ITALIA, HISTORIA DE LA IGLESIA: B. EDAD MEDIA 2
5. Del Concilio florentino al tridentino. Aunque propiamente hablando este
periodo caiga fuera de la Edad Media, hemos de tratar aquí de los turbulentos
años que bajo el signo de la palabra reformas transcurren entre los mencionados
Concilios ecuménicos. No trataremos de los Papas, ya que, aunque italianos en su
mayor parte, o tienen voz propia en otros lugares de esta Enciclopedia o su
actividad será tratada en otros artículos (v. PAPADO, HIS TORIA DEL; ESTADOS
PONTIFICIOS I; LETRÁN, CONCILIO V DE; TRENTO, CONCILIO DE).
En I., como en el resto de la Cristiandad, se suspiraba por la reformatio
in capite et in membris; petición que si en la mayoría de los casos obedecía a
un deseo sincero de la renovación de la Iglesia, en otros era pretexto para
tomar posiciones de rebeldía cuando no de defensa de doctrinas claramente
heterodoxas. Los puntos a reformar pueden resumirse en tres: a) las costumbres
de todo el pueblo cristiano, de altos y bajos, ricos y pobres, clérigos y
laicos; b) la vida pública y privada del clero, especialmente de los que tienen
cura de almas; c) la curia romana y su régimen fiscal. El último aspecto, que no
corresponde a l., por otra parte no se consiguió hasta después del Conc. de
Trento. Los otros dos se intentaron por muchos con éxito desigual; pero, tras
avances y retrocesos, las consecuencias fueron netamente favorables.
A la hora de concretar en hechos estos deseos de reforma hay que
distinguir tres épocas claramente diferenciadas: la primera y la tercera en las
que la reforma se intenta desde dentro de la Iglesia; la segunda, la mal llamada
reforma protestante.
Predicadores populares. En pro de conseguir la elevación moral del pueblo
cristiano, floreció una pléyade de predicadores populares quienes, «dotados de
elocuencia y a veces de santidad, avivan la fe y levantan el nivel moral donde
quiera que predican, en las grandes ciudades lo mismo que en las míseras aldeas.
Algunos son itinerantes como S. Vicente Ferrer y S. Juan de Capistrano; otros
tienen residencia fija, como Savonarola, en Florencia, y la mayoría se mueven en
diversas direcciones, partiendo de un centro, donde residen habitualmente.
Electrizadas por su palabra de fuego, las muchedumbres los aclamaban, los
seguían en procesiones de penitencia y los obedecían ciegamente. Muchas veces el
sermón empezado en la catedral o en otra iglesia tenía que continuarse en la
plaza pública, porque el templo no era capaz de contener a la multitud que se
agolpaba ansiosa de escuchar al predicador o misionero. Y los sermones eran
largos, durando no menos de tres horas y aun seis, especialmente si trataba de
la Pasión de Cristo. Predicaban la penitencia y la reforma de las costumbres,
tronaban contra el pecado, amenazando con el castigo de Dios y anunciado
catástrofes con palabras de los profetas y del Apocalipsis; condenaban la usura
y recomendaban la limosna, exaltaban la caridad y el amor al prójimo, exhortaban
a la reconciliación de los enemigos; peroraban vivamente sobre las cuatro
postrimerías del hombre, exponían los misterios de la vida de Nuestro Señor y de
la Virgen, enterneciéndose y haciendo llorar al auditorio cuando trataban de la
Pasión y Muerte del Redentor» (R. García Villoslada). Entre los que consiguieron
una mayor influencia en el pueblo italiano hay que citar en primer lugar a S.
Vicente Ferrer (v.), que recorrió todo el Norte de I.; a S. Bernardino de Siena
(v.) y a S. Juan de Capistrano (v.); y, junto a ellos, Alejandro Oliva de
Sassoferrato (m. 1463), b. Buenaventura Tornielli (m. 1491), los dominicos
Venturino de Bérgamo (m. 1346), Leonardo Dati (m. 1425), Leonardo de Udine (m.
1469), Gabriel Barletta (m. 1480), y el b. Gabriel de Peschiera (m. 1485), y los
franciscanos Alberto Berdini di Sarteano (m. 1450), Antonio de Bitonto (1459),
S. Jacobo de la Marca (m. 1476), Antonio de Vercelli (m. 1483), el b. Bernardino
de Feltre (m. 1494; v.), Roberto de Lecce (m. 1495) y Roberto Carraccioli (m.
1495). Mención aparte merece el dominico fray Jerónimo Savonarola (v.), quien
durante cerca de diez años predicó en Florencia consiguiendo remover las
estructuras morales y políticas de la ciudad y cuyas exageraciones condujeron a
un desastroso fin.
La reforma del clero regular. En la reforma del clero se distinguieron los
esfuerzos realizados por los religiosos, tanto por medio de la renovación de las
antiguas órdenes como por la creación de otras nuevas. A este fin, los
reformadores de las antiguas órdenes crearon en su seno las Congregaciones de la
Observancia mediante la reforma de un primer convento o monasterio del que, una
vez enfervorizado, salían los religiosos que se introducían en otros cenobios a
los que infundían el nuevo espíritu. De este modo, por sucesivas agregaciones de
cenobios al primero se formaba la congregación de la Observancia, que se
gobernaba generalmente por un vicario general más o menos autónomo. En la
reforma de los dominicos (v.) se distinguió el general b. Raimundo de Capua
(1330-99), secundado eficazmente por el b. Juan Dominici (13571419), que en 1390
hizo del convento de Santo Domingo de Venecia el foco desde el que la
observancia se extendió a Chioggia, Cittá di Castello, Bolzano, Fiésole, etc.,
dando origen a la Congregación lombarda. En 1436 S. Antonino (v.) implantó la
reforma en los conventos de Florencia. Los carmelitas (v.) desde el convento de
las Selvas (junto a Florencia) extendieron la observancia a toda l., creando la
Congregación de Mantua, en la que se distinguió por su celo el b. Bautista
Spagnolo (1447-1516). Los franciscanos, por su parte, crearon también su
Observancia, que, iniciada en Foligno por fray Paulo de Trinci (m. 1390),
encontró sus máximos propulsores en S. Bernardino de Siena y sus discípulos S.
Juan de Capistrano, S. Jacobo de la Marca y el gran predicador Alberto de
Sarteano. Entre los agustinos se organizaron varias Congregaciones de la
Observancia independientes unas de otras; la de Lecceto (Siena), la de S. Juan
de la Carbonaria (Nápoles), la Perusina o de S. María del Pópolo (Roma), la de
Monte Ortone y, más numerosa que las anteriores, la de Lombardía, iniciada por
Jorge de Cremona en 1439.
En cuanto a las nuevas fundaciones mencionemos a los Olivetanos (V.
BENEDICTINOS) fundados por el b. Bernardo Tolomei (1272-1348); los jesuatos,
fundados por el b. Juan Colombini, rico comerciante de Siena, con el fin de
trabajar en la santificación propia por la oración y la mortificación y de hacer
bien a las almas, ejercitando las obras de caridad y de misericordia
especialmente con los enfermos, que sólo recibían órdenes menores y que
subsistieron hasta el s. XVII; las anunciatas de Pavía, a las que perteneció S.
Catalina de Génova (m. 1510; v.), y los mínimos, austera fundación de S.
Francisco de Patila (m. 1436; v.).
Las Compañías del Divino Amor. Desde la segunda mitad del s. xv se
desarrollaron en l. unas agrupaciones de seglares y clérigos, con frecuencia
secretas, con la intención de reformar la Iglesia comenzando por la reforma
interior de cada uno de sus miembros mediante la práctica de las virtudes,
especialmente de la caridad. Tomaron el nombre de Compañías (a veces Oratorios)
del Divino Amor y se acogieron, con frecuencia, al patrocinio de S. Jerónimo (cfr.
R. García Villoslada, Las Compañías del divino amor). Como precedentes se
cuentan la cofradía de S. Jerónimo, fundada en Florencia por S. Antonino en 1442
(cuyo fin era socorrer a los pobres vergonzantes, ayudarles en la educación de
sus hijos, dotar doncellas y hacer otras obras de misericordia, guardando en
todo el mayor secreto) y la Compañía de S. Jerónimo fundada en Perusa por S.
Jacobo de la Marca en 1445. El verdadero padre de las Compañías del Divino Amor
debe considerarse Bernardino de Feltre (v.), fundador de numerosas cofradías por
diversas ciudades de I. que unían a la práctica de las obras de misericordia el
fomento del culto a la Santísima Eucaristía; entre ellas fundó en 1494, en
Vicenza, la Compañía de S. Jerónimo, que puede considerarse la primera y a cuya
semejanza se fundaron después otras en Génova (la mejor conocida y de la que se
conservan los estatutos), Roma, Nápoles, Venecia y otras ciudades. Junto a las
peculiaridades de cada ciudad hay algunas notas comunes en todas estas
asociaciones: a) socorro a los pobres y asistencia a los enfermos; b) ejercicios
fijos de culto y devoción eucarística; c) numerus clausus de asociados; d)
disciplina del secreto; e) prácticas ascéticas de penitencia.
La mayor gloria de estas asociaciones es haber creado un ambiente de
piedad y fervor que sirvió para que, de entre sus filas, surgieran hombres que
hicieron frente a la rebelión luterana, cuando sus influjos pretendieron
extenderse en I., y eminentes reformadores de órdenes y congregaciones
religiosas. Por mencionar algunos de los más destacados señalemos a Héctor
Vernazza (1470-1524), notario genovés y fundador de las compañías de Génova,
Roma y Nápoles; S. Catalina de Génova (v.); S. Cayetano de Thiene (v.),
cofundador de la de Roma siendo todavía laico y miembro más tarde de la Compañía
de Vicenza y fundador de la de Venecia; Juliano Dati, párroco de S. Dorotea;
Antonio Pucci, obispo de Pistoya; Bartolomé Stella; Juan Pedro Carafa (futuro
Paulo IV); María Lorenza Longo, ilustre dama napolitana; y . otros. Sin
pertenecer propiamente a la asociación estuvieron en contacto directo con ella
reformadores de la talla de Juan Mateo Giberti, obispo de Verona, así como los
futuros card. Jacobo Sadoleto y Gaspar Contarini.
Otra realización de las Compañías fue su celo en el campo
benéfico-asistencial que dio lugar a los Hospitales de Incurables de Génova,
Roma, Nápoles, Venecia y otras ciudades.
El protestantismo en Italia. La penetración en 1. de las ideas luteranas
se hizo a través de círculos de intelectuales; el primero fue el de Nápoles y su
principal exponente Juan de Valdés (v.), secretario del virrey español (cfr. M.
Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, 2 ed. BAC I, Madrid
1965, 783-833), en torno al cual se agruparon, entre otros, la poetisa Victoria
Colonna, la noble dama Julia Gonzaga y el monje Benedetto de Mantua, autor del
libro herético Del beneficio de Cristo, condenado por la Sorbona y por la
Inquisición.
En el Norte se formaron algunos focos directamente inspirados en los jefes
luteranos alemanes. Así, algunos agustinos predicaban doctrinas de Lutero; en
Pavía se imprimían algunos de sus escritos; en Venecia aparecía la traducción de
los Loci, de Melanchton (v.); en Ferrara, la duquesa Renata favorecía
directamente a los nuevos reformadores; en Florencia desarrollaba intensa
actividad desde 1522 Antonio Bruccioli con sus traducciones de la Biblia. De
todos modos, conviene observar que estos primeros entusiastas de las ideas
luteranas solamente se adhirieron a algunas de ellas. Hubo, sin embargo, en 1.
algunos pocos que abrazaron por entero las doctrinas protestantes. Pero éstos
tuvieron que emigrar fuera de I. Son dignos de mención: ante todo, el antiguo
nuncio Pedro Pablo Vergerio (cfr. P. Paschini, Pier Paolo Vergerio, Roma 1925),
quien, habiendo abrazado la falsa reforma y temiendo ser apresado, huyó a Suiza
en 1549, y, en 1553, a Württemberg. En segundo lugar, Bernardino Ochino (cfr. D.
Cantinori, Bernardino Ochino, uomo del Rinascimento e riformatore, Pisa 1929),
antiguo franciscano y luego tercer general de los capuchinos (v.), quien,
invitado por Paulo III a dar cuenta de sí, escapó en 1542 a Ginebra, donde se
casó, y luego marchó a Inglaterra, donde fue profesor de Oxford y desarrolló
gran actividad en favor del anglicanismo. El tercero fue Pedro Mártir Vermigli (cfr.
C. Schmidt, Petrus Martir Vermigli, Elberfeld 1858), antiguo canónigo agustino y
amigo del anterior, refugiado en Zurich en 1542 y luego en Oxford, donde fue una
de las columnas del anglicanismo, aunque más tarde volvió a Estrasburgo y Zurich
(cfr. B. Llorca, o. c. en bibl., 757-758).
La reforma católica. De esta manera, a los motivos que imponían la
renovación de la Iglesia en el s. xv se sumó el profundo desastre que supuso la
mal llamada reforma protestante en todas sus formas, por lo que se designa con
frecuencia a este periodo de la acción renovadora de la Iglesia con el nombre de
Contrarreforma (v.); periodo que se extiende a buena parte de los s. xvl y XVII.
En I., entre 1517 y el Conc. de Trento (v.), los hechos más destacables de la
misma son la aparición de los clérigos regulares, la reforma de algunas órdenes
antiguas y la actividad de grandes apóstoles y de algunos obispos ejemplares.
Los clérigos regulares constituyeron una innovación que se reveló muy
acomodada a los tiempos nuevos y de una gran eficacia y fecundidad. Entre ellos
hemos de mencionar: a los teatinos (v.), fundados por S. Cayetano de Thiene y
Juan Pedro Carafa (Paulo IV), miembros hasta entonces de la compañía romana del
Amor Divino; a los barnabitas (v.), fundados en Milán por S. Antonio María
Zaccaria (v.); a los somascos, fundados por S. Jerónimo Emiliano (v.); y a los
jesuitas (v.), fundados por S. Ignacio de Loyola (v.), que tuvieron en I. gran
influencia y expansión. La renovación de las antiguas órdenes, ya iniciada en
los años anteriores con la creación de las congregaciones de la Observancia,
experimentó un considerable impulso con las reformas de agustinos y
franciscanos. Los primeros gracias al celo de algunos de sus generales como Gil
de Viterbo y Jerónimo Seripando (más tarde cardenal y legado pontificio en el
Conc. de Trento). Entre los franciscanos se distinguieron los generales
Francisco Lichetto (m. 1520), quien aplicó a 1. los métodos que tan buen
resultado habían dado a Cisneros (v.) en su reforma de los franciscanos
españoles, y Francisco de Quiñones; aunque las más conocida reforma franciscana
fue la de Mateo de Bascio que dio origen a una orden nueva: los capuchinos (v.).
Entre los que desarrollaron un eficaz celo apostólico en pro de la reforma
de las costumbres hay que mencionar especialmente al dominico Bautista de Crema
(1460-1534), al canónigo lateranense Serafín de Fermo (ambos autores ascéticos
de valía) y a los obispos Giberti (m. 1543; cfr. G. B. Pighi, Gian Matteo
Giberti, Verona 1900) en Verona, Cornaro en Brescia, Ridolfi en Vicenza y
Gonzaga (más tarde presidente del Conc. de Trento) en Mantua.
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JOSEMARíA REVUELTA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991