José, San

 
1. San José en la historia de la teología. S. José permanecerá mucho tiempo en el silencio nazaretano en el que ha desaparecido. Fue una exigencia histórica de su misión providencial. Presente mientras debía encubrir y salvaguardar el misterio, desaparece cuando podía impedir su manifestación. Durante siglos, la inteligencia cristiana, absorbida y deslumbrada por el misterio del Hombre Dios, no pudo prestar mucha consideración a otros misterios cristianos derivados de ése, aunque fueran tan importantes y tan relacionados con el mismo de Cristo como los de María y José. Pero esta relación es tan íntima y tan perdurable que la luz acumulada sobre Cristo irá reverberando inevitablemente sobre la figura de su Madre divina y acabará por esclarecer y abrillantar también la del humilde y excelso Patriarca. De hecho fue el origen maravilloso de Jesús el que hizo ver incluido en el halo virginal de María a su dignísimo esposo. Frente a los «delirios de los apócrifos» y la aberración de los herejes, S. Jerónimo anticipará la convicción definitiva de la Iglesia sentenciando tajantemente: «Tú dices que María no permaneció virgen; yo, por el contrario, vindico, además, que el mismo José fue virgen por María, para que de un conyugio virginal naciese un hijo virgen... Puesto que fue más custodio que marido de María, se concluye que permaneció virgen con María el que mereció ser llamado padre del Señor» (De perp. Virg. B. M. V.: PL 23,213). S. Agustín complementa la enseñanza de S. Jerónimo sorprendiendo genialmente la armonía entre la perfección del matrimonio y la decisión de virginidad de los cónyuges (cfr. De nupt. el concup.: PL 44,421).
Sobre estos pilares doctrinales de S. Jerónimo y de S. Agustín se. irá construyendo con lentitud, pero con seguridad, el grandioso templo de la teología josefina. A ello contribuyó con su incomparable penetración teológica S. Tomás y posteriormente Gerson, Suárez, Silvio, Estío, S. Francisco de Sales, etc. La primera exposición teológica completa sobre S. José fue la Suma de donis S. Joseph de Isidoro de Isolano, Pavía 1522. Del mismo Isolano es la célebre predicción, hoy felizmente cumplida: «El Vicario de Cristo en la tierra, por inspiración del Espíritu Santo, mandará que la fiesta del padre putativo de Jesús, del esposo de la Reina del mundo, del hombre santísimo, se celebre en todos los confines del imperio de la Iglesia militante. Y así, el que en el cielo siempre estuvo delante no estará en la tierra detrás» (o. c., p. 3, cap. 8; ed. B. Llamera, BAC, 1953, 545-546). En el cumplimiento de esta predicción, más que la enseñanza de los teólogos y de los jerarcas influyó la intuición y la devoción popular, cuya representante máxima fue S. Teresa de Jesús (cfr. Vida, cap. 6). Entre los escritores josefinos posteriores a los ya citados, merecen recordarse, entre otros, Cornelio A. Lápide, Bossuet, Cartagena, Gotti, Benedicto XIV, Silveyra, Maldonado, Sinibaldi, etc.
En 1870, Pío IX satisfizo la aspiración general de los fieles proclamando a S. José Patrono de la Iglesia. León XIII dedicó al santo Patriarca en 1889 la luminosa enc. Quamquam pluries. También se han distinguido en el elogio de S. José Benedicto XV y Pío XI. El año 1962 Juan XXIII mandó incluir el nombre de S. José en el Canon de la Misa, a continuación del recuerdo de la Virgen.
Durante gran parte del s. xx fue considerada como obra teológica clásica el Tractatus de S. Joseph, del card. Lepicier. El año 1953 se publicó la obra del P. Bonifacio Llamera, Teología de San José, que hasta ahora es el mejor estudio doctrinal del santo Patriarca.
2. Visión teológica de la personalidad de S. José. La teología de S. José es tan sencilla como su historia, o, por mejor decir, es su misma historia vista desde lo alto: desde los designios de Dios. Para conseguir esta visión teológica de la personalidad de S. José, basta leer su historia evangélica -la de los primeros capítulos de S. Lucas y de S. Mateo- a la luz del primer capítulo del evangelio de S. Juan. Con sólo esto, se ve que «al principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios... Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (lo 1,1-14). San Lucas cuenta cómo ocurrió la encarnación del Verbo, Hijo Unigénito del Padre: «En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel a una virgen desposada con un varón de nombre José de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Entrando a ella le dijo: Dios te salve llena de gracia el Señor es contigo... Has hallado gracia delante de Dios y concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin...» (Lc 1,26-33).
A veinte siglos del acontecimiento comenta el Conc. Vaticano 11: «El sapientísimo y misericordiosísimo Dios, queriendo llevar a cabo la redención del mundo, al llegar la plenitud de los tiempos envió a su Hijo, nacido de mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos» (Const. dogm. Lumen gentium, n° 52). Nacido, dirá el mismo Concilio, de la Santísima Virgen, «predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente con la encarnación del Verbo...» (ib. n. 61).
Aquilatemos los datos. Dios predestina que la obra suprema de la Encarnación se verifique por la maternidad de una virgen, María; y predestina también que María, la Madre del Hijo de Dios Redentor, sea «una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David» (Le 1,27). Dios, por tanto, predestina que el Hijo de Dios nazca virginalmente, como hombre, de la esposa de José. Dios, por consiguiente, en la predestinación misma de la Encarnación del Verbo y de la Madre divina, predestinó a S. José como esposo virginal de María y como padre virginal de Jesús. En su día un mensaje divino le asegurará a José de esta predestinación (cfr. Mt 1,18-21).
La consecuencia es clara y sublime. S. José está incluido en el plan divino de la Encarnación con la función singularísima y altísima de aceptar, recibir y acoger paternalmente al Hijo de Dios, hecho Hijo virginal de la Virgen María, su esposa. Función importantísima en la verificación del misterio por cuanto el consentimiento esponsal y propaternal de José condiciona la maternidad divina virginal de María; importantísima a la par en la vida y destino del santo Patriarca porque le vincula en el grado más entrañable con María, como esposa y con Jesús, como hijo suyo: por serlo de su esposa. Reparemos en esta doble vinculación.
a. San José, esposo de la Virgen María. Un día dirá Jesús hablando de los esposos: «Que nadie separe a los que Dios unió». Es, pues, divina la unión de todos los esposos. Y lo es con mayor razón la unión esponsal de María y de José. Dios escogió y formó en María una madre digna del Verbo Humanado; Dios mismo escogió y formó en José un esposo digno de su Madre divina. Digno de ella y de su misión maternal. José fue ideado por Dios a la medida divina y humana de María. En el Génesis aparece Dios formando al hombre a semejanza de Dios y a la mujer «como ayuda semejante y proporcionada al hombre» (Gen 2,18-20). En el plan de la Encarnación aparece Dios preparando a María a semejanza de su Hijo, el Hombre-Dios, y preparando a José «como ayuda proporcionada y semejante a María», como requería su condición de esposo de María.
Dios los hizo y ellos se encontraron y se reconocieron semejantes. Y como la semejanza causa y mide el amor, son los esposos que más se han amado. Dos corazones que Dios asemejó, unió y complementó para que convergiesen, sumados, en un fruto virginal: Jesús. Así se comprende que la pureza virginal e inviolable de María se confiase al amor de un hombre. Es que este hombre era José, el varón justo de la casa y familia de David. La Virgen posó la mirada virginal de su amor en los ojos de José porque sorprendió en ellos una pureza semejante a la suya. Dios había preparado el corazón virginal de José para refugio y amparo del corazón purísimo de la Virgen Madre.
b. San José padre de Jesús. Ningún matrimonio es fin de sí mismo y menos que ninguno el de María y José. El fin y razón de este matrimonio virginal fue la humanación del Verbo que había de nacer virginalmente de María, esposa de José. Los otros matrimonios están ordenados connaturalmente a sus hijos. Este matrimonio estaba ordenado extraordinariamente a este Hijo. De ahí la naturalidad con que los Evangelios excluyen la intervención física de José en la generación de Jesús y afirman la paternidad de José sobre el Hijo engendrado por María (cfr. Lc 2,27.33.41-43,48). S. Agustín comentará: «Cuando Lucas refiere que Cristo nació de la Virgen María y no del contacto con José, ¿por qué llama a José su padre, sino porque rectamente entendemos que es esposo de María, no por unión carnal, sino por vinculación conyugal y por esto padre de Cristo mucho más íntimo, como nacido de su esposa, que si lo hubiese adoptado de fuera?» (De consens. evang., 1.2, n.3: PL 34,1072). S. Tomás añadirá esta precisión: «La prole no es efecto del matrimonio sólo en cuanto por él es engendrada, sino también en cuanto en él es recibida y educada y en este sentido, no en el otro, fue aquella prole (Cristo) fruto de este matrimonio... Este matrimonio fue especialmente ordenado a recibir y educar aquella prole» (Sent. d.30 q2 a2 ad4). Matrimonio divinamente ordenado al nacimiento y crianza del Niño Dios. Ésta es la clave teológica para comprender la verdad y el alcance del matrimonio de María y de José. Para su encarnación el Verbo debía nacer virginalmente de una virgen desposada. La virgen sería María; su esposo José. La divina ordenación es efectiva de lo que ordena. Por eso, en virtud de la divina ordenación, María, esposa de José, será Madre del Verbo encarnado, aceptando su concepción virginal del Espíritu Santo; y en virtud de la misma ordenación, S. José será el padre virginal del Verbo encarnado aceptando al Hijo virginal de su esposa.
La efectividad de la divina ordenación no comienza en la hora en que es comunicada a María y a José (cfr. Lc 1,26 ss.; Mt 1,20 ss.). Ellos mismos en su existencia y en la integridad de sus condiciones son efecto de esa misma ordenación o predestinación divina. S. José, por tanto, al aceptar a María por esposa y al hijo de María por propio hijo, es ejecutor de la misión esponsal y paternal eternalmente predestinada y a la que debía, sin saberlo, sus condiciones personales de naturaleza y de gracia.
Por eso, la paternidad sobre Jesús, lejos de serle extraña, le es entrañablemente connatural por la ordenación y por la preparación divina con que ha sido prevenido. Ser esposo virginal de la Madre de Jesús y ser padre virginal del mismo Jesús era su misión connatural porque corresponde maravillosamente a su destino y a su idoneidad providencial. Paternidad singular como matrimonio singular e hijo singular. Pero la singularidad no empece, sino que sublima la realidad y la verdad de la paternidad. María hablaba con toda verdad cuando le decía al Hijo: «Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote» (Le 2,48).
Le buscaban apenados los dos: padre y madre. José compartía el amor y eJ dolor de María hacia Jesús. Lo más verdadero de su verdadera paternidad era su corazón paternal, unido e identificado con el corazón de María en el común corazón de entrambos que era Jesús: fruto común de su mutuo amor virginal. Este corazón paternal fue hechura maravillosa de la gracia; pero de una gracia facilitada al máximum por la predisposición y la concordancia de la naturaleza. No hubo ni habrá esposos tan semejantes y tan compenetrados como María y José. No hubo ni habrá hijo tan semejante a su madre como lo es Jesús a la Virgen. Y no hubo tampoco un hijo tan semejante a su padre, como lo fue a José el Hijo virginal de su esposa. Fue alarde de gracia esta incomparable consonancia de naturaleza. Proclamando la obra maravillosa de la encarnación reconoció María que había obrado grandezas en ella el Todopoderoso (Le 1,49). Por Jesús y por ella, obró también grandezas el Omnipotente en S. José.
3. Dignidad y santidad de San José. Grandezas sin igual después y en razón de las de ellos. Lo dijo con su acostumbrada penetración León XIII: «Es (José) el esposo de María y padre putativo de Jesucristo. De aquí deriva su dignidad, su gracia, su santidad y su gloria. Ciertamente la dignidad de la Madre de Dios es tan alta que no es posible mayor. Pero siendo así que José está ligado a la santísima Virgen con vínculo esponsal, no hay duda de que nadie se acercó tanto como él a aquella altísima dignidad por la que la Madre de Dios supera ventajosísimamente a todas las criaturas» (enc. Quamquam pluries, 18 ag. 1889). La excelsitud de S. José se mide, pues, por la de su condición y misión de esposo de la Madre de Dios y padre virginal y providencial de su Hijo divino. Fue su dignidad ser dignamente lo uno y lo otro.
Y esta misma es la clave para vislumbrar las dimensiones incomparables de su gracia y santidad. Su misión esponsal y paternal las requería proporcionadas a las de María y a las de Jesús. Y Dios da la idoneidad en proporción con el destino. Pero, además, esta misma misión de íntima convivencia con María y con Jesús era una oportunidad inigualable de santificación. S. Tomás razona a propósito de la santidad de María: «Cuanto algo más se allega al principio de un orden cualquiera tanto más participa de la eficiencia de ese principio... Ahora bien, Cristo es el principio de la gracia como autor de ella, por su divinidad, y como instrumento por su humanidad. La Virgen, por tanto, debió recibir de Cristo una plenitud de gracia mayor que todos los demás, pues fue cercanísima a su humanidad, ya que recibió de ella la naturaleza humana» (Sum. Th. 3 q27 a5 c). Se impone la deducción de que por análogo motivo, es decir, por su máximo allegamiento a María y a Jesús, recibió S. José la máxima plenitud de gracia y santidad, sólo inferior a la de ellos.
A propósito de la vida nazaretana de Jesús, hace el P. Lagrange esta fina observación: «Jesús volvió con ellos a Nazareth y les estaba sujeto. Lo estuvo así muchos años, cumpliendo a su lado la más dulce y alta obra, la santificación de María y de José» (El Evangelio de N. S. Jesucristo, Barcelona 1933, 44). La convivencia familiar con María y con Jesús era para José una promoción constante de santidad. Era el de ellos, sobre todo el de Jesús, un amor santificador. Jesús irradiaba gracia al amar. Hasta sus besos y sus sonrisas eran divinizadoras. ¿Quién podrá calcular el alcance santificador de la convivencia entre Jesús, María y José? Basta saber para nuestro asombro que santificaban a José al amarle y que se santificaba José al amarles. ¡Y le amaban y les amaba tanto!
4. Puesto eclesial del santísimo Patriarca. Para comprender la proyección cristiana universal o la trascendencia eclesial de la misión de José, basta pensar que la Iglesia es como la expansión vital de la Familia de Nazareth (v. SAGRADA FAMILIA). A través de María y de Jesús la misión esponsal y paternal de José servía los mismos fines salvadores de la encarnación y de la divina maternidad. A su modo y medida -que no es del caso precisar- la función de José fue una cooperación valiosísima a la obra redentora de Jesús y María. ¿Cómo podía no entrañarle con su obra una misión que tan profundamente le entrañaba con ellos? Mientras vivió, convivió plenamente sus mismas situaciones, sus mismos misterios, con la más amorosa, la más solícita y la más abnegada servicialidad. Lo pondera así León XIII: «Con sumo amor y cotidiana solicitud se desvivió José en defender a su esposa y a su divino hijo; para entrambos ganó con su ordinario trabajo el sustento y cuanto les era preciso; precavió el peligro de la vida del hijo, amenazada de la envidia del rey, procurándole un refugio seguro; en las incomodidades de los viajes y en las asperezas del exilio fue constante compañero, ayudador y consolador de la Virgen y de Jesús» (enc. Quamquam pluries).
Esta misión cristiana y mariana del Patriarca fue a la vez entrañablemente eclesial. Lo explica también admirablemente León XIII: «Esta divina casa que José regía con cuasipaterna potestad contenía el germen de la Iglesia naciente. La Virgen santísima como es Madre de Cristo es también madre de todos los cristianos, pues los engendró en el Calvario compartiendo los sufrimientos inmensos del Redentor; y asimismo Jesucristo es como el primogénito de los cristianos que, por adopción y redención le son hermanos» (ib.). José era el jefe de la santísima familia que se ha de agrandar en la innumerable familia de los hijos de Dios. En Jesús y María patrocina S. José a toda la humanidad cristiana. El Patriarca de Nazareth es el Patriarca de los cristianos.
Lo fue y lo es. Su providencial patrocinio continúa. S. José sigue tutelando en las almas la vida de Jesús y de María. Su patriarcado de entonces es su patronato universal de ahora. Patronato de la cristiandad entera y peculiar patrocinio de cada cristiano, al que ellos saben corresponder con filial devoción.


M. LLAMERA.
 

BIBL.: B. LLAMERA, Teología de San José, Madrid 1953 (contiene la ed. bilingüe de la Suma de los dones de San José, de I. de Isolano, O. P.); A. H. LEPICIER, Tractatus de S. Joseph, 3 ed. Roma 1933; G. SINIBALDI, La grandeza di S. Giuseppe, Roma 1927; R. ARAGO, S. José, Bilbao 1953; E. CANTERA, San José en el plan divino, Monachil 1917; L. CRISTIANI, Saint Joseph, París 1962; A. MICHEL, Joseph (Saint), en DTC V111,2,1510-1521; 1. CARD. VIVES, Summa Josephina, Roma 1907; JOSÉ DE JESús MARTA, Bibliografía fundamental de San José, Valladolid 1966; A. TROTTIER, Essai de Bibliographie sur S. Joseph, 3 ed. Montreal 1962; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, En el taller de José, Madrid 1969.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991