Leyes Meramente Penales
 

En un sentido general, se llaman leyes penales las que infligen una pena por razón de la violación de otras leyes. En Teología moral, se entiende por ley meramente penal aquella que impone una pena al transgresor, siendo ésta obligatoria en conciencia, y no, en cambio, la misma ley. En este artículo se utilizan indistintamente los términos ley penal y ley meramente penal con este significado. Se diferencian de las leyes llamadas morales, que éstas obligan en conciencia a su cumplimiento sin que se conmine pena alguna, y de las leyes mixtas, en las que la obligación en conciencia abarca a lo preceptuado y, en su caso, a sufrir la pena.

Que toda ley entraña una cierta obligación es algo evidente. Pero así como no hay lugar a dudas cuando se trata de la ley natural (v. VII, 1) y de la ley divinopositiva (v. VII, 2-4) respecto a que su obligatoriedad es moral, la discusión se plantea en si hay leyes humanas (v. VII, 5) cuya fuerza vinculativa directa afecte solamente al orden jurídico y externo. La cuestión es importante, ya que se hallan en juego tanto problemas de carácter teórico, tales como la fuerza vinculante de la ley y las relaciones entre el orden jurídico y el moral, como de carácter práctico: la eficacia de la ley, la salvaguardia del orden social y la preocupación pastoral de no multiplicar las ocasiones de pecado.

En la Antigüedad no se habla de las leyes penales. En el s. XIII las Constituciones de los dominicos declaran que sus prescripciones no obligan bajo pecado, sino solamente a la pena señalada para el transgresor. En los siglos sucesivos esta doctrina fue ampliándose al terreno civil, siendo en el s. XIX, de signo francamente individualista, en el que la polémica conoció su mayor apogeo. En el s. XX, con el auge que la justicia social (v. JUSTICIA IV) va adquiriendo, cada vez es mayor el número de teólogos que se oponen abiertamente, unos a la posibilidad de su existencia, otros a la existencia de hecho. Pero, aunque cada vez son menos, todavía hay bastantes moralistas que sostienen que, junto a las leyes humanas que obligan en conciencia, existen otras que, siendo estrictamente jurídicas y propiamente leyes, el cumplimiento de sus prescripciones no entra en el terreno moral (leyes meramente penales).

l. Diversas concepciones. Dentro de la concepción tradicional católica no puede establecerse una separación total entre el orden jurídico y el moral (v. DERECHO Y MORAL), y así es doctrina común el que la ley lleva consigo, como efecto esencial e inseparable, una cierta obligatoriedad en conciencia. Las discrepancias surgen cuando se trata de concretar la materia sobre la que recae esa obligación moral, ya que junto a los que afirman que la obligatoriedad en conciencia es un efecto estrictamente formal de la ley, de tal forma que, puesto el precepto legal por el legislador, la vinculación ética es independiente de cualquier voluntad humana y recae sobre aquello que se ordena, hay otros que estiman que no es necesario que esa obligación recaiga en el objeto primario y absoluto -es decir, lo preceptuado-, sino que puede recaer en un objeto secundario y subsidiario, como es la pena establecida para él transgresor. Esta fue la opinión defendida por Suárez (cfr. De Legibus ac de Deo Legislatore, III, 22 y 27; V,3 y 4).

A partir de él, y para explicar la normatividad de estas leyes, los teólogos partidarios de las mismas han elaborado diversas teorías más o menos convincentes y que pueden reducirse a tres: la de la obligación moral alternativa o disyuntiva, la de la obligación moral condicionada y la de la obligación puramente jurídica. a) Según la teoría de la obligación moral disyuntiva, la ley obligaría de una manera inmediata y por su fuerza o a cumplir lo preceptuado o a sufrir la pena. La dificultad de esta teoría reside en lo absurdo de pensar que al legislador le sea indiferente que el súbdito cumpla lo preceptuado en orden al bien común (v.), o sufra la pena. b) Por eso es más corriente que recurran a la teoría de la obligación moral condicionada, según la cual la intención del legislador es que se cumpla de forma principal y absoluta lo preceptuado, pero con sólo obligación jurídica, y a la vez, de forma condicionada, que se sufra la pena con obligación moral. Esta explicación es la que agrupa a su favor el mayor número de partidarios. c) La teoría de la obligación puramente jurídica ha sido elaborada más recientemente por el moralista A. Vermeersch (v.). Llena de sutilezas jurídicas, no parece aportar ninguna solución positiva. No admite que la ley puramente penal pueda crear por sí misma, ni de forma subordinada, una obligación en conciencia. Tanto lo preceptuado como la pena queda en el plano jurídico; la ley humana tiende sólo a la creación de una obligación exclusivamente jurídica, con obligatoriedad también jurídica de acatar ante la autoridad humana la pena impuesta en su caso. Pena cuyo cumplimiento entraña una obligatoriedad moral que se deriva, no directamente del derecho positivo, sino del natural, ya que, supuesto que la autoridad es legítima, tendrá el súbdito, en última instancia, una obligación moral de someterse a la pena, no en virtud de tal ley, sino de la Ley divina.

2. Argumentos y críticas sobre su existencia. Los que argumentan en favor de la existencia de las leyes meramente penales parten de que el legislador puede creer que para la eficacia de la ley y la tutela del bien común es suficiente la coacción de la pena. Dicen que la mayoría -por no decir todos- de los legisladores civiles modernos se despreocupan del problema moral, y buscan la efectividad de los ordenamientos legales por medio de la coacción externa. Supuesto el intervencionismo del estado moderno que engendra una copiosísima legislación, no siempre de fácil catalogación desde el punto de vista de su legitimidad, también supondría una carga pesadísima para los súbditos la obligación de cumplir en conciencia todo lo legislado. Esta defensa de las leyes penales surge del deseo de unir dos cosas; por un lado, la preocupación pastoral de evitar muchas ocasiones de pecado (de aquí el no obligar en conciencia estas leyes) y, por otro, el querer proporcionar algún soporte a la eficacia de la ley (de aquí el obligar en conciencia el cumplimiento de la pena).

Los que niegan la existencia de las leyes penales arguyen que dejar a la voluntad del legislador la obligatoriedad o no de las leyes es caer en un positivismo (v.) moral. El legislador dicta lo que es conveniente para el bien común, y la obligación moral proviene de la ley natural, de la que la humana es una concreción y determinación. Así como el legislador no puede dejar de legislar lo que es necesario para el bien común, ni dictar leyes injustas, tampoco puede romper el vínculo que existe entre el contenido de la ley y su fuerza vinculativa moral. No es lógico -dicen- no urgir en conciencia lo principal, que es la ley, y obligar a lo secundario y accesorio, que es la pena. Solucionan la dificultad que supone la multiplicidad de leyes, diciendo que esas leyes o son justas, y entonces obligan en conciencia, o son injustas, y entonces no habrá que cumplirlas porque no son propiamente leyes. En los casos dudosos se podrá salir del paso recurriendo al probabilismo (v. MORAL III, 4) y a la epiqueya (v.), o interpretación benigna de la ley en un caso concreto, pero nunca se podría recurrir al concepto de ley meramente penal por carecer ésta de fundamento ético.

Afirman también que toda ley que lo sea en sentido estricto crea una vinculación directa en conciencia. Según estos autores, una gran parte de la crisis de autoridad y de la indisciplina social vigentes, sobre todo en algunos aspectos de la vida social (leyes tributarias, de tasas, etc.), se deben A la concepción de la ley meramente penal admitida y practicada ampliamente por los ciudadanos, a los que resulta muy difícil convencer de que, aunque la ley no obligue en conciencia, sí obliga la pena, y por esto, si pueden, eluden ambas. Por otra parte, los mismos autores no tienen inconveniente en admitir que, sobre todo en sociedades imperfectas, pueden darse normas directivas que carecen del carácter de verdaderas leyes -leyes imperfectas -y que solamente obligan en el fuero externo y a la correspondiente sanción penal. Es un hecho también que en el ámbito del derecho eclesiástico algunas órdenes religiosas posteriores a la de S. Domingo, y todas las Congregaciones modernas, expresamente declaran que su legislación interna no obliga bajo culpa moral, sino sólo a sufrir la sanción correspondiente. Pero, en cambio, en el actual Código de Derecho Canónico no existen leyes meramente penales.

3. Conclusiones. Para los moralistas defensores de la existencia de leyes penales, el problema práctico serio se plantea en el terreno de la legislación civil, ya que, al serles imposible afirmar que toda ley positiva civil es meramente penal, tienen que señalar criterios concretos de diferenciación entre las leyes obligatorias en conciencia y las leyes meramente penales.
Uno de ellos, el P. Zalba, resuelve la cuestión así: Han de considerarse leyes morales, u obligatorias en conciencia, aquellas cuyo contenido es de tal naturaleza que el legislador civil no puede razonablemente limitar su obligación, y aquellas que pretenden un fin imposible de obtener si no llevan aneja en su inobservancia el temor a la culpa. En cambio, pueden considerarse leyes penales -además de aquellas en las que se da una manifestación explícita o implícita del legislador en tal sentidolas que miran por el orden externo de la sociedad: las leyes de la circulación; las que tienen un objeto que puede obtenerse por el temor a la pena, p. ej., las leyes sobre aprovechamientos de montes, pastos, etc.; las que llevan aneja una pena de tal magnitud que es suficiente, en circunstancias normales, para conseguir el fin intentado, como las leyes fiscales; sin embargo, el mismo autor admite que no todas las leyes fiscales son penales (v. FRAUDE), y que ciertas leyes promulgadas para evitar males económicos, p. ej., restricciones en la exportación de oro o divisas, aun cuando su incumplimiento esté sancionado con serios castigos, han de considerarse obligatorias en conciencia, si es que se consideran de gran interés para la economía nacional; y, por último, son también leyes penales aquellas que la estimación común de los súbditos, incluso de los de conciencia delicada, consideran como no obligatorias en conciencia, ya que no sería equitativo -dice- el que unos pocos las cumplieran con gran incomodidad y sin utilidad eficaz para el bien común.

Esta distinción nos parece muy alambicada y sin gran utilidad práctica, e incluso vemos en ella contradicciones, ya que la ley penal se basa en que el miedo a la pena es suficiente para tutelar el bien común, y, por otra parte, se dice que no sería equitativo obligar a que unos pocos las cumplan en conciencia sin provecho para el bien común, con lo que se está suponiendo que la mayoría no las cumple ni siquiera por miedo a la pena. El mismo moralista se lamenta de que en España y países latinos en general la persuasión común se inclina con demasiada facilidad y demasiada generalidad a considerar todas las leyes civiles como penales. Por ello, esta cuestión tiene una importancia, para la regulación de la vida comunitaria, mucho mayor en los países en los que la conciencia moral se fundamenta en Dios que en aquellos en los que los preceptos que regulan la convivencia se consideran, en su mayor parte, originados en un mero poder civil, sin más valor que los de una ordenación externa. En los últimos, esa convivencia se basa sobre todo en el respeto y cumplimiento de las leyes positivas; en los primeros, si se rompe la relación entre las leyes y los valores religiosos -que en el fondo son los que verdaderamente pesanesas leyes pierden su valor más profundo, y son despreciadas en la práctica.

Nos parece que esta situación será difícilmente superada mientras subsista prácticamente el concepto de ley penal y mientras los moralistas no lleguen a elaborar una doctrina común en un punto tan vital e importante. Las repercusiones no afectan sólo a la moral social, sino también a problemas, como los de la circulación (v.), que van adquiriendo cada día dimensiones a veces trágicas. El incumplimiento de las leyes del tráfico refleja en algunas ocasiones un trasfondo de laxismo moral, achacable en buena parte a la consideración meramente penal de estas leyes, sin tener en cuenta la responsabilidad de respetar en conciencia -ante Dios- esas leyes que protegen la vida propia y del prójimo (cfr. I. M. Hernández de Garnica, o. c. en bibl., 26).

V. t.: CULPABILIDAD; LEGALISMO; ÉTICA Y MORAL; MORAL; OMISIÓN, PECADOS DE; PENA; RESTITUCIÓN,


J. M. SOLOZÁBAL BARRENA.
 

BIBL.: J. M. AUBERT, Ley de Dios, leyes de los hombres, Barcelona 1969, 262-267; A. Royo MARÍN, Teología moral para seglares, 1, 3 ed. Madrid 1964, 122-129; M. ZALBA, Theologiae Moralis Compendium, 1, Madrid 1958, 255-262; S. CASTILLO, La ley meramente penal, «Ciencia Tomista» 64 (1945) 26 ss.; A. DEL PORTILLO, Morale e Diritto, «Seminarium» 3 (1971) 732-741; J. M. HERNÁNDEZ DE GARNICA, En torno a una revisión de la teoría de las leyes meramente penales, Madrid 1954; A. LUNA, Moral profesional del abogado, en Moral Profesional, Madrid 1954, 270-283; A. E. MAÑARICUA, La obligatoriedad de la ley penal en Alfonso de Castro, «Rev. Española de Derecho Canónico» 4 (1949) 35-64; A. MORAA, Suárez y las leyes meramente penales, ib. 5 (1950) 503-599; R. SOTILLO, La obligatoriedad de las leyes civiles en conciencia, Ib. 2 (1947) 767-779; J. M. TONNEAU, Les lois purement

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991