichte (v.) al hablar de que el hombre entrega su I. al Estado por un pedazo de seguridad y derechos; pero a algún grado mínimo de planificación (v.) debe llegarse por la anarquía reinante y el desorden absoluto de las fuerzas predominantes en la sociedad (C. Mannheim, Libertad y planificación, México 1946). La acogida de los sistemas planificadores en tantas y tantas leyes Fundamentales es prueba evidente de su importancia; y la justa preocupación de muchos estudiosos, evidencia una vez más la necesidad de conciliar el orden social con la I. humana.
      Ella también sufre de una consecuencia del individualismo (v.) que agravó el proceso del s. XIX. Nos referimos a la extendida afirmación de que sólo al Estado debía el hombre presentar acatamiento para ser libre, ya que las asociaciones eran lombrices en el cuerpo social (Hobbes) y tiranizaban al individuo (Rousseau, y el valenciano Garelli); así nació un terreno de nadie en que Goliat (el Estado) venció a David (el individuo). Ahora, por el contrario, sólo se cree posible el ejercicio de la I. política gracias a las asociaciones que sirven al hombre como expresión de su I. y también como escudo defensivo frente al posible o real exceso del poder político.
     
      b) La libertad política y su f undamentación. El sometimiento libre de Cristo a la sentencia de Pilatos, y su frase «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21) son la piedra miliaria de la I. política. El credo cristiano ha sido el fermento más poderoso para liberar al hombre de la tiranía del Estado, concepción antigua, que reverdece en el paganismo rusoniano y totalitario. No faltan en el paganismo muestras filosóficas y literarias de la existencia de un orden al. que
      todo, y el Estado en primer término, debe servir -pensemos en la Antígona, de Sófocles-, pero ni ellos, ni tampoco las escuelas posteriores no cristianas, tienen la perfección de líneas de la doctrina del Nuevo Testamento, ni han presidido la evolución posterior, fenómeno imposible -de ignorar. El Estado no es en sí algo divino; pero recibe una cierta dignidad por estar dentro del orden querido por Dios para la vida presente. Por consiguiente, también para S. Pablo es válido: al cristiano le viene impuesta por el Evangelio una actitud libre ante el Estado, ya que no ve en él un absoluto, pero tiene que dar al Estado todo lo necesario para su existencia y sus fines; ha de admitir el Estado como institución (v. CRISTIANISMO, 4 y 12; cfr. O. Cullman, El Estado en el Nuevo Testamento, Madrid 1961).
      Esta claridad de concepción, que funda la I. política en la trascendencia de la persona (v.) ha tendido a desdibujarse desde que el poder político, en búsqueda de independencia, se seculariza, confundiendo la independencia funcional con el sentido moral de los mandatos. Se configura así la I. política como un sistema de garantías simbolizado, fundamentalmente, en la participación en la Ley, como recoge el art. 6 de la Declaración de derechos francesa de 1789; Hauriou estima que ésa es la esencia de la I. política, aunque la participación ciudadana no supone que el pueblo tenga todo el poder. De hecho, por mucho que se amplíe el campo de la Ley, siempre tendrá un carácter formal el ejercicio de la I. política. Ya Tocqueville, por citar un ejemplo clásico, advertía la evidente influencia de la sociedad (La democracia en América, 2°, VII) y hoy nadie cree que con la simple participación en la tarea legislativa la l. política se encuentre perfectamente resguardada.
     
      c) Libertad formal, libertad real y orden. Podemos, pues, meditar sobre dos dilemas interesantes: ¿es más libre el hombre con un Estado omnipotente o el individuo que prescinde de toda otra motivación?, ¿tiene valor la dicotomía I. formal y I. real? Con lo primero nos referimos al contraste I. y orden que, aunque pierda importancia doctrinal, no por eso deja de hallarse presente en la vida y en la mayoría de las construcciones políticas, pese a que eludan afrontarlo directamente. La supremacía del Estado tiene su mejor representante en Rousseau (v.), quien llega a decir que es necesario forzar a los insumisos a ser libres.
      La segunda cuestión hace referencia a la importancia de las condiciones materiales para el desarrollo de la I. política. Como se advierte, es el problema de si son más importantes las I. reales que las formales, o en otras palabras, de que la declaración legal no tiene valor si no le sigue una auténtica situación favorable a la I. política. Es necesaria -como decíamos- una justa ordenación económica para que el hombre pueda vivir como hombre; el orden económico actúa, pues, en servicio a la I. política. Lo mismo cabe decir de otras condiciones materiales, culturales, etc. Este valor de los elementos reales no implica, sin embargo, que la declaración legal pierda su importancia, por cuanto liga e instrumenta la actividad del Estado, que, por otra parte, si monopoliza el poder económico, se convierte en tiranizador de la I. política. Efectivamente, el marxismo, precisamente en la medida en que exalta el valor de las condiciones económicas y el peligro del Estado como instrumento que explota la clase dominante, tendría que aceptar, para ser coherente, que la situación a que han llegado el Estado ruso y sus satélites son susceptibles de la crítica al orden estatal hecha tradicionalmente por el marxismo, ya que tampoco proporcionan I. más que a quienes pertenecen a la clase dominante.
      La declaración de las I. políticas y la organización formal de las competencias no bastan, pero son necesarias para crear, precisamente, las condiciones de igualdad que hagan posible el ejercicio mayoritario de la I. política. Estimada una cierta planificación como un instrumento necesario para el desarrollo total del hombre, sólo con la participación responsable de todos se puede hacer posible un orden cada vez más justo y, por tanto, cada vez más libre, habida cuenta de que, hoy, los poderes públicos se ven obligados a intervenir con más frecuencia en materia social, económica y cultural para crear condiciones más favorables, «que ayuden con mayor eficacia a los ciudadanos y a los grupos en la búsqueda libre del bien completo del hombre» (Gaudium et spes, 75).
     
      V. t.: PARTICIPACIÓN II; COMUNIDAD POLITICA; ESTADO II; DERECHO DE ASOCIACIÓN; DERECHOS DEL HOMBRE; DERECHOS SOCIALES Y POLÍTICOS; IGUALDAD II-III; ORDEN II-III.
     
     

BIBL.: CH. BAY, La estructura de la libertad, Madrid 1961; R. ARON, Ensayos sobre las libertades, Madrid 1968; F. A. HAYER, Camino de servidumbre, Madrid 1946; C. J. FRIEDRICH, El hombre y el gobierno, Madrid 1968, 3' parte; G. BURDEAU, Les libertés politiques, París 1961; C. A. COLLIARD, Précis de droit public. Les libertés publiques, París 1950; L. TAPARELLI, Saggio teoretico di diritto naturale, 8 ed. Roma 1949; G. SÁNCHEZ VIAMONTE, La libertad y sus problemas, Buenos Aires 1961; C. M. LONDOÑO, Libertad y propiedad, Madrid 1965; M. IGLESIAS CUBRÍA, El derecho a la intimidad, Oviedo 1970.

 

D. SEVILLA ANDRÉS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991