JESUCRISTO, II. EL MENSAJE DE JESÚS Y SU SIGNIFICADO
1. Jesucristo Salvador. La historia bíblica es como un drama teológico en el que
se enfrentan dos poderes antagónicos, aunque desiguales: Dios y el espíritu del
mal, y que se desarrolla a medida que se manifiesta el designio salvador de Dios
en la historia. La primera promesa de rehabilitación de la humanidad caída (Gen
3,14-15; V. PROTOEVANGELIO) Se va concretando en las diversas promesas
mesiánicas a través de la historia del pueblo elegido (v. ALIANZA II), hasta
culminar en la aparición de Cristo en la «plenitud de los tiempos» (Gal 4,4).
Los evangelistas presentan a Cristo como vencedor definitivo sobre el «poder de
las tinieblas». Las tentaciones en el desierto (V. TENTACIóN i) anticipan esta
victoria de Jesús, y, más tarde, Jesús dirá que vio a Satán cayendo del cielo
como un rayo (Le 10,18). Cristo es la «luz» que se enfrenta al «poder de las
tinieblas» (lo 8,12; 9,5; 12,46; Le 22,53); es la revelación plena del misterio
salvífico de Dios: «lo que hasta entonces era misterio de Dios es desde la
encarnación el misterio de Cristo» (M. Schmaus, Teología dogmática, III, Madrid
1959, 294). Es lo que expone esquemáticamente S. Pablo: «En Cristo nos eligió
Dios antes de la constitución del mundo... y nos predestinó en caridad a la
adopción de hijos suyos por Jesucristo... en quien tenemos la redención por la
virtud de su sangre, la remisión de los pecados... para recapitular todo en
Cristo» (Eph 1,3-14).
Así, Cristo es el centro del orden cósmico y del soteriológlc0 (V.
SALVACIÓN; EFESIOS, EPíSTOLA A LOS). Y durante su vida manifestó su conciencia
de Mediador y Redentor (v. REDENCIóN), pues da su vida «para redención de
muchos» (Me 10,45; 1 Tim 2,5; Heb 8,6). Nadie va al Padre sino por Cristo (lo
14,6), y por ello es «el Camino, Ila Verdad y la Vida» (lo 14,16). Su sacrificio
tiene un poder santificador (lo 17;19); es «la propiciación por nuestros
pecados» (Col 1,16), porque «la sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo
pecado» (1 lo 1,7). Por eso, Jesús está anhelante del cumplimiento de su hora,
es decir, del momento de dar cima a su plan redentor decretado por el Padre (lo
17,1; Le 12,50).
Su muerte sangrienta tiene su complemento en la resurrección (v.)
gloriosa. No se pueden disociar ambos momentos, que forman parte del mismo plan
divino de redención. La humanidad de Cristo ha sido el instrumento físico para
realizar la misión redentora (Heb 5,1-9). Ha experimentado todo lo humano,
excepto el pecado (Heb 4,15-16). No vino «a juzgar al mundo sino a salvarlo» (lo
3,16-17; 12,47). La muerte de Cristo fue la causa de la liberación del hombre
del pecado (Rom 6,10; 1 lo 3,6-9; 1 Cor 1,8), satisfaciendo sobrenaturalmente
por los pecados de todos (t Pet 3,18; Rom 5,9-11). S. Pablo establece una
antítesis entre Adán y Cristo: por el primero entró el pecado y la muerte, por
el segundo la gracia y la vida (Rom 5, 12-19). Surge así como una nueva creación
de índole espiritual, ya que borró el decreto de muerte que pesaba sobre la
humanidad (Col 2,14; v. PECADO; GRACIA SOBRENATURAL; JUSTIFICACIÓN).
Jesucristo vino a centrar al hombre en torno a Dios, del que se había
separado por el pecado, «dando testimonio de la verdad» (lo 18,37). Por eso, es
la «luz del mundo» (lo 14,6; 8,12). Todo su mensaje se ordena a despertar en el
hombre el sentimiento de dependencia filial de Dios Padre y providente. Con ello
da solución a la angustia vital del hombre y da sentido a la muerte y al dolor:
«Si Dios es nuestro Padre, el dolor y la muerte no pueden ser, como temían los
paganos, una acción maléfica de démones malos, ni tampoco, como pensaba la
filosofía estoica, el resultado horrible de una dependencia fatal y férrea de la
naturaleza, o como creían los judíos, el castigo de una culpa personal. En su
generalidad y necesidad el dolor se presenta más bien como expresión de la
voluntad divina, de una voluntad paternal... El cristiano puede sufrir y llorar,
pero no desalentarse y desesperarse, porque es el Padre quien envía el dolor»
(K. Adam, o. c., 281-282). Jesús nos hace conocer que esta vida no tiene sentido
sino en función de la eterna y nos revela la comunión e intimidad con Él a que
Dios nos ha llamado.
2. Capitalidad cósmica de Cristo. Jesús en su predicación alude no pocas
veces a su papel de juez del mundoal fin de los tiempos (v. JUICIO PARTICULAR Y
UNIVERSAL), y S. Pablo relaciona la dimensión soteriológica de Cristo con su
prioridad cósmica. En las epístolas de la cautividad (V. EFESIOS, EPÍSTOLA A
LOS; COLOSENSES, EPÍSTOLA A LOS), para hacer frente a lucubraciones gnósticas
que empezaban a pulular en el ambiente de las iglesias del Asia Menor,
posponiendo Cristo a la intervención de determinados seres intermediarios en el
orden cósmico, afirma que Cristo es el «Primogénito de toda creatura» (Col
1,15), y por eso al fin de los tiempos será glorificado por todo el cosmos (Col
3,4).
Sus frases son impresionantes: «Plugo (al Padre) hacer habitar en él toda
la plenitud y por él reconciliar consigo, purificando por la sangre de la cruz,
todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo». El Apóstol destaca
aquí la supremacía universal de Cristo, frente a las concepciones gnósticas de
los demiurgos, y resalta cómo Cristo poseyó la plenitud -pléróma- de lo divino
con todas sus perfecciones. Por eso puede reconciliar todas las cosas con Dios.
El Apóstol considera todas las cosas, aun las materiales, fuera de su centro,
que es Dios, porque han servido al pecado del hombre apartado de Dios. Así,
«toda la creación hasta ahora gime y siente dolores de parto, en espera de ser
liberada de la servidumbre de la corrupción, para participar en la libertad de
la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8,20). La concepción es atrevida, al par
que profunda teológicamente, pues considera toda la creación desordenada por el
pecado del hombre, que hace servir a las criaturas en contra de los fines
impuestos por Dios.
Esta visión cósmica del misterio de Cristo se acentúa en los últimos años
de la vida del Apóstol en su mensaje sobre el «recapitular todo en Cristo» (Eph
1,9-10). El mundo creado viene de la unidad y tiende a la unidad, y Cristo es el
instrumento de esa unidad: «Para nosotros no hay más que un Dios Padre, de quien
todo procede, y para quien somos nosotros, y de un solo Señor Jesucristo, por
quien son todas las cosas y nosotros también» (1 Cor 8,6). Todo fue creado en
Cristo: los cielos, la tierra, lo visible y lo invisible (Col 1,16). Al llegar
la «plenitud de los tiempos» Dios «recapitula» de nuevo todo en Cristo, es
decir, restaura, bajo la jefatura de Cristo, triunfador de la muerte por la
resurrección, la unidad del cosmos perdida por el pecado, cosmos ensamblado en
la historia del hombre, de modo definitivo, en la parusía (v.). Así, frente a
las teorías gnósticas (v.) del pléróma, entendido como conjunto de eones
emanados del Dios supremo, Pablo presenta a Cristo como encarnando en él la
plenitud o pléróma de la divinidad con todas sus consecuencias de dominio
absoluto (Col 1,19; 2,9). (Cfr. L. Cerfaux, Jesucristo en San Pablo, Bilbao
1960, 357-367.)
3. Cristo y la Iglesia. Al hablar Cristo de su Reino, que identifica con
el de Dios o de los cielos (V. REINO DE DIOS), anuncia que durará hasta la
consumación de los siglos (Mt 13,39.41), y prevé que su obra se va a continuar
en una sociedad organizada jerárquicamente, a la que llama Iglesia (v.),
identificándola con el Reino de los cielos: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia... Yo te daré las llaves del Reino de los cielos» (Mt
16,18). La crítica liberal ha pretendido desvirtuar los textos en los que Jesús
alude a una futura sociedad jerárquicamente fundada por él y continuada por sus
discípulos. Es famosa la frase de A. Loisy: «Jesús anunciaba el Reino de Dios, y
la Iglesia es lo que ha venido» (L'Évangile et l'Église, París 1902, 111). M.
Goguel afirma a su vez: «Jesús no ha instituido ni previsto la Iglesia como ha
comenzado a existir al día siguiente de su muerte... No obstante, el nacimiento
de la Iglesia no ha sido debido a causas extrañas que hubieran ejercido una
influencia perturbadora sobre el desarrollo de las consecuencias de la acción de
Jesús. Ha sido debida al dinamismo mismo de esta acción» (Jésus et 1'Église,
«Rev. d'Histoire et de Philosophie Religieuses», 1933, 238 ss.). La realidad es
muy distinta. Veámosla en sus líneas centrales.
Los Evangelios recogen dos ocasiones en las que Jesús emplea la palabra
Iglesia (Mt 16,18; 18,17), y precisamente en ellas habla de una sociedad futura
jerarquizada, y lo hace como el Mesías que viene a continuar y perfeccionar la
antigua Ley o proceso de la Revelación, dándole una dimensión espiritual y
universalista (Mt 5,17-19). Jesús afirma que Él es el culminador del proceso de
la Revelación (v.), que en el A. T. se manifestó en instituciones jurídicas
concretas. Los antiguos vaticinios proféticos anunciaban una nueva sociedad
teocrática en la que imperara el sentido de rectitud, como fruto de la invasión
del «conocimiento de Dios» en los corazones (Is 11,9), y basada en una nueva
Alianza escrita en el interior del hombre (ler 31,31). Jesús recoge esta
perspectiva profética con una dimensión claramente espiritual, rompiendo con
todas las fronteras y limitaciones de clase y nación. Pero Jesús no es un
soñador, sino que sabe que los hombres en lo espiritual tienen que vivir
vinculados socialmente bajo una autoridad. Por eso empezó a rodearse de
discípulos -talmidim- que le seguían en sus correrías apostólicas, a los que
explicaba los misterios del Reino de un modo especial (v. APÓSTOLES;
DISCÍPULOS). En esta sociedad embrionaria no hay más aglutinantes que el propio
Maestro, como sucedía en las antiguas sociedades proféticas y en la del Bautista
(lo 1,37-42). Con todo, del grupo general de los discípulos Jesús eligió a Doce
como porción selecta, núcleo de la futura sociedad religiosa cuando Él falte;
los utilizó como colaboradores en su ministerio (Me 3,14; 9,14.28; Le 9,1-6).
Les exigió abandonar todo lo que tienen para colaborar en su obra apostólica (Me
10, 12.28), y la práctica heroica del nuevo ideal de desprendimiento y de amor
al prójimo, a base del espíritu de servicio (Me 10,43.44). Por otra parte, no
les prometió sino persecuciones, que deben soportar con alegría como testigos de
su mensaje (Le 24,48; Act 1,8). Así, «el cristianismo es una religión de
testimonio (v.): el Hijo de Dios se encarna para testificar lo que ha visto
junto al Padre, y envía a sus discípulos para comunicar el misterio del Reino de
Dios que han recibido» (J. Bonsirven, Théologie du N. T., París 1951, 86).
Jesús, al configurar la futura sociedad religiosa, no piensa en una
sociedad amorfa, sino que confiere a los Doce el poder de «atar y desatar», es
decir, de imponer preceptos y de dispensarlos (Mt 18,18). Los representantes de
la nueva sociedad espiritual pueden lanzar el anatema de exclusión contra el
contumaz, como ocurría en las sinagogas judías. Así, los Apóstoles están
revestidos de poder para admitir o expulsar a los presuntos candidatos del Reino
de los cielos. Se trata de una potestad coactiva y jurídica, conferida a ellos
como representantes suyos: «Cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo,
y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo». Es lo que
concretará más al despedirse de ellos después de la resurrección: «a quienes
perdonareis los pecados les serán perdonados; a quienes se los retuvierais, les
serán retenidos» (lo 20,23). Jesús les había dicho que serán la levadura en el
nuevo Reino, y «la sal de la tierra y luz del mundo» (Mt 5,13); deben anunciar
el perdón de los pecados y la penitencia (Le 24,27). Por eso, les envía a
predicar y a bautizar por todo el orbe, para que continúen su mensaje de
liberación del pecado (Mt 28,19; Le 16,1516). Son los continuadores de la obra
de Jesús: «Me ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra. Id y
enseñad a todas las gentes... enseñándoles todo lo que os mandé que guardareis».
Y este poder no quedará limitado al tiempo de los Apóstoles, ya que su mandato y
delegación perdurará por los siglos: «Yo estaré con vosotros hasta la
consumación de los siglos» (Mt 28,18-20; Me 1615-16; V. SUCESIÓN APOSTóLICA).
Del grupo de los Doce emerge desde el principio un personaje que
humanamente no es quizá el más dotado para la misión que se le va a asignar. Al
verlo por primera vez, con vistas a la futura función directora que va a
ejercer, Jesús le saluda llamándole Kefas, «piedra», sin dar explicación de ello
(lo 1,42). Más tarde, en la confesión de Cesarea de Filipos, Jesús explica el
sentido de este sobrenombre simbólico: va a ser la piedra inconmovible sobre la
que se asentará su futura Iglesia; como tal, se constituirá en «llavero» para
permitir o denegar el acceso al Reino de los cielos (Mt 16,17-18). En efecto, ya
durante la vida de Jesús, el apóstol Pedro (v.) destaca entre el resto del
colegio apostólico. Aparece el primero siempre en la lista de los Doce (Mt 3,16;
10,2; Le 6,14; Act 1,13); se habla de «Pedro y sus gentes» (Me 1,36; Le 9,32;
8,45). Pedro responde en alguna ocasión en nombre de los Doce (Me 8,29), como si
fuera el portavoz de éstos ante el Maestro; en la escena de la Transfiguración
(v.) es el que propone levantar tres tiendas (Me 9,5); en nombre de los Doce
pregunta cuántas veces hay que perdonar (Me 18,21); y en nombre de los Doce pide
a Jesús que explique la parábola (Le 12,41). Los encargados de percibir los
tributos se dirigen a Pedro como persona más representativa del grupo para
preguntarle si Jesús y los suyos han de pagar el censo; y es Pedro el que recoge
la moneda del pez para pagarlo (Mt 17,24). Después de la resurrección el ángel
dice a las mujeres que visitan el sepulcro: «Id a decir a sus discípulos y a
Pedro que Jesús les precederá en Galilea» (Me 16,7). Finalmente, Jesús le nombra
«pastor» de su grey (lo 21,15-17), dando así cumplimiento a las palabras que le
había comunicado en la última Cena: «Simón, Satán os busca para zarandearon como
trigo, pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, una vez
convertido, confirma a tus hermanos» (Le 22,32).
Conforme a los mandatos de Cristo, los Apóstoles comienzan a gobernar la
Iglesia después de su muerte, considerándose investidos de los poderes de Cristo
en orden a la organización de su Reino naciente. Pedro preside este colegio
apostólico, proponiendo y decidiendo la incorporación de Matías (v.). En nombre
de los Doce, Pedro toma la palabra el día de Pentecostés (Act 2,12-13); los
Apóstoles colectivamente presiden la primitiva comunidad cristiana (Act
2,42-43); distribuyen los bienes entre los pobres (Act 4,34-35); establecen
diáconos como auxiliares suyos (Act 6,1-6); envían a Bernabé como delegado para
gobernar la nueva comunidad de Antioquía (Act 11,20-26); y, después, reunidos en
concilio, y bajo la presidencia de Pedro, deciden sobre las cuestiones
disciplinares planteadas por los judoo-cristianos en sus relaciones con los de
procedencia gentilicia (Act 15,1 ss.).
Todo esto prueba que los Apóstoles se consideran investidos por Cristo de
una autoridad jerárquica en orden al gobierno de la Iglesia universal; y los
cristianos la aceptan con toda naturalidad. Además, también se muestra cómo
obran con frecuencia colegialmente en el gobierno general de la Iglesia dispersa
ya por gran parte del Imperio romano. Pedro, sin embargo, mantiene la
supremacía, y en nombre de todos se dirige a los judíos (Act 2,38-40) y a los
magistrados (Act 4,8-12); recibe al primer gentil (Act 10,1 ss.); en el Concilio
de Jerusalén habla para dictaminar que la Ley mosaica no obliga a los cristianos
(Act 15, 7-11); y Santiago se levanta para adherirse a la decisión de Pedro (Act
15,13-20). S. Pablo dice en Gal 1,18 que fue a entrevistarse con Pedro para que
diera el visto bueno a su doctrina, con lo que reconoce su autoridad suprema en
la Iglesia. De este modo en la Iglesia primitiva se interpretaba la promesa de
Cristo (Mt 16,16-18) como la colación de unos poderes excepcionales a Pedro, que
no eran compartidos por los demás del colegio apostólico, dentro de la potestad
de «atar y desatar» conferida a todos. Es la roca (por eso en la primitiva
Iglesia se le llama preferentemente Kefas), garantía de la permanencia de la
futura sociedad religiosa. La Iglesia, pues, es concebida por Cristo como una
sociedad jerarquizada y controlada por la autoridad, y no como una asociación
piadosa de tipo exclusivamente «carismático».
S. Pablo, por su parte, desentraña el contenido místico de la nueva
sociedad religiosa, considerándola como cuerpo y plenitud del mismo Cristo (Eph
1,22), en la que, por tanto, habita también la «plenitud de Dios» (Col 1,19;
2,9); y en sentido dinámico como fuente de santificación de los que creen en él.
Cristo es la Cabeza de este cuerpo espiritual (Col 1,18), y como tal ejerce una
influencia en sus miembros (Col 2,19; Eph 4,16) (L. Cerfaux, o. c., 264281)(V.t.IGLESIA;
CUERPO MÍSTICO; JERARQUIA ECLESIÁSTICA; PRIMADO DE S. PEDRO Y DEL ROMANO
PONTIFICE).
4. Mensaje esencial de Cristo. Jesús tenía conciencia de su magisterio
superior, y así se sitúa por encima de la Ley (Mt 5,21,22.34), y con todo
énfasis dice que es el único que merece el título de Rabbi o Maestro (Mt 23, 10;
lo 13,13). Jesús no es, en efecto, un mero intérprete de la Ley, sino que
anuncia un mensaje nuevo, dirigido no sólo al pueblo israelita, sino al corazón
del hombre en toda su universalidad, sin limitaciones raciales ni sociales.
Ahora bien, ¿cuáles son los elementos esenciales de este mensaje liberador de la
humanidad? Podemos señalar -obviamente, sin pretensiones exhaustivas- varias
ideas centrales: a) Dios Padre y providente; b) el Reino de Dios y su dimensión
eclesiológica; c) el amor al prójimo; d) el espíritu de renuncia con vistas a la
vida eterna (V. t. CRISTIANISMO).
a) Dios Padre y providente. La idea de la paternidad divina (V.
DIOS-PADRE) no es desconocida en el A. T. Así: «Si yo soy tu Padre, ¿dónde está
el honor que me debes?» (Mal 1,6), son palabras de Yahwéh, refiriéndose al
pueblo infiel. El Dios del Sinaí, lleno de majestad y de justicia, castiga hasta
la cuarta generación, aunque tiene misericordia hasta la milésima (Ex 20,5-6).
Tiene especial providencia de los desvalidos (Ex 22,22; Dt 10,18; 26,12; ler
7,6). Al mismo tiempo es el Santo, el trascendente, ante el cual el israelita se
postra con temor (Is 6,2-5). Los judíos del tiempo de Cristo evitaban pronunciar
el nombre de Yahwéh, sustituyéndolo por circunloquios como «cielos», «poder»,
«majestad», para no profanarlo. Las escuelas rabínicas exageraban este
alejamiento de lo divino, exigiendo purificaciones rituales, no siempre exentas
de hipocresías. Frente a esta concepción Jesús predica la religión «en espíritu
y en verdad» (lo 4,24), y se sitúa dentro de la panorámica más alta del mensaje
de los antiguos profetas, cuyo espíritu puede resumirse en el famoso texto de Dt
6,4: «Escucha Israel: Yahwéh tu Dios es único. Amarás a Yahwéh tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas».
Es el programa que el Maestro propone al doctor de la Ley que le interroga sobre
el camino hacia la vida eterna (Me 12,29-30; Mt 23,37-38; Le 10,27).
Dios, que es trascendente, está sin embargo en contacto providencial con
sus criaturas, especialmente con el hombre, por eso merece el nombre de Padre (Mt
23,9). En labios de Jesús el vocablo Padre aplicado a Dios tiene un doble
significado, ya que unas veces se refiere a la paternidad de Dios como creador y
providente (v. PROVIDENCIA III) sobre todas las creaturas, y especialmente sobre
los hombres (V. FILIACIÓN DIVINA), mientras que otras veces tiene un sentido muy
personal, en relación con el misterio de su persona (v. III, 1). Los discípulos
deben iniciar sus oraciones con la frase «Padre nuestro...» (Mt 6,9-10; Le
11,2). Supuesta esta actitud paternal de Dios, el hombre debe pedir con
confianza; «Pedid y se os dará» (Le 11,9-11; Mt 7,7-11). El Padre celestial es
tan solícito que se preocupa de los pajarillos (Mt 6,26), de los lirios del
campo (Mt 6,30), haciendo llover sobre justos y pecadores (Mt 5,45).
Jesús predica la entrega confiada a la Providencia divina, pero el Dios
paternal es también exigente en el cumplimiento del deber: «Al que se le dio
mucho, se le reclamará mucho» (Le 12,48); «no se puede servir a dos señores, a
Dios y a las riquezas» (Mt 6,24); ante todo están los valores espirituales del
Reino de Dios: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás
se os dará por añadidura» (Mt 6,24-34; Le 12,13.22-31). Con ello Jesús no quiere
fundar una sociedad de ociosos que se despreocupen del trabajo y de sus
problemas vitales, sino que insiste en los valores eternos y permanentes del
espíritu, lo «único necesario» (Le 10,42). El mensaje de Jesús se mueve siempre
dentro de la dimensión trascendente de los intereses eternos del alma humana. Su
reino «no es de este mundo» (lo 18,36); por eso llama bienaventurados a los
pobres, a los afligidos, a los que no encuentran su felicidad en esta vida, pues
«su recompensa es grande en el cielo» (Mt 5,1-12), y de ellos es el «Reino de
los cielos» (Mt 5,1 ss.). Para Jesús hay dos realidades profundas en la vida: la
presencia del Padre celestial en todo, y el destino eterno del alma humana. En
efecto, la perspectiva de la eternidad domina las enseñanzas del Maestro; lo
temporal es caduco que «la polilla y la herrumbre carcomen» (Mt 6,19-20).
Esta predicación de Cristo sobre el destino trascendente del hombre
culmina en la revelación de la intimidad a la que Dios, de modo absolutamente
gratuito, ha decidido llamar al hombre; y, consiguientemente, en la revelación
de la vida íntima divina, es decir, del misterio de la Trinidad (V. TRINIDAD,
SANTÍSIMA), que constituye la cumbre y el centro del mensaje neotestamentatio.
b) El Reino de Dios. La predicación de Jesús se abre con una invitación a
la penitencia (v.) porque el Reino de Dios (v.) está cerca (Me 1,15; Mt 4,17).
En la plegaria que enseña a sus discípulos se pide: «Venga tu Reino» (Mt 6,10;
Le 11,2). Y sus parábolas tratan de exponer las diversas facetas de este Reino
de los cielos (Mt 22,2; 24,14). En el A. T. la expresión «Reino de Dios» aparece
por primera y única vez en Sap 10,10, pero es frecuente en la literatura
rabínica, con el sentido de una teocracia mesiánica dentro de las concepciones
exclusivistas y nacionales de Israel (cfr. Asunción de Moisés, X,8-10; R. H.
Charles, The Apocrypha and Pseudoepigraphia of the Old testament, 11, Oxford
1913, 422). En eJ libro de Daniel se habla del «Reino de los santos» (Dan 2,44;
7,24). Jesús da, desde el principio, una dimensión puramente espiritual al
«Reino de Dios», cuyo desarrollo implica varias etapas; unas veces lo presenta
como un fermento secreto que va transformando la sociedad, sin ostentación y
lentamente (Mt 13,33), hasta la consumación de los siglos, cuando el tiempo dé
paso a la vida eterna; otras como el grano de mostaza que va creciendo poco a
poco. «El Reino se ha cumplido de una manera decisiva, pero queda una realidad
en marcha, que no cesa de acercarse y crecer; dinamismo que se ejerce tanto en
los individuos como en la colectividad. El Reino de Dios ha hecho su aparición
en Jesús; es su primera etapa» (J. Bonsirven, Le Régne de Dieu, París 1957,
47-48). Hay una segunda que comienza con la muerte y resurrección del Maestro:
«La Alianza Nueva abre una nueva economía, un estado particular del Reino... La
institución de la Eucaristía es el lazo de las dos economías: Haced esto en
memoria mía» (ib., 48). Jesús prevé que en este segundo estadio los discípulos,
sus continuadores, deben organizarse social y jerárquicamente; surge así la
Iglesia inmersa en el mundo como fuerza espiritual militante (v. 3).
Finalmente, en el horizonte mesiánico del Reino hay una tercera etapa con
perspectivas escatológicas. Jesús dice ante el Sanedrín que vendrá al fin de los
tiempos con poder judicial (Le 21,25-28; Mt 24,29-31; Me 13,24-27). Después de
su decisión judicial al fin de la historia (Mt 24,30; V. JUICIO PARTICULAR Y
UNIVERSAL; PARUSÍA) Se iniciará el Reino definitivo destinado por el Padre a los
elegidos (Mt 13,40; v. MUNDO II, 2). De este modo, el Reino de Dios es concebido
como una realidad dinámica y fluida, que se enriquece a medida que los designios
divinos se cumplen en la historia o en la metahistoria. Como dice A. Feuillet:
«En el mensaje de Jesús hay una tensión entre la presencia actual del Reino in
mysterio y su consumación futura. Pero esta tensión no es contradicción... En el
fondo, en efecto, el Reino, que es de origen divino, debe ser considerado como
intemporal, o mejor, como supratemporal... La futura venida del Reino se obra en
todo instante, pues la hora final de cada hombre llega cuando se exige una
decisión de él. Como es siempre el mismo Dios el que obra en la historia, existe
un lazo estrecho entre el Reino presente y el futuro» (Introduction á la Bible,
11, Tournai 1959; 779-780).
c) Amor al prójimo. El mensaje de Jesús supone vinculación esencial al
Dios Padre. Pero ¿cómo se muestra el amor al Padre? Viviendo para Él y amando
todo lo que Él ama. La vida y doctrina enteras de Jesús son una concreción y
explicitación de su gran invitación: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial
es perfecto» (Mt 5,48). Al doctor que le interroga por lo esencial de la Ley, le
responde: «Amarás al Señor, tu Dios... Es el mandamiento mayor. El segundo es
semejante a éste: amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandatos
penden la Ley y los profetas» (Mt 22,37-40). Al despedirse en la última Cena
deja esta consigna a sus discípulos: «Un mandato nuevo os doy: que os améis los
unos a los otros, como yo os he amado» (lo 13,34). En el sermón programático
había dicho que era preciso amar hasta a los enemigos (Mt 5,47). El amor a los
demás es, pues, precepto central de la ley y prolongación del amor debido a
Dios.
Es algo totalmente nuevo en la historia de la moral religiosa de la
humanidad. Los estoicos predicaban una cierta fraternidad universal conforme a
sus esquemas panteístas. Confucio había dado la famosa regla de oro: «No hagas a
otro lo que no quieras que te hagan a ti». Es en realidad una fórmula ordenada a
facilitar la convivencia humana, sin vinculación afectiva entre los individuos.
Jesús se sitúa en otra perspectiva con una nueva dimensión: «Todo lo que queréis
que se os haga a vosotros, hacedlo a los demás» (Mt 7,12; Le 6,31). Pero, sobre
todo, fundamenta la fraternidad universal no tanto en valores meramente humanos,
cuanto en el hecho de que todos los hombres son hijos de Dios y tienen un alma
que salvar. Por eso exige un espíritu de perdón ilimitado a las ofensas (Mt 18,
22); en la oración al Padre celestial se pide que perdone los pecados, pero en
el supuesto de haber otorgado el perdón antes el orante a los demás que le han
ofendido (Mt 6,12). En el día del juicio cada uno será juzgado según el espíritu
de desprendimiento y de ayuda a los demás (1vit 25,31-46) (v. t. CARIDAD).
d) Espíritu de renuncia. Jesús establece los pilares de su Reino con unas
frases inconcebibles para quien se sitúe en un ambiente de expectación mesiánica
temporalista: «Bienaventurados los pobres... los que sufren... los
hambrientos...» (Mt 5,1 ss.). Esto supone una neta inversión de valores: nada de
ansias de riquezas, ni de concebir la vida como una fiesta meramente humana, ni
de espíritu de desquite. Jesús exige, para que el alma esté libre
espiritualmente, que se vacíe de cuidados temporales excesivos, imponiendo una
actitud de ascesis y renuncia continua (V. DESPRENDIMIENTO). Los bienes
materiales son buenos en sí, pero pueden comprometer los intereses espirituales,
porque el hombre se apega a ellos con exceso olvidando lo único necesario. Por
eso, para seguir a Jesús, es necesario tomar su cruz, ya que no vino a traer la
paz, sino la espada (Mt 10,34): «Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su
cruz y sígame» (Mt 16,24-26; Me 8,34-37;Le 9,23-25). No se puede servir a dos
señores, a Dios y a las riquezas (Mt 6,24); «¿de qué le sirve al hombre ganar el
mundo, si pierde su alma?» (Le 9,23). Lo efímero tiene valor en cuanto se ordena
a los intereses eternos del alma (Le 10,42) (v. t. ASCETISMO II; LUCHA ASCÉTICA;
etc.).
5. Actualidad del mensaje evangélico. Ante estas expresiones radicales
algunos han afirmado que la ética cristiana no es realizable o que Jesús era un
asceta que no valoraba las nobles alegrías y satisfacciones de la vida. En
realidad, Jesús considera todas las cosas en su dimensión más profunda: la
religiosa; su misión es la de rehabilitar espiritualmente al hombre sumergido en
el pecado, pegado a lo temporal y a lo efímero. Jesús ve al Padre siempre
«obrando» (lo 5,19; 9,4), y en las cosas ve siempre al Dios creador y
providente. La felicidad plena del hombre está en la unión con su Creador. No
exige a los suyos que huyan del mundo y prescindan materialmente de todas las
cosas temporales -lo que no sería posible, porque el hombre necesita de ellas
para su vida-, sino que se liberen espiritualmente de ellas, considerándolas
como provisionales y efímeras en comparación con lo permanente y eterno.
«Para Jesús no hay naturaleza muerta. En el monte, en el río, en las
flores y en los pájaros, y ante todo en el hombre, el alma de Jesús descubre lo
más vivo y profundo... Y así, el contacto con el mundo es el contacto con la
voluntad del Padre» (K. Adam, Cristo nuestro hermano, Barcelona 1954, 11). Por
ello, Jesús toma una actitud positiva y optimista ante la vida, sin huir de
ella. No predica un dualismo (v.) irreconciliable al estilo maniqueo (v.
MANIQUEíSMO) entre las cosas y Dios, sino que «el amor a la naturaleza y a lo
natural no es para él un ensueño sentimental, como lo es para los poetas del
romanticismo. Nada hay en Jesús de un culto a la naturaleza, sino que ésta es
para él la expresión de la voluntad de Dios. Su amor a la naturaleza es una
nueva forma de amar a Dios» (K. Adam, o. c., 12).
Por eso Jesús vive profundamente en contacto con los hombres de la
sociedad de su tiempo; y lejos de huir de ellos como un anacoreta, trabaja
durante muchos años con sus manos, vive en el seno de una familia, y se deja
invitar a convites y bodas (Le 5,29; 7-36; lo 2,11), buscando la ocasión de
levantar los corazones de los asistentes hacia lo «único necesario». En efecto,
el espíritu de Jesús está muy lejos del jansenismo (v.) rígido, y de la
exterioridad farisaica, y así quiere que sus discípulos al ayunar no presuman de
ello (Mt 6,17). Jesús no tiene un sentido negativo de la vida. Es realista, ya
que sabe que el fondo del alma humana no es ni rosa ni negro, sino mixto. Por
eso sabe apreciar lo que hay de bueno en el hombre, y busca rehabilitar al
pecador. El corazón del hombre está enfermo, atraído por dos polos opuestos -el
del espíritu y el de la materia- y trata de orientarlo hacia lo que le ennoblece
y salva. Nunca se dejó llevar de ingenuos espejismos idealistas: «Nada hay en él
de cansancio del mundo, de dolor impotente, ni de huida cobarde... Jesús no ha
rehuido la vida, como tampoco ha sido subyugado por ella. Jesús ha dominado la
vida» (K. Adam, o. c., 19) (V. t. CONCEPCIÓN CRISTIANA DEL MUNDO: MUNDO II, l).
Frente a los hombres tiene una actitud de entrega incondicional y al mismo
tiempo de reserva. Sabe que debe dar su vida por ellos, pero «no se confiaba en
ellos... porque Él sabía qué hay en el hombre» (lo 2,24-25). Por eso hay una
cierta soledad que le aísla del ambiente. Éste es el gran misterio de su alma
absolutamente unida a Dios. Jesús, como el grano de mostaza, tuvo que ocultarse
y morir para dar mucho fruto (lo 12,24).
Para la sociedad moderna, inmersa en un profundo materialismo, el mensaje
de Jesús es una luz salvadora. Sólo sobrenaturalizando los valores humanos se
puede pensar en un humanismo auténtico desde el ángulo evangélico (v. HUMANISMO
Iv). La actitud de «prosternación ante el mundo» (Maritain), de moda en pleno
siglo xx, es ponerse de espaldas al mensaje evangélico, que para salvar lo
permanente y espiritual del hombre exige una actitud de reserva ante el
desbordamiento del hedonismo, del egoísmo, del materialismo y del sensualismo,
que caracteriza a la sociedad moderna, que trata de encontrar su centro en lo
efímero que «la polilla y la herrumbre carcomen» (Mt 6,19-20). Sólo un mínimo
espíritu de renuncia y de ascesis puede salvar la dignidad del hombre en su
dimensión más noble.
Por otra parte, Jesús no quiso inmiscuirse en los problemas
específicamente temporales (V. t. AUTONOMÍA III; IGLESIA IV, 5 y 7). Así, ante
la cuestión política de la época, la justificación de la ocupación romana del
país judío, Jesús dio la respuesta: «Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo
que es del César» (Mt 22,21; Mc 12,17; Lc 20,25), dejando a la conciencia
ciudadana de cada uno juzgar y actuar. Igualmente rehusó intervenir en un asunto
de repartición de herencias familiares. Nunca alude al problema de la esclavitud
y de la rehabilitación económica y social de los pobres, aunque fustiga
acremente a los ambiciosos que sólo se preocupan de llenar sus graneros. Su
misión es mucho más alta que la de organizar la promoción social, ya que vino a
salvar al hombre del pecado en orden a su salvación eterna. La valoración
sobrenatural de la vida y la práctica de la fraternidad universal, en su sentido
más heroico, serán la base de una sociedad más justa y equitativa: «Buscad
primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por
añadidura» (Mt 6,33).
Para un ulterior estudio acerca del mensaje cristiano son importantes los
artículos: CRISTIANISMO; EVANGELIOS; NUEVO TESTAMENTO; REVELACIÓN II; TEOLOGÍA.
Y también: REDENCIÓN; SALVACIÓN; ALIANZA (Religión) II; REINO DE DIOS; IGLESIA;
SACRAMENTOS.
Títulos de Cristo y aspectos diversos de su mensaje: MESÍAS; SIERVO DE
YAHWÉH; BUEN PASTOR; CORDERO DE DIOS; NAZARENO; ALFA Y OMEGA; DÍA DEL SEÑOR. Y
también: APOCALIPSIS I; CIELO III, 2; CREACIÓN III, 2f y 4c; ESCÁNDALO;
EXORCISMO I; MELQUISEDEC; etc.
V. t.: 111 y los artículos que allí se mencionan.
BIBL.: Sobre el mensaje de J. y su significado podría citarse como bibl. toda la literatura cristiana; nos limitamos aquí a algunas indicaciones esenciales: KARL ADAM, El Cristo de nuestra fe, 3 ed. Barcelona 1966; íD, Cristo nuestro hermano, 6 ed. Barcelona 1966; fD, Jesucristo y el espíritu de nuestro tiempo, Santiago de Chile 1943; O. BATIFFOL, L'enseignement de Jésus, París 1910; J. BONSIRVEN, Les enseignements de Jésus-Christ, 8 ed. París 1950; íD, Le Régne de Dieu, París 1957; L. CERFAUX, Jesucristo en San Pablo, Bilbao 1955; L. DE GRANDMAISON, Jesucristo, su persona, su mensaje, sus pruebas, 2 ed. Barcelona 1944; P. GRELOT, Sens chrétien de I'Ancien Testament, París 1962; M. J. LAGRANGE, El Evangelio de N. S. Jesucristo, 2 ed. Barcelona 1942 (hay ed. francesa de 1954); C. LARCHER, L'actualité chrétienne de l'Ancien Testament, París 1962; J. LEBRETON, La vida y doctrina de N. S. Jesucristo, 4 ed. Madrid 1959; F. PRAT, Jesucristo, su vida, su doctrina, su obra, 2 ed. México 1948; R. SCHNACKENBURG, El testimonio moral del Nuevo Testamento, Madrid 1965.
M. GARCÍA CORDERO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991