Jesucristo. Dios y Hombre 2
d) La conciencia psicológica de Cristo. Con el
desarrollo de las ciencias psicológicas a partir del s. xlx, la teología se vio
enfrentada con un aspecto nuevo dentro del amplio tema del conocer humano de
Cristo: ¿en qué sentido y de qué modo puede y debe hablarse de una conciencia
humana de nuestro Salvador? Por conciencia psicológica se entiende el acto de
conocimiento por el que un sujeto se percibe a sí mismo en sus propias
afecciones y operaciones, o -tal vez mejor- el conocer concomitante por el que
el sujeto se percibe en sus actos (v. CONCIENCIA I-II). Se trata, pues, de una
perfección propia del conocer humano, de la que por tanto no puede estar privado
Cristo. Ahora bien, ¿cómo se da en El esa conciencia? La cuestión es compleja,
ya que, de una parte, dada la unidad de persona, la conciencia psicológica en
cuanto conciencia de sí revierte en última instancia en el conocimiento que
Cristo tiene de su propia divinidad; y, de otra, siendo la conciencia
psicológica humana conciencia de sí en los propios actos humanos, hablar de la
conciencia humana de Cristo equivale a preguntarse cómo percibe Cristo con su
inteligencia humana su realidad de Hijo de Dios operando en una naturaleza
humana. De ahí los interrogantes ante los que se encuentra situada la teología:
¿percibe Cristo de algún modo en sus actos humanos, es decir, por vía
experimental-intuitiva, la dependencia de la Persona del Verbo o el conocimiento
de su divinidad lo tiene Cristo sólo por razón de la visión beatífica?; o, desde
otra perspectiva, ¿cabe afirmar que Cristo en cuanto hombre, al conocer la
perfección de sus propios actos humanos, tiene una conciencia experimental
autónoma y plena en sí misma, es decir, sin referencia a la Persona divina, y,
por tanto, que hay en Él un yo psicológico humano, centro de actividades
conscientes y libres, independiente aunque referido al yo hipostático del Verbo,
único sujeto último de atribución? Basta formular esas preguntas para advertir
la delicadeza del tema: incide en efecto en el núcleo mismo del misterio de la
unidad de persona de Cristo, y supone una integración de perspectivas
metafísicas y psicológicas extremadamente compleja.
De hecho los primeros intentos de interpretar en clave psicológica el misterio
de la personalidad de Cristo desembocaron en posiciones discordes con la fe
católica. Así sucedió concretamente con la cristología de A. Günther (v.) que,
partiendo del presupuesto de que la persona es autoconciencia y libertad, llegó
a afirmar que Cristo, al ser verdaderamente hombre, es por sí mismo -es decir,
por la sola naturaleza humana- consciente y libre y, por tanto, persona humana,
si bien operativamente unida a la persona del Verbo en unidad dinámico-formal.
La obra de Günther fue puesta en el índice, y el Conc. Vaticano 1 tenía
preparad¿ un esquema pensado expresamente para condenar ampliamente su sistema
de pensamiento. De hecho su doctrina fue pronto olvidada.
Ya en época más cercana a nosotros el tema vuelve a ser planteado por el
franciscano Deodato de Basly (m. 1937). Inspirándose -aunque, según algunos
críticos, interpretándolas mal- en las posiciones de Duns Escoto, De Basly
intentó justificar histórica y teológicamente la expresión «homo assumptus»,
referida en la antigüedad a la humanidad de Cristo y condenada por S. Cirilo
como cuasi-nestoriana. La consideración de la humanidad de Cristo como «homo
assumptus» -dice De Basly- fundamenta en Cristo un «yo humano», que es el que
habla en los Evangelios y que sólo in obliquo afecta al Verbo. El intento
suscitó inquietud en cuanto que ponía en Cristo una cierta exterioridad y
yuxtaposición de sus naturalezas, que había quedado excluida definitivamente por
el Conc. de Éfeso. El discípulo de De Basly L. Seiller llevó hasta el extremo
las posiciones de su maestro y su obra La psychologie humaine du Christ et 1'unité
de personne (París 1949) fue puesta en el índice.
En una línea diversa, aunque con puntos de contacto con la anterior, se situó P.
Galtier, con su obra L'unité du Christ. Étre, personase; consciente (París
1939). Partiendo de la afirmación según la cual la persona es sólo sujeto de
atribución, pero no principio de actividad de las acciones de una naturaleza. En
este sentido -afirma- la Persona del Verbo es externa a la actividad psicológica
humana de Cristo, es principio de unidad ontológica, pero no de unidad
psicológica. Hay, pues -concluye-, dos conciencias psicológicas en Cristo, una
divina y otra humana, y, en ese sentido, un yo humano, distinto del yo
hipostático del Verbo, pero que capta su unidad ontológica en la Persona del
Verbo por la visión beatífica.
Pietro Parente, en diversos artículos sintetizados después en L'lo di Cristo (Brescia
1951), se enfrentó fuertemente con la posición de Galtier. Reconoce Parente la
existencia de una doble conciencia psicológica en Cristo, pero insiste en que la
Persona del Verbo es también el principio psicológico (además de ontológico) de
unificación de ambas, sujeto agente, y no sólo de atribución, de las operaciones
y, por tanto, el único Yo de ambas conciencias. Parente -en su deseo de cerrar
el paso a toda afirmación de una separación entre lo psicológico y lo
ontológico- afirma además que el alma humana de Jesucristo conocía
experimentalmente la Persona divina a través de la percepción habitual y actual
de su naturaleza, de su existencia y de su actividad humanas: la visión
beatífica refuerza, pero no explica, la unidad de la conciencia psicológica de
Cristo, ya que ésta se da con anterioridad a ella (se habla aquí, obviamente, de
anterioridad lógica y no cronológica).
Esta doctrina de Parente suscitó a su vez perplejidades: ¿cómo es posible, se
objetaba, un conocimiento humanoexperimental de la divinidad a partir de actos
humanos, aunque sea de actos humanos elevados como los de Cristo?, ¿no
compromete eso acaso la trascendencia de Dios?, ¿no equivaldría además a
explicar el misterio de Cristo por vía de la acción de Dios en la naturaleza
humana -lo que nos conduciría de nuevo al nestorianismo- en lugar de por vía de
la unión de la naturaleza humana con la Persona divina? De ahí que la polémica
se ampliara interviniendo en ella otros numerosos autores: Riviére, Gaudel,
Xiberta, Dieppen, Ciappi, Garrigou-Lagrange, Héris, etc.
En 1951, con motivo del 1500 aniversario del Conc. de Calcedonia, Pío XII
publicó la enc. Sempiternus Rex, en la que incluyó un párrafo que afecta a
nuestro tema, y en el que se insiste fuertemente en la necesidad de que la
investigación teológica no pierda jamás de vista la unidad del Verbo encarnado.
«Si bien -dice- nada impide investigar más profundamente la Humanidad de Cristo,
también bajo el aspecto psicológico, sin embargo no faltan quienes en tales
estudios abandonan más allá del justo límite las cosas antiguas para construir
novedades, apoyándose equivocadamente en la autoridad y en las definiciones del
Conc. de Calcedonia para fundamentar sus propias opiniones. Éstos acentúan de
tal modo el estado y condición de la naturaleza humana de Cristo que la hacen
aparecer como un sujeto su¡ iuris como si no subsistiese en la Persona misma del
Verbo. Pero el Conc. de Calcedonia, en perfecto acuerdo con el de Éfeso, afirma
luminosamente que una y otra naturaleza de nuestro Redentor se unen en una
persona y subsistencia y prohíbe poner en Cristo dos individuos, como si se
situara junto al Verbo un cierto homo assumptus dotado de plena autonomía» (Denz.Sch.
3905).
La encíclica marca los límites dentro de los que debe moverse la investigación
sobre la psicología de Cristo, a la vez que señala el peligro ínsito en la
expresión homo assumptus, si no es bien interpretada, ya que -como decía S.
Tomás- «el Hijo de Dios no es el hombre que Él asumió, sino el hombre cuya
naturaleza asumió» (Sum. Th. 3 q4 a3 ad3); es decir, Cristo no se constituye
como hombre con independencia del Verbo, sino en el Verbo. En esta línea,
diríamos la expresión «yo humano de Cristo» -a la que, por lo demás, quienes la
emplean atribuyen significados muy diversos- debe ser evitada, ya que es, al
menos, equívoca por la connotación que la palabra yo hace de la persona.
Pasando de una cuestión meramente terminológica al fondo de la cuestión, es
decir, a la consideración de cómo se estructura la conciencia humana de Cristo,
cabe establecer los puntos siguientes:
a) Varios de los autores antes mencionados intentan explicar la conciencia de
Cristo, hablando de una conciencia humana, autónoma en sí, pero referida a la
persona del Verbo, único sujeto último de atribución. ¿Da cuentas esta
explicación relacional del misterio de la unidad de Cristo tal como lo testifica
la fe católica? A nuestro parecer no, ya que esa unidad no es meramente
relaciona], sino de existencia, de ser. Cristo se constituye como hombre en el
Verbo, y eso no sólo a nivel ontológico, sino también psicológico. No tener esto
presente conduce, en nuestra opinión, a soluciones artificiales que yuxtaponen
entre sí las diversas ciencias o conocimientos de Cristo olvidando su unión
vital como perfecciones de su único intelecto humano, y que encubren en realidad
un planteamiento tendencialmente nestoriano. Equivalen, en efecto, a
preguntarse: ¿cómo toma la naturaleza humana de Cristo conciencia de sí?, lo que
es hacer de esa naturaleza humana un sujeto, cuando en realidad el único sujeto
es el Verbo. Como ha escrito Guardini, la personalidad humana de Cristo es no
sólo más fuerte, más grande, más perfecta, que la nuestra, sino cualitativamente
diversa. En Él, el ser consciente, el estar en sí, el enfrentarse con las cosas
y volver sobre sí mismo desde ellas, es diverso que en nosotros no sólo de
grado, sino absolutamente, porque el que dice yo en Cristo es diverso (R.
Guardini, Realidad humana del Señor, 161-163). En otras palabras, «es el Verbo
quien, por medio de su alma humana, proclama su preexistencia eterna en el seno
del Padre, vista y poseída por el Hombre-Dios como un bien personal» (H. Bouéssé,
Le tnvstére de l'Incarnation, 778).
b) La pregunta que debe formularse es, pues, la siguiente: ¿cómo percibe Cristo,
según su conciencia humana, su divinidad? o, en términos tal vez más completos,
¿cómo toma conciencia de Sí el Verbo en su naturaleza humana? Planteada así la
cuestión tiene una clara razón de ser, ya que Cristo, en cuanto hombre, tiene
conciencia de ser el Hijo de Dios Padre: es al único yo de Cristo al que las
narraciones evangélicas -y, consecuentemente con ellas, la Tradición cristiana-
atribuyen tanto los afectos y sufrimientos humanos, como la preexistencia
divina. Ahora bien, si no queremos caer en el monofisismo, no podemos afirmar en
Cristo una conciencia divino-humana, sino una conciencia humana, por la que Él,
en cuanto hombre, percibe su divinidad. Es así como cobra su sentido exacto la
pregunta que hemos visto aflorar en la exposición de la historia del problema
que antes hacíamos: ¿percibe Cristo en cuanto hombre su divinidad por vía
experimentalintuitiva a partir de sus actos, o en virtud de la visión beatífica?
Las objeciones que a este respecto se hacen a la posición de Parente nos parecen
fundadas; es, pues, a partir de la visión beatífica poseída por la humanidad de
Cristo como consideramos que debe intentarse profundizar en el misterio de su
conciencia.
Concluyamos repitiendo que es el Verbo divino quien dice yo en Cristo, ya que es
Él quien se ve en y por la naturaleza humana que ha asumido y a la que ha dotado
del don de la visión beatífica; es la única Persona de Cristo, la del Verbo,
Hijo de Dios Padre, la que se percibe a sí misma en el acto de visión realizado
por la naturaleza humana hipostáticamente unida a ella, y la que, por tanto, nos
habla y se nos revela en las palabras y acciones que realizó durante su
existencia terrena.
En Cristo se unen eternidad y tiempo, divinidad y humanidad, de modo que su
humanidad misma fue hecha partícipe de lo eterno ya durante el camino terreno.
La conciencia que Cristo tiene de su divinidad no depende del tiempo y del
acontecer histórico, sino que es plena desde el primer instante (como, por lo
demás, manifiesta claramente el texto evangélico que presenta constantemente a
Cristo en plena posesión de sí y de su misión). Pero eso no aísla a Cristo de la
historia, sino que, al contrario, le permite asumirla con la radicalidad de
quien es y se sabe Dios y ha venido a los hombres para salvarlos y llevarlos
hasta la intimidad con Dios. Para comprender a Cristo en cuanto hombre, hay que
afirmar a la vez su visión beatífica, con la rectitud moral que de ella deriva,
y su crecimiento en lo biológico y en lo anímico (ciencia adquirida), ya que es
precisamente la interacción vital (sinergeia) de esos factores la que nos
permite asomarnos de algún modo, y con los límites inseparables de nuestro
conocer actual, a la profundidad insondable de su misterio.
e) Voluntad, libertad y santidad de Cristo. Del análisis de la vida cognoscitiva
de Cristo, pasamos ahora al de su vida volitiva, tema de importancia dogmática
trascendental, ya que en torno a él se decide no sólo la comprensión a fondo de
la realidad de la humanidad de Cristo (la voluntad, la libertad y el amor son
consustanciales al hombre), sino la verdad misma de nuestra Redención (v.). Es
precisamente porque Cristo en cuanto hombre era libre por lo que su aceptación
de la muerte tuvo un valor salvífico; por eso negar la realidad de su voluntad y
libertad humanas equivale a negar su triunfo sobre el pecado y a afirmar, por
consiguiente, la pervivencia de la sentencia de condenación que pesaba sobre la
humanidad.
Por lo demás -o, mejor dicho, por eso mismo- pocas verdades están tan
atestiguadas como ésta en los escritos neotestamentarios: a) hay que mencionar,
en primer lugar, la vida entera de Jesús, que en todos los momentos y
situaciones aparece como perfecto hombre, dueño de sí, hablando en nombre
propio, dotado en suma de esa capacidad de obrar y decidir por sí mismo que son
propias de un ser inteligente y libre; b) encontramos además los numerosos
textos en los que se hace referencia expresa a un querer de Cristo (p. ej.: «diéronle
a beber vino mezclado con hiel, mas en cuanto lo gustó no quiso beberlo», Mt
27,34; «viene hacia Él un leproso que, suplicante y de rodillas, le dice: Si
quieres, puedes limpiarme. Enternecido extendió la mano, le tocó y dijo: Quiero,
sé limpio», Mc 1,40-41); c) de otra parte están los textos en los que se habla
de la obediencia de Cristo a Dios Padre, y que presuponen obviamente la
existencia de una voluntad capaz de obedecer, es decir, de una voluntad no
divina, sino humana (lo 4,34; 5,30; 14,31; Rom 5,19; Philp 2,8; Heb 10,9); d)
ese aspecto aparece subrayado con especial fuerza en todos aquellos lugares en
los que las palabras de Cristo evidencian la distinción entre su voluntad humana
y la voluntad del Padre, a la par que afirma perfecta subordinación de aquélla a
ésta («he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de aquel
que me envió», lo 6,38; «mi alimento es hacer la voluntad del que me envió», lo
4,34; y, especialmente, las frases pronunciadas durante la oración del huerto:
«Padre, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo
quiero, sino como quieres tú», Mt 26,39; «no sea lo que yo quiero, sino lo que
quieres tú», Mc 14,36; «no se haga mi voluntad, sino la tuya», Lc 22,42); e) esa
obediencia es realizada en plena libertad, como ponen de relieve claramente los
textos citados, y como dice además expresamente un texto del Evangelio de S.
Juan, que resalta el soberano dominio con que Cristo cumplió su misión: «Por
esto el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la
quita, soy yo quien la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para
volver a tomarla. Tal es el mandato que del Padre he recibido» (lo 10,17-19).
Fiel a esa enseñanza evangélica, la catequesis cristiana ha predicado
constantemente que «Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró
en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia
realizó la redención» (Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 3). Los
textos que podrían citarse son, pues, innumerables, hasta el punto de que su
misma abundancia exime de la necesidad de toda alegación o prueba. Limitémonos
por eso a recordar las definiciones contra los monotelitas dadas por el Conc. de
Constantinopla, con las que hemos comenzado nuestro estudio sobre la actividad
divina y humana del Verbo Encarnado, resumiendo la verdad central que afirman:
en Cristo hay una real y verdadera voluntad humana, que realizó su acto propio
de querer y decidir, y que estuvo de esa forma en todo instante sometida a la
voluntad divina no de fuerza, sino de manera plenamente libre.
La teología patrística profundizó en este tema, de una parte glosando las
fórmulas definidas en Constantinopla, poniendo así de relieve que la realidad de
la voluntad humana de Cristo, no sólo como potencia, sino como acto de querer,
deriva de la integridad de la naturaleza, ya que ninguna naturaleza íntegra
carece de su propia operación (cfr. S. Juan Damasceno, De fide orthodoxa,
111,15). De otra parte, esforzándose por clarificar los términos de la cuestión,
meditando sobre la vida de Cristo -y, en especial, sobre la oración del huerto-
y tratando de penetrar en ello a partir de un análisis de la psicología humana,
concretamente de la distinción entre la sensibilidad, el movimiento espontáneo
de la voluntad que reacciona frente a un objeto (telesis, voluntas ut natura), y
el acto de la voluntad por el que se elige un objeto, aunque repugne, por orden
a un bien que se quiere realizar (bulesis, voluntás ut ratio). Cristo
experimentó, en efecto, la repugnancia frente al dolor y a la muerte, pero
venció esa repugnancia de su naturaleza, de modo que su voluntad humana se
sometió con plena decisión a la voluntad divina, realizándola sin vacilación
alguna. En ello ha consistido precisamente la kénosis, humillación o
anonadamiento, de Cristo: en dejar que su humanidad padeciera y sufriese
conforme a su propia naturaleza, y ofrecer a Dios Padre ese sacrificio en
perfecta obediencia y filiación (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 3 q18 aa2-3,5-6; ver
también la cuestión 21 donde se trata de un tema muy relacionado con éste: la
oración de Cristo).
Pero debemos dar un paso adelante, si queremos comprender adecuadamente esta
cuestión, subrayando dos verdades capitales: la rectitud de la voluntad de
Cristo, su santidad, más aún su impecabilidad; y a la vez su plena libertad, no
sólo como libertad de coacción exterior (libertas a coactione), sino como
libertad de necesidad interior (libertas a necessitate).
La santidad de Cristo, en primer lugar. La S. E. nos hace conocer a Cristo
exento de todo pecado: Él es el cordero que quita el pecado del mundo y en el
que no hay mancha alguna (lo 1,29.36). Jesús tiene clara conciencia de su
absoluta pureza; «¿quién de vosotros me argüirá de pecado?», pregunta a los
judíos (lo 8,46; cfr. además lo 8,29). Otro texto del Evangelio de S. Juan pone
de relieve la vertiente soteriológica de ese hecho: Cristo es el salvador sobre
el que el príncipe de las tinieblas no puede tener poder alguno (lo 14,30). En
las cartas apostólicas se reitera una y otra vez esa misma verdad: en Cristo no
hubo pecado alguno (1 lo 3,5; 1 Pet 2,22; 2 Cor 5,21; Heb 4,15; 7,26).
El Magisterio de la Iglesia ha precisado diversas cuestiones al respecto: a)
Cristo estuvo libre del pecado original (sine peccato conceptus, Conc. de
Florencia, Denz. Sch. 711); b) estuvo libre de todo pecado actual, es decir,
gozó de impecancia o ausencia de hecho de todo pecado («no conoció el pecado»,
Conc. de Éfeso, Denz.Sch. 261; «igual en todo a nosotros, excepto en el pecado»,
Conc. de Calcedonia, Denz.Sch. 301); c) más aún, no sólo no pecó de hecho, sino
que no podía pecar, es decir, estuvo dotado del don de la impecabilidad (condena
de la doctrina según la cual Cristo fue plenamente impecable sólo después de la
Resurrección, Conc. II de Constantinopla, Denz.Sch. 434). La razón radical de
esta impecabilidad de Cristo se encuentra (como ya puso de relieve S. Agustín,
Enchiridion, 12,40) en la unión hipostática: al Verbo, único sujeto existente en
Cristo, no cabe atribuirle ningún pecado. La razón próxima e inmediata se
encuentra en la elevación que la unión hipostática trae consigo en la voluntad
humana, de manera que -como afirma el Conc. 111 de Constantinopla- ésta queda
deificada (teoten), sin por eso ser en modo alguno suprimida o aniquilada (Denz.Sch.
556).
La santidad moral de Cristo es, en suma, plena y perfecta, implicando un
sometimiento radical, firme, decidido, espontáneo y constante a la voluntad de
Dios Padre. Fue de esa forma como la desobediencia del primer Adán fue superada
por la obediencia del segundo, Cristo, y operada por tanto nuestra Redención (Rom
5,12-21). Y eso -y así llegamos al segundo aspecto que debemos comentaren una
libertad igualmente plena y perfecta, sin la que todo lo anteriormente dicho
carecería de sentido. Desde hace siglos, al considerar la libertad de Cristo
suele plantearse la siguiente cuestión: ¿cómo se puede compaginar la libertad
con la impecabilidad?, ¿la impecabilidad no trae consigo la imposibilidad de que
Cristo desobedezca a los mandatos de Dios Padre de modo que habría que afirmar
que Cristo tiene libertad en cuanto ausencia de coacción, pero no en cuanto
ausencia de necesidad interior?
Para resolver esta cuestión algunos autores (p. ej., Suárez, Petavio, Franzelin,
Billot) han afirmado que el mandato de Dios Padre en cuanto a la Redención no
fue un mandato en sentido estricto, sino más bien un deseo. Esta explicación no
es, sin embargo, satisfactoria, ya que no sólo carece de base exegética (los
textos evangélicos hablan de mandato en sentido propio y no metafórico: cfr. lo
10,18 en relación con Mt 5,19; 22,36), sino que constituye en realidad una
escapatoria que deja intacto el problema. Para una solución adecuada, que nos
lleve no sólo a resolver una aparente dificultad, sino a una comprensión mayor
del actuar de Cristo, y de la propia vida cristiana, es necesario recordar la
naturaleza de la libertad.
La libertad (v.) indica el dominio del ser espiritual sobre sus propios actos.
Implica la capacidad de elección entre objetos o bienes diversos, pero no se
agota en ello: lo que la caracteriza más radicalmente es la capacidad de hacer
el bien,'no como impuesto por la naturaleza, sino asumido e interiorizado como
propio. En otras palabras, la posibilidad de hacer el mal no es de esencia de la
libertad, sino sólo un signo de ella; de ahí que la libertad alcanza su grado
supremo cuando, evitando el mal, se adhiere al bien con absoluta firmeza. La
teología cristiana sobre la gracia se basa precisamente en esa afirmación
fundamental, completada con la consideración de que el actuar de Dios en un ser
implica no su destrucción, sino al contrario, su existir, y, en el orden del
espíritu, su mayor libertad.
En Cristo, la visión beatífica y la plenitud de gracia colocaban a su naturaleza
humana en continua contemplación de Dios y de su voluntad, sin que hubiera en
ningún instante una ofuscación de su inteligencia o una alteración de la
voluntad que le llevara a oscurecer el bien divino. De esa forma, sin ser en
modo alguno destruida, sino, al contrario, sostenida y potenciada por la gracia,
su voluntad se unía con plena firmeza y a la vez con plena espontaneidad al
mandato de Dios Padre. Es, en suma, el amor a Dios Padre y el amor a todos los
hombres, a quienes había vc ido a salvar, lo que rige en todo instante el
decidir y el actuar de Jesús. Cristo es tanto más libre que cualquier otro
hombre, cuanto que está más íntimamente unido a Dios. Y es precisamente por esa
plena y perfecta unión por lo que puede disponer de Sí mismo para entregarse con
esa libertad suprema que manifiesta a lo largo de toda su vida, y de modo muy
especial en su aceptación de la muerte en la Cruz, en la que culminó la obra de
nuestra Redención.
Podemos por eso concluir recogiendo un pensamiento que ya apuntábamos al
considerar a Cristo como viator simul et comprehensor (cuestión, por lo demás,
íntimamente relacionada con la presente): en Cristo, no sólo en su existencia
actual gloriosa, sino también -aunque en grado diverso- en su existencia terrena
y pasible, se incoa y anuncia el Reino de los cielos, y, con él, la plenitud de
los dones escatológicos. La libertad de Cristo es, en ese sentido, el paradigma
de la libertad a la que está llamado el cristiano y de la que, aunque de modo
sólo incoativo, es hecho partícipe ya desde ahora en el don de la gracia.
f) La gracia de Cristo. Hemos tratado en el apartado anterior de la santidad de
Cristo desde una perspectiva predominantemente moral: en cuanto rectitud de la
libertad, obediencia plena a la voluntad de Dios Padre, ausencia de todo pecado.
Al tratar esos temas hemos hecho referencia -como no podía ser de otra manera-
al principio de donde dimana esa santidad que manifiesta toda la vida de Cristo:
la plenitud de gracia de que estaba dotada su humanidad, y que sin menoscabarla
en modo alguno, la potenciaba y la elevaba, y que si bien no desplegaba aún
todas sus virtualidades -ya que era voluntad de Dios que Cristo conociera el
dolor y la muerte-, le daba ese posse non peccare en que S. Agustín hacía
consistir la plenitud de la salvación y que S. Bernardo expresaba con frase
gráfica hablando de libertas a peccato como anticipo de la libertas a miseria.
Es, pues, el momento oportuno para que consideremos directamente esa gracia de
que estuvo dotada la humanidad de Nuestro Salvador. El dato primario es la
plenitud de gracia de que Cristo gozó. Jesucristo es «el santo de Dios» por
excelencia (Le 1,35; lo 6,69; Act 3,14). «Hemos visto -escribe S. Juan en el
prólogo de su Evangelio- su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de
gracia y de verdad» (lo 1,14). Las narraciones evangélicas y los escritos
apostólicos le aplican dos de los textos del A. T. en que se hablaba de la
plenitud de gracia propia del Mesías: «Yahwéh te ha ungido con el óleo de la
alegría más que a tus compañeros» (Ps 44,8; cfr. Heb 1,1; Act 4,27); «sobre él
reposará el espíritu de Yahwéh, espíritu de sabiduría y de inteligencia,
espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de
Yahwéh» (Is 11,2; cfr. Le 1,15). Haciéndose eco de esos textos, y de la
tradición teológica que los ha comentado y profundizado, Pío XII escribe en la
Enc. Mystici corporis que en Jesús hay «tal plenitud de gracia que es imposible
concebirla mayor».
Los textos mencionados hablan tanto de Cristo ungido por Dios, como de la
presencia en Cristo de dones divinos. Profundizando en ese dato -y analizándolo
a la luz de la doctrina general sobre la unión hipostática- la tradición
patrística y escolástica ha señalado la presencia en Cristo de un doble
principio de santidad, es decir, de dos gracias: la gracia de la unión y la
gracia santificante.
a) La gracia de la unión. Se entiende por tal a la misma unión hipostática -o,
más exactamente, el mismo ser del Verbo- en cuanto que santifica a la naturaleza
humana de Cristo. Los Padres griegos y latinos han tratado abundantemente de
este tema, poniendo de relieve que la íntima unión existente entre la humanidad
de Cristo y la Persona del Verbo implica la santificación plena de aquélla.
Cuando el Verbo se hizo carne «entonces -escribe S. Agustín- se santificó a sí
mismo en sí mismo, es decir, se santificó a sí mismo hombre en sí mismo Dios;
porque un mismo Cristo es Verbo y es hombre» (Tractatus in ev. loannis, tr.
108,5). Con frecuencia esta doctrina fue explicada a partir de la teología sobre
la unción, como en el siguiente texto de S. Gregorio Nacianceno: «(Él) es el
Ungido (Kristós) a causa de su divinidad; ésta es, en efecto, la unción de su
humanidad; santificada, no por operación como en los otros ungidos, sino por la
total presencia de Aquel que unge» (Oratio, 30,21: PG 36,133).
En otras palabras, si la santidad es la unión con Dios no se puede olvidar que,
en virtud de la unión hipostática, la humanidad de Cristo está inmediata y
directamente unida a la Persona del Verbo. Es, pues, esa unión, inefable y
superexcelente, la que la santifica. Ciertamente, ya que la distinción de
naturalezas permanece, sería erróneo afirmar que la humanidad de Cristo es santa
con la santidad misma de Dios; pero sería minusvalorar la realidad de la unión
hipostática ver en ella sólo un título exigitivo o la razón meramente radical de
la santidad. Parece en cambio necesario afirmar que la unión hipostática
santifica formalmente a la humanidad de Cristo, ya que la une inmediatamente a
la Persona del Verbo y, por tanto, realiza en ella una deificación o
divinización de grado absolutamente superior al que la gracia santificante
produce en el cristiano (v. GRACIA SOBRENATURAL; JUSTIFICACI6N). Con frase
sintética podríamos decir que mientras los santos adquieren o alcanzan la
santidad, Cristo es santo desde el primer instante de su ser; y que mientras los
santos tienen la santidad, Cristo es la santidad, ya que en Él la divinización
tiene lugar al nivel de la raíz misma de su propio ser.
b) La gracia santificante. Si bien la gracia de la unión santifica formalmente a
la humanidad de Cristo, sería sin embargo erróneo (tendencialmente monofisita)
afirmar que la humanidad de Cristo no necesitó de la gracia habitual,
santificante y elevante. En Cristo no hay confusión de naturalezas, su
inteligencia y su voluntad humanas lo son en sentido pleno, e incapaces, por
tanto, de alcanzar por sí solas a Dios en el misterio de su vida íntima.
Estaban, pues, necesitadas de esa elevación que realiza la gracia santificante.
No tiene en realidad sentido oponer o contraponer gracia de la unión y gracia
santificante, sino que hay que verlas en su profunda unidad: la gracia de la
unión, en efecto, santificando formalmente a Cristo en el orden personal, exige
y produce la gracia santificante. Precisamente por esa proximidad de la
naturaleza humana de Cristo a Dios, en ella hay no sólo gracia santificante,
sino plenitud de gracia tanto en intensidad como en virtualidad: una elevación
de toda su naturaleza y de todas sus potencias, en virtud de la cual todas sus
acciones resultan elevadas y santificadas. De ahí la plena vinculación y unión a
Dios que Cristo manifestó a lo largo de toda su vida (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 3
q7 al.9).
A esas razones de orden cristológico, hay que añadir -como hace el mismo S.
Tomás en el primero de los artículos mencionados- otra de orden soteriológico:
Cristo es mediador entre Dios y los hombres; es, pues, necesario que su gracia
sea una gracia capaz de ser comunicada. Cristo poseyó, en efecto, la gracia no
sólo para Sí, sino como principio universal de justificación y santificación de
toda la humanidad. Pero de la gracia de Cristo en cuanto gracia capital se
tratará en el apartado siguiente (n° 4). Ocupémonos, en cambio, aunque sea
brevemente, de una conclusión que se deduce de todo lo anterior: la gracia
habitual de la humanidad de Cristo fue plena, más aún infinita, no de una
infinitud absoluta, propia sólo de Dios, sino relativa, es decir, según la razón
propia de gracia. En ese sentido, concluye la tradición teológica, no es
susceptible de crecimiento. Surge en este punto una dificultad: la afirmación
expresa del Evangelio de S. Lucas según la cual Cristo crecía en edad, sabiduría
y gracia (Lc 2,52). ¿Es necesario, ante ese texto evangélico, abandonar toda la
profundización teológica que ha llevado a la conclusión que acabamos de
mencionar? Ciertamente no, ya que esa profundización está anclada profundamente
en todo el conjunto del texto bíblico y avalada por la Tradición y el
Magisterio. ¿Cómo pues compaginar esos dos datos? La mayoría de los autores,
siguiendo a S. Tomás (Sum. Th. 3 q7 al2 ad3), afirman que, si bien no hubo
crecimiento en la gracia como hábito, sí hubo un crecimiento en cuanto a sus
efectos, Ya que a medida que Cristo avanzaba en edad, como correspondía a su
condición de verdadero hombre, la gracia manifestaba sus virtualidades
produciendo obras cada vez más perfectas. Idea que, para ser comprendida en toda
su profundidad, debe entenderse no como de una manifestación o producción
meramente exterior, sino que esa plenitud de gracia iba informando las nuevas
posibilidades humanas que el crecimiento en edad de Cristo traía consigo y los
actos que iba requiriendo en cada instante el desarrollo de su misión salvífica.
g) La operación de Cristo. Hemos considerado hasta ahora diversos aspectos del
vivir de Cristo y los principios de que dimanan; nos enfrentamos ahora más bien
con su acción u operación en conjunto, en lo que implica no sólo conocer y
querer, sino también actuar y realizar, considerándola además no bajo una
perspectiva parcial, sino en su totalidad. ¿Qué cosas operó, realizó, Cristo
Jesús?, ¿qué valor y alcance tiene su operación? Señalemos que no nos ocupamos
de las operaciones propias y exclusivas de Dios, y que, por tanto, el Verbo
realiza incomunicablemente (crear, conservar el mundo, etc.), sino de las
operaciones de Cristo en cuanto hombre. Nuestra pregunta es, pues, la siguiente:
¿qué valor confiere la unión hipostática a las acciones y operaciones humanas de
Jesucristo?
Todas las acciones de Cristo son acciones del Verbo, ya que en Cristo no hay dos
personas, sino una sola. El Verbo, Hijo de Dios, se encarnó para salvar a los
hombres: nuestro Creador quiso ser también nuestro Redentor. Cristo es mediador
entre Dios y los hombres, cabeza del género humano necesitado de Redención,
centro del mundo y de la historia, ya que el plan divino ha decretado que sean
recapituladas en Él todas las cosas (cfr. Eph 1,10). Todas y cada una de las
acciones que Cristo realizó sobre la tierra se ordenan al cumplimiento de esa
misión, y captamos su sentido sólo cuando las situamos en esa perspectiva. ¿Cómo
contribuyen, pues, a la realización de esa misión?, o, en otras palabras, ¿de
qué modo Cristo en cuanto hombre es el autor de la salvación, de la Botería,
dando a ese vocablo todo su alcance bíblico? (v. SALVACIóN II).
Una primera respuesta surge tal vez de modo especialmente espontáneo: por vía de
mérito y de satisfacción. Jesús, asumiendo sobre Sí el castigo que la humanidad
había merecido por el pecado, satisface la justicia divina, nos reconcilia con
Dios y nos merece la gloria abriéndonos las puertas del cielo, del que el pecado
nos tenía apartados. Más aún, como el que padece y muere no es un mero hombre,
sino Dios mismo hecho hombre, sus acciones tienen un valor infinito; la
obediencia de Cristo trasciende infinitamente a la desobediencia de Adán, y a
todos los pecados de la humanidad, de modo que «donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia» (cfr. Rom 5,15-16).
Ahora bien, ¿la acción de Cristo en cuanto hombre alcanza sólo a eso?, es decir,
¿su influjo en la realización de la salvación es sólo por vía de mérito y
satisfacción -o sea, por vía moral- o se realiza también por vía eficiente? En
otras palabras, ¿la obra de Cristo ha consistido sólo en la realización de una
obediencia en atención a la cual Dios perdona el pecado y confiere la gracia, o
hay que afirmar más bien que Cristo -y Cristo en cuanto hombre- interviene en la
colación misma de la gracia, de modo que la salvación en toda su amplitud debe
ser proclamada con toda propiedad obra de Cristo? Toda la Tradición y la fe
cristiana llevan a responder afirmativamente a la segunda parte de la disyuntiva
que hemos planteado; pero entonces surge una cuestión, que es precisamente la
que nos ocupa: ¿de qué modo la operación de Cristo en cuanto hombre ha sido
asumida por Dios para que pueda intervenir, e intervenir eficientemente, en una
obra tan específicamente divina como es la de la justificación y santificación?
Estamos claramente situados ante una cuestión clave, nexo de unión entre
cristología y soteriología, y de la que depende obviamente toda la
interpretación de ambas. Tracemos, pues, un breve esbozo histórico, que nos
ayude a perfilar sus términos y a captar el sentido de la respuesta.
Como ya apuntábamos al exponer el problema central cristológico (2,b), la
cristología antioquena, al partir de la humanidad de Cristo, permite poner
claramente de relieve el valor meritorio de su vida y muerte, pero no está del
todo en condiciones de fundamentar la acción santificadora físico-sacramental de
Cristo. La cristología alejandrina, partiendo de la divinidad de Cristo, puede,
en cambio, fundamentar adecuadamente sea el mérito infinito de la entrega de
Cristo, sea su acción salvífico-sacramental; pero para ello es necesario que sea
bien interpretada, es decir, que no caiga en el escollo monofisita, lo que
llevaría a desconocer la realidad de la vida terrestre de Cristo y -punto éste
que afecta directamente a nuestro tema- a concebir la operación de Cristo como
una operación confusa divino-humana, con lo que todo el dogma queda
comprometido.
La controversia monotelita llevó a mirar con suspicacia la expresión misma
«operación divino-humana» o teándrica, que databa sin embargo de época anterior
(fue acuñada por el Pseudo-Dionisio, v. DIONISIO AREOPACITA). Ahora bien, ésa
expresión, de la que se servían los monotelitas, ¿tiene necesariamente un
sentido heterodoxo?, ¿o es en cambio susceptible de una interpretación ortodoxa?
Tal fue el problema que se plantearon los Padres posteriores en la controversia
monotelita, ya que advertían que ahí estaba en juego una cuestión fundamental:
sólo si se pone de relieve que la operación de Cristo en cuanto hombre ha sido
asumida por el Verbo, y asumida con plenitud, se está en condiciones de
fundamentar el realismo de la incorporación a Cristo y de la economía
sacramental tal y como lo mantiene la fe cristiana. De hecho S. Máximo el
confesor (v.) y S. Juan Damasceno (v.) usaron ampliamente la expresión operación
teándrica, aunque precisando su sentido exacto; y el Sínodo lateranense del año
649 hace lo mismo, distinguiendo netamente entre el uso legítimo y la
interpretación heterodoxa de esta voz: «Si alguno, siguiendo a los herejes, toma
neciamente por una sola operación, a la operación divino-humana, que los griegos
llaman teándrica, y no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, que es doble,
es decir, divina y humana, o afirma que la nueva significación que ha
establecido del vocablo teándrica, designa una sola operación y no indica la
unión maravillosa y gloriosa de una y otra, sea anatema» (Denz.Sch. 515).
Encontramos así reafirmado el principio fundamental ya varias veces encontrado:
hay que distinguir en Cristo dos naturalezas, que permanecen distintas entre sí,
y, por tanto, dos operaciones; pero hay a la vez que afirmar la unión, y con
ella la elevación de la naturaleza humana y de la operación que le corresponde.
Y es precisamente porque ha sido elevada por lo que -añadamos- la operación
humana de Cristo puede alcanzar el efecto sobrenatural que es la colación de la
gracia.
En el Medievo occidental el problema va a volver a plantearse precisamente en
los términos que acabamos de escribir. Considerando que la colación de la gracia
es un acto atribuible sólo a Dios, una serie de teólogos concluyen que Cristo en
cuanto hombre no interviene en ella de una manera física, sino sólo moral. De
ahí, en soteriología, la explicación de la Redención (v.) casi exclusivamente
por vía de mérito y de satisfacción por lo que se refiere a la llamada Redención
objetiva, o de mérito e impetración, en cuanto a su aplicación o Redención
subjetiva; y, en sacramentaria, la consideración de la causalidad sacramental
como meramente moral (v. SACRAMENTOS ti). Esta línea, que parte de Alejandro de
Hales, fue luego seguida por Duns Escoto y, aunque con matices, por bastantes
teólogos posteriores hasta nuestros días; interpretada de manera extrinsecista
por los nominalistas, pasó a partir de ellos a Lutero subyaciendo así a toda la
concepción luterana y calvinista de la redención y de los sacramentos.
Frente a ellos, otros autores medievales -mejores conocedores de la tradición
patrística griega como los victorinos y S. Tomás de Aquino- advirtieron la
necesidad de afirmar una causalidad física (y no meramente moral, meritoria o
impetratoria) de Cristo en la colación de la gracia, y por tanto de profundizar
en el tema de la operación de Cristo a fin de poner de relieve cómo, no obstante
la distinción entre la operación divina y la humana, esta última puede ser
asumida por la divina para producir ese efecto tan específicamente sobrenatural
como es la santificación. Es lo que hará S. Tomás acudiendo -basándose para ello
sobre todo en S. Juan Damasceno- al concepto de causa instrumental, y a la
consideración de la humanidad de Cristo como instrumento (organon) unido a la
divinidad (cfr. Sum. Th. 3 q8 al ad13; ql3 al-2; ql9 al). En Cristo -afirma- hay
que distinguir la operación divina y la humana; esta segunda es propiamente
humana, y, por tanto, no participa de los poderes divinos incomunicables (p. ej.,
de la omnipotencia), pero es elevada instrumentalmente para producir, en virtud
de la potencia que le comunica la divinidad, algunos efectos sobrenaturales,
concretamente los milagros y la colación de la gracia. En ambos casos -milagros,
colación de la gracia- Cristo en cuanto hombre actúa no por vía sólo de mérito,
sino por vía física, en virtud del poder que le ha sido comunicado y que, en ese
sentido, está en Él como propio.
Cabe, pues, concluir lo siguiente con respecto al carácter y al valor de la
operación de Cristo en cuanto hombre: a) las operaciones proporcionadas a la
naturaleza humana, es decir, realizadas según la virtud que es propia del hombre
(como, p. ej., caminar, padecer, hacer oración, obedecer, etc.), que,
proviniendo de la voluntad rectísima de Nuestro Salvador y siendo acciones del
Verbo, única Persona existente en Cristo, tienen un valor meritorio,
satisfactorio e impetratorio infinito; b) las operaciones en las que la
humanidad de Cristo participa instrumentalmente de acciones divinas
comunicables, es decir, en las que obra por la virtud que recibe del agente
principal (su naturaleza divina) (como, p. ej., realizar milagros y conferir la
gracia); acciones que tienen un valor que podemos calificar de
instrumental-sacramental, y a través de las cuales la causalidad de Cristo en
cuanto hombre se extiende a la obra de la Redención en su totalidad.
Jesucristo, que con su obediencia satisfizo por nosotros al Eterno Padre y nos
mereció la gloria, interviene en la colación de los frutos de su obediencia. La
historia es real y verdaderamente el crecimiento y desarrollo del cuerpo de
Cristo (V. CUERPO MÍSTICO; HISTORIA VI), ya que a través de los sacramentos,
actos de Cristo, los hombres que los reciben con fe son vivificados y hechos
partícipes de la gloria que llena el alma y el cuerpo de Nuestro Salvador y
Señor, y por Él, con Él y en Él son llevados a la comunión con el Padre y el
Espíritu Santo.
J. L. ILLANES MAESTRE.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991