JAPÓN, HISTORIA DE LA IGLESIA.


A lo largo de su historia han dominado dos grandes religiones, el sintoísmo (v.) y el budismo (v. BUDA Y BUDISMO). El primero puede considerarse como la religión ancestral de los nipones; a fines del s. III fue enormemente influido por el confucianismo chino (V. CONFUCIO Y CONFUCIANISMO). No mucho después le suplantaba el budismo, de importación extranjera, que quedaba reconocido como religión oficial en el 624. Y así durante un largo periodo de casi 10 siglos, hasta que el sintoísmo volvió a recobrar su puesto de honor, convirtiéndose asimismo en religión oficial, en el s. xlx. Había perdido ya mucho de su carácter religioso o dogmático, para convertirse en una especie de culto nacional, al que deberían acudir todos los japoneses como simples ciudadanos. La Constitución nipona de 1947 le ha privado incluso de su privilegiado carácter estatal, lo que ha originado a su vez la proliferación de innumerables sectas religiosas, más de 200 en 1957. El mismo fenómeno ha alcanzado al budismo, que ha proliferado asimismo en más de otras 200. El cristianismo existente en el J. data del s. xvl. Desde el s. xix se introdujeron el protestantismo y el cristianismo cismático ortodoxo.
      1. Los ortodoxos. Su introducción fue ligada al establecimiento de un consulado ruso en Hakodate, en 1862. La Misión propiamente tal se organizaba hacia 1871, con la apertura de un seminario para preparar clero ortodoxo japonés. El primer sacerdote fue ordenado en 1875. En 1880 existía ya un obispado ortodoxo con 20 sacerdotes japoneses, y una comunidad de unos 20.000 fieles. Pero la religión ortodoxa ha tenido que sufrir grandes tribulaciones, primero como consecuencia de la revolución comunista rusa, Iglesia de la que dependía ésta de J., y luego con la II Guerra mundial. Los. norteamericanos quisieron anexionarla a la ortodoxia americana, y ello ocasionó grandes discordias internas, de carácter grave. Existe, pues, una división entre los ortodoxos, los más de los cuales están unidos a los ortodoxos norteamericanos; y otros, los menos, siguen bajo la jurisdicción del patriarcado de Moscú. En total serán alrededor de 40.000.
      2. Los protestantes. Más importancia tienen y han tenido los protestantes, aunque también muy relativa. Aprovecharon para iniciar sus Misiones en el país la forzada apertura al exterior impuesta a J. por los barcos de guerra norteamericanos. Ya en el s. xvii algunos pastores calvinistas habían acompañado a los holandeses en sus naves comerciales. Pero, como norma general, se abstenían de toda propaganda proselitista. Sólo en la época moderna comenzarían a llegar en buen número misioneros norteamericanos, preponderantemente episcopalianos, presbiterianos, reformados y metodistas (1859-60). La primera comunidad protestante japonesa se establece definitivamente en Yokohama (1872). En 1873 se funda la Escuela Superior de Doshisha en Kyóto. Constituiría un centro importante de irradiación misionera. Este protestantismo japonés ha tenido algunas personalidades de relieve: el erudito prof. Uchimira (1861-1930) y el profesor y apóstol de acción misionera y social, Kagawa (18881960). Actualmente deben de existir en J. unas 80 denominaciones protestantes diversas, aunque sólo unas 20 de ellas están organizadas a escala nacional. Sobresalen los anglicanos, episcopalianos, cuáqueros, adventistas, baptistas, iglesias de Dios, iglesia unida del Canadá, congregacionalistas, discípulos, ejército de salvación, evangélicos, hermanos unidos, luteranos, metodistas, nazarenos, pentecostales, sectas de santidad, presbiterianos, ciencia cristiana, etc., y varias sectas independientes plenamente japonesas.
      3. Los católicos. Las misiones antiguas. Comenzaron cuando S. Francisco Javier (v.) desembarcaba en J. el 15 ag. 1549; proseguidas luego por los jesuitas solos hasta finales de siglo, y ayudados después por franciscanos y dominicos. Los éxitos iniciales fueron sorprendentes, pues los japoneses acogían con facilidad la doctrina del Evangelio. En 1582 había 82 misioneros (todos jesuitas), y 150.000 fieles, con unas 200 iglesias. Son las misiones antiguas. Estas misiones, que habían de durar un siglo, desde 1549 hasta 1650, excitaron más que ninguna otra la atención de Europa, pues a juzgar por las noticias que llegaban se podía conjeturar que toda la nación sería muy pronto católica.
      En la historia de estas misiones antiguas pueden distinguirse tres etapas: una de crecimiento, que comienza con la llegada de S. Francisco Javier a Kagoshina y termina con la muerte de Nobunaga, 1549-82, durante el cual experimentó el cristianismo japonés un espectacular aumento. La segunda etapa, de persecución, incruenta primero con el destierro de los misioneros, pero sangrienta después en las sucesivas persecuciones de 1597, 1614 y 1622 con sus correspondientes intervalos de paz y con abundancia de mártires tanto japoneses como extranjeros (v. JAPÓN, MÁRTIRES DEL). La tercera etapa, de exterminio, se extiende desde 1627 a 1652, en la que se busca ante todo la extinción del cristianismo, cerrando todo posible acceso de nuevos misioneros y haciendo apostatar a los cristianos a fuerza de refinados tormentos.
      A S. Francisco Javier (v.) le acompañaban en su primera evangelización el P. Cosme de Torres y el hermano coadjutor Juan Fernández. Llevaban un japonés bautizado, el primero de todos ellos, Pablo de Santa Fe, en su nombre nativo japonés Angero, más dos criados suyos bautizados con los nombres de Antonio y Juan. En Kagoshima, patria chica de Angero, se comenzó la primera predicación y se fundó la primera comunidad cristiana. S. Francisco Javier, siguiendo su táctica característica, decidió visitar las diversas provincias japonesas para estudiar sobre el terreno y decidir después, con conocimiento de causa y experiencia personal, la fundación de cristiandades. S. Francisco Javier apuntaba más alto; como había comunicado a sus hermanos de Europa, pensaba entrevistarse con el Emperador de J., de quien esperaba alcanzar las licencias oportunas para predicar el Evangelio por todo su reino. Y marchó a Kyoto, capital entonces del Imperio japonés. La autoridad del simbólico Emperador en aquel sistema feudal, donde los que gobernaban de hecho eran los Gobernadores de las provincias o daymios no era muy efectiva. Y a ellos se dirigiría el apóstol, entablando amistad y relaciones con algunos, y fundando sucesivas cristiandades en Bungo (isla de Kyúshú), Yamaguchi (isla de Honshñ) e Hirado. Negocios urgentes reclamaban su presencia en la India, y regresó a Goa, dejando como responsables de las misiones japonesas al P. Cosme de Torres y al hermano Juan Fernández. Él se preocuparía de enviarles colaboradores: Baltasar Gago, Vilela, luego Valignano, y tantos otros beneméritos operarios de la Misión de J. Las siguientes cristiandades se abrieron sucesivamente en los daymiatos de Bungo, Arima, Omura, Miyako, etc. El P. A. Valignano, el gran visitador de Extremo Oriente, hizo tres visitas a la Misión japonesa, la primera de ellas en 1579, y él sería el verdadero organizador de estas misiones, como S. Francisco Javier había sido su fundador.
      La etapa de las persecuciones, comenzada en 1582 como consecuencia del asesinato de Nobunaga, gran patrocinador de los misioneros, agostó en flor las concebidas esperanzas. Primero el destierro forzado de los misioneros, aunque muchos de ellos supieron burlar la vigilancia de los oficiales del Gobierno, iniciando así una vida de catacumbas para atender de modo más o menos oculto a los cristianos. Los jesuitas eran entonces 120. Un respiro en la persecución permitió la llegada de franciscanos, primero, y luego de dominicos, procedentes de las Filipinas. Si constituían una ayuda en la evangelización, serían al mismo tiempo ocasión de trastornos y de mala inteligencia entre los misioneros, pertenecientes unos al régimen del Patronato portugués, y otros al Patronato español. Ello contribuiría en algún caso al recrudecimiento de la persecución. Eso sin contar la diferencia de métodos empleados por unos y otros en la evangelización. Las primeras víctimas cruentas fueron los 26 mártires crucificados y quemados vivos en una de las colinas de Nagasaki: tres jesuitas japoneses, seis franciscanos de diversas nacionalidades y, los 17 restantes, japoneses cristianos.
      Desde 1588 se había establecido la primera diócesis japonesa con el título de Funay. Se había nombrado primer obispo al jesuita portugués Sebastiáo Moráes, que no llegó a ocupar la sede por haber fallecido durante la navegación. Le sucedieron los también jesuitas Pedro Martínez y Luis Cerqueyra. Este último tuvo la dicha de asistir personalmente y de animar a los 26 mártires japoneses. Después de Cerqueyra (m. 1614), ya no pudo entrar ningún otro obispo en J., en la diócesis de Funay, aunque en 1618 fuera nombrado para ella el jesuita Valente. No quedaba otra solución que morir, y centenares de misioneros y de cristianos afrontaron el martirio. Así desapareció la prometedora cristiandad japonesa, ahogada en su propia sangre. Algunos cristianos lograron escapar a las pesquisas de la policía, y pudieron conservar, un poco alterado por cierto, el sagrado depósito que les entregaran sus misioneros; eran los cristianos llamados kirishitan que encontrarían los nuevos misioneros en sorprendente anagnórisis, en la segunda mitad del s. XIX.
      Las misiones modernas. Durante más de dos siglos, el aislacionismo japonés había sido total, no sólo en el orden religioso, sino también en el comercial, cultural y político. Cuando en 1832 la Santa Sede confiaba a los misioneros del Seminario de París la Misión de Corea, se añadían a su territorio las islas Ryu-Kyu con la esperanza de que estas islas, dependientes y no muy alejadas de J., pudieran ser la puerta para entrar nuevamente en el país del sol naciente. Ni mons. Brughiére, ni su sucesor mons. Imbert pudieron abordar las islas; pero este último había dado a su procurador de Macao los poderes oportunos para enviar allí los primeros misioneros en cuanto se presentase la primera ocasión, lo que hizo en 1844.
      Por esta época, no pocas naves de guerra francesas e inglesas frecuentaban las aguas chinas, con ocasión de sus intervenciones militares en el Celeste Imperio. Esta circunstancia permitió al procuradot de Macao, P. Libois, y a su compañero el P. Forcade, llevar a la práctica los deseos de mons. Imbert respecto de J. Ambos pidieron una de esas naves para que les llevaran hasta las islas Ryu-Kyu; se les concedió la Alcméne, y en ella se embarcó el P. Forcade con ánimo de desembarcar en las islas, y dedicarse por lo pronto al estudio de la lengua. Le acompañaba un experimentado catequista, Agustín Ko, más tarde elevado al sacerdocio. Desembarcaban en las Ryu-Kyu el 28 abr. 1844. Una primera entrevista con las autoridades locales de Naha, capital de las islas, se desarrolló en un ambiente discreto, aparentemente cordial; de todos modos, les invitaban cortésmente a abandonar las islas, añadiendo como pretexto la pobreza del país y la hostilidad de los nativos para con los extranjeros. Los franceses insistieron, y el P. Forcade se quedó en Naha, bien atendido, por otra parte, ante el temor de una reacción violenta de los franceses, si osaban violentarle. Por su parte, en Roma habían seguido con interés esta primera tentativa misionera, y se apresuraron a erigir el nuevo vicariato apostólico de J. (1846), a cuyo frente ponían al propio P. Forcade.
      Pero se buscaban relaciones directas con J. El almirante francés Cécile se dirigió con sus navíos a Nagasaki, llevando a bordo a mons. Forcade; en Naha quedaba como misionero el P. Leturdu. No era por cierto la primera tentativa de los occidentales para entrar en relaciones con J.; habían precedido ya otras por parte de los rusos, ingleses y norteamericanos. Todas habían fracasado como iba a fracasar también la del almirante francés. Las autoridades niponas se negaron a permitirles el desembarco en tierra japonesa. No se veía, pues, esperanza ninguna. Mons. Forcade envió al P. Adnet como compañero del P. Leturdu y marchó a Francia, a fin de tratar directamente con el Gobierno francés el problema de las relaciones entre J. y su país, necesarias para una ulterior evangelización de J. Tampoco se pudo obtener resultado alguno positivo, y en Naha quedaban completamente solos y aislados los primeros misioneros del J. moderno. No obstante, unos años después se vislumbraba ya un cambio decisivo. Estados Unidos había conseguido firmar un tratado con J. en 1854, e Inglaterra lo firmaba en 1856. Por su parte, mons. Forcade había dimitido de su cargo en 1852. Había llegado la hora de que interviniera también Francia. Efectivamente, el plenipotenciario francés barón de Gross se dirigió a J. acompañado de un misionero de París como intérprete; el 9 oct. 1858 firmaba un tratado comercial con las autoridades niponas, que abría al comercio francés los tres puertos de Yokohama, Nagasaki y Hakodate.
      El art. 4 de dicho tratado concedía la libertad religiosa a los residentes extranjeros. No era aún una libertad religiosa plena, pues se limitaba a éstos; de todos modos, era una semitolerancia que abriría camino a una situación mejor. Los misioneros comenzaron por establecerse en los tres puertos susodichos, y levantaron sencillas capillas en Yokohama y Nagasaki para los europeos; naturalmente, no quedaban excluidos los japoneses. En septiembre de 1859 el P. Girard llegaba a Edo; era el primer misionero católico establecido legalmente en J. desde las persecuciones del s. XVII. Con la ayuda del hermano Hermann Ludwig levantó la primera iglesia en Kanagawa (Yokohama), que fue bendecida el 12 en. 1862; un año después el P. Furet estaba en Nagasaki; y en agosto llegaba el verdadero padre de la nueva cristiandad japonesa, el P. Bernardo Tadeo Petitjean. En febrero de 1865 también Nagasaki podía contar con una hermosa iglesia, dedicada a los 26 mártires sacrificados en aquella misma ciudad.
      Los kirishitan. Un mes después de la inauguración de esta iglesia, iba a tener lugar un hecho verdaderamente sorprendente: la aparición o anagnórisis de los kirishitan, esto es, de los descendientes de los antiguos cristianos, que iban a presentarse con temor prudencial al nuevo misionero. Llegaban desde el valle de Urakami, situado a unos 10 Km. de Nagasaki. Era un 17 mar. 1865, cuando un grupo de 12 japoneses penetraba en la recién consagrada iglesia, y se arrodillaba a los pies de su misionero, el P. Petitjean; una de las mujeres se atrevió a hablarle en voz baja: «Nuestro corazón, el de todos los que estamos aquí, es el mismo que el tuyo. -¿De dónde sois? -De Urakami, y también en Urakami todos tienen el mismo corazón que nosotros; ¿dónde está la imagen de Santa María?». Y el misionero les condujo ante el altar de la Virgen que tenía entre sus brazos al Niño Jesús. Por entonces no se pasó adelante. Los 12 salieron de la iglesia y corrieron a contarlo a sus paisanos. De Urakami, de las islas de Gotó y Kamino comenzaron a afluir nuevos visitantes, hasta que un día el bautizador de Kamino hizo al misionero unas preguntas acerca del «gran jefe» del reino de Roma. Y, con aire más tímido, preguntó «si acaso él no tenía hijos». Naturalmente, eran dos preguntas clave para conocer si éstos eran los verdaderos sucesores de sus antiguos misioneros. La anagnórisis estaba hecha.
      Por los detalles que fueron dando, se trataba de una verdadera cristiandad que se había conservado milagrosamente incólume durante más de dos siglos. La organización era idéntica en los diversos pueblecitos del valle; existían dos jefes principales; uno presidía los ejercicios de culto y las oraciones durante los domingos, y acudía a la cabecera de los moribundos para sugerirles las últimas plegarias; el otro tenía el oficio de bautizador y administraba el sacramento del bautismo. Así se conservó este maravilloso y olvidado cristianismo. La antigua cristiandad japonesa no había muerto del todo. De los kirishitan, no todos entraron en la Iglesia, unos por miedo a la persecución; otros a causa de sus correspondientes jefes, que no querían renunciar a sus privilegios; otros, en fin, por razones de orden psicológico o económico. Aun hoy día existen otros cristianos ocultos, sobre todo en la isla Ikitsuki. donde Duede haber unos 10.000, la mayor parte de la población, además de varios centenares de católicos, y otros tantos paganos.
      Al conocer las autoridades gubernamentales estos nuevos brotes de cristiandad renovaron en 1869 los edictos persecutorios. Intervinieron las potencias occidentales, sobre todo Francia, Inglaterra, Italia, Alemania y Estados Unidos, naciones con las que J. quería revisar los tratados firmados en 1859. Un decreto de 1873 ponía fin oficialmente al estado de persecución, por el cual quedaron en libertad no pocos cristianos encarcelados; pero habían perecido unos 2.000. A fines de ese mismo año los católicos llegaban a unos 15.000, atendidos por 29 misioneros, seis religiosas, 227 catequistas y 250 bautizadores. Los 70 seminaristas enviados a los seminarios de Pinang y Hong Kong, a causa de la persecución, fueron llamados nuevamente a J. y distribuidos entre los seminarios de Nagasaki y Tokio. En 1883 fueron ordenados los primeros sacerdotes japoneses de esta segunda época cristiana. En 1889 se firmaba la nueva Constitución de Me¡ji, que sancionaba la evolución del Imperio hacia una monarquía constitucional y concedía la libertad religiosa a todos.
      En 1876 J. se organizó en dos vicariatos, Septentrional con centro en Tokio, y Meridional con centro en Osaka y luego en Nagasaki. Comenzaban a llegar también las primeras religiosas: Damas de San Mauro en 1873, Hermanas del Niño Jesús en 1877, Hermanas de San Pablo de Chartres en 1878. Se había difundido un gran espíritu de tolerancia, que favorecía la expansión cristiana. En 1887 acudían los maristas franceses y fundaban sus primeros colegios de niños en Tokio, Nagasaki y Osaka. En 1888 surgía un tercer vicariato, con el nombre de J. Central. León XIII creaba un cuarto vicariato, el de Hakodate, en 1891, y, unas semanas después, la jerarquía residencial: un arzobispado (Tokio) y tres diócesis sufragáneas: Nagasaki, Osaka y Hakodate. Los católicos eran entonces 44.505, de los que 27.909 vivían en Nagasaki.
      Hasta entonces habían sido únicos misioneros los sacerdotes del Seminario de París. Desde los primeros años del s. xx comienzan a afluir nuevos colaboradores: los dominicos españoles se encargan en 1904 de la prefectura de Shikoku; los jesuitas alemanes abrían en 1913 en Tokio su universidad, y en 1923 el vicariato de Hiroshima; los franciscanos se encargaban en 1915 de la prefectura de Sapporo, de la de Kagoshima en 1923 y de una Misión en la isla Sajalin; los PP. del Verbo Divino reciben las Misiones de Niigata en 1921, y de Nagoya en 1922; los salesianos italianos la de Miyagaki, y en 1937 los misioneros de Maryknoll la prefectura apostólica de Kyóto. Desde 1919 funcionaba una delegación apostólica que dirigía mons. Pietro Fumasoni Biondi, futuro prefecto de Propaganda Fide. Desde 1952 tiene categoría de internunciatura con los encargados diplomáticos correspondientes. Los cristianos llegaban a 100.000 en 1930, atendidos por 252 sacerdotes (de ellos 59 japoneses) y 657 entre religiosas y religiosos (de ellos 238 japoneses).
      La II Guerra mundial fue trágica para J. y para su cristiandad: en sus entrañas estallarían las primeras bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. En esta última ciudad murieron 7.000 cristianos de los 10.000 que contaba la parroquia de Urakami. La guerra ha producido consecuencias de la mayor importancia para las Misiones católicas. Por razones nacionalistas, ya en 1940 el Gobierno japonés no permitió que siguieran teniendo puestos de responsabilidad en las misiones católicas misioneros extranjeros, y la Santa Sede se vio obligada a nombrar en su lugar obispos japoneses. Con ello podía decirse que de hecho la iglesia japonesa pasaba como tal, toda ella, a los cuidados del clero japonés, situación que quedó normalizada de derecho a partir de 1950.
      Las estadísticas de 1938 daban para todo J. estas cifras: 416 sacerdotes, de los que 117 eran japoneses; y 123 seminaristas mayores. De los 113.500 católicos, 74.000 vivían en la isla Kyñshú. Al final de la guerra, los fieles eran 116.435, pero a fines de 1945 descendían a 107.917, pues las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki habían quitado la vida a casi 10.000. La pasada guerra había causado verdaderos estragos en las misiones católicas: 54 iglesias totalmente arruinadas y otras 25 casi inutilizables. La mayor parte de los seminaristas, que habían sido movilizados, habían muerto o estaban prisioneros. Quedaban 450 sacerdotes, de ellos 155 japoneses, y 2.000 entre religiosos y religiosas para una población de más de 80 millones de hab. Pero la misma guerra había causado una honda desilusión en muchos japoneses, y comenzaba a notarse un incierto movimiento hacia las doctrinas cristianas. Era la ocasión oportuna. Y se produjo un llamamiento general de la Santa Sede a todas las órdenes y Congregaciones religiosas para que enviasen muchos misioneros, como preciosos auxiliares del clero nativo secular. Era la nueva hora de J.
      El clero japonés era bastante numeroso para lo que podía exigir la situación de su propia cristiandad. Desde su llegada a J. los misioneros de París se habían preocupado de establecer seminarios en todas sus diócesis. En 1932 se fundaba el Seminario central de Tokio para todo J., en el que se formará gran parte del clero japonés moderno. La guerra lo destruyó casi por completo en 1941. Después de la contienda comenzaron a funcionar dos grandes seminarios regionales o interdiocesanos: uno en Fukuoka para el Sur, a cargo de los sulpicianos; y otro en Tokio para el resto de J., a cargo de los jesuitas.
      Por su parte, los religiosos respondieron generosos a la invitación del Papa y acudieron en gran número, repartiéndose por todas sus diócesis, como auxiliares valiosos del clero japonés. Los religiosos trabajan como auxiliares del clero japonés, aunque de hecho suele asignárseles una determinada «región», dentro de las diócesis, en la que desarrollan su actividad misionera con cierta autonomía.
      En 1972 la Iglesia católica de J. está organizada en 16 territorios agrupados en tres provincias eclesiásticas: Nagasaki con Fukuoka, Kagoshima y óita; ósaka con Hiroshima, Kyóto, Nagoya y Takamatsu; y Tokio con N¡igata, Sapporo, Senda¡, Urawa y Yokohama. Existe también la prefectura apostólica de Karafuto, en la isla Sajalin, bajo dominio ruso, prácticamente inexistente. Los datos de todas estas circunscripciones (según Ann. Pont. 1972) se resumen en el cuadro de pie de página.
     
     

BIBL.: Ann. Pont. 1972; Á. SANTOS, Bibliografía misional, II, Santander 1965, 607-649; A. SCHNADE y J. F. SCHÜTTE, Japan, en New Catholic Encyclopedia, 7, Nueva York 1967, 828-845 (con abundante bibl.); A. EBIZAwA, Christianity in Japan, Tokio 1960; C. R. BOXER, Un siglo de cristiandad en el Japón, Madrid 1935; J. GAUTRELET, Storia della Chiesa in Giappone, Roma 1959; J. LAUREs, Gzschichte der Katholischen Kirche in Japan, Tokio 1956; D. SCHILLING, Giappone, III, en Enciclopedia cattolica, VI, Ciudad del Vaticano 1951, 369-375 (con abundante bibl.); J. L. VAN HEcKEN, Un siécle de cie catholique au Japan, Tokio 1960.

 

A. SANTOS HERNÁNDEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991