JESUCRISTO, VI. ICONOGRAFIA Y ARTE.
La representación de Jesucristo en el antiguo arte cristiano. La representación
iconográfica de J. planteó desde un principio difíciles problemas. En un mundo
en el que, por múltiples razones, predominaba la tendencia anicónica (es decir,
a prescindir de las imágenes) se suscitó el problema de si convenía o no
representar la figura de Cristo, pues si de un lado la historicidad obligaba a
una representación realista, en cuanto a la fidelidad de los rasgos físicos de
su naturaleza humana, de otro lado el temor a la profanación de lo que es digno
de veneración y respeto y, asimismo, el miedo a caer en la idolatría, aconsejaba
la sustitución de la representación concreta por los símbolos o alegorías
correspondientes.
En efecto, en el arte paleocristiano (v.) se multiplican los símbolos que
se relacionan directamente con la representación de Cristo. El pez -en razón de
las letras de su nombre en griego, como jaculatoria-, el león, el pelícano, el
ave fénix, el delfín, el racimo de uvas, etc. (v. SIMBOLISMO RELIGIOSO Iv),
además de otros que pueden ser interpretados en algún sentido como símbolos de
Cristo. Especial mención merece el cordero como alegoría de Cristo (v. CORDERO
DE DIOS), que prolifera en el s. v, a veces colocado sobre un montículo,
significación tanto del monte Calvario como del Paraíso, distinguiéndose en este
caso por los cuatro ríos que corren a su pie. El cordero, aparte del nimbo
crucífero específico de J., suele llevar una cruz en función de su carácter
pasional, de víctima inmolada, en relación con la frase de S. Juan: «Ecce agnus
Dei».
No obstante, la más frecuente y característica representación de J. es el
anagrama formado por las dos primeras letras iniciales de su nombre en griego
(la fi y la ro) (X y P) enlazadas, que recibe el nombre de crismón (>r<). A
estas letras enlazadas suelen acompañarlas la primera y última letra del
alfabeto griego (alfa y omega) (A y t2), símbolos de principio y_fin, o sea de
eternidad, todo ello frecuentemente encerrado en un círculo o una láurea,
símbolos de plenitud, de infinitud y de triunfo. En relación con este símbolo se
puede citar la cruz (v.) monogramática que aparece con frecuencia, consistente
en un aspa cruzada por un palo vertical. Ya más tardío, y muy popular a fines de
la Edad Media, es el trigamma, es decir, las tres letras IHS juntas significando
«Jesús Hombre Salvador».
Dentro de este concepto alegórico pueden ser consideradas las figuras
humanas que, sin intentar hacer una representación de carácter realista, le
alegorizan. Por ejemplo, la representación de Orfeo e inclusive la de Eros, en
relación con el mito de Amor y Psiquis, son muy utilizadas como alegorías de
Cristo en los primeros tiempos del cristianismo. Muy característica es la del
Buen Pastor (v.); también alcanza gran difusión en las comunidades cristianas
occidentales el llamado Cristo helenístico, es decir, la representación del
Señor como un hombre joven o incluso adolescente. Imágenes de este tipo se
encuentran en el llamado Cristo Doctor del Museo Lateranense y en numerosísimos
sepulcros; se repiten también en frecuentísimas representaciones pictóricas,
como en el Cristo Docente (de la primera mitad del s. III), del hipogeo de los
Aurelios, que se reputa como la más antigua de este tipo; en las
representaciones de Cristo como pescador de almas; y en las que glosan el tema
de la Pastoral celeste, según vemos en el excepcional y bellísimo mosaico del
mausoleo de Gala Placidia en Rávena. Este tipo del Cristo helenístico, es decir,
de Cristo joven, adolescente, se mantiene en marfiles y otras obras aun en época
prerrománica, siendo el tipo más difundido, por ejemplo, en el arte carolingio
tanto en marfiles como en miniaturas. Una variante es la de Cristo representado
como joven militar, con la cruz sobre el hombro y hollando la serpiente y el
león, símbolos en este caso del mal y de la muerte, según vemos en el Palacio
Episcopal de Rávena.
La difusión dé este tipo helenístico de representación se explica quizá
por el deseo de los cristianos de esa época de evitar la confusión con las
imágenes de hombre barbado, que se relacionan con la iconografía de Júpiter, en
la que se inspiró la iconografía cristiana sobre Dios Padre. No obstante, esta
representación de Cristo como joven, popular en las comunidades cristianas
occidentales impregnadas del helenismo alejandrino, se vio desplazada por el
modelo que surge en las comunidades sirias y que, al ser adoptado por el mundo
bizantino pasó a Occidente, adquiriendo un carácter universal en el románico. En
efecto, en las comunidades cristianas siriacas, con un deseo de reflejar más
exactamente los rasgos concretos del Cristo histórico, se recogen una serie de
tradiciones y leyendas que fijan la iconografía de J., como la de un hombre de
aspecto solemne y mayestático, de 1,83 m. de altura, de amplia cabellera y
abundante barba generalmente partida.
Las principales fuentes que sirvieron de base para fijar esta iconografía
son las llamadas imágenes acheiropoietes, o hechas por mano de hombre. Sobresale
la de la Verónica que enjugó el rostro de Cristo camino del Calvario, dando así
origen al lienzo que conocemos como la Santa Faz, y que, según la tradición,
llegó en el s. vIiI a Roma, conservándose en Santa María de los Mártires.
Mencionemos también la relacionada con el rey Abgar de Siria, que recibió
veneración en las puertas de la ciudad de Edesa, y que, según la leyenda, fue
debida al deseo del rey de tener una imagen de J.; como no pudo conseguirla,
obtuvo del propio Cristo que pusiera su rostro en un trozo de su manto quedando
impreso en el mismo; la tradición añade que los apóstoles Simón (v.) y Judas
Tadeo (v.) llevaron esta imagen 'al rey Abgar que curó su lepra.
Estas imágenes coinciden en la forma de representar a J., con la variante
de que la barba puede ser partida o tripartita. Consta que el tipo de Edesa, que
cita S. Juan Damasceno, fue el mandado reproducir por Constantino; coincide
además con la descripción que hace Eusebio de Cesarea de la imagen existente en
Pancas (Cesarea de Filippo), aunque ésta era, al parecer, una imagen de
Esculapio y su hija, en vez de Cristo y la hemorroísa como interpreta Eusebio.
Consta también que la imagen de Edesa, después del 944, fue trasladada a
Constantinopla, conservada y citada como el santo mandylion en la capilla de la
Virgen del palacio imperial del Bukoleon, y trasladada a Occidente después de la
cuarta Cruzada; pero ya existían copias en Europa, entre ellas la Santa Faz de
Laon, que ya estaba en esta catedral en el s. xil. Estas copias del santo
mandylion dieron lugar a textos confirmatorios de esta iconografía, como la
famosa Carta del senador Publio Lentulo al Senado de Roma, en la que se describe
un tipo iconográfico parejo, al parecer apócrifo latino del s. XIII.
Otras imágenes acheiropoietes son: la procedente de Kamuliana, en
Capadocia, llevada a Constantinopla y que desapareció en las luchas
iconoclastas; el Santo Sudario o Sábana Santa de Turín que consta que ya estaba
en 1353 en la Colegiata de Lirey (Aube), y en la que están impresas las huellas
del cuerpo de Cristo; otra imagen en pie del Salvador, en el Sancta Sanctorum de
S. Juan de Letrán que, según la leyenda, fue iniciada por S. Lucas y acabada por
un ángel, milagrosamente transportada por mar desde Constantinopla a Roma;
también la llamada «medida del cuerpo de Cristo» popularizada por los
cistercienses, en relación con la leyenda del caballero portugués que, para
tomar las medidas del Santo Sepulcro, se sirvió de un turbante de un musulmán
quedando impresa en el tejido la imagen del Salvador; también pueden recordarse
la representación del llamado Cristo de la Esmeralda, la Piedra de Marcelina y
un plato del British Muscum.
Entre estas imágenes legendarias se citan también el Paño de Menfis, sobre
el que el Niño Jesús, al secarse el rostro, había impreso sus rasgos, aunque la
representación del Niño Jesús tuvo escasa aceptación en la Iglesia oriental y
bizantina como imagen independiente; y también la Columna de la Flagelación en
la que había quedado señalado el cuerpo del Salvador.
Del románico a nuestros días. Ya en la iniciación del románico (v.)
adquiere gran popularidad el Volto Santo de Lucaa, que según la leyenda hizo
Nicodemo y fue acabado por un ángel y que milagrosamente llegó por mar a la
costa toscana. Esta imagen del Crucificado contribuyó a fijar el tipo
iconográfico del Cristo barbado que es aceptado universalmente en la iconografía
cristiana a partir del s. xi. En el románico la iconografía de J., aparte de la
representación de escenas de los relatos evangélicos o en función de su carácter
divino (v. DIOS v) se concreta en dos específicas representaciones: la Maiestas
Domini, Cristo en la Cruz, rígido, con cuatro clavos, ojos abiertos, corona y
cubierto con túnica o amplio paño de pureza (colobium o perizoma); y el
Pantocrátor, barbado, bendiciendo, rodeado de la mandorla y frecuentemente con
el Tetramorfos, subrayando así fuertemente su Divinidad.
En el gótico (v.) se pasa de la majestuosidad e hieratismo del románico a
una acentuada humanización, adquiriendo la representación de Cristo rasgos más
humanos. La idealización de la fisura de Cristo no desaparece como manifiesta el
solemne idealismo de las imágenes de Cristo bendiciendo, como el famosísimo Beau
Dieu de Amiens, que es particularmente representativo. De otro lado, en el
Crucificado, se acentúan los rasgos pasionales y cruentos, y el Cristo muerto
cuelga en la Cruz, llagado y con gran corona de espinas y a veces se llena de
pústulas e hinchazones como el impresionante Cristo de Burgos o el Cristo muerto
de S. Clara de Palencia. Paralelamente surge el Cristo Varón de Dolores y
proliferan las escenas sangrientas de su Pasión, aunque, tal vez por contraste,
se difunden igualmente las escenas del Ciclo de la Infancia, en busca de un
idealismo sentimental particularmente característico.
Con el renacimiento (v.) y el barroco (v.) la evolución iconográfica sigue
paralela a la estética del momento. Si, por una parte, predomina el tipo heroico
del atleta, que surge de los modelos miguelangelescos, el naturalismo barroco da
paso de nuevo a un idealismo en el que destacan las notas patéticas, a veces
sangrientas, de Cristos agónicos o muertos con muestras muy visibles de
sufrimiento. Otras veces se prefiere la nota dulce o incluso melancólica,
multiplicándose el tema del Niño Jesús que duerme sobre la Cruz o juega con unos
clavos y espinas. Asimismo alcanza gran difusión el tema del Cristo Sacerdote y
surge, como novedad, el tema del Sagrado Corazón, en el que, Cristo,
generalmente poetizado, muestra su corazón descubierto en el pecho, del que
surgen rayos, tema que se difunde fundamentalmente a partir de 1685.
En el arte actual, después de la crisis del arte religioso en el s. xix,
se tiende a señalar más el simbolismo alegórico, en vez de insistir en la
búsqueda de los rasgos concretos del Cristo histórico.
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J. M. AZCÁRATE RISTORI.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991