Laicos. Espiritualidad.
 

Sentido de la expresión «espiritualidad de los laicos». Para enfocar con acierto el tema de la espiritualidad de los l. es necesario comenzar estableciendo con toda claridad que por l. se entiende lo que precisa la définición tipológica dada por el Vaticano 11: «los fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el Bautismo, constituidos en pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (Const. Lumen gentium, 31). Laico y cristiano corriente que vive en medio del mundo entregado a las ocupaciones seculares son dos términos equivalentes (v. I).
Lo que define al l. es su pertenencia a la Iglesia y su secularidad: una secularidad plenamente entendida, como nota positiva, que hace referencia no a un mero ámbito de vida, sino a una cualidad que determina y califica plenamente a la persona (cfr. A. del Portillo, Le laic dans 1'Église et dans le monde, «La Table Ronde» 219, 1966, 85 ss.).
Las precisiones que acabamos de hacer tienen un interés que trasciende con mucho lo terminológico, y afecta al mismo enfoque del tema. Hablar de una espiritualidad de los l. no es hablar de las condiciones genéricas de la vida espiritual de todo cristiano, ni referirse a la situación de cristianos indiferenciados; pensar así equivale en realidad a sostener que no se puede emplear la palabra espiritualidad (v.) cuando se habla de l., sino que debe reservarse para los sacerdotes y religiosos.
Esas ideas han sido plenamente superadas en nuestros días. Ya en 1939, Escrivá de Balaguer (v.) escribía dirigiéndose a l.: «Tienes obligación de santificarte. -Tú también. -¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: `Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto'» (Camino, n° 291). El Conc. Vaticano 11 ha consagrado esas perspectivas, proclamando la llamada universal a la santidad. Y esto tiene consecuencias metodológicas muy importantes; se puede, en efecto, intentar describir cuáles son las condiciones generales de toda vida espiritual: pero entonces no se está hablando del l., sino de los christifideles en general (V. FIELES). Una de las principales implicaciones de la anticipación del tema del Pueblo de Dios para constituir el capítulo 2° de la Const. Lumen gentium del Vaticano II es precisamente la de hacer ver la necesidad de considerar lo que es común a todos los miembros de ese Pueblo, antes de estudiar lo específico de las diversas misiones y oficios en los que la Iglesia se estructura. Y uno de esos oficios es precisamente el laical.
El Pueblo de Dios (v.) se caracteriza por ser uno, con una unidad que implica «común dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, gracia común de hijos, común vocación a la perfección, una salvación, una esperanza y una indivisa caridad. Ante Cristo y ante la Iglesia no existe desigualdad alguna en razón de estirpe o nacimiento, condición social o sexo» (Lum. gent., 32); «todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (ib., 40).
La llamada universal a la santidad (v.) supone, pues, que cada cristiano debe tender a la perfección, y hacerlo «cada uno por su camino» (Lum. gent., n. 11; sobre las consecuencias teológicas de esa afirmación, cfr. l. L. Illanes, Significato della chiamata universale alla santitá, «Studi Cattolici» 79, 1967). La doctrina proclamada por el Vaticano 11 puede resumirse en dos frases: unidad de santidad, pluralidad de caminos. Y esas dos afirmaciones se reclaman la una a la otra: sólo si se es consciente de la pluralidad de vocaciones en la Iglesia, se advertirá con toda plenitud que, en su variedad, ningún cristiano está llamado a algo mediocre, sino a la perfección de la caridad (V. PERFECCIÓN).
Se explica así perfectamente que en los estudios conciliares que culminaron con la aprobación de la Lumen gentium, y en los años anteriores, se haya hablado de la conveniencia de canonizar a l., para mostrar con toda claridad que el l., el cristiano corriente, alcanza su santidad no ya imitando a religiosos y sacerdotes, sino viviendo plenamente su vocación laical. En otras palabras, si hablando dogmáticamente se debe afirmar que no hay más que una espiritualidad cristiana -pues no hay santidad sino bajo la acción del Espíritu Santo, que encamina hacia el Padre uniéndonos a Cristo- desde un punto de vista descriptivo podemos y debemos hablar de espiritualidades diversas, en cuanto que cada camino pone de relieve distintos valores, asume determinadas condiciones, acentúa peculiares responsabilidades (V. ESPIRITUALIDAD Y ESPIRITUALIDADES II).
En nuestro caso concreto, se hace especialmente necesario hablar de espiritualidad de los l., pues lo contrario equivaldría a perpetuar el equívoco de que el cristiano corriente está llamado sólo a una santidad mediocre, o de que para buscar la santidad tiene que evadirse del mundo en que le ha tocado vivir y en el que la voluntad de Dios quiere que permanezca.
Elementos centrales de la espiritualidad de los laicos. Las consideraciones anteriores permiten entender que la espiritualidad no es algo sobreañadido a la persona y a la función que desempeña, sino que fluye por así decir de la misión eclesial que como a miembro del Pueblo de Dios le corresponde. Precisamente por eso toda formación espiritual que llevara a los l. a no apreciar determinados valores propios de su situación en el mundo sería una labor pastoral y dogmáticamente equivocada (v. MUNDO III, 2). Nos proponemos ahora detallar algunos de esos valores. Quizá no sea inútil advertir antes que sería erróneo ver en estas reflexiones como una enumeración de notas abstractas cuya mera suma daría una espiritualidad laical: espíritu quiere decir vida y cada l. y cada asociación laical tendrá una espiritualidad si encarna de hecho en su vida todo el cristianismo.
a) Vocación laical y existencia en el mundo. Ya decíamos antes que nota distintiva del l. es la secularidad, de modo que toda su vida y, por tanto, su búsqueda de la santidad, han de estar teñidas de esa secularidad: «el estilo de la vida espiritual de los seglares debe recabar su nota característica del estado de matrimonio y familia, de soltería o de viudez, de la situación de enfermedad, de la actividad profesional y social» (Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4). Es además importante advertir que no se trata de un simple ropaje o revestimiento: son en realidad las condiciones en que ha nacido y se desarrolla naturalmente su vida. En ese sentido un lenguaje que, al hablar de la vida laical, insiste en términos como «adaptación», «acercarse al mundo», etc., cuando no es fruto de una situación particular en que los cristianos se han constituido en ghetto, evidencia una profunda incomprensión del ser mismo de la vocación del laicado. Lo característico del l. no es ir al mundo para santificarse, sino encontrándose en el mundo preguntarse por su santidad.
La existencia en el mundo se aparece así como vocación (v.), como don de Dios, y se prolonga necesariamente en un hondo sentido teológico de la obra de la creación. Describiendo la espiritualidad de una de las asociaciones laicales más difundidas, el Opus Dei (v.), ha escrito su Fundador: «amamos el mundo porque Dios lo hizo bueno, porque salió perfecto de sus manos y porque -si algunos hombres lo hacen feo y malo por el pecado- nosotros tenemos el deber de consagrarlo, de devolverlo a Dios; de restaurar en Cristo todas las cosas de los cielos y las de la tierra (Eph 1,10)»; «somos instrumentos de Dios para cooperar a la verdadera consecratio mundi; o, más exactamente, en la santificación del mundo ab intra, desde las mismas entrañas de la sociedad civil» (J. Escrivá de Balaguer, Cartas, Roma 19 mar. 1954 y 14 feb. 1950).
Ese sentido de misión en la propia existencia humana y ese optimismo son esenciales en la actitud laical. Bien encendido, claro está, que ha de tratarse de un optimismo teologal, distinto de una mera confianza en el transcurso inmanente de los acontecimientos: su raíz está en la fe. Por eso connota la Cruz, como realidad fundamental del cristiano, pues sólo en ella se reconoce plenamente a Dios. El cristiano corriente encuentra esa Cruz en su vida diaria, al experimentar las dificultades del trabajo, el fracaso de sus empresas humanas, el peso de los días iguales: es decir, es algo que no le separa de su existencia en el mundo, sino que le une a ella haciéndole descubrir su sentido divino.
b) Vocación laical y cumplimiento del deber de estado. Este segundo rasgo está íntimamente unido al anterior, y es como su prolongación hasta mostrar todas sus implicaciones morales. La misión divina recibida por el cristiano que vive en medio del mundo se realiza precisamente asumiendo y cumpliendo todas las exigencias y deberes que traigan consigo los diversos ámbitos humanos en lo que se desarrolle la existencia (v. DEBERES DE ESTADO).
Podemos referirnos en primer lugar, por su generalidad, al trabajo, a la profesión. Todo hombre se inserta en la sociedad civil, contribuye al progreso social, desarrolla su personalidad a través del trabajo estable que constituye su profesión. Esa realidad ocupa un lugar central de modo que su desatención puede comprometer la misma fidelidad a la vocación laical. La tarea del cristiano corriente puede resumirse diciendo que hay que «santificar la profesión; santificarnos en la profesión y santificar con la profesión» (J. Escrivá de Balaguer, Carta, Madrid, 15 oct. 1948; V. TRABAJO HUMANO VII).
Para quienes se sientan llamados a él -y así será, numéricamente, en la gran mayoría de los casos-, el matrimonio (v.) y la posterior vida familiar ocupan un lugar igualmente de primer plano. «El amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad» (Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 48). La vida familiar, el amor, la generación y educación de los hijos, son parte y parte primordial de la misión cristiana de los que reciben la vocación matrimonial.
La vida cívica en sus múltiples manifestaciones -desde la simple participación en asociaciones profesionales o locales, hasta la política en el sentido más estricto de la palabra- es otro ámbito de gran trascendencia. En la plena asunción de estos deberes se manifiesta una de las dimensiones de la fidelidad al mundo, mientras que, paralelamente, da lugar a esa refracción de las verdades evangélicas sobre la vida social en la que debe consistir su servicio a la humanidad.
Podríamos hacer referencia a otros ámbitos de la vida humana -las relaciones sociales, la diversión, las tareas culturales, etc-, pero los citados, que tienen por lo demás una importancia primordial, son suficientes para mostrar cómo esas realidades constituyen la vocación misma del laico.
c) Vocación laical y perfección humana. Si el cristiano corriente se santifica santificando las estructuras humanas, una de las componentes centrales de su actitud ha de ser lógicamente la de no sólo respetar, sino secundar la naturaleza de las cosas creadas: la manera de elevarlas pasa necesariamente a través del hacerlas existir tal cual deben ser. Existe un sentido legítimo de la autonomía de las realidades terrenas, y no sólo legítimo sino radicalmente cristiano, pues es la afirmación de la realidad y seriedad de la creación: «las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar» (Gaudium et spes, n. 36; V. AUTONOMIA III).
Tener una clara percepción de ese hecho es consustancial al l., que muestra así su fuerza espiritual no en el desprecio de lo humano, sino en el saber realizar perfectamente lo humano por amor a Dios. Las implicaciones de esto son muchas: a) en el terreno de la formación personal, se manifestará en el cultivo de las virtudes (v.) humanas (reciedumbre, lealtad, laboriosidad, etc.), que han de estár plenamente integradas en una vida teologal y contemplativa; b) en el terreno de la vida de relación, en el aprecio por la amistad (v.) humana, con todo lo que supone de buen humor, gusto por los valores de la vida, amor del otro en cuanto que es otro. Una caridad sobrenatural desencarnada no es precisamente un ideal; c) en el terreno del trabajo profesional, en la competencia técnica: no daría un buen testimonio cristiano el l. que descuidara su formación profesional, aunque alardeara de desprendimiento, de rectitud de intención o de pobreza. El humilde respeto a la naturaleza de las cosas es una clara manifestación de haber reconocido que la propia vida humana es la misión que Dios nos encomienda. Y, como decíamos al principio, la espiritualidad no es algo sobreañadido, sino la proyección de la misión recibida de Dios.


ÁLVARO DEL PORTILLO.
 

BIBL.: Una fuente de primaria importancia la constituyen los escritos de J. Escrivá de Balaguer (v.), a quien tanto debe la espiritualidad laical; su obra más difundida es Camino, primera edición, más breve, Cuenca 1934; y en su versión definitiva, Madrid 1939 (26 ed. castellana: Madrid 1965); Y. M. CONGAR, (alones para una teología del laicado, Barcelona 1961; G. PHILIPS, Le róle du laicat dans 1'Église, París 1954; J. B. TORELLó, La espiritualidad de los laicos, Madrid 1965; J. ORLANDIS, Una espiritualidad laical y secular, «Revista de Espiritualidad» 24 (1965) 563576; A. GARCÍA SUÁREZ, Existencia secular cristiana, «Scripta Theologica» II (1970) 145-165; W. BLANK, R. GóMEZ PÉREZ, Doctrina y vida, Madrid 1971; J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, tema de nuestro tiempo, 3 ed. Madrid 1967; y en general la citada en el art. anterior y en ESPIRITUALIDAD Y ESPIRITUALIDADES II.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991