Ley de Cristo
 

En Cristo la historia de la salvación (v.) llega a su culmen. En El la vida nueva y escatológica ha sido instaurada, y los hombres conocen el destino al que Dios les llama. La ordenación definitiva de las relaciones entre Dios y los hombres, y, por tanto, de los hombres entre sí y con el mundo, ha quedado plenamente desvelada, y desde ese mismo momento no sólo anunciada sino comunicada, hecho posible en la gracia (v.).- Cuando se habla de ley de Cristo se evoca toda esa realidad; de modo que en el lenguaje teológico -y esto sucede no sólo al hablar de la ley de Cristo sino también, especialmente en la Patrística y en la Escolástica medieval, al hablar de la ley antigua o mosaica, e incluso de la misma ley natural- la palabra ley se emplea frecuentemente dándole una gran amplitud, ya que se usa para designar toda una economía, estructuración o realización de las relaciones entre el hombre y Dios. El recurso al término ley para referirse a esa realidad no es arbitrario, ya que se pretende precisamente indicar que esas relaciones son estables -en el caso de la economía cristiana, definitivas-, y que existe un principio o norma que las regula' y determina. Es obvio que ese sentido amplio de la palabra ley no excluye su sentido limitado en cuanto norma moral o jurídica que rige el comportamiento humano, sino que, al contrario, lo implica y fundamenta. Es este segundo significado el que aquí nos ocupa directamente, aunque tenemos presente el primero: la finalidad de este estudio es analizar el lugar que la ley, en el sentido jurídico-moral de la palabra, tiene en el conjunto del existir cristiano. Para ello, y dado que la historia de la Revelación (v.) se estructura en dos etapas fundamentales -la israelítica y la cristiana, la antigua y la nueva, la preparatoria y la definitiva-, seguiremos un orden en parte histórico: analizando en primer lugar la actitud de Jesucristo frente a la Ley antigua, para exponer después le Ley nueva, es decir, la ley que Cristo instaura, revela y promulga.

l. Actitud de Cristo ante la Ley antigua. Las narraciones evangélicas nos dicen que Cristo se sometió a la ley mosaica (v. VIII, 3), viviendo según sus prescripciones y participando en la vida de su pueblo de acuerdo con los usos y actuaciones que dicha ley establecía (cfr. Mt 1,21; 6,56; Le 2,41; 17,14; 22,15; Mt 17,24). Nos dicen a la vez que se enfrentó tajantemente con el modo que era vivida e interpretada esa Ley por algunos de los ambientes judaicos, y en especial fariseos, de su tiempo, a los que reprocha: a) el legalismo en que han caído, al atribuir la primacía al comportamiento exterior menospreciando las disposiciones interiores (Mt 15,1l.18-19; 23,25, etc.); b) la consiguiente tendencia a ampliar los preceptos, hasta hacerlos de una complejidad agobiante (Mt 23,23); c) la creencia de que el cumplimiento de la ley permite adoptar una actitud orgullosa frente a Dios, olvidando que la posición propia del hombre es la de la acción de gracias y la petición de perdón (Le 18,9 ss.); d) la consiguiente consideración del cumplimiento de la ley como un motivo de vanidad y de exhibición (Mt 5,24; 6,2; 15,3-11).

Puede, pues, decirse que Cristo ordena su predicación a purificar la Ley, liberándola de aquellas «tradiciones de los antiguos» que la deformaban (Me 7,8). Nos quedaríamos muy cortos, sin embargo, si nos limitáramos a afirmar eso, ya que Cristo va mucho más allá, y no sólo declara abiertamente que su venida supera la Ley mosaica, sino que, de hecho, obra como un nuevo legislador: no se limita a interpretar la Ley, sino que la corrige y la cambia con autoridad (Mt 5,21-22.27-20; 33-34.38-39.43-44; 7,29; Le 16,16). Sería erróneo, sin embargo, ver en ello un signo de un anti-nomismo radical, es decir, de una depreciación absoluta de la ley. Nada más lejos de la actitud y del pensamiento de Jesucristo, que alaba expresamente a la Ley mosaica en cuanto don hecho por Dios al pueblo que había escogido, reconociendo así lo bien fundado de la piedad judaica hacia la Torah, y que, si se contrapone al A. T., no es para negarlo, sino para cumplirlo. La perspectiva adecuada para interpretar la actitud de Jesús ante la Ley es la de los vaticinios proféticos que habían anunciado una nueva Alianza (v.), en la que sería promulgada una Ley más perfecta que la mosaica (ler 31,13-34; Ez 36,26 ss.). Es eso lo que acontece en Jesús: manifiesta, con autoridad y de modo absoluto, la voluntad escatológica -definitiva- de Dios, voluntad que estaba preanunciada en la Ley mosaica, que había sido en parte deformada y empequeñecida por los hombres, y que, en cualquier caso, aguardaba su revelación en plenitud. De ahí la continuidad-superación que cabe observar entre la Ley antigua y la nueva economía: continuidad, porque ambas están presididas por la revelación del amor divino y el ideal ético-religioso de la fidelidad al Dios que se revela; superación, porque en el N. T. se opera una radicalización de esas perspectivas yendo más allá de lo explícitamente dicho en la antigua Ley.
Así está afirmado con claridad en el texto programático contenido al inicio del Sermón de la Montaña; será, pues, útil citarlo por entero: «No penséis que he venido a abrogar la Ley o los profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla. Porque en verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que falte una jota o un tilde de la Ley hasta que todo se cumpla. Si, pues, alguno descuidase uno de esos preceptos menores y enseñare así a los hombres, será tenido por el menor en el Reino de los cielos; pero el que practicare y enseñare, éste será tenido por grande en el Reino de los cielos. Porque os digo que si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 5,17-20). En resumen, de una parte, la Ley queda reafirmada en cuanto expresión de la voluntad de Dios; de otra, es cumplida, es decir, llevada a la plenitud o perfección a que Dios la destinaba.
Analicemos con más detalle lo que esto implica:
a) Jesús enseña con claridad que en la Ley existe una gradación de preceptos, de modo que corresponde la primacía a los que afectan a la actitud interior (Mt 23,2328). Por eso reprende duramente a los fariseos que, quedándose en la pura literalidad, en lo exterior, llegan incluso a olvidar el núcleo de la Ley (cfr. Me 2,23-28; Mt 15,1020). Con estas palabras, Cristo no desprecia la acción exterior, lo que implicaría caer en una moral desencarnada, hecha de meras «buenas intenciones», sino que., al contrario, la reafirma retrotrayéndola a su núcleo radical, la voluntad: la acción que la Ley preceptóa debe ser realizada como expresión, manifestación y consecuencia de una actitud de fondo, de modo que sólo se cumple la Ley cuando se obra a partir de esa actitud.
b) Frente a una moralidad del mero obrar, Jesús afirma, pues, una moralidad del ser o, más exactamente, del obrar como expresión del ser. El centro de la personalidad moral es el corazón (Mc 7,6; 7,18 ss.; Mt 5,8; 5,28; 6,20); las normas han de interpretarse, por consiguiente, en un sentido espiritual: no como la imposición de un comportamiento exterior, sino como exigencia de un cambio de espíritu. Jesús repudia toda actitud inauténtica, todo obrar que no salga de dentro; exige que el obrar sea expresión de una disposición del corazón. Y la disposición que reclama es radical: la decisión de cumplir la Voluntad de Dios sin compromisos, sin ninguna atenuación (Le 16, 16); hay que superar la idea de un límite de estricta justicia e ir más allá, como inculca fuertemente el Sermón de la Montaña, a través de las diversas antítesis en que se estructura y que culminan en su frase final: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). En otras palabras, lo que se deriva de la predicación de Cristo no es la supresión de la Ley, sino su más profunda radicalización.
c) Todo ello está íntimamente relacionado con las perspectivas de fondo sobre la historia de la salvación que Jesucristo revela: la ordenación del hombre a Dios. Completando la esperanza veterotestamentaria, y corrigiendo las expectativas teocrático-políticas de diversos sectores de Israel, Cristo enseña que la liberación y los dones que Dios promete como constitutivos de su Reino (v. REINO DE DIOS) no son la liberación de enemigos terrenos (los opresores extranjeros) ni dones temporales (una prosperidad meramente material y política), sino la liberación del pecado y la entrada en la amistad con Dios. Las relaciones con Dios no pueden ser consideradas -y aquí está la raíz del error farisaico- como relaciones de mera justicia (do ut des), sino de amor; la ley, en cuanto elenco de preceptos o prescripciones, no es, pues, un código cerrado destinado a producir una sensación de seguridad o a garantizar una prosperidad terrena, sino una explicitación de los comportamientos congruentes con el dinamismo del amor que debe inspirar y mover el corazón.
Tal es, en última instancia, el contexto que nos permite captar con su pleno sentido la palabra más radical pronunciada por Jesús con respecto a la Ley: su reducción al doble precepto del amor: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley 1:1 (Jesús) le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,36-40; cfr. Me 12,2834; Le 10,25-37).

2. Ley moral y Ley Nueva. La consideración de la actitud de Jesucristo ante la Ley mosaica nos hace conocer, al menos en parte, su actitud ante la ley en general, y, por tanto, el sentido que debe darse a ésta. Es necesario, sin embargo, plantearse de manera más directa el tema: ¿qué lugar ocupa en la economía cristiana esa realidad a la que designamos con el nombre de ley moral?
Un dato se impone desde el principio: la pervivencia de una ley moral en el interior de la economía cristiana. Cristo, como acabamos de ver, no declara derogados los preceptos morales incluidos en la Ley mosaica (v. VII, 3), sino que los confirma, a la vez que restaura su auténtico sentido y los lleva a cumplimiento; habla, además, de sus preceptos o mandamientos, es decir, de los dados por 1;1 mismo (lo 13,34; 14,15.21; 15,12-19). En la predicación apostólica la dimensión parenética o exhortativa ocupa una extensión considerable, y está hecha, no sólo de la proclamación de una actitud general ante la vida, sino de enseñanzas morales concretas y determinadas: en ocasiones remitiendo a la Antigua Ley (p. ej., Rom 13,8-10); otras invocando el ejemplo de Cristo (Philp 2,5; 1 Pet 2,21; cfr. Me 10,43-45) o sus declaraciones expresas (1 Cor 7,1, que remite a Mt 19,3-9); otras resolviendo problemas concretos que surgen en la comunidad cristiana a la luz de lo que la revelación de Cristo enseña sobre el ser de las cosas (cfr. 1 Cor 14,1-23); otras, finalmente, reconociendo la validez de las instituciones humanas naturales (cfr. 1 Cor 13,1-7; 1 Pet 2,13-3,7), la existencia de una ley impresa por Dios en la propia naturaleza humana (cfr. Rom 2, 12-15).
Hay, pues, como dice S. Pablo, una ley de Cristo (1 Cor 9,21), ya que, como define el Concilio tridentino, Cristo ha sido dado a los hombres no sólo como Redentor, en quien confiar, sino como legislador, a quien obedecer (Denz.Sch. 1571; cfr. Denz.Sch. 1536-1539). Ahora bien, ¿cuál es el sentido preciso de la existencia de esa ley?, puesto que tampoco se puede olvidar otro dato: que el tema de la ley tiene en la predicación cristiana y apostólica un relieve muy distinto al que tenía -en el A. T. Si bien esa predicación engloba preceptos morales, lo que constituye su centro no son esos preceptos, sino el anuncio, buena nueva, del advenimiento del Reino de Dios que se realiza en Cristo, de modo que frente a ese anuncio todo lo demás pasa a segundo plano, y si es mantenido, lo es con relación a esa verdad central, e interpretado, valorado, fundamentado y juzgado a partir de ahí. ¿Qué sucede, pues, en ese contexto con esa realidad a la que llamamos ley moral?
El problema puede parecer aún más complejo si tenemos presente que S. Pablo, al enumerar las ataduras de las que Cristo nos ha liberado al vencer al pecado, menciona expresamente a la Ley; «¿Ignoráis, hermanos -hablo a los que saben de leyes-, que la ley domina al hombre todo el tiempo que éste vive? Por tanto, la mujer casada está ligada al marido mientras éste vive; pero, muerto el marido, queda desligada de la ley del marido... Así que, hermanos míos, vosotros habéis muerto también a la Ley por el cuerpo de Cristo, para ser de otro que resucitó de entre los muertos, a fin de que deis frutos para Dios. Pues cuando estábamos en la carne, las pasiones de los pecados, vigorizadas por la Ley, obraban en nuestros miembros y daban frutos de muerte; mas ahora, desligados de la Ley, estamos muertos a lo que nos sujetaba, de manera que sirvamos en espíritu nuevo, no en letra vieja» (Rom 7,1-6).
¿Qué sentido tienen estas palabras de S. Pablo? Para percibirlo con claridad, es necesario tener presente algunas coordenadas de su pensamiento:
a) La Ley no nos justifica frente a Dios. La Ley mosaica -que es la que S. Pablo tiene presente- consistía en una serie de prescripciones que regulaban la vida del israelita tanto en sus aspectos morales como en los cultuales y cívicos (v. VII, 3). Como toda promulgación de unas normas de conducta, la Ley mosaica es algo que, por sí solo, no es capaz de vivificar: da el conocimiento de lo que se debe hacer, pero no la fuerza para cumplir lo conocido. De ahí -y éste es el núcleo de la argumentación paulina frente a la concepción que suele calificarse como fariseaque la Ley no pueda ser considerada como algo que nos justifica frente a Dios, sino que, al contrario, nos debe impulsar a acudir a r_l pidiéndole las fuerzas para poder cumplirla. En otras palabras, la justificación (v. I) no deriva de unas obras supuestamente realizadas con independencia de Dios, sino de la fe, es decir, del reconocimiento de nuestra impotencia separados de Dios y de la consiguiente apertura a su gracia en virtud de la cual se nos hace posible realizar el bien que conocemos. La Ley mosaica, y, en general, toda ley, tiene por eso un aspecto que puede ser calificado de condenatorio; ya que aumenta nuestra responsabilidad al hacernos conocer mejor lo que debemos hacer y nos mueve así a confesarnos como reos ante Dios y necesitados de su misericordia (cfr. Rom 7,7-11; para la exégesis y profundización en estos textos paulinos, sigue siendo imprescindible el comentario de S. Agustín, especialmente, De spiritu et littera, n. 6-7).

b) La Ley mosaica como ley preparatoria. Esas perspectivas son desarrolladas por S. Pablo teniendo presente las etapas de la historia de la salvación (v.), es decir, en el marco de la distinción entre la antigua y la nueva economía. En el A. T., ese carácter de toda ley al que hemos calificado de condenatorio tiene un relieve predominante: es la época durante la que se preparaba la venida del Salvador, y era, por tanto, oportuno que los hombres hicieran la experiencia de su necesidad de ser salvados. Permitió Dios por eso que todas las cosas se reunieran bajo el pecado, para que los hombres, reconociéndose pecadores y necesitados de Dios, pudieran ser salvados en Cristo Jesús (cfr. Rom 1-3). En el N. T., en la economía inaugurada por Cristo, la perspectiva cambia; la salvación está ya dada, el Salvador ha venido. El tema del pecado continúa presente en la predicación -ya que, aunque derrotado, el pecado aún no ha desaparecido del todo-, pero es como un telón de fondo sobre el que resalta la figura del Redentor. La experiencia fundamental del cristiano no es la del pecado, sino la de la gracia, de la que debe vivir y a la que debe conformarse; y con la que puede obtener la victoria, de modo que cuando habla del pecado es para reafirmar de nuevo la gracia y, con ella, la seguridad de la esperanza (cfr. 2 Cor 12,9; Rom 5 ss.).

c) La verdadera libertad del cristiano. La situación del cristiano es la de alguien que ha recibido el don del Espíritu Santo, es decir, que tiene en él un principio de vida destinado a durar, ya que es vida eterna (cfr. Rom 6,23; lo 17,3; 1 lo 5,20); y que puede y debe mirar, por tanto, al mundo y a todo cuanto existe con seguridad, con alegría, con esperanza. En ese sentido ha sido liberado de todo lo que signifique incertidumbre y temor, sometimiento a poderes ocultos e insuperables, desconocimiento del sentido radical de las cosas, angustia. Ya no es esclavo, sino libre, puesto que puede moverse con confianza, sabiendo que el universo entero está sujeto al poder de un Dios que mira con amor a los hombres. Ciertamente el israelita conocía ya ese amor divino -y por eso la piedad de los mejores israelitas anticipa la cristiana-, pero en la medida en que no lo conocía con plenitud era aún temeroso, y su situación se asemejaba, en cierto modo, a la de quien no está en condiciones de moverse con absoluta libertad y confianza, es decir, a la del esclavo; el cristiano, en cambio, que vive en la plenitud de los tiempos, ha conocido plenamente la hondura del amor de Dios hacia los hombres y la riqueza de los dones que de ese amor derivan; es, por tanto, libre de manera radical. «Mientras el heredero es menor, siendo el dueño de todo, no difiere del siervo, sino que está bajo tutores y curadores hasta la fecha señalada por el padre. De igual modo nosotros: mientras fuimos niños vivíamos en servidumbre, bajo los elementos del mundo; mas al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para que recibiésemos la adopción (de hijos de Dios). Y por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba, Padre! De manera que ya no es siervo, sino hijo, y si hijo, heredero por la gracia de Dios» (Gal 4,1-7; cfr. Rom 8,15).

d) La Ley como expresión de la voluntad de Dios. Esa alegría y esa libertad revierten, como es lógico, también sobre la actitud ante la ley, ante los imperativos éticos. No sólo es superada la consideración de la ley en cuanto ayo o pedagogo que, al revelarnos el pecado, nos conducía hacia Cristo (cfr. Gal 3,23-28), ya que, como decíamos, la experiencia del pecado es superada por la de la gracia; sino también en cuanto norma que impone desde el exterior una conducta. Y eso, no porque desaparezcan los imperativos éticos (al predicar la libertad cristiana los Apóstoles sienten la necesidad de precaver frente a esa mala interpretación de su mensaje que consistiría en pensar que el cristiano, liberado por Cristo, no tiene por qué someterse a ninguna norma, y puede, por tanto, obrar a capricho: cfr. 1 Pet; 2,16; Rom 6,15; 1 Cor 16,12, etc.), sino porque se descubre su íntimo sentido: el cristiano, que vive de Cristo, ve en la ley, en cuanto expresión de la voluntad divina, una luz o conocimiento que le ayuda a manifestar en las obras la vida que está en él, encaminándose de esa forma hacia la plena manifestación de esa vida en los cielos, es decir, después de la muerte.

3. La Ley evangélica, ley de gracia y de libertad. Llegados a esta conclusión, precisemos su alcance, analizando el sentido de la Ley Nueva en cuanto ley moral, o, lo que es parte equivalente, la naturaleza y características de la ley moral que la Revelación de las relaciones entre el hombre y Dios, instauradas por la gracia, nos hacen descubrir.
La perspectiva última que se nos revela es precisamente la del hombre como ser ordenado a Dios, más aún, llamado a la intimidad con El, dañado por el pecado y restituido por Cristo a la amistad divina. En otras palabras, Dios Creador, que comunica a todo cuanto existe el ser, y Dios Salvador, que eleva al hombre por la gracia, liberándolo del pecado en que había caído; Dios -dicho con una terminología filosófica técnica- causa primera, tanto en el orden del ser, como en el de la gracia; y, por tanto, no un poder extraño al hombre que, cuando influye en él, lo hace destruyendo o coartando su libertad, sino un Creador presente en el interior mismo del hombre por su potencia y causalidad creadoras (intimius intimo meo, más íntimo a mí que yo mismo, como dice S. Agustín en las Confesiones), de modo que su acción no aniquila el ser y la libertad humanas, sino que, al contrario, las posibilita y hace existir (v. LIBERTAD II).
Dios Creador y Salvador es también Providente: habiendo creado el mundo lo conduce hacia la culminación a que lo ha destinado, y lo hace sin destruir, sino, al contrario, realizando la naturaleza de cada ser. Es propio del hombre, dotado de inteligencia y voluntad, persona, ser conducido no pasivamente, sino activamente, es decir, conducirse a sí mismo mediante su propia inteligencia y voluntad y, para eso, interiorizar en su propia voluntad la voluntad divina y, a partir de ahí, regir toda su actividad. La noción de obediencia a Dios, o, empleando una expresión que recoge más plenamente las perspectivas de la economía cristiana, la de docilidad al Espíritu Santo (v.), presente con su gracia en el alma, ocupa así un puesto central en el vivir humano.
La actitud adecuada al hombre es, en otras palabras, saberse en las manos de Dios, y de un Dios que ama a los seres que ha creado y, por tanto, centrar su vida en la identificación con la voluntad divina, ya que es ahí donde está su verdad, felicidad y perfección. Surge así una pregunta crucial: ¿cómo manifiesta Dios al hombre su voluntad, su querer para con él? El tema ha sido ampliamente estudiado por la Teología, analizando los llamados signos de la Voluntad divina (v. VOLUNTAD DE DIOS), entre los que -y éste es el punto que nos interesa ahorala ley ocupa un lugar de primer plano: es decir, Dios da a conocer su voluntad a los hombres no sólo mediante inspiraciones o iluminaciones personales, momentáneas y aisladas, sino mediante la promulgación de preceptos que enuncian en términos universales la obligación o prohibición de un comportamiento, en cuanto inadecuado al ser del hombre y a su vocación divina. Desconocer este punto ha sido precisamente el error de la ética de situación (v.) y de ahí el subjetivismo moral a que, independientemente de cuales fueran las intenciones de sus propugnadores, se ha visto abocada.
La necesidad de una ley moral (v. II) se explica por diversas razones: la naturaleza del conocimiento humano, que procede por vía abstractiva y que conoce, por tanto, lo abstracto en lo concreto y lo concreto en lo abstracto; la situación peregrinante del cristiano (status viatoris), al que le han sido comunicados los bienes salvíficos, pero no aún en plenitud, y que camina, por tanto, bajo el régimen de la fe y no de la visión (1 Cor 13,9-13); la realidad del pecado, que daña la inteligencia humana y dificulta el descubrimiento de la verdad, haciendo así más necesario que ésta le llegue por vía de autoridad; la elevación al fin sobrenatural (v.), que sitúa al hombre en una perspectiva que trasciende las fuerzas naturales y hace, por tanto, necesario que Dios le revele los conocimientos ordenados al destino sobrenatural al que ha sido llamado; la condición social del hombre, al que le es propio vivir en comunicación con sus semejantes y recibir de ellos luz, ayuda e impulso, en una palabra, ser enseñado; etc.
Es el amor de Dios hacia el hombre, la decisión divina de facilitarnos los medios salvíficos, lo que explica la existencia de la ley moral, que tiene así sentido de auxilio o ayuda. Dios -como ha dicho S. Tomás de Aquino, resumiendo con la capacidad de síntesis que le caracteriza diversas fórmulas agustinianas- ayuda al hombre en su caminar hacia la eternidad, «dirigiéndole mediante la ley y ayudándole con la gracia» (Sum. Th. 1-2 q90 pról.). La ley, los imperativos éticos, no son, pues, una norma (v.) de actuar que se impone al hombre arbitrariamente, cercenando así su libertad, sino una expresión del querer de ese Dios que es fuente de su ser y de su vida, algo, por tanto, que hace posible que el hombre encuentre su plenitud y perfección, y que debe ser obedecido no por temor, sino por convencimiento, según conciencia, como dice S. Pablo (Rom 13,5). La Ley evangélica es por eso «ley de perfecta libertad» (lac 2,12), ya que da a conocer al hombre aquel bien a que su corazón, movido por la gracia, ya aspiraba; y por eso, ley de espontaneidad, puesto que su cumplimiento es el cumplimiento fiel y alegre de aquello que se ama (cfr. S. Tomás de Aquino, Summa contra gentes, l.4, c. 22; J. Escrivá de Balaguer, Homilía Las riquezas de la fe, Madrid 1971; V. t. CONCIENCIA).
Ley y gracia se entrelazan así íntimamente en la economía cristiana: la primera nos da a conocer el bien, la segunda nos da el realizarlo de hecho. Por eso -recurriendo de nuevo a Tomás de Aquino- si bien la Ley nueva «consiste principalmente en la misma gracia del Espíritu Santo, que se da por la fe en Cristo», «incluye también ciertos preceptos en cuanto dispositivos para recibir la gracia del Espíritu Santo o pertenecientes al uso de la misma, y que son como secundarios en la ley nueva. Sobre ellos, tanto por lo que se refiere a lo que se ha de creer, como a lo que se ha de obrar, ha sido necesario que fueran instruidos los creyentes en Cristo, tanto de palabra como por escrito» (Sum. Th. 1-2 g106 al). En otras palabras, los imperativos éticos son reconocidos por el cristiano como la canalización de los deseos de acción que la propia gracia pone en el corazón. La libertad cristiana no consiste en la negación de la ley divina, sino, al contrario, en la alegría que se deriva de la afirmación de la posibilidad de su cumplimiento; en la seguridad, otorgada al cristiano por la gracia, de que podemos amar a todo y a todos con la hondura y la radicalidad con que Cristo mismo nos ha amado (cfr. lo 13,34; 15,12-13; 1 lo 2,7-11).

4. La ley de Cristo y el precepto de la caridad. La referencia que acabamos de hacer a la caridad (v.), al amor, no es marginal, sino que está esencialmente implicada en todas las consideraciones anteriores. Tan erróneo es, en efecto, negar la existencia de una ley moral hecha de preceptos universales, como concebir esa ley como subsistente por sí misma en un mundo impersonal. Debemos, pues, completar esta exposición analizando, aunque sea brevemente, dos temas:

a) La caridad es la perfección o culminación de la Ley, y eso no en el sentido de que sea su precepto más elevado, sino en el de que informa e incluye a los otros. El precepto de la caridad, el amor, no es un precepto absolutamente idéntico a los otros, sino, por así decirlo, el precepto de los preceptos. S. Tomás de Aquino distingue en este sentido entre el fin intentado por el precepto y el contenido formal del mismo: cada precepto impera un determinado comportamiento, pero ese comportamiento no debe ser valorado sólo abstractamente, sino por relación al fin al que se ordena, que, en última instancia, no es otro que la caridad (cfr. Sum. Th. 2-2 q23 a8; q44 a6). Los preceptos, en suma, no se encaminan a una ética del deber por el deber, sino que se sitúan en el interior de un diálogo interpersonal de los hombres con Dios y entre sí, inspirado e informado por el amor.
Lo que, a la inversa, implica que el amor, la caridad, se manifiesta a través del cumplimiento de los preceptos: el amor es el impulso que lleva a cumplir la ley. Cuando S. Pablo escribe que la caridad es «el vínculo de la perfección» (Col 3,14), o que «el fin del anuncio evangélico es la caridad proveniente de un corazón sincero, de una conciencia buena y de una fe sincera» (1 Tim 1,5), no quiere indicar que haya un solo precepto, la caridad, sino que todos los demás preceptos y normas son manifestación y expresión de la caridad: «No estéis en deuda con nadie, sino amaos los unos a los otros, porque quien ama al prójimo ha cumplido la Ley. Pues no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y cualquier otro precepto, en esta sentencia se resume: Amarás al prójimo como a ti mismo. El amor no obra el mal del prójimo, pues el amor es la plenitud de la Ley». (Rom 13,8-10; cfr. 1 Cor 13,4-7; Gal 5,16-26). Es decir, si alguien ama, su amor será activo y le llevará a poner por obra todas aquellas acciones en las que se manifiesta el amor, a elegir aquellos comportamientos que sintonizan con el amor. Como resumía S. Agustín en frase universalmente citada: ama, et fac quod vis, ama y haz lo que quieras (In Epistulam Ioannis, 7,8), porque querrás aquello que es congruente con el amor.

b) Distinción entre preceptos y consejos. Precisamente porque la ley entera está inspirada en el amor, los preceptos no deben ser vistos como límite de lo permitido y de lo prohibido, según una actitud minimalista, sino como indicación de las manifestaciones que concuerdan con un espíritu que en sí no admite limitación. La actitud minimalista -hacer sólo lo estrictamente obligatorio y permitirse todo lo no expresamente prohibido- quebranta la Ley porque vulnera el fin de todo precepto: el amor. No es que haya obligación de hacer en cada momento lo más perfecto -pretensión imposible al hombre herido por el pecado-, sino que si alguien excluye por principio la tendencia a lo perfecto, se aparta de la voluntad de Dios, ya que lo que se pide al cristiano es precisamente la disponibilidad de amar con la misma radicalidad con que Dios nos ha amado.
Esta realidad, a nivel de la misma formulación de la ley, puede expresarse mediante la distinción entre preceptos y consejos, es decir, afirmando que la Ley evangélica, en lo que tiene de norma moral, se caracteriza porque además de los preceptos o indicaciones de lo indispensable (en cuanto absolutamente incompatible por su naturaleza con el amor) propone consejos o realizaciones más perfectas del amor que excitan nuestra libertad (v.) y nuestra capacidad de entrega, llevándola así hasta la plena disponibilidad. (Para una mayor explicitación de este tema, y distinguir entre este sentido originario de la expresión consejo evangélico y otros significados que ha tomado históricamente, al haber sido vinculada al concepto de estado religioso, v. CONSEJOS EVANGÉLICOS.)

5. Conclusión. Podemos, a modo de conclusión, establecer los siguientes puntos:

a) La Ley evangélica o Ley de Cristo es una ley sobrenatural que se dirige al hombre llamado a la visión de Dios y a la comunidad de los santos tal y como se realizará en la otra vida. Supone la introducción en el hombre de una vida -la vida de Dios-, que se manifiesta en un comportamiento que trasciende lo humano; su fin es hacer al hombre partícipe de la naturaleza divina; su motor es la gracia del Espíritu Santo comunicado por Cristo.

b) Es una ley definitiva, en cuanto que la economía actual se basa en el orden definitivo querido por Dios. Cristo ha realizado la Redención (v.) e instaurado los tiempos escatológicos (v. ESCATOLOGÍA), de manera que lo que actualmente acontece es la manifestación de lo que Cristo nos ha conseguido ya. Hasta que llegue el momento de la manifestación en plenitud de esa victoria de Cristo -la Parusía (v.) o segunda venida de jesúsel orden vigente no será superado; cuando eso acontezca, se revelará en todo su esplendor lo que Cristo glorificado ya posee y se nos anticipa en la gracia.

c) La Ley nueva es ante todo una ley interior, un impulso hacia el bien, consecuencia de la inhabitación en el cristiano del Espíritu Santo. Es también, y en dependencia de esa gracia, ley exterior: norma promulgada y universal con la que Dios ayuda al cristiano para que conozca ese bien que quiere hacer. Es, por tanto, ley de libertad, ya que el cumplimiento nace de una actitud de amor que ha de estar radicada en el corazón.

d) La Ley de Cristo lleva al cristiano a trascenderse a sí mismo, a salirse de su egoísmo y a vivir según la caridad, que no conoce límites en su capacidad de crecimiento, confiando en la palabra divina que le ha anunciado la salvación y prometido la gracia como anticipo de la gloria. Eso supone la experiencia de la renuncia y la entrega, o sea, la presencia de la Cruz, en la que toda la vida cristiana encuentra su sentido como camino hacia la Resurrección. En otras palabras, supone que el cristiano es asumido en el orden de la existencia de Cristo, participando en su destino, para así, bajo la acción del Espíritu Santo, llegar a Dios Padre.

V. t.: JESUCRISTO II; MORAL II; CARIDAD II y III; CRISTIANISMO, 1-4; BIENAVENTURANZAS; CONSEJOS EVANGÉLICOS; MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA.


L. ILLANES MAESTRE.
 

BIBL.: S. AGUSTÍN, De spiritu et littera; S. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, 1-2 8106-108; R. SCHNACKENBURG, El testimonio moral del Nuevo Testamento, Madrid 1965; C. SPIcQ, Teología moral del Nuevo Testamento, II, Pamplona 1972; A. M. DI MONDA, La legge nuova della libertó secondo S. Tommasso, Nápoles 1954; E. HAMEL, Lo¡ naturelle et Lo¡ du Christ, Brujas 1964; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1966; l. M. AUBERT, Ley dé Dios, leyes de los hombres, Barcelona 1969, 164-185; G. SALET, La lo¡ dans nos coeurs, «Nouvelle Rev. Théologique» (1957) 449-462; 561-578; P. DEMAN, Moise et la lo¡ dans la pensée de St. Paul, «Cahiers sionniens» (1954) 189-242; S. LYONNET, Liberté chrétienne et lo¡ nouvelle, París 1953;fD, Liberté chrétienne et loI de 1'Esprit, Roma 1954.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991