ITALIA, HISTORIA DE LA IGLESIA: C. DE TRENTO AL RISORGIMENTO, EL REINO DE NÁPOLES


1. El siglo XVI. El problema más grave que afligía la vida de la Iglesia en el reino de Nápoles estaba constituido indudablemente, a comienzos del s. XVI, por las tristes condiciones del .clero. Si bien no faltaban las cátedras de Teología, con libre acceso, eran pocos los religiosos que las frecuentaban. La misma preparación cultural y espiritual dejaba mucho que desear: falta de empeño, laxismo, tenaz apego a situaciones de privilegio. A esto hay que añadir que existían, en el ámbito del mismo clero, marcadas distinciones sociales, por lo que se puede hablar de un clero rico y de un clero pobre, con las consecuencias que se pueden imaginar. Típico, en fin, de todas las categorías de religiosos era la violación sistemática de la obligación de residencia en la diócesis asignada. Tradicionales, en la capital, eran además los altercados entre el arzobispo y el cabildo de la catedral, con evidente daño colectivo y perjuicio del ejercicio correcto de la disciplina. Precisamente la falta de sentido vigilante y riguroso de la disciplina fue causa de un disturbio posterior: la presencia arrogante de una masa de los llamados «clérigos salvajes», los cuales, para huir de la jurisdicción laica, tomaban sólo las órdenes menores y llevaban, protegidos por su condición, una vida desordenada. Para concluir, claustros y conventos eran asilo a menudo de toda clase de libertinaje.
      En sentido contrario, como aspectos positivos, han de citarse la acción y el ejemplo de personalidades, como Gil de Viterbo, jerónimo Seripando y el cenáculo de S. Juan en Carbonara, de los agustinos. En tal contexto, se insertaban dos principales fenómenos, con sus consecuencias: por un lado, la falsa reforma protestante y sus reflejos en los diversos países de Europa; por otro, la situación política del país, que había dejado de ser reino autónomo para entrar en el círculo de los dominios españoles y conocía la experiencia de un nuevo gobierno. Respecto al primero, merece mención el círculo místicocultural, de carácter aristocrático, animado por Juan de Valdés (v.) y propagador de teorías filo-luteranas en torno a la justificación por la fe y el valor simbólico de los sacramentos (cfr. M. Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, IV,4: 2 ed. BAC I, Madrid 1965, 783-833). A su muerte (1541), continuó difundiendo sus ideas el círculo animado por Julia Gonzaga, condesa de Fondi, convencida de que el valdesianismo podría renovar desde el interior el catolicismo. En cuanto al segundo de los fenómenos citados, los españoles prefirieron inicialmente no oponerse bruscamente a los súbditos napolitanos, realizando más bien una política cauta y respetuosa de las exigencias locales.
      A partir del tercer decenio del siglo, la situación varió en todos los aspectos. Comienza la contraofensiva de la Iglesia católica, que intenta frenar el curso desfavorable de los acontecimientos y recuperar el control de la situación. Florecen en este periodo varias cofradías, animadas de un misticismo que se traducía en acción social (Compañía de los Blancos; Monte de Piedad; hospitales de la Anunciación y de los Incurables). Se desparraman por Nápoles y por el reino varias órdenes de religiosos: los capuchinos, en 1530, entregados con simplicidad y pobreza a acciones caritativas; los teatinos, o clérigos regulares, en 1538, dirigidos por Juan Pedro Carafa (v. PAULO IV, PAPA) y G. Marinoni, dedicados sobre todo a tareas de ayuda a los necesitados y de educación del clero. Los dominicos, activos especialmente en las postrimerías del s. xvi, pero ya presentes desde el 1530 con el claustro de la Sabiduría, dirigido por Mario Carafa. Hasta 1552 no se pudieron establecer los jesuitas, reclamados vivamente por los napolitanos; intervinieron en la predicación, elevación del clero, e instrucción y formación de jóvenes; abrieron un colegio, sobre el modelo de los otros ya existentes en otros lugares, que fue frecuentado en el primer año por 300 alumnos. Por la innegable contribución aportada, los jesuitas deben considerarse como la mayor fuerza del Nápoles católico del s. xvi, junto con el Oratorio napolitano (1519), auténtico pilar del catolicismo.
      En este punto, es preciso comprender el formidable impulso que dio a las ya encauzadas energías locales el resultado del Conc. de Trento (1545-63; v.). Fundamentales al respecto, se revelaron las personalidades y las obras de tres arzobispos: Alfonso Carafa (1562-65), su primo Mario Carafa (1565-75), y Pablo Burali d'Arezzo (1576-78). Alfonso Carafa, sobrino del papa Paulo IV, desarrolló, entre muchas dificultades personales y familiares, una intensa actividad pastoral, que se concretó en el Sínodo diocesano de 1565, de especial resonancia, y que fue el primer sínodo napolitano celebrado a continuación del Conc. de Trento. De él se ha dicho que abrió «una nueva época en la historia religiosa de la diócesis, con un método pastoral que sus sucesores no pudieron modificar sin perjudicar la suerte misma de la Reforma»; y, en verdad, Alfonso, primer arzobispo residente en la diócesis napolitana, promovió y vivificó la vida religiosa local y favoreció a las órdenes e instituciones pías. Tuvo también el mérito de disponer la creación del seminario, cuya completa realización fue mérito de su sucesor, su primo Mario. Este último siguió, en general, las huellas de Alfonso, completando el inmenso esfuerzo realizado por él, como en el caso de la Constitutio de vita et honestate Clericorum, publicada en 1567 y que resumía esfuerzos y experiencias precedentes, en el campo de la formación y educación del clero. En cuanto al seminario, fue abierto en 1568, y acogió en los primeros años unos 60 alumnos, realizando una misión, además de religiosa, también social, en un ambiente, como el napolitano, no poco agitado y desordenado. Más tarde, Burali d'Arezzo reformó la organización interna del seminario, en sentido más democrático; por lo demás, se significó por una excepcional piedad, hasta el punto de ser llamado el Carlos Borromeo napolitano.
      En cuanto a las relaciones entre Iglesia y Estado, después de los primeros decenios de relativa autonomía, se dio paso, como ya se ha dicho, a una compenetración política más rígida entre España y Nápoles, que en el plano religioso condujo al apoyo enérgico por parte del gobierno virreinal a las fuerzas que querían oponerse a los innovadores y robustecer la fe católica. Repetidamente, en 1510, 1547 y 1564, se intentó introducir en el reino la Inquisición (v.), pero ante las clamorosas protestas de los ciudadanos, se recurrió a una ambigua superposición de la Inquisición romana sobre la Inquisición episcopal napolitana.
      2. De 1600 a 1741. En el periodo que va desde los primeros años del s. xvil al Concordato de 1741, se debe anotar un suceso que, aun siendo extraño al campo estrictamente religioso y eclesiástico, tiene en tal campo una gran importancia. Se trata de la peste de 1656, que estalló violentamente y causó una excepcional mortandad entre la' población, determinando al mismo tiempo una gama de reacciones bastante significativas. Puede decirse que en tales circunstancias se puso al desnudo la situación religiosa del país y la condición del clero local, además, por supuesto, del estado general, social, civil y moral, de la colectividad. Y se debe decir también que la prueba reveló vistosamente el «devocionismo», el «pesimismo religioso» y el «fatalismo» que caracterizaban la religiosidad, y, por lo demás, la pavorosa carencia de estructuras, desde las higiénicas a las morales. Naturalmente, en circunstancias tan dramáticas, todo cobra proporciones pavorosas, pero está claro que, con los precedentes que hemos ilustrado, las cosas no podía suceder de otra manera.
      Por el contrario, después de la peste, se pudo y se quiso reconstruir todo desde el principio, igual que si se tratara de una nueva «era física». Frente a los graves problemas, en parte nuevos y en parte tradicionales, se obró con la mayor prontitud y se alcanzaron resultados no despreciables: principalmente, en lo concerniente a la formación del clero y por los remedios aprontados contra el abuso del «suelo sagrado» (piénsese que la mayor parte del suelo público estaba ocupado por iglesias y conventos: 1.500 conventos y 500 parroquias), con el consiguiente abuso del derecho de asilo. Entre los arzobispos que más se distinguieron en este sentido en tal periodo, merece mención especial Innico Caracciolo (1667-85). Tampoco faltaron prelados sabios y diligentes en el timón de la diócesis, como Antonio Pignatelli (1686-91) y Giacomo Cantelmo (1691-1702), los cuales promovieron una indudable elevación del clero y de la vida religiosa en el reino. A Caracciolo va unido el mérito del renacimiento de dos importantísimas instituciones, la Congregación de las Misiones Apostólicas y la Acad. de los Investigadores: ambas beneméritas y efectivas para la formación y educación del clero. También Caracciolo instituyó la Congregación de los Ordenandos, con la finalidad de orientar y formar a los sacerdotes noveles. Numerosos fueron los sínodos y las Visitas pastorales, desarrollados en la mayoría de los casos con extrema seriedad y competencia; además Caracciolo instituyó la Congregación de la Santa Visita, una comisión de teólogos y juristas que examinaba los casos más difíciles propuestos por los Visitadores.
      Una atención particular fue dirigida a la organización de la curia, que fue agilizada, se removieron algunos cargos y, en definitiva, adquirió más equilibrio y funcionalidad. Las parroquias aumentaron poco en cuanto a número: eran 37 a fines del s. xvi y 41 a principios del s. XVIII, cada una con 5.000 parroquianos por término medio. En todas ellas fue obligatorio instituir una escuela de doctrina cristiana, y a su frente se pusieron párrocos honrados y responsables. Un problema aparte representaba el seminario, al que se dedicaron cuidados especiales: Caracciolo se afanó con su habitual celo; además, llevó a Nápoles los Padres de la Misión, que cuidaban de la preparación de los aspirantes al sacerdocio. Es menester tener presente las falsas vocaciones, es decir, aquellos que acudían a recibir las órdenes por avidez de ganancia o por oportunismo. Muchas veces, superiores indignos consentían por lucro a estos «ordenandos delincuentes» recibir la ordenación sin someterles a las pruebas de idoneidad necesarias y requeridas; a todo esto debía poner remedio precisamente la Congregación de los Ordenandos instituida por Caracciolo.
      En lo que concierne al problema de la cultura religiosa, el pueblo carecía casi totalmente de la misma. Sin embargo, existía a niveles más altos una cultura religiosa media, centrada en los institutos de formación, como los seminarios, y en las congregaciones pías; y, en fin, una cultura superior, animada por los grandes debates sobre el cartesianismo, el quietismo (v.), el probabilismo (v.), el jansenismo (v.), y sobre el problema de las jurisdicciones. Los tres niveles tuvieron un incremento proporcional en este periodo, por obra de Caracciolo y de otros; se promovió la catequesis de los niños y de los adultos y la práctica intensa de la predicación, que a veces asumió tonos histriónicos y clamorosos. Para ventaja de la cultura media, se aumentaron las escuelas de perfeccionamiento, para formar catequistas. Además, el seminario se abrió a la cultura laica, con evidente ventaja para el estudio de la Teología. Se puede afirmar, sin temor, que tal nivel medio creció mucho, y que los frutos fueron amplios e inmediatos: florecieron colegios para nobles laicos y congregaciones de profesionales libres, artesanos y artistas, impregnados por estos ideales. Verdaderas academias, para laicos y para eclesiásticos (los Oscuros, los Ociosos, los Investigantes) animaron a la vez el progreso de la cultura superior, en el ámbito de la cual se desarrollaron estimulantes debates sobre el cartesianismo, con los jesuitas en el papel de adversarios, y sobre el jurisdiccionalismo, que llegó a caracterizar la cultura jurídica napolitana de aquel tiempo. En nombre de los principios jurisdiccionalismms, se impugnaban las teorías de las inmunidades eclesiásticas y de la investidura del reino de Nápoles por parte de la Santa Sede.
      Caracciolo realizó también otra innovación: introdujo para el clero secular, junto al sistema beneficial, un examen, previo concurso, que sirviese para seleccionar los mejores. En cuanto al clero regular, no tenían todas las órdenes la misma estimación pública; algunas, como la de los escolapios, eran consideradas extremadamente serias y activas; otras, como la de los barnabitas, se estimaban menos. La mayor influencia la ejercían los jesuitas y los teatinos.
      3. De 1741 a 1860. En el último periodo que hemos de considerar, desde mitad del Setecientos a 1860, asistimos, por un lado, a un decisivo y continuo progreso de las condiciones del clero; y, por otro, a una delimitación precisa de las relaciones entre poder religioso y poder político. La formación del clero corría a cargo de tres importantes instituciones educativas: al lado del seminario urbano, el fundado por Carafa, estaba el seminario diocesano, instituido por el card. Spinelli en 1744 para los clérigos provenientes no del ambiente ciudadano, sino de zonas rurales, y, en fin, el seminario del «Convitto», abierto en 1761 por el card. Sersale, para remediar la insuficiente capacidad del diocesano. Spinelli fue especialmente benemérito en lo concerniente a la formación del clero; reformó los Estudios Arzobispales, trasladando algunas cátedras -Teología, Derecho, Lógica, Física y Metafísica- al propio Palacio arzobispal, e hizo obligatoria la asistencia a las mismas para seminaristas y «clérigos externos». En Nápoles, en efecto, se juntaban muchos aspirantes al sacerdocio que no se preparaban en un seminario, sino en el seno de las propias familias.
      La actividad de Spinelli encontró algunos decenios más tarde un grandísimo émulo en el card. Ruffo di Scilla di Calabria, hombre de grandísimas capacidad y virtud, que conformó con su genio reformador los tres primeros decenios del s. xtx. Ya en los primeros años del siglo había iniciado la reordenación de los seminarios y la reorganización de los Estudios Arzobispales, pero había tenido que interrumpir su reforma por las circunstancias políticas derivadas del establecimiento en el reino de los franceses, primero con José Bonaparte y después con Joaquín Murat. En verdad, el «decenio francés», de 1806 a 1815, se inició bajo el signo del buen acuerdo entre poder político y poder religioso; luego fueron tomadas algunas medidas menos gratas para las autoridades eclesiásticas, como los decretos sobre la disciplina de las ordenaciones, sobre la unificación de la enseñanza y sobre el límite de edad, fijado en los 18 años, para entrar en el seminario. Los partidarios de Napoleón deseaban asegurarse un clero que fuese al mismo tiempo docto y disciplinado, una casta sobre la cual poder confiar como soporte de la acción política del gobierno, según las tendencias burocráticas, anticuriales y jansenistizantes que los franceses traían consigo.
      Las cosas no cambiaron demasiado cuando volvieron los Borbones, con la restauración promovida por el congreso de Viena (v.; 1815), porque siguió imperando la doctrina del jurisdiccionalismo laico de impronta napoleónica. En él se inspiraron las primeras disposiciones de los a. 1815 y siguientes, entre las cuales el exequatur regio para actos y providencias de la Curia. El Concordato de 1818 dejó muchos problemas no resueltos, en especial los de naturaleza económica, sobre las asignaciones de los fondos dotales de cada seminario. La restauración, sin embargo, había devuelto a la patria al card. Ruffo, que hasta su muerte, acaecida en 1832, pudo desplegar una actividad intensísima. Encontró que, en su ausencia, sus colaboradores Della Torre y Ciampitti habían obrado con coraje, aun entre las no leves dificultades políticas; siguiendo la misma línea, procedió con la mayor energía y entabló también la lucha contra infiltraciones ideológicas revolucionarias (carbonarios), mientras mantenía con el gobierno relaciones de pacífica coexistencia, siempre que quedara a salvo la integridad del orden eclesiástico.
      Después del periodo de transición señalado por el card. Giudice Caracciolo (1833-45), tomó las riendas de la diócesis el card. Sisto Riario Sforza, que ocupa en la historia de la Iglesia de Nápoles un puesto fundamental. En 1846 dictó los 25 artículos para la reforma de los estudios eclesiásticos con aumento de algunas asignaturas que alcanzaron el número de 14. En 1848 se encontró en el deber de reprimir el estallido de las ideas liberales y de preservar los seminarios del control que los laicos, entusiastas de las nuevas ideas, deseaban establecer. Desde el 29 nov. al 8 dic. 1849 tuvo lugar, después de minuciosa preparación, una asamblea del episcopado meridional, con amplia participación de los titulares de las diócesis del reino; allí fueron debatidos los mayores problemas del momento, se oyeron relaciones y conferencias, y, en suma, se desarrolló un trabajo eficaz. Entretanto, habiéndose agotado la carga revolucionaria de 1848, Sforza pudo volver a dedicarse a la actividad del mejoramiento y de la reforma que culminó en la restauración material, pero también orgánica, del Liceo Arzobispal, inaugurado en 1852. En el año precedente, se había abierto el Seminarium Clericorum (Seminario de las provincias o Seminario del reino), que habría debido reunir a los jóvenes que desde todas las provincias del reino afluían a Nápoles. Durante algunos años, aun en medio de diversas peripecias y dificultades, la institución prosperó, pero en 1855 fue cerrada por motivos políticos, dejando tras de sí un rastro interminable de altercados y rencores.
      En 1857-60, se preparaba en Nápoles, bajo la guía atenta de Riario Sforza, un concilio provincial; fueron instituidas varias comisiones preconciliares, que celebraron numerosas reuniones; también se bosquejó la Const. De Seminariis et clericis, con un excelente apéndice dedicado a los problemas de los estudios, que habrían de ser renovados de modo que ofrecieran una preparación cultural sólida y auténticamente cristiana. Todo ello se hacía con vista a los nuevos tiempos, que se anunciaban difíciles desde el punto de vista religioso. Pero el concilio no se realizó; llegó el a. 1860, con los sucesos políticos que alteraron completamente la vida italiana. Garibaldi (v.) impuso ciertas condiciones al clero napolitano y a su pastor, que éste no aceptó, prefiriendo el exilio; el esquema preparado para el Concilio provincial sirvió, más tarde, como base de los Postulata que Sforza presentó a las Comisiones que preparaban el Conc. Vaticano I de 1869.
     
     

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GUIDO D'AGOSTINO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991