JESUITAS (Compañía de Jesús),
I. HISTORIA


La Compañía de Jesús (Societas Iesus, S. l.) es un Instituto religioso de clérigos regulares, aprobado canónicamente por la Iglesia en 1540. Su fundador fue Ignacio de Loyola (v.), quien parece que lo concibió primeramente en Manresa de una manera muy vaga e imprecisa (Ilustración del Cardoner, 1522), perfiló algunos de sus rasgos característicos en París (Votos de Montmartre, 1534) y le dio forma definitiva en Roma (1539), cuando, después de maduras deliberaciones con sus compañeros, elaboró el primer esquema (Formula Instituti S. l.) aprobado de viva voz por Paulo 111 (3 de septiembre). Al año siguiente el mismo Papa confirmó oficialmente la Compañía de Jesús por la bula «Regimini militantis Ecclesiae» (27 sept. 1540). Otros papas la confirmaron repetidamente, otorgándole diversos privilegios, y S. Pío V la incluyó entre las órdenes mendicantes. Sus miembros son llamados popularmente jesuitas, nombre anterior a ellos, usado en la Italia del s. xv como mote. Hoy día puede decirse que es el nombre corriente y casi oficial.
      1. Organización y derecho interno. La C. de J. está dividida en provincias, las cuales se agrupan en asistencias. El prepósito general es vitalicio y está asesorado por los asistentes; lo elige la Congregación general, formada por todos los provinciales, más dos diputados de cada provincia. Quiso S. Ignacio darle la máxima autoridad, a fin de que el Romano Pontífice, por su medio, pudiese disponer de toda la Compañía, como de «un escuadrón de caballería ligera»; pero su poder está temperado por la Congregación general, la cual incluso puede deponerlo en casos gravísimos, que hasta ahora no se han dado nunca.
      El Corpus iuris propio de la Compañía está constituido por los siguientes elementos: 1) El Derecho canónico en los puntos concernientes a los religiosos. 2) Las bulas pontificias de aprobación del Instituto, confirmación del mismo y concesión de privilegios. 3) Las Constituciones, escritas por el fundador, que consta de 10 partes y de un largo preámbulo titulado Examen. 4) Las Reglas comunes y Reglas de oficios particulares, compilación de ordenaciones posterior a S. Ignacio, aunque de él dependan las más antiguas; otras fueron dadas por la Congregación general, que es la única que tiene el pleno poder legislativo en la Compañía. 5) Los Decretos y Cánones de las Congregaciones generales. 6) Las Ordenaciones de los prepósitos generales, de carácter universal. Las Instrucciones suelen tener solamente fuerza directiva, y las Cartas circulares son de carácter ascético y parenético. En diversas épocas se ha compilado un códice breve y metódico con las principales leyes y decretos. Vige aún el de 1924, Epitome Instituti S. I., additis praecipuis praescriptis ex iure communi regularium, pero la Congregación general XXXI (1965) y quizá, más radicalmente, la Congregación general XXXII, que se espera tendrá lugar en 1974, introducirán en el nuevo Epitome Instituti S. I. (si llega a confeccionarse) modificaciones de suma importancia, aunque todavía imprevisible.
      La C. de J. en su nacimiento, llamó la atención por la novedad de su instituto, que muchos -incluso teólogos y papas- no comprendían, ya que rechazaba muchas costumbres de las órdenes monásticas precedentes, como el oficio litúrgico en el coro; un hábito fijo y determinado; un preciso número de penitencias, ayunos, etc.; la emisión de votos simples al cabo de dos años de noviciado; la incorporación definitiva a la Orden solamente después de largos años de formación espiritual y científica, incorporación por medio de la profesión solemne de cuatro votos (el cuarto es de obediencia especial al Romano Pontífice) o por los votos simples, pero públicos, de los coadjutores espirituales.
      2. Actividades específicas. El fin propio de la C. de J. es la mayor gloria de Dios, a la que se debe aspirar mediante la santificación personal y la del prójimo. Dice S. Ignacio que «es fundada principalmente para emplearse toda en la defensión y dilatación de la santa fe católica, en ayudar a las almas en la vida y doctrina cristiana, predicando, leyendo públicamente y ejercitando los demás oficios de enseñar la palabra de Dios, dando los Ejercicios espirituales, enseñando a los niños y a los ignorantes la doctrina cristiana, oyendo las confesiones de los fieles, y administrándoles los demás sacramentos para espiritual consolación de las almas» (Formula Instituti). No se excluye ningún género de apostolado, que conduzca a la gloria de Dios y bien de la Iglesia. Las actividades más propias de la Compañía son las siguientes:
      1) Misiones entre infieles. La C. de J. es un Instituto eminentemente misionero. S. Ignacio no pudo realizar su deseo de ir a misiones. S. Francisco Javier (v.), apóstol de las Indias y del Japón, es el más grande misionero de la época moderna y su ejemplo sigue vivo entre los j. En 1968 trabajaban en países de infieles 7.412 j. (4.524 sacerdotes, 1.747 escolares, 1.141 hermanos coadjutores). De su labor misionera darán idea las siguientes estadísticas, algo anticuadas, pues se publicaron en 1939, poco antes de la catástrofe misional ocasionada por la II Guerra mundial: calculábanse entonces en 234.870 los bautismos administrados anualmente por misioneros j.; la Compañía regentaba 40 seminarios para la educación del clero indígena; entre Universidades y Colegios universitarios llegaban a 15, la mayor parte en la India, 169 escuelas de enseñanza secundaria; había también 67 normales para maestras y catequistas; 97 escuelas industriales; 7.817 escuelas elementales o catequísticas; 155 orfanatos; 70 hospitales; 15 leproserías; 349 dispensarios.
      2) Ejercicios espirituales. Ocupan un puesto distinguido entre los más importantes ministerios de la C. de J. Según la mente de S. Ignacio deben darse individualmente, durante cuatro semanas y en circunstancias especiales. Los que comúnmente se practican no son sino una adaptación. Hay casas exclusivamente dedicadas a ello, donde, bajo la dirección de un j., hacen Ejercicios de tres, cinco, ocho días (rara vez de 30), grupos de sacerdotes, de estudiantes, de profesionales, de obreros. Casa-tipo de Ejercicios fue en el s. xvit la de Vannes (Francia), donde participaban hasta 200 personas en cada tanda de ocho días, guardando absoluto retiro y silencio, con meditaciones comunes a todos e instrucciones particulares a cada clase social. Gran apóstol de los Ejercicios a obreros fue el P. E. Watrigant (m. 1926), editor de la «Coll. de la Bibliothéque des Exercices». En 1938 existían 104 casas de Ejercicios, dirigidas por j., en las que se dieron Ejercicios espirituales a 107.582 sacerdotes y religiosos, 218.336 religiosas, 294.863 hombres seglares y 150.369 mujeres. En 1959 el número total pasó de un millón de personas. En 1968 las casas eran cerca de 200.
      3) Educación de la juventud. La C. de J. no nació como Orden docente, pero muy pronto se percató S. Ignacio de la trascendental importancia que podía tener la enseñanza en la transformación de la sociedad. Para eso, fundó Colegios y Universidades, el más famoso e influyente el Colegio Romano (1551), que después se llamó Univ. Gregoriana. Con los Ejercicios a personajes influyentes y con la educación de la juventud en los colegios reconquistaron los j. gran parte de Alemania para la Iglesia. En el s. xvii todas las ciudades del mundo civilizado poseían algún colegio jesuítico, de suerte que casi llegaron a tener el monopolio de la enseñanza media e inferior, lo cual fue origen de muchas rivalidades, envidias y conjuras contra ellos. En 1645 regentaban 518 Colegios y 81 convictorios para aspirantes al sacerdocio; en 1749 no menos de 679 colegios, cuyo método pedagógico era la Ratio studiorum, fundada en las Humanidades más que en las ciencias físicas y positivas. Sólo en el s. xix fue preciso abrirse a las nuevas corrientes y a los métodos imperantes en cada nación. Donde más ha prosperado la enseñanza jesuítica es en EE. UU., donde dirigen 19 Universidades. Otras Universidades en muchas naciones de Hispanoamérica, en Brasil, Filipinas, India, Siria, etc. En España, las Univ. de Comillas (Madrid) y Deusto (Bilbao), Univ. laboral de Gijón, Inst. Católico de Artes e Industrias (ICAI, Madrid), Inst. Químico y Biológico (Sarriá, Barcelona), sin contar las Facultades de Teología o de Filosofía. Entre todas las Universidades eclesiásticas sobresale la Pontificia Univ. Gregoriana (Roma) con profesorado internacional y alumnos provenientes de 84 naciones diversas. Por motu proprio de Pío XI (1928) le fueron asociados los Institutos Bíblico y Oriental, con la cual la Universidad comprende ocho Facultades con dos Escuelas superiores, de Espiritualidad y de Letras latinas. Su influjo en la formación del clero puede deducirse del siguiente dato: el 35% de los cardenales y el 23% de todos los obispos del mundo han estudiado en la Gregoriana.
      4) Congregaciones marianas (v.). Este género de apostolado, que hoy pasa por un momento de crisis o de transformación, ha sido uno de los instrumentos más eficaces de la acción jesuítica en la sociedad cristiana. La primera Congregación mariana se erigió en el Colegio Romano en 1563. Al poco tiempo se extendieron por todo el mundo, radicando casi siempre en algún Colegio de la Compañía. Miraban a formar selecciones de jóvenes, animados por una tierna devoción a la Virgen María, con ardiente celo apostólico, que actuaba en obras de caridad, visitas a hospitales, catequesis, prensa católica, etc., fomentando la pureza de costumbres, la frecuencia de sacramentos, la práctica de la meditación y el apostolado seglar. Había congregaciones de estudiantes, de caballeros, de sacerdotes, de artesanos y de otras clases sociales. Desde comienzos del s. XVII bastantes Congregaciones tenían biblioteca propia, celebraban certámenes poéticos y funciones públicas, lo cual dio ocasión a que surgiesen entre los estudiantes academias literarias y científicas, según el gusto del tiempo. En el s. xviii serían unas 2.500. En el xix se multiplicaron muchos más, cuando se extendieron a las parroquias y a otros centros no jesuíticos, erigiéndose también Congregaciones femeninas, como las Hijas de María (v.). Pío XII quiso darles nueva vida por la constitución apostólica Bis saeculari (27 sept. 1948), «magna carta de la CC. MM.». En 1956, la Federación mundial de las CC. MM. fue reconocida como miembro de las Organizaciones Internacionales Católicas (OIC). Pocas tienen un historial tan brillante como la que dirigió en Barcelona e' P. Luis Ignacio Fiter (m. 1902).
      5) Apostolado de la Oración. Nacido en 1842 por obra del P. F. X. Gautrelet, llegó a ser una obra apostólica de gran difusión en el mundo. Su director general es siempre el general de los jesuitas. El ofrecimiento diario de las obras, según las intenciones del Papa, tiende a unir a sus miembros íntimamente con el Vicario de' Cristo; la Santa Misa y el culto al Corazón de Jesús son la fuente de su espiritualidad. El P. E. Ramiére organizó la obra, que ya se había extendido a muchas comunidades religiosas y diole como órgano «El Mensajero del Corazón de Jesús» (Toulouse 1861). Más de 40.000 parroquias y comunidades estaban agregadas al Apostolado en 1886, con más de 12 millones de socios. En 1940 eran los socios más de 35 millones, con 1.260 directores diocesanos; los «Mensajeros» eran cerca de 70, publicados en 45 lenguas, a los que se han de añadir 18 «Cruzadas eucarísticas» para niños y jóvenes, en nueve lenguas, para cuatro millones de cruzados.
      6) Obras sociales y benéficas. El fundador de la C. de J. recomendó siempre a los suyos el trabajar con los pobres, menesterosos y enfermos, incluso a Laínez (v.) y Salmerón (v.), teólogos pontificios en Trento; él mismo enseñaba el catecismo a los ignorantes y fundaba en Roma obras de beneficencia. S. Luis Gonzaga (v.) murió atendiendo a los enfermos de los hospitales. En 1656 no menos de 60 j. sacrificaron su vida en Nápoles en servicio de los apestados. Modernamente las obras de misericordia se han transformado en apostolado social. La sociología, tanto científica como práctica, ha cobrado vuelo después de las encíclicas sociales de León XIII, y los j. se han dedicado a ella con ardor. En las avanzadas del campo social se destacó el P. Antonio Vicent, creador de los primeros «Círculos católicos obreros» que hubo en España; el de Manresa (1864) es anterior a los del conde de Mun en Francia. Con el fin de dar una solución cristiana a la cuestión social (v.), fundó el P. E. Leroy la Action populaire en Reims (1903) que, trasladada a París en 1918, no tardó en convertirse en alto centro de investigación, estudio y documentación, así como de fomento social y propaganda. A imitación suya fundó el P. S. Nevares la revista «Fomento Social» en Madrid (1927); él mismo había organizado antes en Palencia los «Sindicatos agrícolas», en Valladolid los «Sindicatos ferroviarios» con la «Casa social», primer núcleo de la «Confederación Nacional Católico-agraria». En España, los j. dirigen la Univ. laboral de Gijón, creación del Ministerio de Trabajo, la Escuela Superior Técnica (ESTE) de S. Sebastián, otra semejante en Barcelona (ISADE), más de 42 escuelas profesionales gratuitas en diversas ciudades, 59 escuelas nocturnas para la clase trabajadora, numerosas escuelas primarias para la educación de pérsonas humildes. En torno a las Congregaciones marianas se suelen fundar Hogares obreros, Cocinas y residencias ebreras, Cooperativas y Cajas de Ahorro, Consultorios, Hospitales, Sanatorios y Cottolengos, iniciados éstos por el P. Juan Guim, y otras obras asistenciales. A preparar este ambiente social en todo el mundo han colaborado eminentes moralistas y sociólogos, como los PP. L. Taparelli (m. 1862; v.), V. Costa-Rosetti (m. 1900), A. Vicent (m.1902), V. Cathrein (m.1931), E. Pesch (m.1926), A. Vermeersch (m.1936; v.), G. Palau (m. 1939), J. Azpiazu (m. 1953), G. Gundlach, etc.
      3. Historia. Se distinguen dos grandes periodos: a) desde la fundación hasta la supresión canónica (1540-1773); b) desde la restauración canónica (1814) hasta nuestros días.
      a) Primer periodo: de 1540 a 1773. Los 100 primeros años constituyen el siglo de oro de la C. de J. El gobierno de ésta se mantiene en una gloriosa sucesión de PP. generales: S. Ignacio (1540-56), Laínez (1556-65), S. Francisco de Borja (1565-72), Mercurian (1573-80), Aquaviva (1581-1615), Vitelleschi (1615-45) y Carafa (1646-49).
      Siglo XVI: expansión. Los j., llamados a todas partes por los obispos reformadores, despliegan una actividad increíble en Italia, en Alemania, en Francia, en España, en los países de infieles, por la predicación, la catequesis, las controversias teológicas, las cátedras universitarias (contra la oposición de París y Lovaina) y, sobre todo, por los innumerables Colegios que erigen en todas partes para la educación cristiana de la juventud. Conforme a la voluntad de S. Ignacio, que quería poner a todos los j. al servicio del Papa, éste se vale de ellos para los grandes negocios de la cristiandad; así, en 1541 son enviados Salmerón y Broet como legados pontificios a la atribulada Irlanda; en 1540-41, el beato P. Favre a los coloquios religiosos de Worms y Ratisbona; en 1545 y 1551, Laínez y Salmerón al Conc. de Trento; en 1555, el mismo Laínez, con el card. Morone, a la Dieta imperial de Augsburgo; y en 1561, con el card. de Este, al coloquio de Poissy; ese mismo año salía en misión pontificia a la Iglesia copta de El Cairo y Alejandría el P. Cristóbal Rodríguez; en 1555, Salmerón, con el nuncio Lippomano, partía para Polonia, adonde dos años más tarde era enviado Pedro Canisio (v.) con el card. Mantuati; en 1571, con objeto de negociar una cruzada, Francisco de Borja era enviado por Pío V, con el card. Bonelli, a España, Portugal y Francia, y el teólogo Francisco de Toledo al emperador Maximiliano y al rey de Polonia, después de lo cual Toledo tuvo que dirigirse a Lovaina (1580) por la cuestión de Bayo (v.); en 1577, el docto pedagogo y diplomático A. Possevino (v.), con el primer j. noruego, Laurids Nielsen, son enviados a Suecia y Noruega para lograr la conversión del rey Juan III; el mismo Possevino sale de Roma en 1581 para Rusia y Polonia con la misión de reconciliar a Iván IV con Esteban Báthory y de obtener la unión de los rusos con la Iglesia romana. Los j. muestran en este tiempo una enorme movilidad a las órdenes de los papas, de los obispos y de los príncipes cristianos. A esto se añade la expansión misionera, iniciada por S. Ignacio y fervorosamente promovida por S. Francisco de Borja, a través del Asia oriental (Francisco Javier, Barceo, el mártir Antonio Criminal, A. Valignani), Etiopía (Andrés de Oviedo), Monomotapa y Zambeze (GonQalves Silveira), Brasil (Nóbrega y Anchieta), Nueva España y Perú (Pedro Sánchez, Pedro Martínez, mártir con otros compañeros, Ruiz del Portillo, etc.).
      A medida que pasan los años, la C. de J. modera su paso rápido de avanzada y de conquista, estableciéndose firmemente en las ciudades de Europa y organizando sabiamente sus misiones. Casi podríamos decir con un poco de exageración, que de itinerante se hace sedentaria. Sus residencias se convierten en focos de espiritualidad y centros de consulta; sus templos se engrandecen para dar cabida a las multitudes, y algunos toman las formas de un incipiente barroquismo, al estilo del Gesú de Roma, prototipo del «arte jesuítico»; sus Colegios se multiplican aun en villas y ciudades pequeñas (el de Monterrey, prov. de Orense, contaba en 1589 no menos de 1.300 alumnos y el de Toledo se abrió en 1583 con 700 gramáticos), en algunos se enseñaba, además de las lenguas clásicas, la filosofía y algo de teología, sirviendo así a la formación de los clérigos.
      Entre los generales de la Compañía, sucesores de S. Ignacio, la figura más prominente en el primer siglo es Claudio Aquaviva. En su largo gobierno (1581-1615) demostró prodigiosa capacidad para atender a todos los negocios, talento organizador quizá hasta el exceso, tacto político y firmeza de carácter. Supo triunfar de Felipe II y de la Inquisición española, movidos aquél y ésta por las intrigas de algunos j. inquietos, deseosos de cambiar el Instituto ignaciano y deponer al general; se dio maña para que otras intrigas semejantes no prosperasen ante los papas Sixto IV y Clemente VIII; vio a sus teólogos intervenir seriamente en la famosa controversia de auxiliis; prestó su favor a la enseñanza, aceptando más de 200 nuevos colegios; codificó la Ratio studiorum; vigiló atentamente la observancia religiosa por medio de visitadores y de cartas e instrucciones; hizo componer el Directorio de Ejercicios espirituales; fomentó el espíritu misionero en Hispanoamérica, en Filipinas, en Asia, donde pudo ver que dos j. iniciaban métodos misionales, nuevos y fecundos: M. Rice¡, que se captaba la voluntad del emperador chino y de los mandarines con sus conocimientos de matemáticas y astronomía, y R. de Nóbili, que se hacía saniassi en la India para llevar el Evangelio a los inaccesibles brahmanes. En la India, en América, como en la cismática Inglaterra y entre los hugonotes de Francia florecían los mártires, y en Italia, España, Alemania, grandes santos.
      Siglo XVII: asentamiento. En el generalato de su sucesor, M. Vitelleschi (1615-45), todo parece llegar a madurez; la corriente impetuosa se remansa, reina la paz en todas partes, menos en los países germánicos, terriblemente asolados por el huracán de la guerra de los Treinta años, en la que se pierden las más brillantes adquisiciones de la Contrarreforma católica. Muchos j. participan como capellanes militares y se cuentan por centenares los que sucumben asistiendo a los heridos y a los apestados: uno de ellos era F. Spee (m. 1635), el mayor lírico del barroco alemán, moralista y predicador.
      Mientras España decae, Francia llega a los esplendores del «gran siglo» con una galería de teólogos, como D. Petau; escritores de espiritualidad, como A. Le Gaudier, L. Lallemant (v.), J. Surin; eruditos, como J. Sirmond, F. Labbe; santos como F. de Regis y el beato J. Maunoir. El confesor de Luis XIII, N. Caussin, desafió las iras del card. Richelieu, reprobando su política y poniendo escrúpulos en la conciencia del rey, lo que le valió el destierro de la Corte. No menos de 60 colegios florecían en 1626, algunos con más de un millar de alumnos, como el de La Fléche, en el que estudió el filósofo Descartes, y el de Rcqun, en donde se formó el dramaturgo Corneille.
      No era menor el florecimiento de los j. en Italia, Austria-Hungría, Polonia, Flandes. En Amberes nació la obra más monumental que en el terreno histórico-crítico ha emprendido, y sostiene todavía, la C. de J.: los Acta Sanctorum (v.) de los bolandistas (v.), institución a la que dio su nombre J. Bolland (m. 1665).
      Las misiones asiáticas siguen prosperando en China, India, Indochina, mientras la del Japón, que iba a la cabeza de todas, es arrasada por la persecución. Se establece sólidamente la misión de Canadá con j. enviados por Richelieu (los santos Isaac Jogues, Juan Brébeuf y compañeros mártires, m. 1646-49), mientras otros, en las naves de Lord Baltimore, entran en Maryland. Con los indios araucanos de Chile trabaja el P. Valdivia. Y en la misión del Paraguay padecen martirio los beatos Roque González, Alonso Rodríguez y Juan del Castillo (1628). El obispo de Puebla, en México, desencadena contra los j. una persecución, que tendrá repercusiones en Europa.
      En la segunda mitad del s. xvit todo tiende a barroquizarse, a teatralizarse. Luis XIV favorece a los j. de Francia y escoge entre ellos sus confesores (Annat, La Chaise); lo mismo hace Mariana de Austria en España (Nidhard), Juan 1V en Portugal (A. Fernandes), Juan Sobieski y Augusto II en Polonia (K. M. Vota), Jacobo II en Inglaterra (E. Petre). Brillan predicadores de alto vuelo, como P. Segneri, A. Vieira, L. Bourdaloue. Las residencias y colegios alemanes se reconstruyen sobre las ruinas de la guerra de los Treinta años. En Francia, donde más activos y florecientes se mostraban los j., es donde más fuertemente son atacados. Ellos son los más denodados impugnadores del jansenismo (v. IANSENIO), pero el genio de Blas Pascal (v.), con el arma de la sátira (Lettres d'un provinciel, 1656-58) los pone en la picota, acusándoles de laxismo moral. Es verdad que el laxismo serpeaba entonces en Italia y España, por obra del teatino Diana y el cisterciense Caramuel (v.), con quienes simpatizaron algunos j. (Amito, Moya, Bauny, Pirot), no el fecundo y piadoso A. de Escobar, calumniado por Pascal. El probabilismo no es un sistema laxista (v. MORAL 111, 4). El general de los j. Tirso González, antiguo profesor de Teología en Salamanca, apoyado por Inocencio XI, atacó a los probabilistas de su Orden, defendiendo el probabiliorismo.
      Mientras en Europa los j. se enzarzaban en luchas, de las que salían desangrados, con el jansenismo y en defensa de la ortodoxia y de la Santa Sede, en el Extremo Oriente eran acusados de desobediencia a la autoridad eclesiástica y de fomentar ritos supersticiosos, cuando lo que hacían era solamente seguir un método de adaptación misionera (cuestión de los ritos chinos y malabares). S. Juan de Britto (mártir en 1693; v.) en el Maduré, F. Verbiest en China, J. Marquette entre los indios illinois, E. Kino entre los apaches, etc., escriben capítulos de gloria en los anales de las misiones y de la civilización. La página acaso más brillante es la que se refiere a la «conquista espiritual del Paraguay» (con este título escribió un bello libro el misionero A. Ruiz de Montoya). Muratori habló del «cristianismo feliz» de los guaraníes y otras tribus evangelizadas y civilizadas por los j. en un vasto territorio que se extendía entre el Paraguay, Brasil, Uruguay y Argentina. Allí surgió una especie de «Estado jesuítico», con un _moderado y paternal «comunismo» cristiano y con una constitución jurídica propia, bajo la dirección espiritual, económica y social de los misioneros, que desgraciadamente se hundió cuando éstos fueron desterrados por Carlos III (v. URUGUAY tv).
      Siglo XVIII: persecución. En este tiempo los j. se defienden como pueden de los continuos ataques que lanzan contra ellos los jansenistas, galicanos parlamentarios de París, los regalistas, los enciclopedistas, todos los enemigos de Roma (contra los cuales ellos combaten sin descanso), y desgraciadamente también algunos eclesiásticos (Passionei, Marefoschi, etc.) y algunos religiosos. Éstos les acusan de antitomismo y antiagustinismo (en la teología de la gracia), aquéllos de lamismo, o de romanismo a ultranza. No falta quien, con más o menos razón, critique sus métodos pedagógicos y quien les tache de hacer causa común con las clases privilegiadas. Muchos de los que critican se dejan llevar de la envidia por la preeminencia y favor que los j. encuentran en todas partes. Sería necio e irracional negar culpas individuales, pero la C. de J. siguió siendo alabada y defendida por los papas (hasta Clemente XIV) y por las personas más santas del catolicismo. Desterrados de Portugal y de todas las colonias portuguesas por el despótico ministro ilustrado, marqués de Pombal (1759; v.); disueltos en Francia por el débil Luis XV, seducido por Choiseul y la Pompadour y por todos los volterianos (1764); expulsados (1767) bárbaramente de España y sus dominios americanos por el bueno de Carlos III (v.) (Tu quoque, fili mi, le dijo Clemente XIII), miserablemente engañado por su confesor y sus ministros, con la participación directa del conde de Aranda (v.), unos 5.000 j. de España y Ultramar se refugian en los Estados pontificios, con una módica pensión del rey. La actividad literaria y científica que allí desarrollaron fue pasmosa (Hervás y Panduro, Masdeu, Andrés, Arteaga, Landivar, etc.).
      Bajo la presión y las amenazas de cisma de los Borbones, Clemente XIV (v.) suprime la C. del. por el breve Dominus ac Redemptor (21 ju . 1773). Gran victoria de la Ilustración (v.) contra la Iglesia: «Abatida esta falange macedónica, poco tendrá que hacer la Razón para destruir y disipar a los cosacos y genízaros de las demás órdenes», escribió D'Alembert. Las consecuencias en la educación de la juventud y en las misiones fueron fatales. Ni Federico II de Prusia ni Catalina II de Rusia quisieron promulgar en sus Estados el decreto papal, y los j. siguieron en Prusia hasta 1780 y en la Rusia blanca (con la aprobación tácita del Papa) hasta su restauración.
      b) Segundo periodo: desde 1814. Restauración canónica. S. José Pignatelli (v.) es tenido por el restaurador de la Orden y lazo de unión de las dos fases históricas, aunque murió antes de que Pío VII (v.) restaurase canónicamente la C. de J. por la bula Sollicitudo omnium Ecclesiarum (7 ag. 1814). Si este segundo periodo histórico no alcanza el esplendor del primero, se debe a las continuas persecuciones y destierros de parte de los gobiernos liberales y al hecho de que en los tiempos modernos, junto a los j., han surgido muchas fuerzas católicas nuevas que no existían antes, y el clero ha elevado notablemente su nivel científico y su acción apostólica. Pocos y viejos eran los hijos de S. Ignacio, que se propusieron imitar con brío juvenil a sus antiguos padres. Los que volvieron a España, en 1816, llamados por Fernando VII, eran 122, mas no tardaron en multiplicarse, pues en 1820 llegaban a 436 (238 novicios).
      Entre los más destacados generales de la Orden hay que contar al holandés J. F. Roothaan (1829-53), que supo infundir a sus súbditos el genuino espíritu ignaciano, impulsándolos al apostolado, modernizando la Ratio studiorum y renovando el estudio y la práctica de los Ejercicios espirituales. A su muerte, los j. eran más de 5.000. Mención especial merece el burgalés Luis Martín, que gobernó la Orden de 1892 a 1906, visitó buena parte de Europa, dio principio a los Monumenta Societatis Iesu y ordenó que historiadores bien formados emprendiesen la historia documentada y crítica de la C. de J. (Astrain, Duhr, Fouqueray, Tacchi Venturi, Hughes, Rodrigues, etc.). Pero el general de mayor talla fue, sin duda, el polaco W. Ledóchowski (1915-42), cuya enorme actividad legislativa y múltiple acción en todos los campos (espiritualidad, cura pastoral, catequesis, congregaciones marianas, apostolado de la oración, misiones entre infieles, educación) y en todas las naciones, al servicio de la Santa Sede, no cede en nada a la de Aquaviva en el primer periodo. A su muerte, los j. eran 26.789, de los que 2.239 trabajaban en misiones de infieles.
      En la última época han acentuado su actividad en el campo de la ciencia y muy particularmente, conforme a las necesidades de los tiempos, en las obras sociales. Durante todo el s. xix y primera mitad del xx su labor fue entorpecida en muchas naciones por casi continuas persecuciones de gobiernos sectarios. Así, p. ej., en 1818 los vemos expulsados de Bélgica, por los holandeses; en 1820 de Rusia; en 1828 se les prohibió la enseñanza en Francia, donde tenían 126 centros docentes, y en 1830 se les expulsó; en 1834 de Portugal; en 1835 de España; en 1847 de Suiza; en 1848 de Italia, Austria, Galitzia y de la Argentina; en 1850 de Colombia y Ecuador; en 1854 y 1860 de Nápoles y Sicilia; en 1866 de Venecia; en 1868 otra vez de España; en 1870 de Guatemala; en 1872 de Alemania; en 1879 otra vez del Ecuador; en 1880 de Francia; en 1881 de Nicaragua; en 1884 de Costa Rica; en 1901 nuevamente de Francia; en 1910 de Portugal; en 1914 de México; en 1932 de España. Persecuciones sangrientas con mártires hubo en Siria (1859-60), en China (1860 y 1900), en Francia (1871), en Madagascar (1883 y 1896), en México (1927), en España (1822, 1836, 1934 y 1936).
      4. Escuela teológica y filosófica. La C. de J., conforme a los dictámenes de su fundador, escogió desde el principio como maestro propio a S. Tomás de Aquino, pero no obligándose a seguirle en todo al pie de la letra, sino con cierta libertad, según aconsejaban Francisco de Vitoria (v.) y el dominico Melchor Cano (v.). Esta libertad se manifestó de una manera clamorosa en las famosas controversias de auxiliis divinae gratiae (Salamanca 1594Roma 1607), en que el J. L. de Molina (v.) se enfrentó abiertamente con el tomismo que propugnaba el dominico D. Báñez (v.). Desde entonces, entre los j. ha prevalecido el molinismo en la concordia de la gracia (v.) y de la libertad. Surgía por entonces la gran figura de F. Suárez (m. 1617; v.) y su tomismo libre y abierto, con notables discrepancias de S. Tomás, se impuso en la Orden durante siglos, y el suarismo fue la escuela común, nunca oficial ni obligatoria, lo mismo en teología que en filosofía. Como en el s. xvi contribuyeron, como pocos, a la implantación de la Suma teológica en las lecciones, así en el xix trabajaron por la restauración del más genuino tomismo, especialmente en Italia y parte de Francia. Su teología ha sido, hasta nuestros días, la que F. de Vitoria restauró en Salamanca, pero dándole un carácter más humanístico y positivo (patrístico y bíblico); sus representantes: B. Perera, F. Toledo (v.), J. Maldonado (v.), G. de Valencia, G. Vázquez (v.), J. de Lugo (v.), D. Ruiz de Montoya, etc. Su filosofía, la aristotélica de Pedro Fonseca, F. Suárez y Silvestre Mauro. Las influencias cartesianas y gassendistas de los s. xvii-xviii fueron efímeras. Nos abstenemos de nombrar a los modernos tratadistas de Teología dogmática, de exégesis bíblica, de filosofía, etc., por razones de espacio (tienen voz propia en esta Enciclopedia: BILLOT; FRANZELIN; LA TAILLE; GALTIER; DANIÉLOU; DE LUBAC; RAHNER; BOVER; etc.).
      5. Espiritualidad. La espiritualidad jesuítica aspira a ser la de su fundador: cristocéntrica y apostólica, bien araigada en la propia abnegación y el amor a Cristo y a su Iglesia. Está centrada en el servicio de Dios, servicio que, en el lenguaje del santo, es sinónimo de amor activo, servicio apostólico, que es trabajar por la mayor gloria de Dios. La misma oración se concibe ordenada al apostolado. La santificación personal está ligada a la acción apostólica. «In actione contemplativos», definió Nadal a S. Ignacio, y así quería éste que fueran sus hijos; quería que orasen y contemplasen en las mismas obras externas: «buscar la presencia de Nuestro Señor en todas las cosas, como en el conversar con alguno, andar, ver, gustar, oír, entender, y en todo lo que hiciéremos, pues es verdad que está su divina Majestad por presencia, potencia y esencia en todas las cosas» (Carta, 1 jun. 1551). Se ha tachado a la espiritualidad jesuítica de individualista, antimística y antilitúrgica. Las acusaciones de Dom Festugiére y E. Brémond han sido refutadas con la publicación y estudio de las fuentes. Es verdad que el general E. Mercurian (157380) en momentos de peligro iluminista (v. ILUMINISMO) prohibió la lectura de ciertos místicos y que el más popular de los escritores ascéticos, Alonso Rodríguez (v.), desconfiaba de los misticismos verbales; también es verdad que algunos autores mediocres han interpretado los Ejercicios espirituales en un sentido asceticista, que no es el de su autor; el mismo P. Roothaan divulgó una práctica de oración de las tres potencias, excesivamente metódica y razonadora; pero nunca ha sido tal la espiritualidad oficial de la Orden. Los escritos de J. Nadal, discípulo inmediato de S. Ignacio, nos han mostrado lo que era en sus orígenes la espiritualidad de la C. de J. Baltasar Álvarez (m. 1580) y A. Cordeses (m.1601) propendieron quizá con exceso hacia la oración afectiva. Álvarez de Paz (m. 1620), Luis de la Puente (m. 1624), Luis de la Palma (m. 1624) y otros sistematizaron perfectamente las ideas ignacianas. Los franceses A. Le Gaudier (m. 1622), L. Lallemant (m. 1635), J. Surin (m. 1665) se mantuvieron en la línea tradicional, aunque con matices nuevos, que hoy despiertan interés. Prescindiendo de los innumerables ascéticos modernos, merecen citarse los propagadores de la mística: R. de Maumigny (m. 1917), A. Poulain (m. 1919), J. Seisdedos (m. 1923), L. Peeters (m. 1937), etc. (cfr. la obra La spiritualité de la C. de Jésus. Esquisse historique, Roma 1953, de J. de Guibert, iniciador de la «Rev. d'Ascétique et de Mystique», como M. Viller del «Dictionnaire de Spiritualité», DSAM).
      6. Estadísticas. En 1971 los jesuitas eran 31.768, (cfr. Ann. Pont. 1972), distribuidos en 86 provincias (contando las 19 viceprovincias independientes), agrupadas en 12 asistencias. La asistencia de Estados Unidos contaba 7.055 j.; la de España (y Portugal), 4.015; la de Inglaterra (inc. Bélgica y Canadá), 3.410; la de India, 3.039; la de Alemania (inc]. Holanda, Suiza, Hungría), 2.366; la de Iberoamérica Superior, 2.342; la de Asia Oriental, 2.048; la de Iberoamérica Meridional, 1.911; la de Italia, 1.741; la de Francia, 1.724; la de Países Eslavos, 1.281; la de África, 836.
      V. t.: IGNACIO DE LOYOLA.
     
     

BIBL.: Monumenta Histórica S. I., Madrid 1894 ss., Roma 1934 ss. (publica críticamente las fuentes documentales para la historia de la Orden); Institutum Societatis leso, Florencia 189293, que contiene en 3 vol. Bullarium, Constitutiones, Decreta Congregationum, Regulae, Ratio studiorum, etc.; L. KoCH, JesuitenLexikon, Paderborn 1934; C. SOMMERVOGEL, Bibliothéque de la C. de Jesús, 9 vol., París 1890-1900; los cronistas oficiales N. ORLANDINI, P. SACCHINI, P. POUSSINES, J, DE JOUVANCY y J. C. CORDARA escribieron la Historia Societatis lesu, Roma 1614-1750 y 1859, sólo hasta 1632; A. ALBERS, Liber saecularis S. I. ab anno 1894 ad a. 1914, Roma 1914; J CRÉTINEAU-JOLY, Histoire religieuse, politique et littéraire de la C. de Jesús, 6 vol., París 1844-46 (es amena, poco crítica y de tendencia apologética); R. GARCÍA VILLOSLADA, Manual de Historia de la C. de Jesús, Madrid 1954; A. ASTRAIN, Historia de la C. de Jesús en la Asistencia de España, 7 vol., Madrid 1902-25; L. FRÍAS, Historia de la C. de Jesús en su moderna asistencia de España, 2 vol., Madrid 1923-1944; similares a la de Astrain, han escrito, con toda clase de documentos, P. TACHI VENTURI y M. SCADUTO, la Storia della Compagnla di Gesú in Italia (incompleta, Roma 1951-52.64); H. FOUQUERAY, la de Francia (5 vol., París 1910-25); B. DUHR, la de Alemania (6 vol., Friburgo 1907-28); F. RODRIGUES, la de Portugal (7 vol., Oporto 1931-50); S. LEITE, la del Brasil (10 vol., Río de Janeiro 1938-50); T. HUGHES, la de Estados Unidos (4 vol., Nueva York 1907-17); etc.; R. FULOP-MILLER, Macht und Geheimnis der Jesuiten, Leipzig 1929; H. BOEHMER, Die Jesuiten, Leipzig 1921. Toda la bibliografía moderna se registra exactamente en la revista «Archivum Historicum Soc. Iesu», Roma 1932 ss.

 

R. GARCÍA-VILLOSLADA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991