Iglesia. Comunidad Sacerdotal
Participación de la Iglesia en el oficio sacerdotal
de Cristo. 1) Sagrada Escritura. 2) Enseñanza de la Tradición. 3) El Magisterio
de la Iglesia. 4) Síntesis doctrinal. 5) Cuestiones teológicas debatidas.
La I., Pueblo de la Nueva Alianza y Cuerpo Místico de Cristo, participa del
único sacerdocio de Jesús y constituye, en consecuencia, una comunidad
sacerdotal de salvación, medianera entre Dios y los hombres, en orden a rendir a
Dios el culto que le es debido y a procurar a los hombres la salvación eterna.
Esta participación es orgánica y diferenciada, por donde resulta un cuerpo
sacerdotal complejo y armónicamente ordenado conforme a la voluntad divina, la
donación de Cristo y la distribución de carismas del Espíritu Santo.
Si bien hallamos corrientemente en las fuentes de la Revelación, en el
Magisterio y en la teología, la mediación sacerdotal de Cristo acompañada de las
notas de profetismo y realeza, con las que se compenetra e integra en su
realidad concreta, por precisión metodológica y porque otros artículos estudian
aparte los aspectos magisterial (profético) y pastoral (regio) de la I., nos
fijamos aquí, en cuanto es posible, en el aspecto puramente sacerdotal. Y dado
que en otros artículos, además, se contempla el sacerdocio ministerial y
jerárquico (ORDEN, SACRAMENTO DEL; OBISPO; PRESBÍTERO), nuestra atención se
centrará aquí en el sacerdocio universal y común, dimensión sacerdotal
fundamental y propia de toda la 1., cuyo contenido iremos precisando.
1) Sagrada Escritura. El sacerdocio de la 1. se halla preparado y prefigurado en
el del pueblo de Israel. Éste no conoce durante la época de los patriarcas una
casta sacerdotal especializada: son éstos quienes ejercen las funciones de
culto, elevando altares y ofreciendo sacrificios (sac. familiar). Es la Alianza
(v.) con Yahwéh la que constituye formalmente al pueblo elegido: Dios lo separa
de las demás naciones y lo consagra especialmente a su servicio (Ex 19,6),
haciendo de él un reino sacerdotal, que le tribute en santidad el culto
verdadero (cfr. Is 61,6; 2 Mach 2,17 ss.). Si el texto hebreo masorético lee:
«seréis para mí un reino de sacerdotes», la versión siriaca, la etiópica del
Libro de los Jubileos (16,18), los targums y el Apc 1,6 y 5,10, leen «un reino,
sacerdotes». Por eso si bien Ex 19,6 significa que Israel participa de algún
modo en la realeza de Yahwéh por hallarse a su servicio y tener especial acceso
a su presencia, su acento recae sobre la categoría sacerdotal, sin que pueda
minimizarse en el sentido de «reino regido por sacerdotes» tan sólo. Tal
categoría se predica en común, del pueblo entero en su conjunto, y su ejercicio
comprende la obligación a la santidad, el cumplimiento de las leyes de la
Alianza, los sábados, las fiestas, los sacrificios, etc. El judaísmo alejandrino
destacó esa idea del sacerdocio; los Setenta, traduciendo al griego «reino de
sacerdotes» (basíleion hieráteuma), dieron al texto un matiz helenístico:
corporación sacerdotal consagrada al culto del gran Rey. Y Filón llegó a
espiritualizarlo plenamente, universalizándolo en orden a beneficiar a toda la
humanidad (De Abraham, 98; De Spec. leg. 11,162-167; cfr. Ps. Aristeo: Lit. ad
Philoc. c. 139 y 170).
Esta extensión del sacerdocio a todo el pueblo hebreo responde a un deseo de
espiritualizarlo y vivificarlo, iniciado por los Sabios y los Profetas, y
acentuado con la destrucción del templo y con el exilio, frente a un ritualismo
sacerdotal que se exponía a caer en algo puramente formal y vacío: el verdadero
sacrificio consiste en obrar el bien, practicar la justicia y la misericordia,
alabar a Dios con puro corazón, etc. (Ps 50,13-14, y 51,18-19; Is 1, 1(-17; Os
6,6).
Es oportuno subrayar que esto no contradice en lo más mínimo la existencia y
legitimidad de un cuerpo sacerdotal oficial: la tribu de Leví, en general, que
cumple las funciones auxiliares del culto (Ex 32,25-29 y Num 3,6-13) y la
familia de Aarón, que desempeña las propiamente sacerdotales (Ex 28; Lev 6). El
cometido de estos sacerdotes es esencialmente mediador entre Yahwéh y el pueblo;
se centra en el servicio del santuario y del culto, máxime en el sacrificio, en
la interpretación de la voluntad divina; en la custodia, trasmisión y
explicación de la Ley (Dt 33,8-10; Mal 2,5-9). Más adelante son los profetas
quienes, movidos por el Espíritu, comunican en cada circunstancia la voluntad
divina, y, pasado el destierro, los escribas asumen la misión de trasmitir y
explicar la Ley, quedando reservadas a los sacerdotes solamente las funciones
del culto, intercesión y sacrificio (2 Mach 15,12.14; Ecc1i 45,15-17). Este
sacerdocio institucionalizado, al caer en grandes fallos y defectos, suscita
cada vez más, bajo el aliento de los profetas, la esperanza de un sacerdote-mesías,
que también será Profeta y Rey Ps 110; Zach 4,6,12 ss.; Ier 33,12-22) (aun
cuando el judaísmo tardío tienda a veces a pensar en dos mesías distintos, uno
rey y otro sacerdote). El sacerdocio del pueblo hebreo sólo podrá rendir al
Señor un culto acabado en los tiempos postreros, en la restauración final (Ez
4048; Is 60-62; 2,1-5), que ya se inicia en los mesiánicos (Is 57,7; 60,7). En
ellos será Israel mediador de salvación para con las naciones todas (Is 2,2-5;
45,14 ss.; 60-61; Miq 4,1-3).
El N. T. aporta dos elementos nuevos: El sacerdocio del A. T. llega a su
cumplimiento y perfección en Cristo, único sacerdote que permanece eternamente y
con sólo un sacrificio consuma a todos los santificados (Heb 10,14). La 1. es el
pueblo de la nueva Alianza, realizada en la Cruz, heredero y consumador de las
promesas hechas y privilegios dados a Israel. Tanto los Evangelios Sinópticos
cuanto S. Pablo evitan llamar sacerdote a Cristo, probablemente para
diferenciarlo netamente del sacerdocio levítico, definitivamente superado, pero
entienden su muerte como un sacrificio del cual es Él sacrificador y víctima (Eph
5,2). S. Juan describe este sacrificio empleando términos sacerdotales (lo
17,19; 19,23; Apc 1,13), y la epístola a los Hebreos nos presenta una
explicación sacerdotal de la redención, basada en el rito de la Expiación, donde
Cristo es Sumo Sacerdote, ejerce su sacerdocio en la Cruz, lo perpetúa en el
cielo y lo consumará en su segunda venida (9,28).
Tampoco el N. T. llama sacerdotes a los Apóstoles, pero los describe como
continuadores del ministerio de Jesús, con los atributos eminentemente
sacerdotales de consagrar, perdonar y predicar la Palabra, mediadores de gracia
salvífica. En cambio emplea, explícita e implícitamente, la expresión
«sacerdote» para referirse a los fieles. Ya Jesús pide a sus seguidores
participar en sus actitudes sacerdotales: tomar la cruz y beber el cáliz (Mt
16,24; 20,22; 26,27), propagar el Evangelio (Le 9,60), abrazar el martirio por
su causa (Mt 10,17-42) y habla de un culto en espíritu y en verdad (lo 4,23-24).
La primera epístola de S. Pedro, en un cuadro litúrgico-bautismal, describe
explícitamente la vida de los cristianos como un sacerdocio íntimamente conexo a
la función profética: son «edificados como un edificio espiritual (=templo),
para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptables a
Dios, por Jesucristo» (1 Pet 2,5), «linaje escogido, real sacerdocio (hieráteuma),
nación santa, pueblo en propiedad, a fin de que anunciéis los prodigios del que
os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (2,9; cfr. Ex 19,6; Is 61,1).
Los sacrificios espirituales (para distinguirlos de los rituales) de esta
colectividad sacerdotal son la pureza de alma (1,22), la plegaria (3,7; 4,7), el
sufrimiento en la imitación de Cristo paciente (2,20 ss.) y la caridad (4,8),
junto con el testimonio ante el mundo pagano (algunos creen probable que se
incluya implícitamente la participación en el «sacrificio espiritual» de la
Eucaristía).
Para S. Pablo los actos de ese sacerdocio son obras de culto litúrgico,
sacrificios, la total entrega interior en el cumplimiento de la voluntad divina
(Rom 12,1), la predicación evangélica (Rom 1,9), la conversión santificada por
el Espíritu (Rom 15,15-16), la fe y la limosna (Philp 2,17; 4,18). Los
cristianos son llamados equivalentemente sacerdotes en Eph 2,18 ss.; Philp 3,3;
Rom 12,1, y su vida se presenta como una participación, mediante el Bautismo, en
la muerte y pasión redentoras (consufrir: Rom 8,17; concrucificados: Gal 2,19 y
*Rom 6,6); la incorporación mística a Cristo da posibilidad de participar activa
y personalmente en sus padecimientos por la 1. (Col 1,14). La epístola a los
Hebreos pone en relación el sacerdocio del pueblo cristiano con el celeste de
Cristo: los creyentes (10,19-25) tienen acceso libre, purificados por el
sacrificio de Jesús, en el santuario celestial; su culto será el de una vida
santa, en fe, esperanza y caridad, alabanzas (13,15), obras de beneficencia
(13,16; cfr. Iac 1,27).
Finalmente el Apocalipsis presenta al nuevo Israel en su consumación celeste:
Jesús es sacerdote (1,13), cordero sacrificado (5,9), templo de Dios (21,22);
por su sacrificio «hizo de nosotros un reino, sacerdotes para el Dios y Padre
suyo» (1,6), «reyes y sacerdotes» (5,10), con sacerdocio que se consuma después
de la resurrección (20,6; cfr. 22,3-4). El cielo es un templo donde se
desarrolla una liturgia perenne cuyo sumo sacerdote es Cristo, de cuyo
sacerdocio participan los redimidos por su sangre. Y si bien la comunidad
sacerdotal sólo estará completa al fin de los tiempos, se encuentra ya presente
en los ancianos vestidos con túnicas sacerdotales (los cristianos) y en los
mártires, cuyas plegarias y sufrimientos son ofrecidos por los ángeles a Dios (5
y 7, etc.). S. Lucas (en Act. 2,42-47; 4,32-35) describe una comunidad primitiva
-de reconocido valor ejemplarístico y escatológico-, cuya vida es todo un
sacrificio espiritual: pleglaria en común, alabanzas a Dios, comunión fraterna,
fracción del pan, escucha y testimonio de la Palabra.
Así el N. T. nos presenta la I. como una comunidad cultual llamada por Dios y
consagrada en santidad mediante el sacrificio de Cristo y la unción del
Espíritu, cuyos miembros tienen inmediato acceso a Dios por Jesucristo y en
Jesucristo, y han de rendirle un culto sacerdotal con alabanzas, plegarias y
sacrificios espirituales, que esencialmente consisten en la entrega total a Dios
mediante la fe y la caridad que actúan en el cumplimiento de la voluntad divina
y en la beneficencia; con el testimonio -en palabra y obra- de la Buena Nueva,
ejerciendo así una mediación salvífica ante toda la humanidad. Esta cualidad
sacerdotal quedará perpetuada, en la consumación final, en el culto celeste de
la nueva Jerusalén. Este común sacerdocio se une a la función ministerial de los
Apóstoles y sus sucesores y cooperadores, «administradores de los misterios de
Dios, ministros de la nueva Alianza» (1 Cor 4,1 y 2 Cor 3,6) en orden a
prolongar el sacerdocio de Cristo y a la edificación del de los fieles (v. t.
SACERDOCIO II).
2) La enseñanza de la Tradición. El estudio prácticamente exhaustivo ya hecho en
nuestros días de la Tradición en torno al sacerdocio común nos permite concluir
que su afirmación desde el principio es universal y constante (se encuentra ya
en la polémica antijudía de Justino, Dial. adv. Tryph., 116; en las Acta Petri
et Pauli, 26; quizá en las Const. Apost. 111,16,3). El sacerdocio común se
explica por la incorporación a Cristo, por donde se participa en su atributo y
unción sacerdotal, y se realiza mediante el Bautismo (prevaleciente en los
latinos) y la Confirmación (en los griegos). Se entiende como eminentemente
espiritual (plegaria y vida cristiana) diverso del ministerial, y se define
frente al mundo pagano. La I. entera recibe de Cristo las funciones sacerdotales
de interceder, adorar, sacrificar por toda la humanidad, incluso por toda la
creación, decaídas a efectos de la culpa de Adán.
En cuanto al sacrificio eucarístico, si ya desde S. Ireneo se enseña
explícitamente que lo es de toda la I. (Adv. haer. IV,17,5: PG 17,1023; ed.
Harvey 11,197) -por tanto, de todos los fieles-, no se pone en relación con el
sacerdocio común, que es distinguido netamente del ministerial, a quien compete
la acción sacrifical eucarística. Sólo Tertuliano se aparta de la Tradición (Exhort.
cast. 7: PL 2,922; De monog. 12: PL 2,947) para afirmar erróneamente que en
ciertos casos pueden los fieles realizar el sacrificio eucarístico, dado que la
diferencia entre laico y sacerdote proviene de la autoridad de la 1.
Sin relacionarlo tampoco con el sacerdocio común enseña la Tradición desde los
primeros siglos una participación activa de los fieles en la cruz de Cristo con
valor expiatorio de los pecados propios y ajenos, satisfaciendo la I., cuerpo de
Cristo, en cada uno de sus miembros por las culpas del cuerpo todo (Tertuliano,
De paenit. 10,5-6: PL 1,1356). Es el martirio la forma más alta de asociación
con Cristo redentor (Orígenes, Exhort. ad martyr. 36 y 50: PG 11,609 y 636; con
referencia a Col 1,14), por donde le viene al mártir (v.) su poder intercesor en
la cuestión de la penitencia, y del que gozan también los confesores. Para
Orígenes y S. Cipriano la virginidad es también un martirio, sacrificio que une
al de Cristo crucificado. Terminada la época de las persecuciones, en el s. iv,
la ascesis en general toma el puesto del martirio y los monjes son considerados
mártires vivientes, confesores, reconociéndoseles el consiguiente poder
intercesor; la vida monástica es como un segundo Bautismo; la virginidad sigue
siendo considerada victimariamente, al par que la pobreza y la obediencia. Y de
la vida monástica pasa este concepto victimal a toda la vida cristiana.
Además, la comunión de los santos (v.; introducida en el símbolo de la fe en el
s. v), que al principio significa la participación común de una misma fe en una
misma Eucaristía, de donde se sigue la facultad de interceder y de trabajar unos
por otros, pasa luego a ser considerada también cual comunidad de bienes entre
los tres estadios, temporales de la l., en cuya gracia la I. triunfante
intercede por la militante y ésta, a su vez, puede expiar por la purgante.
Es importante la contribución de S. Agustín (v.) al tema, situándolo frente al
fenómeno de las religiones paganas. La I., considerada colectivamente y en cada
uno de sus miembros, es templo de Dios, a quien sirve, da culto, ya sea por los
sacramentos, ya en el interior de cada uno. En el altar del corazón aplacamos a
Dios mediante Cristo sacerdote; le ofrecemos víctimas cruentas cuando luchamos
hasta derramar sangre por la verdad (martirio), y el incienso del amor, la
oferta de los dones que de Él hemos recibido, incluyéndonos nosotros mismos, la
observancia de las fiestas y solemnidades, las víctimas de la humildad y de la
alabanza en fuego de caridad (De civitate Dei, X,2,2: PL 41,280).
El sacrificio cristiano se define en este amplio contexto, y en cuanto centro de
la religión que nos une a Dios, fin último y supremo bien, como «toda obra hecha
en vista de unirnos en santa comunión con Dios». Por eso lo son la mortificación
corporal, el recto uso de las facultades corporales, la entrega del alma a Dios,
las obras de misericordia en relación con el prójimo o con nosotros mismos. Es
sacrificio el hombre mismo, consagrado a Dios, «en cuanto muere al mundo a fin
de vivir para Él», se esfuerza en morir al pecado y en reformarse internamente
para cumplir a perfección la voluntad divina. Ahora bien, la vida cristiana se
realiza en el misterio del Cuerpo Místico, según las gracias y funciones que
dentro de él a cada uno corresponden, por eso «hoc est sacri f icium
christianorum: multi unum corpus in Christo». «por lo cual también frecuenta la
Iglesia el altar conocido de los fieles, donde se le demuestra que en aquello
que ofrece, ella misma se ofrece (quod in ea re quam of fert, et ipsa of fertur)
». La 1. misma es un sacrificio al Padre en Cristo: «y así sucede que toda la
ciudad redimida, es decir, la congregación y sociedad de los santos, sea
ofrecida a Dios en sacrificio universal por el Gran Sacerdote, quien se ofreció
también en sacrificio por nosotros en su pasión, según la forma de siervo, para
que fuésemos miembros de tan excelente Cabeza» (De civ. Dei, X,6: PL
41,283-284). De esta- manera S. Agustín sintetiza la doctrina patrística acerca
del sacrificio espiritual, presentándolo en su contexto comunitario dentro de la
doctrina del Cuerpo Místico y aludiendo a su relación con el sacrificio de la
Misa.
La teología escolástica discurre en estos presupuestos tradicionales, pero con
S. Tomás ofrece una explicación que se hará patrimonio común e incluso recogerá
el Magisterio, enmarcando el sacerdocio común en un cuadro cultual: la
participación de los creyentes en el sacerdocio de Cristo se realiza mediante la
impresión del carácter (Sum. Th. 3 q63 a3) por el cual el cristiano es deputado
al culto divino y se le confiere potestad espiritual para ejercer acciones
sacras: el del Bautismo capacita a recibir los demás sacramentos (acciones por
las que Cristo ejerce su culto al Padre en la l.); el de la Confirmación
habilita a vivir la vida cristiana y testimoniar la fe con la potencia propia de
la edad madura (cfr. 3 q72 a5); el del Orden potencia a consagrar el cuerpo de
Cristo, a ofrecer en la persona de Cristo, mientras que el sacerdocio común, que
arranca de los sacramentos de iniciación, sólo da poder para ofrecer con y por
el sacerdote ministerial (cfr. 3 q82 al). (Durando y el nominalismo posterior
entendieron el carácter como pura relación extrínseca, mientras que para S.
Tomás, S. Buenaventura, Escoto, supone un modo de ser sobrenatural del alma, por
donde ambas participaciones del sacerdocio de Cristo se distinguen sacramental y
ontológicamente.)
La Escolástica define, por lo general, el sacerdocio por su relación con el
sacrificio (sacerdocio eclesialsacrificio eucarístico). El sacerdocio común, si
bien es resaltado en la liturgia (cfr. Canon Romano: ofrecer con el sacerdote,
ofrecerse en Cristo como hostia viva), es calificado de metafórico e impropio,
dado su carácter «espiritual», quedando relegado al campo de la espiritualidad.
Las órdenes mendicantes, especialmente algunas, perduran visiblemente la
tradición victimaria y expiatoria del monasticismo (cfr. sobre el franciscanismo
la obra anónima del s. xtil: Meditado pauperis in solitudine, ed. Quaracchi
1929). En la época de Trento -y en parte para corregir los desenfoques
protestantes- se centra la atención sobre el tema convirtiéndolo en
estrictamente teológico.
3) Magisterio de la Iglesia. a) Hagamos antes un resumen de la doctrina del
protestantismo (v.) sobre el tema. Afirma que si el sacrificio expiatorio de
Cristo fue definitivo y perenne, la conmemoración de la Cena no puede tener
valor sacrifica¡ y, por tanto, no se justifica la existencia de un sacerdocio
visible y externo. Sólo quedaría el sacerdocio común: todos los fieles son
sacerdotes, pues todos tienen libre e inmediato acceso a Dios mediante la fe en
que por don divino son justificados, no por infusión de la gracia, sino por la
imputación extrínseca de los méritos de Cristo (v. JUSTIFICACIÓN). Así sería
imposible, según los protestantes, una mediación de gracia (sacramentos,
sacerdocio, Virgen María). Todo fiel ejerce su sacerdocio ofreciendo sacrificios
espirituales de alabanza, acción de gracias, oración e intercesión por los demás
(nunca expiación, ya que la de Cristo es suficiente) y predicando la Palabra
(«quien no predica no es sacerdote»). El sacrificio reside esencialmente en la
oblación que uno hace de sí mismo a Dios por la fe, uniéndose a Cristo y en
reconocimiento de la justicia divina. Tiene una doble expresión: las obras
buenas nacidas de la fe -sobre todo la beneficencia- y los actos de culto.
Lutero destaca el valor de la vocación personal a los oficios terrenos cual
concreción de este sacerdocio: siendo servicio hecho a los demás por caridad
constituyen obras sacerdotales. Por lo que respecta a los actos de culto, que se
centran todos en la Palabra y tienen por fin activar por su medio la fe personal
en la promesa del perdón de los pecados, es claro que el cristiano puede
bautizar, e incluso celebrar, pues esto equivale a nutrir la propia fe con las
palabras que Cristo pronunció en la última Cena. Se admite una mediación
sacerdotal del cristiano en el seno de la 1. en cuanto puede y debe orar e
interceder por los demás y practicar la caridad con los necesitados, pero
esencialmente se ejerce entre Dios y los infieles, mediante la enseñanza y el
testimonio de la Palabra. En el protestantismo el sacerdocio común no se
distingue esencialmente del ministerio, que consiste en el servicio oficial y
público a la Palabra en bien de toda la comunidad, pero que no establece
diferencia alguna, ni aun jurídica, dentro de ella, ni implica idea alguna de
poder o de privilegio: el ministro es elegido por la comunidad, quien reconoce
con su elección los carismas que le adornan habilitándole al desempeño de su
oficio, y se le confiere con una «ordenación», que es, naturalmente, iterable y
rescindible. Todos pueden predicar la palabra y administrar los sacramentos,
pero sólo es lícito a los delegados al efecto por la comunidad o a quienes
autoriza una especial intervención divina (cfr. síntesis del pensamiento de
Lutero en F. Bravo: Naturaleza del sacerdocio común..., o. c. en bibl.). El
protestantismo considera el episcopado como una institución transeúnte que, en
el sentido entendido por los católicos, terminó con la muerte del último
Apóstol. En la práctica no obstante muchas veces los pastores monopolizaron las
funciones sagradas, por lo que el pietismo (v.) luterano de la segunda mitad del
s. xvli (J. Spener) reaccionó popularizando el «sacerdocio universal».
b) El Conc. de Trento (1563) admite ciertamente que la dimensión sacerdotal de
la 1. se manifiesta en el sacerdocio común, pero no sólo en éste, ya que estando
por disposición divina unidos indisolublemente sacerdocio y sacrificio, y
habiendo querido Cristo dejar a su 1. el sacrificio de la Eucaristía, visible y
externo, instituyó un sacerdocio especial, de iguales características, o sea,
visible y externo, encomendando a los Apóstoles y a sus sucesores la misión de
sacrificar y perdonar los pecados (sacramento del Orden) (Ses. 23, canon 1:
Denz.Sch. 957). El sacerdocio interior y espiritual (dicho así por
contraposición al exterior y visible) fue explicado de manera amplia en el
Catecismo Romano (p. II, cap. 7, n. 23): «... en las S. Letras se describe un
doble sacerdocio... uno interno, otro externo... Por lo que toca al sacerdocio
interior, todos los fieles, luego de haber sido lavados con el agua de
salvación, son llamados sacerdotes, y especialmente los justos, que poseen el
espíritu de Dios y por beneficio de la divina gracia son hechos miembros vivos
del Sumo Sacerdote Jesucristo. Éstos, pues, por la fe, que se halla inflamada
por la caridad, inmolan a Dios en el altar de su mente hostias espirituales,
entre las que, en general, han de enumerarse todas las buenas y honestas
acciones que se ordenan a la gloria de Dios» (es patente la alusión a la
doctrina de S. Agustín). Reafirmaba también el Concilio tanto el valor
satisfactorio y meritorio de las buenas obras, cuanto la posibilidad de
satisfacer por los demás (cfr. Cat. Romano, p. 11, c. 5, n. 71 ss.), todo
derivado de la unión mística con Cristo Cabeza.
La preocupación controversista de la teología postridentina dio lugar, sin
embargo, a preterir la consideración del sacerdocio común, tomándolo como simple
metáfora o no considerándolo apenas, además de conferirle un valor meramente
pasivo (capacidad de recibir sacramentos, escuchar la predicación, ser guiados
por la jerarquía).
c) El s. XX reacciona ante esta situación. Los movimientos devocionales
expiatorios (apariciones marianas, Sagrado Corazón: enc. Miserentissimus
Redemptor, 1928), diversos movimientos de espiritualidad laical, la
participación del laicado en el apostolado jerárquico (Acción Católica), el
espíritu misional, la renovación litúrgica y bíblica, el desarrollo de la
teología de los carismas y de las dimensiones espirituales y eclesiológicas de
la sacramentaria, el movimiento ecuménico, y una más honda concepción del mundo
y de sus realidades, llevan a una consideración renovada de la I., puesta en el
primer plano de la actualidad teológica. Se estudia no ya en el aspecto
histórico-apologético, sino en el estrictamente mistéricoteológico, de sus
relaciones con la Trinidad, de su entidad como Cuerpo Místico de Cristo (enc.
Mystici Corporis, 1943, y Mediator Dei, 1947) y de su característica
complementaria de Pueblo de Dios, que pone en primer plano sus aspectos comunes
y fundamentales, llegando a la síntesis del Conc. Vaticano 11, que abre nuevos
caminos al estudio de la dimensión sacerdotal de la 1.
Pío XI trata del sacerdocio universal de los fieles, como resultado de su
participación en el de Cristo y por la comunión de los santos, expresándose en
alabanzas, acciones de gracias, impetraciones y, sobre todo, reparando y
expiando por los demás, y concurriendo a la celebración de la Misa (Miserentissimus
Red.: AAS 20, 1928, 165-179). El movimiento litúrgico (v.), que llena Europa a
partir de la guerra de 1914, contempla el sacerdocio común por su relación
directa con el culto, especialmente eucarístico. A partir de los años 30 la
doctrina del Cuerpo Místico (v.) conduce a una exaltación del sacerdocio común
que, en algunos casos, especialmente en los centros litúrgicos alemanes, no está
bien orientada y lleva a formular ciertos errores: se repite el del Sínodo de
Pistoia (Denz. 1528) según el cual la comunión de los fieles forma parte
esencial del sacrificio; y se afirma sólo el sacerdocio común sosteniendo que el
precepto de celebrar la Eucaristía se dirige a toda la I. directamente, por
donde los fieles gozan de auténtica potestad sacerdotal, siendo el ministro un
simple delegado de la comunidad para cumplir el rito, de modo que, en rigor,
sacerdote y fieles concelebran, consacrifican; o se sostiene que, en virtud del
carácter social del sacerdocio, el pueblo debe ratificar con su consentimiento
la oferta, a fin de que sea válida, y de aquí se pasa a calificar por lo menos
de ilícita la Misa privada.
Frente a estos errores publicó Pío XII la enc. Mediator Dei (AAS 39, 1947,
547-572; v.). Enseña que la I., incorporada a Cristo como a su Esposo y Cabeza,
participa de su sacerdocio, perpetuándolo, principalmente en la Liturgia (culto
del Cuerpo Místico) -Misa, sacramentos-, donde consagra al mundo y por él expía.
Insiste en el valor del culto como expresión de la vida y estudia a propósito la
participación de los fieles en el sacrificio de la Misa, a cuya luz contempla su
sacerdocio: niega que el fiel «goce en modo alguno de potestad sacerdotal», pues
no actúa «in persona Christi» y no puede ser mediador de sí mismo; sin embargo,
junto al sacerdocio visible y externo de los ministros admite el interno de los
fieles, radicado en el carácter bautismal, por cuya virtud participan en el
sacrificio
ofreciéndolo como miembros de Cristo sacerdote y de la I., por manos del
ministro (quien ofrece e inmola, o sea, consagra -de aquí su diferencia
específica- en persona de Cristo) y con él, ofreciéndose a sí mismos, la propia
vida, especialmente en sus aspectos dolorosos, en alabanza, acción de gracias,
impetración y expiación por sí, por la I. y por todo el mundo. La distinción
entre inmolación y ofrecimiento con respecto al sacrificio y al sacerdocio
representaba un notable paso aclaratorio de la doctrina de Trento.
En la perspectiva de esta encíclica resaltaba en primer plano el sacerdocio
ministerial por su principal relación con el sacrificio. El Vaticano II,
recogiendo y perfeccionando toda la tradición anterior y el magisterio de los
anteriores pontífices, amplía las perspectivas, resumibles en los siguientes
puntos: a) Pone en primera línea la 1. como Pueblo de Dios, resaltando así sus
cualidades esenciales y genéricas, entre ellas el sacerdocio común. b) La
presenta como «sacramento primordial», de unidad y salvación para todo el género
humano, nuevo Israel, Pueblo consagrado, medianera sacerdotal entre Dios y los
hombres. c) Describe el sacerdocio común en sus dimensiones cristológico-pneumáticas:
prolongación del de Cristo por la unción del Espíritu; eclesiológicas: propio de
toda la I.; cultuales-sacramentales: arranca de los sacramentos y se ejerce por
ellos, principalmente por la Eucaristía; vitales: informa esencialmente las
actitudes internas humanas y se ejerce por la humana actividad; cosmológicas: en
directa relación con la humanidad y el cosmos; escatológicas: a consumarse en la
gloria. d) Lo demuestra actuando por los fieles (laicos y religiosos); determina
sus relaciones con el de los obispos y presbíteros y fija la terminología
(sacerdocio común, sacerdocio ministerial). e) Lo presenta acompañado siempre
por las notas de profetismo (testimonio de Cristo y su evangelio con la palabra
y en la acción) y de realeza (victoria sobre el demonio, el pecado, el egoísmo y
la soberbia, el mal cósmico; dominio de sí y de las fuerzas creadas y sus
estructuras en orden a conducirlas a Dios).
La enc. Mysterium fidei de Pablo VI (AAS 57, 1965, 769-772) recalca la doctrina
del Conc. Vaticano II sobre el sacerdocio común, y ofrece una síntesis de sus
aspectos litúrgicos la Instr. de la S. Congr. de Ritos, Eucharisticum mysterium
(ASS 59, 1967, 563-573). Insisten sobre el aspecto expiatorio las Const.
Paenitemini (AAS 58, 1966, 177-198). e Indulgentiarum doctrina (AAS 49, 1967,
5-24).
4) Síntesis doctrinal. Apoyándonos en las enseñanzas del Conc. Vaticano II,
podemos diseñar una síntesis integrativa de toda la evolución doctrinal
anterior:
a) Participación del sacerdocio de Cristo en la Iglesia. La obra mesiánica de
Cristo se caracteriza por dos rasgos fundamentales: es una mediación entre Dios
y el hombre de carácter reconciliatorio, dado su fin redentor de la humanidad
caída en el pecado, e incluso del cosmos en cuanto sometido al desorden
introducido por la culpa, que lo esclaviza al mal en lugar de enderezarlo a la
gloria del Creador. Esa obra de salvación se desarrolla en la historia: comienza
temporalmente con la acción salvífica de Cristo; se prolonga a través del tiempo
mediante la acción instrumental de la L; se consuma al final de los tiempos,
cuando el mundo y el hombre, plenamente liberados del mal, se ofrecen mediante
Cristo a la perfecta gloria de la Trinidad Santísima.
La I. es algo más que el conjunto de redimidos por Cristo: Cristo media entre
Dios y los hombres no sólo obteniendo a éstos el perdón de los pecados y la
gracia de la filiación divina, sino también haciéndoles participantes de su
oficio de mediador, trámite los sacramentos y por la infusión del Espíritu
Santo. La I. forma un todo orgánico con Cristo como su Cabeza, y diferenciado
según la distribución de los carismas hecha por el Espíritu, a fin de perpetuar
su acción redentora en el tiempo hasta consumarla en la eternidad. Es, por
tanto, el instrumento mediante el cual Cristo glorioso actúa entre los hombres,
aplicándoles los frutos de su Redención y conduciéndolos a la gloria del Padre.
Instrumento visible y orgánico, donde cada miembro tiene una función salvífica
diferenciada y complementaria de las de los demás, en orden a la plena
edificación del Cuerpo místico (íntegro desarrollo en la fe y en la caridad) y a
la salvación de todo el género humano: «sacramento primordial».
La actividad mediadora de Cristo, dada su vasta complejidad, puede considerarse
bajo diversos aspectos, que se interfieren y completan, sin que puedan aislarse
unos de otros: profético, sacerdotal y real. El profético tiene un aspecto
sacerdotal en cuanto que el testimonio y la palabra son portadores de salvación
e instrumentos de la misma, es un acto de culto; el real en cuanto que se
efectúa fundamentalmente por la infusión de la gracia (que Cristo dispensa con
imperio) que libera del mal y conduce a Dios, y en cuanto que (poder judicial y
legislativo, poder sobre las criaturas) va encaminado a consagrar el mundo a la
gloria del Padre. Pero aquí nos atenemos a lo estrictamente sacerdotal:
mediación de gracia y- culto, que se centran de una forma u otra en el
sacrificio (v.).
La mediación sacerdotal de Cristo se presenta cual consumadora del sacerdocio
del A. T. e inauguradora de la nueva Alianza mediante el sacrificio de la Cruz,
en orden a constituir un nuevo pueblo, la L, que hereda los privilegios de
Israel, pero trascendiéndolos en significado y contenido. Esa mediación se cifra
en este sacrificio, de carácter fundamentalmente expiatorio, de adoración,
acción de gracias e impetración, realizado en nombre de toda la humanidad y en
beneficio de toda ella, centrando así el nuevo culto, desligado del Templo y de
los antiguos ritos, hecho en espíritu y en verdad. Sacerdocio, sacrificio y
culto definitivos, pero que se prolongan: en la tierra mediante la l., su
instrumento visible, por la que sigue tributando a la Trinidad el verdadero
culto, resumido en el sacrificio de la Misa (v. EUCARISTíA 11), que perpetúa el
del Calvario; en el cielo intercediendo continuamente ante el Padre hasta que en
la resurrección de la carne se logren plenamente los frutos de la Redención,
siendo perfecta la gloria que la humanidad rescatada tributará a Dios en Él.
La 1. es, pues, una comunidad sacerdotal, cuyo sacerdocio es participación del
de Cristo, al que prolonga y con cuyos fines se identifica. Lo ejerce en la
tierra incorporándose a la acción sacerdotal de Cristo: a) apropiándose
activamente de los frutos de la Redención, esto es, viviendo la vida renovada de
hijos de Dios como consagración religiosa, mediante la entrega de la propia vida
en el cumplimiento de su voluntad, manifestada en la ley evangélica,
especialmente en el precepto de la caridad; b) incorporándose activamente a la
acción cultual de Cristo, que en la tierra se prolonga y realiza mediante los
ritos sacramentales, sobre todo, la Eucaristía. Estos dos tipos de actividad
sacerdotal son comunes a toda la l.: absolutamente el primero, conforme a la
diversa condición de sus miembros el segundo; ya que por lo que toca a la
realidad sacramental, que se ordena a la Eucaristía, y especialmente en cuanto a
ésta, Cristo hace participar su sacerdocio de un modo peculiar a algunos
miembros de forma que puedan efectuar el sacrificio de la Misa en su persona y
en cuanto sacrificadores (ministros), y sean ordinarios administradores de los
restantes sacramentos (excepto del Matrimonio) a los demás fieles. Por otra
parte, ambas actividades se complementan y funden en unidad vital: la recepción
de la vida divina, la posibilidad de constituirse en sacrificio vital agradable,
la de ser instrumento de salvación para los demás, arrancan de los sacramentos y
de ellos se nutren, logrando a través de ellos -especialmente la Eucaristía- su
manifestación ritual y eclesial. De aquí que la 1. participe del sacerdocio de
Cristo en dos dimensiones: una común, universal, propia de todos sus miembros;
otra especial, comunicada solamente a algunos y en beneficio de todos los demás,
ministerial.
b) El sacerdocio común. 1o Raíz. La participación de todos los cristianos en el
sacerdocio de Cristo deriva, lo mismo que su incorporación mística a Él, de los
sacramentos de iniciación cristiana (v.). El Bautismo (v.) incorpora a Cristo
sacerdote mediante la unción del Espíritu, la impresión del carácter, que
destina al culto, y la inserción en la comunidad sacerdotal que es la l. La
Confirmación (v.) refuerza estas notas y confiere la plenitud pentecostal del
Espíritu Santo en orden a participar plena y activamente en la vida de la l., en
su crecimiento y en su misión, con fuerza espiritual y madurez, poniendo a su
servicio los carismas que de este sacramento brotan. Ambos consagran el hombre a
Dios y le facultan a participar activamente en el culto, recibiendo y actuando.
2° Ejercicio. a) Actividades cultuales-sacramentales: administrar el Bautismo;
administrar el Matrimonio; poner la quasi-materia en la Penitencia,
reconciliándose con la L; recibir los restantes sacramentos; participar
activamente en los actos de culto público. Acerca de la Eucaristía es de notar
que siendo el principal sacerdote de este sacrificio Cristo, que -se ofrece a Sí
mismo al Padre en nombre de toda la humanidad y especialmente en el de todos
cuantos se le han incorporado por la fe y el Bautismo, el sacerdocio común
faculta a unirse por consentimiento a la voluntad de Cristo oferente,
ofreciéndose con Él por medio del sacerdote ministerial, quien efectúa el
sacrificio en cuanto acción personal de Cristo sacrificador, y esto in persona
Christi, no por delegación de los fieles. (Esta participación en la oblación se
simboliza por los ritos del ofertorio, limosnas para la celebración,
participación en las plegarias, cánticos, etc.). La comunión asocia íntimamente
a Cristo víctima e induce a reproducir en la propia vida calidades victimales;
pone, además, de manifiesto externamente la unidad de la 1. cual comunidad
sacerdotal que participa en el mismo banquete de comunión reconciliadora. Nótese
que la Misa es siempre sacrificio de índole pública, como el de Cristo, y no
carece de ella cuando se celebra en privado. Otras posibles participaciones del
cristiano en el culto público (distribución de la comunión, dirección de ritos
-funerales, paraliturgias, etc-) tienen función meramente subsidiaria del
sacerdocio ministerial. b) Actividades vitales: La vida del cristiano,
incorporado al sacerdocio de Jesús, se manifiesta en dos vertientes: de culto a
Dios, centrado en el sacrificio, de forma que toda ella puede considerarse tal,
y de trasmisión de la gracia salvadora a los hombres, realizando así una
mediación, tanto en el seno de la l., cuanto con respecto a los que están fuera
de ella. Glosemos más ambos puntos.
Por una parte, toda obra del cristiano impulsada por la gracia deriva de Cristo
y de la I. un valor de adoración, de acción de gracias, impetración y expiación.
Este último destaca sobre todo en los sufrimientos voluntariamente aceptados,
pobreza, enfermedad, persecuciones, angustias de la vida, trabajos, muerte; en
las penitencias voluntariamente asumidas; en los estados de vida que suponen
renuncia libre a bienes positivos temporales -castidad, pobreza, obediencia
(estado religioso)-, pues unen estrechamente a la pobreza y abajamiento
redentores de Cristo; en la vida ascética en general. El dolor humano, por
nuestra incorporación a Cristo, tiene valor expiatorio. Por otra parte, todos
estos aspectos tienen un valor comunitario, no sólo por hacerse en unión con la
I. -aunque se realicen en privado-, pues siempre se efectúan en cuanto miembros
de la misma; sino en cuanto que se enderezan al bien de toda ella. Especialmente
la plegaria impetratoria y el valor expiatorio de nuestras obras pueden redundar
en el bien de los demás, conforme a la voluntad divina, a manera de sufragio.
Precisamente aquí radica el dogma de la comunión de los santos (v.): la
impetración y expiación (v. INDULGENCIAS) por las almas del purgatorio; la
plegaria de los bienaventurados en el cielo por la I. militante; la de unos por
otros en este mundo, no son sino formas de actuación de este sacerdocio. La
familia cristiana constituye también una determinada manera de ejercitarlo: los
padres se administran mutuamente el sacramento del Matrimonio, presentan sus
hijos al Bautismo, les trasmiten la fe educándoles en la vida de la gracia,
forman todos una comunidad de plegaria, adoración, etc., que la constituyen en
primaria célula de la 1. sacerdotal (Lum. gent. 17).
Finalmente la 1. está llamada a ejercer en el mundo, aparte de la función
estrictamente sobrenatural de distribución de gracia salvífica (administración
de sacramentos, impetración y expiación por el mundo entero a fin de ordenarlo a
la recepción de la gracia), otra acción de presencia activa en las estructuras
mediante las que se construye la ciudad terrestre: cultura, sociedad, economía,
ciencia, técnica, trabajo, etc. Pues quiso Dios recapitular en Cristo todo el
universo, refiriéndolo así a su gloria, tal es también la misión secundaria de
la l., que no consiste en sacralizar tales estructuras, apartándolas del uso
profano para dedicarlas al culto divino, sino en liberarlas del desorden que ha
introducido en ellas el pecado apartándolas de la gloria de Dios y orientándolas
a la satisfacción del orgullo y del egoísmo. Es propio del cristiano trabajar
porque esas realidades alcancen su propia perfección intrínseca, según sus
propias leyes objetivas derivadas del hecho de la creación; infundiendo en ellas
el espíritu evangélico de la caridad, la verdad y la justicia, de forma que toda
la actividad humana se dirija realmente al bien común. De esta forma el mundo
queda como santificado en su interior (consecratio mundi) y apto para ser
ofrecido en alabanza al Dios creador y para ser asumido en la gracia del
Redentor, que perfeccionará tal oferta. Así la actividad temporal del cristiano
en el mundo reviste un triple carácter sacerdotal: en cuanto encaminada a
consumar al mundo en su perfección para ofrecerlo a gloria del Creador; en
cuanto impone un acto de obediencia entregada a la voluntad divina, que implica
abnegación, sacrificio y don de sí, uniéndose al sacrificio de Cristo por la
salvación del mundo (cfr. Lumen gentium, 31); en cuanto supone un servicio hecho
por caridad a los hermanos para, en definitiva, acercarlos a Dios.
En resumen, el sacerdocio común encierra una consagración a Dios por la gracia y
el carácter, una mediación ordenada a conseguir la unión con Dios en el seno de
la I. y ante el mundo, una capacidad de ofrecer a Dios obras agradables y
sacrificios en la realización de la vida cristiana y -según distintas
modalidades- en el culto público.
Es oportuno cerrar estas líneas haciendo una referencia especial a la Virgen
María, en quien se halla eminentemente la función mediadora en gracia a su
cooperación a la Redención consintiendo al sacrificio de su Hijo e intercediendo
por la humanidad y por la 1. en el cielo. Una mariología eclesiológica tenderá a
profundizar en esa mediación comparándola al sacerdocio común; una cristológica
la unirá más especialmente al sacerdocío de Cristo. De todas maneras hay que
reconocer que no es de tipo estrictamente cultual, ni deriva de los sacramentos,
ni por ellos se ejerce. Nunca podría ser asimilado al sacerdocio ministerial, ya
que no actúa en persona de Cristo sino en cuanto a É1 unida, si bien de un modo
diverso de como lo hacen los fieles.
c) Relaciones entre sacerdocio común y ministerial: Aparte de la
complementariedad que ya hemos notado, el sacerdocio ministerial implica el
común (Bautismo, Confirmación) y lo diversifica mediante la recepción de un
carisma que se recibe en la ordenación, sacramento del Orden, a favor de la 1.
toda. Por esa ordenación es el sacerdote ministro ordinario del culto y de los
sacramentos (exclusivo de la Confirmación, Penitencia, Unción de enfermos, Orden
y celebración del sacrificio de la Misa en persona de Cristo), realizando así
una mediación entre Dios y los fieles, que no ahoga el libre acceso de éstos a
Dios, sino lo facilita, no siendo otra cosa que prolongación de la mediación
misma de Cristo. Entre ambos sacerdocios existe una diferencia ontológica -según
el Vaticano II difieren essentia et non gradu tantum (Lum. gent. 10)-, pues
radicando en caracteres diferentes, participan diferentemente en el sacerdocio
de Cristo. Ambos, unidos y relacionados en su ser y en su actividad, constituyen
la I. comunidad sacerdotal.
5) Cuestiones teológicas debatidas. Vamos a enumerarlas brevemente, remitiendo a
la bibliografía para su ulterior profundizamiento. Las cuestiones más
importantes debatidas entre los teólogos en torno al sacerdocio común versan
acerca de su naturaleza y de sus raíces sacramentales.
a) El hecho de que la primera formulación del sacerdocio común arranque de una
espiritualización de la religión, y de la distinción de la liturgia cristiana
respecto al culto oficial de Israel; la tardanza en introducirse la terminología
sacerdotal en la teología del Orden en la primera tradición; la visión
estrictamente cultual de este sacerdocio, que arranca de la escolástica; la
definición del sacerdocio por su relación con el sacrificio de la Misa y por su
papel mediador dentro de la I.; las disputas acerca de la esencia del sacrificio
de la Misa (oblación, inmolación) o de la esencia del sacerdocio en general
(consagración, mediación, sacrificio) son otras tantas cuestiones, históricas o
teológicas, que dan ocasión a una serie de problemas en torno a la naturaleza
del sacerdocio común.
Pasando ya a este problema, se discute si, dando por sentado que es el sacerdote
ministerial quien en persona de Cristo efectúa el sacrificio de la Misa, se debe
poner en el fiel una potestad de «consacrificar» -locución por lo menos
equívoca- (Semmelroth); o afirmar que el común es verdadero sacerdocio por
implicar facultad de «ofrecer» (distinta de la de «inmolar», propia del
ministro), aun cuando no suponga mediación, ya que ésta no es esencial al
sacerdocio (Sauras); o que lo es aun sin conexión de tipo realmente sacrifical
con la Misa, pues supone potestad privada (por contraste con la oficial y
pública del ministerial) de ofrecer sacrificios espirituales y comunicar dones
divinos (Congar, Bravo); o sostener que es un sacerdocio puramente metafórico (Benoit,
Coppens); o que no se relaciona con la Eucaristía, sino sólo con el culto
espiritual (Cerfaux); o afirmar que es preferible no llamarle sacerdocio, sino
poder cultual del bautizado (Thils). De aquí también vacilaciones en la
terminología: si el sacerdocio común ha de llamarse figurado, espiritual y
místico, interno y privado, no sacramental, incoativo, regio, por oposición al
propio, verdadero y efectivo, exterior y público, sacramental, pleno, servicio
real (cfr. G. Philips, ó. c. en bibl.).
La solución a estos problemas puede darse profundizando en la tradición que
culmina en el Conc. Vaticano II (que no ha zanjado la discusión acerca de su
naturaleza), teniendo presente la compleja realidad del sacerdocio común, su
carácter básico y complementario frente al ministerial, sus raíces sacramentales
y sus diversas expresiones vitales y litúrgicas; no queriendo definirlo en razón
del ministerial, sino dentro de su propia categoría. En cuanto a la terminología
parece más propia la adoptada por el Concilio: sacerdocio común y ministerial
respectivamente.
b) Otra serie de problemas, ligados a los anteriores, derivan tanto de la
imprecisa noción del sacerdocio común, cuanto de la dificultad de distinguir en
la Patrística entre la teología del sacramento del Bautismo y la de la
Confirmación, y por ende los diversos efectos de ambos sacramentos.
Hay teólogos que hablan de un tipo de sacerdocio (moral, de actos internos de
religión: Thils; espiritual o de santificación interior: Durst, Congar,
Laurentin, Holstein) que brota de la gracia santificante aun conferida por
medios extrasacramentales -en atención al caso de la Virgen-, diverso del
sacerdocio sacramental o del poder cultual de los bautizados. Para el Conc.
Vaticano II el sacerdocio común arranca de los dos sacramentos, Bautismo y
Confirmación, pero ya vimos que en la tradición latina se atribuye más bien al
Bautismo sólo, mientras la griega (Cabasilas) más bien a la Confirmación sola,
dado que el Bautismo hace participantes de la unción del Espíritu que Cristo
recibe de la Encarnación, y la Confirmación de la del Jordán, que se comunica a
toda la I. en Pentecostés y por la que Cristo es consagrado sumo sacerdote. Para
algunos, la Confirmación no hace sino perfeccionar en potencia el sacerdocio
comunicado en el Bautismo (Sillebeeckx); para otros, el Bautismo ordena al
sacerdocio litúrgico-eclesial y la Confirmación al de testimonio y apostolado (Holstein);
o el Bautismo al sacerdocio de la vida cristiana en su dimensión personal y la
Confirmación al de la misión activa en la I. y de lucha contra el mal, que
constituye un sacrificio-sacerdocio (Lécuyer).
Reteniendo que el sacerdocio común arranca de ambos sacramentos en cuanto
imprimen carácter, la posibilidad de obtener una mayor precisión de sus efectos
dependerá de distinguir con más precisión entre sacerdocio y profetismo, y de
que se desarrolle la teología de la Confirmación (v.), que aún encierra puntos
oscuros.
V. t.: III, 6; ECLESIOLOGíA II, 2 a; SACERDOCIO; CUERPO MÍSTICO; COMUNIÓN DE LOS
SANTOS; APOSTOLADO; ORDEN, SACRAMENTO DEL; PRESBÍTERO; LAICOS; BAUTISMO III;
CONFIRMACIÓN; EUCARISTÍA II.
PEDRO DE ALCÁNTARA MARTÍNEZ.
BIBL.: Estudios de teología positiva: L. LELOIR, Valeurs permanents du sacerdote lévitique, «Nouvelle Rev. Théologique» 92 (1970) 246-266; L. CERFAux, Regale sacerdotium, «Rev. Sciences Philosophiques et Théologiques» 28 (1939) 5-39; J. COPPENS, Le sac. royal des jidéles: un comm. de 1 Petr. 2,4-12, en Au service de la Parole de Dieu, Gembloux 1969, 61-75; P. DABIN, Le sacerdoce royal des jidéles: I. Dans les Livres Saints. 11. Dans la tradition ancienne et moderne, París 1945-1950; J. LÉCUYER, Essai sur le sacerdote des jidéles chez les Péres, «La Maison Dieu» 27 (1951) 7-50; J. M. ALONSO, S. Tomás y el llamado sacerdocio de los fieles, en XIII Semana de Teología, Madrid 1954, 131169; F. BRAVO, Naturaleza del sacerdocio común de los creyentes, según Lutero, «Revista Española de Teología» 22 (1962) 179-254; E. BOULARAND, Le sac. de la Lo¡ Nouvelle d'aprés le décret du C. de Trente sur le sacr. de 1'ordre, BLE 56 (1955) 193-228; A. THIRY, L'Encyclique «Mediator Dei» sur la Liturgie, «Nouvelle Rev. Théologique» 70 (1948) 113-136.Comentarios a la doctrina del C. Vaticano II: G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio, Barcelona 1968-69; DE SMEDT, El sacerdocio de los fieles, en G. BARAúNA, La Iglesia del Vat. 11, 3 ed. Barcelona 1968; J. GALOT, Le sacerdote dans la doctrine du Concile, «Nouvelle Rev. Théologique» 88 (1966) 1044-1061.Estudios generales: G. CACCIATORE, Enciclopedia del sacerdozio, Florencia 1953; J. COLSON, Prétres et peuple sacerdotal, París 1969; Y. CONGAR, Structure du sacerdote chrétien, «La Maison Dieu» 27 (1951) 51-85; J. COPPENS, Sacerdocio y celibato, Madrid 1971; P. FRANSEN, Priestertum, en Hand. Theol. Grundbegriffe, II, Munich 1963, 340 ss.; H. HOLSTEIN, La théologie du sacerdote, «Nouvelle Rev. Théologique» 76 (1954) 176-183; R. LAURENTIN, Marie, 1'Église et le sacerdote, París 1953; J. LÉCUYER, Le sacerdote dans le mystére du Christ, París 1957; A. DEL PORTILLo, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970; P. RODRIGUEZ, Ministerio y comunidad, «Scripta Theologica» 2 (1970) 119142; F. A. PASTOR, Teología del ministerio eclesial, «Estudios Eclesiásticos» 45 (1970) 53-90.Estudios especiales sobre el sacerdocio común: Het priesterschap van de gelovigen (bibl.), «Katholiek Archief 1I» 11 (1956) 541-612; E. BOULARAND, Sacerdote de 1'Église, sacerdote du baptisé, «Rev. d'ascétique et mystique» 32 (1956) 361-396; A. M. CARRE, Le sac. des laics, París 1960; Y. CONGAR, Jalones para una teología del laicado, 3 ed. Barcelona 1965; A. PIOLANTU, Sacerdozio dei fedeli, en Encicl. Cattolica, X,, Vaticano 1953, 1544 ss.; E. SAURAs, El laicado y el poder cultual sacerdotal, «Rev. Esp.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991