LEÓN X, PAPA
l. Primeros años de su vida. Juan de Médicis fue el segundo de los hijos de
Lorenzo el Magnífico y de Clarisa Orsini. N. en Florencia el 11 dic. 1475, su
padre le destinó a la Iglesia, mientras al primogénito, Pedro, se le reservaba
la jefatura de la poderosa familia y el gobierno de la ciudad. Pese a estos
planes de Lorenzo, sobre Juan acabarían acumulándose todas las dignidades
temporales y eclesiásticas, de modo que pocos hombres en la historia han
concentrado en su persona tanta fortuna y tanto poder como el primero de los
Papas Médicis (V. MÉDICI, FAMILIA). Recibida la tonsura a los siete años, se le
creó cardenal el 9 mar. 1489, cuando solamente contaba 13 de edad. Su poderoso
padre consiguió también para él los mejores maestros de la época -Angelo
Poliziano, Marsilio Ficino, Bernardo Bibbiena- y le envió a las mejores
universidades; al marchar a Roma, en marzo de 1492, para recibir las insignias
cardenalicias, el joven prelado recibió de Lorenzo el Magnífico una larga carta
que ha quedado como uno de los monumentos de conocimiento del mundo, sabia
pedagogía y acertados consejos, más representativos de aquella época.
Lorenzo murió en abril de 1492, con cuyo motivo regresa Juan a Florencia
desde Roma; salvo en el breve periodo del cónclave que eligió a Alejandro VI
(v.), Juan no se mueve ya de su ciudad natal hasta que, en 1494, la revolución
expulsó a la familia Médicis de Florencia. Después de largos viajes por Europa
-que contribuyeron más aún a perfeccionar su ya amplia cultura y formación-,
Juan se establece en Roma desde el año 1500, y su palacio -el actual Palacio
Madama, entonces palacio de San Eustaquio- se convierte en uno de los centros de
la vida social e intelectual romana y en el foco decisivo de la influencia del
renacimiento humanista. Su hermano Pedro falleció en 1503, y desde este momento
Juan pasa a ser el jefe de los Médicis, y a concentrar su atención en procurar
la vuelta de la familia al poder en Florencia. A tal fin dedicó sus esfuerzos
mientras era Legado del papa Julio II (v.) en el ejército hispanopapal, que por
entonces sostenía las guerras del norte de Italia; y aunque en 1512 cayó
prisionero de los franceses, logró escapar y convencer al Papa de la necesidad
de devolver Florencia a los Médicis para restablecer el equilibrio político de
la Italia central y septentrional. Al final del año logró Juan entrar en la
ansiada ciudad, y como cabeza de familia se hizo cargo del gobierno. El 4 mar.
1513 comenzó el cónclave por la muerte de Julio II, del cual saldría elegido
Papa el cardenal Juan de Médicis.
2. Elección papal y primeras medidas de gobierno. Orientación y carácter
de su pontificado. Al segundo día de escrutinios, los votos de los cardenales
eligieron Pontífice a aquel de entre ellos que más sobresalía por su poder, su
cultura, su apellido, su riqueza y su juventud. En aquel momento, Juan de
Médicis no era todavía sacerdote; fue ordenado y consagrado obispo
sucesivamente, y en esta elección de un prelado de tales condiciones podemos ver
un símbolo del nuevo reinado: L. había de ser uno de los Pontífices más
brillantes de la historia, pero también de los más aseglarados y menos
interesados por los asuntos eclesiásticos. De enorme simpatía personal,
bondadoso y liberal hasta el derroche, mecenas exquisito, reunió en torno a sí
todo el lujo y todo el arte que el Renacimiento podía ofrecer y su popularidad
en sus Estados no tuvo límites. Miguel Ángel (v.), Rafael (v.), Ariosto (v.),
Bembo (v.), la lista de sus artistas, de sus poetas, de todos los cultivadores
del saber en todos sus aspectos, que disfrutaron de la increíble prodigalidad de
L., sería inacabable; varias veces agotó el tesoro pontificio y otras tantas los
rehízo aquel hombre a quien la fortuna parecía no abandonar jamás en cuantas
empresas emprendía.
Desde su elección como Papa, mantuvo a su lado a su hermano menor Julián,
menos dotado para la política, y encomendó el gobierno de Florencia, bajo su
directa supervisión, primero a su sobrino Lorenzo y, muerto éste, al primo del
anterior card. Julio de Médicis (futuro Clemente VII). Personalmente de una vida
privada intachable, y amigo ante todo de la paz, se dedicó en seguida a liquidar
los problemas heredados de su predecesor: el cisma de Pisa y la guerra del norte
de Italia. En el primer caso, consiguió la sumisión de los cardenales cismáticos
Carvajal y Sanseverino, a los que restituyó en su dignidad y honores; en el
segundo, obtuvo en efecto la paz, se reconcilió con Luis XII de Francia,
consiguió que el Emperador Maximiliano le prestara solemne obediencia, y pudo,
finalmente celebrar y concluir las sesiones del V Concilio de Letrán, que Julio
II había dejado inconcluso. Recibió también una embajada de obediencia del Rey
Manuel de Portugal, y mantuvo con el monarca español Fernando el Católico las
más amistosas relaciones.
3. El gobierno interior de la Iglesia. El nacimiento del protestantismo.
Representante significadísimo de la cultura paganizante del Renacimiento, L. no
pareció comprender que su primer deber era la atención a las cuestiones
espirituales. Así, su corte, tan brillante humanamente hablando, fue continuo
motivo de escándalo para quienes creían que debía ser otra la orientación de la
sede central de la Iglesia. Y cuando a este escándalo se unieron las muchas y
complejas cuestiones que separaban a Alemania de Roma, el terreno estaba abonado
para cualquiera que quisiese aprovechar las circunstancias en daño de la
Iglesia. Así comenzó la revuelta de Martín Lutero (v.) contra la autoridad
pontificia, cuya con. secuencia habría de ser el protestantismo (v.).
Nunca comprendió L. la trascendencia del movimiento luterano. Llevado por
su amor a la paz y al apaciguamiento, agotó todos los intentos de reducir a
Lutero por la vía de la pacificación; cuando, finalmente, lo excomulgó de modo
definitivo, en 1520, mediante la bula Exurge Domine, lo hizo por no quedar ya
otra solución que probar. La actitud de Lutero, que públicamente quemó la bula y
abandonó la Iglesia, obligó al Papa a intentar más severas medidas a través de
la intervención del poder del Emperador Carlos, hasta llegarse a la famosa Dieta
de Worms, y a la proscripción imperial del heresiarca mediante el Edicto de
Worms; el Papa fallecía poco tiempo después, sin haber conocido el posterior
desarrollo del luteranismo, momentáneamente reprimido durante el último periodo
de su vida.
Por otro lado, los colaboradores que L. había recibido de sus predecesores
no eran los más aptos para el buen gobierno espiritual de la Iglesia. Un Colegio
cardenalicio aseglarado, constituido por príncipes y grandes señores, de vida
más que ligera en su mayor parte, rodeaba al Papa. Probablemente, L. nada
hubiese hecho por cambiar este estado de cosas, de no ser por la conjuración que
uno de aquellos príncipes de la Iglesia, el cardenal Petrucci, tramó juntamente
con los cardenales Sauli y Riario para quitarle la vida. Descubiertos los
planes, y comprobada la culpabilidad de los acusados, Petrucci fue ajusticiado,
y los demás conjurados sufrieron otras diversas penas. El Papa, aterrado por el
peligro corrido, y comprendiendo en fin el estado de degradación a que había
llegado el Sacro Colegio, nombró en una sola vez, en 1517, 31 nuevos cardenales,
hecho de todo punto insólito para aquella época, y que cambió por completo la
faz del Supremo Senado de la Iglesia. Junto a varios personajes similares a los
precedentes por su vida y costumbres, pero ligados a L. por lazos de amistad y
lealtad, fueron nombrados no pocos prelados verdaderamente dignos, entre los que
cabe citar al gran teólogo dominico Cayetano (v.), al agustino Gil de Viterbo, y
al futuro primer Papa reformador, el flamenco Adriano de Utrecht.
4. La política europea. Si fue escasa la atención de L. a la vida interior
de la Iglesia, fue en cambio constante su interés por la política europea de su
época. En la cuestión de la sucesión imperial al trono de Maximiliano, hizo
cuanto pudo por evitar la elección de Carlos V, temeroso del enorme poder que
acumularía como Emperador y rey de España. Cuando la elección de Carlos pareció,
sin embargo, decidida, supo acomodarse a ella y mantuvo por lo general buenas
relaciones con el nuevo emperador, aunque nunca se fiaron por completo el uno
del otro. A mantener en buen estado tales relaciones contribuyó en no poca
medida la constante guerra entre Francisco I de Francia y Carlos V, cuyo
escenario fue por lo común la Italia central y del norte, y en la que el Papa se
alineó casi siempre contra Francia. Pese a su inicial amar a la paz, pronto
-llevado del deseo de engrandecer a su familia- se dejó arrastrar a la Guerra de
Urbino, con objeto de castigar al Duque de Urbino Francisco María della Rovere,
su enemigo personal, y entregar aquel señorío a los Médicis. El costo de la
guerra fue inmenso, y el triunfo del Papa precario; pero tampoco alcanzó L. a
contemplar en vida los reveses de sus armas y las de sus aliados, muriendo
cuando la guerra franco-imperial atravesaba una etapa muy favorable al partido
imperial pontificio, en cuyo poder cayó Milán días antes del fallecimiento del
Papa. Incluso éste, en uno de los pocos momentos en que estuvo en buenas
relaciones con Francia, acertó a concluir con Francisco I el Concordato de 1516,
que si bien reconocía grandes privilegios a los reyes franceses en materias
espirituales, lograba la derogación de la Pragmática Sanción de Bourges (v.), en
la que Francia había apoyado durante la Baja Edad Media su política
antipontificia. Por lo que hace a Inglaterra, la decidida actitud antiluterana
de Enrique VIII (v.) movió al Papa a otorgarle el título de Defensor fidei, del
que el Rey había de hacer uso tan contrario a las intenciones del concedente. El
1 dic. 1521, en efecto, con sólo 45 años de edad, moría L., víctima de una
rápida enfermedad que parece haber sido la malaria, en el pináculo de su gloria
temporal, ajeno en realidad a la gravedad de los problemas que dentro y fuera de
la Iglesia se agitaban, feliz entre su corte de artistas y príncipes, rodeado de
un ambiente artificial cuya brillantez contrastaba con la decadencia moral en
que la vida se había sumergido, arrastrando consigo a la suprema cabeza de la
Iglesia y a sus principales colaboradores. Su sucesor, el grave y piadoso
Adriano VI, será el primero en la serie de Papas que intentan -y logran
finalmente-, sacar a la Iglesia de aquella lamentable postración.
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ALBERTO DE LA HERA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991