ITALIA, HISTORIA DE LA IGLESIA: B. EDAD MEDIA 1


1. Introducción. Al plantear un estudio de la historia eclesiástica de I. en la Edad Media no es posible seguir una única línea de desarrollo. Hasta el s. xix no existió una unidad externa y visible bajo todos los puntos de vista: político-institucional, lingüístico, cultural, etc. No cabe, por tanto, referirse a I. sino como a una realidad geográfica, que participa a la vez de la vida política, social, religiosa, de muchos conjuntos diferentes. Esta problemática, áspera de por sí cuando se estudia la historia profana, se agudiza en el estudio de la historia de la Iglesia, ya que no se trata de investigar una época determinada concediendo especial relieve a hechos pertenecientes a un ámbito eclesiástico, sino de alcanzar las manifestaciones externas de una realidad sobrenatural, la Iglesia, que penetra la organización eclesiástica y litúrgica, pero también la cultura y la espiritualidad, las actuaciones de la Jerarquía y el sentido cristiano de las masas anónimas. Ahora bien, la Edad Media es precisamente la época en que resulta más difícil deslindar lo sacro de lo profano. El mismo concepto de sociedad en Europa occidental viene como absorbido por el de Cristiandad, que indica claramente la compenetración entre los valores cristianos y la vida de la sociedad civil.
      Además, la Edad Media se caracteriza por su universalismo, al menos en los límites geográficos a los que antes aludíamos. Se experimenta la potente sugestión de la unidad espiritual en la persona del Romano Pontífice, de la unidad política en la persona del Emperador, de la unidad lingüística en el uso del latín no sólo como lengua litúrgica, sino también como lengua científica y literaria. En una exposición que tuviera solamente en cuenta las grandes líneas de desarrollo de la civilización y de la espiritualidad cristiana en la Edad Media, cabría el peligro de limitarse a repetir una historia general de la Iglesia, sin una efectiva consideración de las peculiaridades del país, en este caso l., que interesa destacar. Pero si nos dejásemos guiar exclusivamente por un criterio geográfico, por el hecho indiscutible de la función de Cabeza de la Sede Romana, ejercida desde los comienzos, y con una conciencia cada vez más explícita en el transcurso de los siglos, englobaríamos en la historia de la Iglesia en 1. también la historia del Pontificado que, vinculado o no a un poder temporal territorial, constituye sin duda el hilo conductor de la historia de la Iglesia universal.
      Dejando al margen, por tanto, la historia de los Estados Pontificios (v.) y la del Papado (v.), intentaremos trazar un bosquejo de la vida de la Iglesia en I., entendida como región geográfica, desde los reinos romanobarbáricos hasta el Renacimiento, con el propósito de destacar, en este rápido recorrido, los temas de mayor interés.
      2. Italia bajo los godos. Cuando los legados de Odoacro entregaban al emperador Zenón, en Constantinopla, las insignias imperiales de Roma, dejaba de existir el último vestigio del Imperio romano de Occidente, carcomido por el particularismo barbárico. Pero frente al desmoronamiento de la autoridad romana, civil y militar, permanece firme la del obispo, como firme había quedado el papa León I frente a Atila y Genserico. Se empiezan así a poner los cimientos de la sólida autoridad moral de la Iglesia, que permanecerá sustancialmente inquebrantada durante toda la Edad Media; autoridad no sólo religiosa sino también, en diferente medida, civil y política.
      El gobierno del arriano Odoacro, ejercido, al menos formalmente, en nombre del emperador de Oriente, respetó siempre la libertad religiosa de los itálicos católicos. Defendió la integridad de los bienes eclesiásticos y rindió tributo a la autoridad de los obispos, facilitando incluso una serena elección del papa Félix II (483). Sin embargo, esta época no dejó de ser un periodo barbárico. Los continuos desplazamientos de núcleos tribales, las luchas destructoras, y los odios consiguientes dificultaron la penetración del mensaje cristiano en las masas. Esta situación de inseguridad e inestabilidad de las instituciones, ya casi paralizadas y privadas de sus normales actividades, empobrece las aspiraciones culturales, incluso de las clases más cultas. Decayó la ciudad como centro de civilización y se acentuó el particularismo rural. Pero una nueva fuerza espiritual estaba a punto de nacer: el monaquismo benedictino (v.). Con su peculiar fisonomía constructiva, equilibrada, trabajadora, vino a crear alrededor de los monasterios un nuevo tipo de sociedad, económicamente autosuficiente, y unos centros de intercambios comerciales y culturales. Junto a los monasterios de Montecassino (v.), Terracina y Subiaco (v.), cuya fundación S. Gregorio Magno (Dialogorum libri) atribuye al propio S. Benito (v.), surgieron otros en Roma, Sicilia, Córcega, Rávena, etc. Los Scriptoria de Montecassino, Farfa y muchos otros aseguraron una profunda continuidad intelectual de la cultura latina. Allí se transcribieron con minuciosos cuidados las obras de los grandes escritores tanto cristianos como paganos, manteniendo encendida la lumbre de la sabiduría antigua.
      La toma de Rávena (493), a la que siguió el asesinato de Odoacro, marca el comienzo de la dominación gótica sobre buena parte de I. septentrional, siempre dentro del respeto formal a la autoridad del Emperador de Oriente Zenón. Mientras éste y su sucesor Anastasio I (491-518) tuvieron que luchar contra el monofisismo egipcio y sirio, el joven rey ostrogodo Teodorico (471-526; v.) pudo gobernar en condiciones relativamente pacíficas. Aunque arriano, fue tolerante en materia religiosa, dejando a los católicos plena libertad de culto; su postura se cifraba en el principio «religionem imperare non possumus» (Variae 11,27). Obtuvo así un prestigio personal considerable, que le ganó el papel de árbitro hasta en la controvertida elección papal del 498. en el marco del llamado cisma laurenciano. A la muerte de Anastasio II (498), se enfrentaron en Roma dos partidos: uno mayoritario, que eligió al diácono Símaco, otro, favorable a los bizantinos, que trató de imponer el arcipreste Lorenzo, de acuerdo con el praeses del Senado, Festo.
      A petición de ambas partes, Teodorico intervino fallando el juicio en favor de Símaco (499). Sin embargo, dos años después, los senadores romanos Festo y Probino difundieron graves rumores en contra del Papa, hasta el punto de que el soberano tuvo que volver a intervenir, reuniendo en Roma un sínodo de obispos italianos (501). Éstos, en la cuarta sesión, se reconocieron incompetentes para erigirse en jueces de la Santa Sede y absolvieron plenamente a Símaco. En la contienda intervino también Ennodio de Pavía, pero los adversarios de Símaco no desistieron de su campaña de calumnias y de sangrientas algaradas callejeras, hasta que Teodorico ordenó terminantemente que se entregaran a Símaco todas las iglesias (506). En Teodorico, los católicos de I. hallaron un defensor frente a la herejía monofisita, que había estallado en Oriente con el apoyo de la corte imperial (v. MONOFISISMO; CALCEDONIA, CONCILIO DE). Sus relaciones con el papa Gelasio I (492-496; v.), uno de los grandes defensores del primado romano, fueron cordiales.
      Durante el reino ostrogodo, 1. gozó de cierto esplendor de la cultura y el arte religiosos. La ciudad de Rávena, residencia de la corte, se enriqueció con el mausoleo del propio Teodorico y el de Gala Placidia, los baptisterios de S. Juan in Fonte y de S. Vitale, la basílica de S. Apolinar nuevo, etc. (v. x). Entre los dignatarios cortesanos, hubo algunos personajes de relieve, que desempeñaron el papel de mediadores de la civilización antigua en Occidente. Boecio (v.) gozó de gran consideración cerca de Teodorico, y ostentó el cargo de la cancillería real. Casiodoro (v.), descendiente de una familia de la nobleza calabresa, después de haber desempeñado como senador y secretario de Teodorico las más altas funciones de gobierno, se retiró hacia el 540 al monasterio de Vivarium (Calabria) por él fundado, dedicándose intensamente a la literatura, a la enseñanza y formación de sus monjes y a la vida de piedad, con la ilusión de actualizar el patrimonio cultural antiguo y de valerse también de las ciencias profanas para el estudio de la S. E. De esta misma época es también Dionisio, apodado el Exiguo, amigo de Casiodoro y tal vez maestro en el monasterio de Vivarium, al cual se debe no sólo la introducción de la Era cristiana y la aceptación del cómputo pascual alejandrino, sino también la traducción al latín de varias obras griegas de espiritualidad y la recopilación de cánones sinodales griegos y latinos y de decretales pontificias. Otra figura notable fue Ennodio, diácono y maestro de retórica en Pavía y desde el 514 obispo de esta sede. Es autor de escritos histórico-hagiográficos, de una autobiografía Eucharisticunz de vita sua, y de un Panegyricus Theodorici.
      Entre los romanos y los godos nunca se logró, sin embargo, una verdadera fusión. Además de la prohibición de matrimonios entre los dos pueblos, subsistían demasiadas diferencias de mentalidad y civilización para que se pudiera dar una verdadera y eficaz compenetración. El objetivo político de Teodorico -consolidar un sistema de alianzas pangermánico de inspiración antibizantina apoyándose en la supremacía de unos pueblos arrianos-, no podía constituir un ideal halagador para el catolicismo italiano.
      Al asumir Justino (518-527) la dignidad imperial, Bizancio se reconcilió con el Pontificado y emprendió una lucha decidida contra los arrianos dentro del territorio del Imperio. No se ocultaba a Teodorico el desafío que esta política encerraba. Los últimos años de su reinado se ensombrecieron en la desconfianza y en los recelos, que desembocaron en una abierta persecución a los católicos. La oposición del Senado al rey costó la vida a Boecio, y a su suegro, el senador Símaco; el papa Juan I fue encarcelado y murió, tal vez en prisión (526).
      Con la regencia de Amalasunta, tras la repentina muerte de Teodorico (526), llegaron para 1. unos pocos años de paz: cesó la persecución contra los católicos y el elemento romano volvió a desempeñar cargos públicos. Pero el marido de la regente, Teodato, la hizo asesinar, acusándola de complicidad con la corte de Bizancio. Ésta fue la ocasión del comienzo de la llamada guerra gótica.
      Al término de la guerra gótica, las condiciones morales, económicas y demográficas de I. eran deplorables. La nueva organización dada por Justiniano I (527-565; v.) la transformaba en una provincia más de un Imperio lejano y ávido, con un fisco público proverbialmente rapaz. Por esta reorganización jurídica, contenida en la Pragmática Sanción del 554, se trataba de imponer también en 1. el cesaropapismo tradicional de Bizancio, atribuyendo a los obispos funcionales civiles de control sobre la actividad de los demás dignatarios públicos, y de organización de la beneficencia. De esta forma se pretendía convertirlos en instrumentos de la política imperial, al margen de la misma autoridad del Romano Pontífice. El mismo intento de obligar al papa Vigilio a aceptar compromisos doctrinales con el monofisismo egipcio y sirio, apoyado por la esposa del Emperador, Teodora, fracasó con la huida de Oriente del Pontífice. La reconquista bizantina fue, pues, un éxito efímero. Poco después de la muerte de Justiniano penetraron en 1. los lombardos (v.).
      3. Italia lombarda. Con la invasión se reabrieron las heridas del país: estragos, devastaciones, hambres, enfermedades. Muchas sedes episcopales quedaron vacantes o tuvieron que trasladarse a territorio bizantino. Antes de la invasión de l., los lombardos habían entrado ya en contacto con el cristianismo, aunque de manera superficial, y habían asumido una capa externa de ortodoxia para facilitar sus relaciones políticas con Bizancio. Pero al tiempo de la invasión, Alboino había dado preferencia al arrianismo, con la esperanza de despertar la simpatía de los ostrogodos y prevenir posibles injerencias bizantinas. La organización eclesiástica de los lombardos se acoplaba a su organización militar, con un obispo residente en Pavía; pero las costumbres paganas estaban todavía fuertemente arraigadas entre el pueblo.
      El matrimonio del nuevo rey Autario (584-590) con la hija del duque de los bávaros, Teodolinda, representa el comienzo de la conversión de los lombardos al catolicismo, iniciada por la de algunos grupos afincados en 1. del Norte. Este proceso se aceleró gracias a la política del segundo esposo de Teodolinda, Agilulfo, quien favoreció la actividad misionera de S. Columbano el /oven, con el designio de ganarse la simpatía y la confianza del Papado y unificar I. desde el punto de vista religioso. La exigencia de la unidad era muy sentida ya que, desde el Conc. de Constantinopla (553), que había condenado los Tres Capítulos (v.), en Occidente se habían producido tensiones tan fuertes que las provincias eclesiásticas de Milán y Aquileia se separaron durante algún tiempo de la comunión con la Sede romana.
      Parte del mérito de la labor evangelizadora se debe a S. Columbano (v.). Éste, después de una intensa actividad apostólica en Suiza, dedicó los últimos tres años de su vida a I.: en los alrededores de Piacenza fundó el monasterio de Bobbio, en el que murió en el 615. Su regla tuvo un gran auge en esas regiones; sólo a partir del s. vIII empezó a ser desplazada por la de S. Benito. Con la gradual aceptación del catolicismo por los lombardos, el monaquismo benedictino pudo contar con la ayuda de los duques y tener una prodigiosa expansión. Los monasterios acogieron tanto a latinos como a bárbaros, facilitando la fusión espiritual de los dos pueblos y consolidando la conversión de los germanos. Su influencia no fue tan sólo espiritual; en la atomizada economía lombarda, los monasterios llegaron a ser propietarios de respetables extensiones, y los abades demostraron ser a menudo administradores más capaces y competentes que los señores laicos. El carácter inalienable de estas propiedades hizo posible la instauración de nuevos sistemas de arrendamiento de los fundos que impulsaron la recuperación de cultivos especializados muy valiosos (vid, olivo) y el consiguiente reflorecimiento de la vida en el campo.
      El hijo de Aguilulfo, Adaloaldo, recibió el bautismo en la Iglesia católica, y durante su gobierno se llegó a una solución aunque poco duradera, del cisma de las provincias eclesiásticas septentrionales. Pero, al volver a prevalecer el elemento católico en la corte de Constantinopla con el emperador Heraclio, se despertaron las sospechas y los recelos del partido arriano lombardo. Adaloaldo fue depuesto (626) y suplantado por Arioaldo; volvió a reproducirse el cisma de Aquileia, se subrayaron las diferencias étnicas y, una vez más, prevaleció el arrianismo. La actitud de los reyes siguientes hacia el catolicismo fue bastante tolerante. Siguieron las reinas católicas y en general predominó una política de equilibrio, reflejo de las vicisitudes del partido católico de Oriente. Cuando el peligro de una reacción imperial en contra de los arrianos apuntaba en el horizonte, solían despertar las viejas susceptibilidades entre los duques. Así, cuando se produjo la amenaza de una coalición antilombarda de francos y bizantinos, parece que el rey Grimoaldo (662671) llegó a planear una alianza con los musulmanes. Sin embargo, después de su muerte, el catolicismo volvió a gozar de seguridad y respeto. Por fin, gracias a los renovados esfuerzos de monjes y clérigos misioneros, muchos de los cuales pertenecían a territorios ocupados por los musulmanes, se logró la conversión definitiva del pueblo. El papa Vitaliano instituyó en Pavía una sede episcopal misionera en sustitución del obispo arriano. El sínodo allí celebrado en el 698 sancionó definitivamente la unificación religiosa, reconciliando los últimos cismáticos de Aquileia. La comunión con Roma, rota con motivo de la controversia de los Tres Capítulos, fue restablecida por el metropolitano de Aquileia-Grado en el 607. El vecino metropolitano de Aquileia la Vieja, para subrayar su independencia, había asumido el título de Patriarca. Poco después, la Santa Sede concedió el mismo titulo a su colega de Grado: Tal es el origen de estos dos Patriarcados en Occidente. También los ducados lombardos de las otras regiones de 1. (Toscana, Spoleto, Benevento) acabaron por abrazar el catolicismo.
      El decreto iconoclasta (v.) del emperador León 111 Isáurico (716-741) provocó el derrumbamiento de la ya vacilante autoridad bizantina. El decreto fue condenado por el papa Gregorio II (715-731) y las últimas áreas en poder del Imperio romano de Oriente (Exarcado, Pentápolis, ducado romano, ducado napolitano, Apulia, Calabria, Véneto costero, Sicilia y Cerdeña) se sublevaron contra los funcionarios imperiales, quienes por su despótica administración no podían contar con apoyo indígena. En la contienda, se mostró defensor del Papa y de la romanidad el rey lombardo Luitprando (712-744), que proyectaba la unificación de la Península bajo su autoridad. Pero su actitud, ciertamente interesada, no podía pasar finadvertida al Pontífice, que no estaba dispuesto a depender estrechamente de la autoridad lombarda. La donación del castillo de Sutri (728) al Patrimonio de San Pedro y la retirada de las tropas lombardas del Lacio constituyeron una solución de compromiso. Este hecho se suele considerar como el comienzo del poder temporal del Papado, que duraría con diversas alternativas hasta el S. XIX (V. ESTADOS PONTIFICIOS).
      4. Italia feudal. Cuando más acuciante era la amenaza lombarda sobre Roma y los territorios inmediatos, el papa Adriano 1 (772-795) no dudó en solicitar la ayuda de la monarquía franca (v. CAROLINGIOS). Carlomagno (v.), tras la rendición de Desiderio (756-774), asumió los títulos de Rex Longobardorum y Patricius Romanorum, en los que se cifraba una especie de soberanía temporal sobre el Patrimonio de San Pedro.
      La reconstitución del Imperio de Occidente, simbolizada por la coronación de Carlomagno por León III en la Nochebuena del 800 como Emperador sacro y romano, es el reconocimiento de la suprema autoridad del Romano Pontífice como moderador de la Cristiandad, no sólo en lo espiritual sino también en lo temporal. Asimismo los obispos entraron paulatinamente a formar parte de la compleja maquinaria feudal, desempeñando un oficio también político a través del sistema vasallático-beneficia) (V. FEUDALISMO). La unidad realizada por Carlomagno bajo el signo del Imperio tuvo una efímera duración por estar vinculada más a la extraordinaria personalidad del soberano que a una efectiva solidez moral de pueblos e instituciones. El Estado se fracciona en los múltiples pequeños dominios de los distintos «señores» de la jerarquía feudal. Por otro lado, la creación del Estado Pontificio marca un distanciamiento, al menos político, entre la iglesia de. I., vinculada al reino de I., y la Santa Sede, autónoma en su territorio bajo la égida del Emperador.
      En cada señor feudal, la Iglesia iba a encontrar un potencial enemigo para la realización de su misión. La falta de la protección de un fuerte poder central se hizo sentir pronto con ocasión de las invasiones musulmanas en I. meridional. En el s. Ix lograron conquistar Sicilia y llevaron a cabo múltiples expediciones contra las costas meridionales de la Península, llegando a saquear las basílicas de S. Pedro y S. Pablo extramuros de Roma (846). En el litoral tirrénico implantaron, pocos años después, unas bases que servían de refugio a sus flotas. Una coalición de príncipes italianos y bizantinos, promovida por el papa Juan X (914-928), logró derrotarles cerca de Gaeta en el 915.
      Los s. IX y X han sido denominados la «edad de hierro» del Pontificado (V. SIGLO DE HIERRO DEL PAPADO). La cátedra de S. Pedro es objeto de contiendas a menudo sangrientas entre los miembros de la aristocracia romana, que se la disputan con un desmedido afán de poder. Entre el clero, reinan la negligencia, el desinterés y la ignorancia. Aun sin dar crédito a las «leyendas negras» que ha difundido cierta historiografía anticlerical, es evidente que la simonía (v.) y el nicolaísmo (v.) estuvieron ampliamente difundidos. En este periodo no faltaron, sin embargo, personajes de indiscutible relieve. Cerca de Carlomagno encontramos a Paulo Diácono, antes monje de Montecassino, autor del Homiliarium y de la Historia Longobardorum; el gramático Pedro de Pisa y Paulino, patriarca de Aquileia (v.). En el s. x destacaron el historiador Luitprando, obispo de Cremona, Atton, obispo de Vercelli, teólogo promotor de una reforma de la vida eclesiástica, y Raterio de Verona, autor de Praeloquia, en la que trata de bosquejar una ética social.
      El comienzo de una reforma de la Iglesia se debe preéisamente al poder imperial: los Emperadores sajones (V. SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO), apoyando su política en la fidelidad de la nobleza eclesiástica, fueron los más interesados en una renovación espiritual profunda. Los representantes más destacados de este movimiento de reforma fueron el monje Humberto, cardenal obispo de Silva Cándida y consejero del papa León IX, y S. Pedro Damián (v.), prior del monasterio de Fonteavellana, cerca de Gubbio, cardenal obispo de Ostia en 1057, legado papal y elocuente predicador. Sus cualidades se demostraron en su misión cerca de los representantes de la Pataria, en Milán. Asta era un movimiento, surgido hacia la mitad del s. xi y así denominado por su carácter popular (en milanés patta, harapo), de reacción contra los abusos de la nobleza y el alto clero. Junto a unos ideales más o menos democráticos, propugnaba una más fiel observancia de los decretos contra la simonía y el concubinato, de los cuales el clero lombardo hacía caso omiso. Sus promotores, Arialdo, Landolfo y Anselmo, consiguieron que el obispo Guido y el clero milanés se sometieran al legado papal, Pedro Damián, y le rindieran acatamiento (1060).
      Pero la intervención de los Emperadores en los nombramientos y provisiones de cargos eclesiásticos no podía constituir el mejor sistema ni la mayor garantía para el progreso de la causa de la reforma (v. INVESTIDURAS, CUESTIóN DE LAS). Estaba claro que, cuando no se vieran necesitados del apoyo de la autoridad del Pontífice, los Emperadores procederían impulsados por exigencias de carácter político y no por la búsqueda del bien de las almas. Así Enrique IV (v.), después de haber sometido a los sajones rebeldes (1075), procedió al nombramiento de muchos titulares de sedes italianas, alguna de las cuales, como la de Milán, ni siquiera estaba vacante. Frente a las quejas de S. Gregorio VII (v.) el Emperador respondió convocando sínodos que declararon al Papa depuesto. Los obispos lombardos, reunidos en Plasencia, se adhirieron a las conclusiones del sínodo de Worms (1076). En la contienda, el Papa pudo contar con la alianza de la condesa Matilde de Toscana, de los pátaros de Milán y de los normandos, quienes, al comienzo del s. xi, habían conquistado los condados de Aversa (Campania) y Apulia, creando un reino autónomo e independiente.
      Al variar gradualmente los factores que componen el cuadro político de I., la historia posterior gira en torno a la lucha de la Santa Sede para mantener la propia autonomía frente a las fuerzas externas e internas que tratan de supeditarla a sus intereses políticos: el Imperio, los pequeños Estados de la Península, la nobleza romana. Los enemigos no aparecían tan sólo en el terreno político sino también en el estrictamente religioso. A partir del s. xi, empiezan a difundirse en 1. las herejías, no como opiniones heterodoxas de grupos de teólogos y pensadores aislados, sino como fenómenos sociales que afectaban a una parte más o menos considerable del pueblo. Entre estas herejías, impregnadas de ordinario por un espíritu acusadamente pauperista, la más peligrosa fue la de los cátaros (v.), que llegaron a implantar una organización similar a la de la Iglesia, con una propia jerarquía, en 1. septentrional y en el valle de Spoleto. En Lombardía se había extendido una cofradía de obreros textiles, llamada de los umiliati (humillados); desde sus primeros objetivos de carácter económico y religioso derivaron luego hacia el movimiento de los valdenses (v.) y fueron excomulgados por el papa Lucio III.
      El afán renovador no estaba necesariamente vinculado a la rebelión frente a la Jerarquía y a la subversión de la estructura eclesiástica oficial. Podía dar buenos frutos al servicio de Dios y de las almas, y los dio. Cuando S. Francisco de Asís (v.) recibió de Honorio 111 (v.) la solemne aprobación de la tercera (y última) redacción de su Regla, deseaba guiar a sus hijos hacia la realización más perfecta posible del Evangelio, a través de una pobreza total y del apostolado del ejemplo y de la palabra (v. FRANCISCANOS). Quizá no pudo prever, en cambio, la evolución que su Orden, en los comienzos bastante sencilla y «desorganizada», iba a sufrir, impulsada por las necesidades de los tiempos y de la Iglesia. En pocos años la nueva Orden rebasó las fronteras de I.; en 1282 (capítulo de Estrasburgo) existían ya 34 provincias. Por un momento, la fecundidad apostólica del franciscanismo ofreció un terreno abonado para el resurgir de un escatologismo encendido y cargado de tintas espiritualistas. Los frailes llamados espirituales, contrarios a una evolución de la Orden que la alejara de la observancia estricta de la pobreza tal como la había vivido el Santo, se hicieron eco de las atrevidas teorías de Gerardo de Borgo San Donnino. Este, creyendo interpretar las intuiciones proféticas de Joaquín de Fiore (1130-1202; V.), había tratado de trasladar al terreno concreto de la historia las aspiraciones de renovación y de purificación del abad calabrés. Los espirituales llegaron a fijar en 1260, con un cómputo artificiosamente basado en la letra del N. T., la fecha del comienzo de una nueva edad, la Edad del Espíritu Santo, de la que había hablado Joaquín, y que había sido preanunciada por S. Francisco de Asís, figura, según ellos, del ángel del sexto sello, descrito por el Apocalipsis.
      A principios del s. XIV, Ángel Clareno dio vida a una comunidad franciscana separada de la Orden, que llamó de los fraticelli (V. FRATICELOS). En este mismo periodo fray Dulcino reunió a su alrededor, en la provincia de Novara (Piamonte), hombres y mujeres. Después de una larga resistencia fue apresado y quemado en la hoguera con su compañera Margarita (V. APOSTÓLICOS). Mayor altura intelectual alcanzó Ubertino de Casale, autor de un Arbor vitae cruci f ixae, recordado por Dante en el canto XII del Paraíso (Divina Comedia).
      Con los Emperadores de la casa Hohenstaufen (v.), la añeja lucha entre el Imperio y el Papado llegó a su epílogo. El concordato de Worms (1122) establecía una doble praxis a seguir para las investiduras de señores eclesiásticos, según se tratase de 1. o de Alemania, pero no era más que un compromiso aceptado por Calixto II y el emperador Enrique V. El problema fundamental, la cuestión de si toda autoridad terrena tenía que estar sometida incondicionalmente a la del Papa, seguía sin recibir solución. Era de esperar, por eso, que los conflictos volvieran a presentarse, y así ocurrió, hasta que las dos partes se agotaron en la contienda. El Papado, viendo que el cerco del Imperio se estrechaba en 1. a su alrededor, empezó a desconfiar de la política imperial, fomentando el particularismo de los grandes feudatarios y de las ciudades (comuni), que habían adquirido privilegios e inmunidades cada vez mayores (V. GERMÁNICO, IMPERIO).
      En este marco, 1. se fraccionó en dos grandes ideologías, con distintos matices secundarios: güelfos y gibelinos (v.). Entre los primeros empieza a formularse una concepción contractual del origen del poder temporal, reconociendo a los súbditos cierto derecho a recusar la obediencia al soberano, cuando éste faltase a sus deberes. En este contexto, era evidente el enorme alcance político de la autoridad espiritual del Romano Pontífice: un Emperador hereje se hacía ipso facto indigno de la fidelidad de sus vasallos. Los tratadistas gibelinos, en cambio, afirmaban la autoridad absoluta del Emperador, con la fórmula romana Quod principi placuit, legis habet vigorem, y defendían la imprescriptibilidad de los derechos soberanos.
      Federico I Barbarroja (1152-90; v.), muy celoso de su dignidad e independencia, trató de granjearse la fidelidad de la Jerarquía a su política, promoviendo al episcopado hombres de su confianza. Esperaba de esta forma reducir la potestad del Papa a la sola esfera espiritual. Federico 11 (1215-50; v.) realizó la unión tan temida por Roma entre el Sacro Romano Imperio y la corona de Sicilia. Con una actitud despectiva frente a las repetidas excomuniones, Federico trató siempre de eliminar cualquier oposición a su autoridad, que concebía como la de un árbitro supremo de los acontecimientos políticos de Europa. Con Bonifacio VIII (v.) fracasó definitivamente el gran sueño de la teocracia (v.) medieval. El Estado Pontificio se había convertido en una potencia más que intervenía en el juego de alianzas europeas y en el equilibrio de fuerzas de los Estados italianos, tan sólo en teoría dependientes del Imperio. Para la burguesía güelfa, que había apoyado al Papado financieramente, y para la monarquía franco-angevina, que lo había respaldado militarmente, era ya inaceptable desempeñar un papel subordinado a la hegemonía del estamento clerical. Cuando Clemente V (v.), un Papa francés, estableció la corte pontificia en Aviñón (v.), la Iglesia en I. cayó bajo el signo de los particularismos locales. La Santa Sede, romana sólo de nombre, se transformó en una curia centralizadora, débil y burocrática. Este estado de abandono y dejadez inquietó y estimuló los nobles espíritus que ansiaban una profunda y cabal renovación interior de los hombres, como condición previa para la renovación de las instituciones. Los s. XIII y xIv brillan con el resplandor de las grandes figuras de la filosofía, de las letras, del arte, expresión de una sociedad plenamente empapada de cristianismo: S. Tomán de Aquino (v.), S. Buenaventura (v.), Dante (v.), Petrarca (v.), Giotto (v.), Giovanni Pisano (v.), y muchos otros.
      Las amenazas de insubordinación frente a la autoridad papal, tenidas a raya por la acción del cardenal Albornoz (v.), y que se adivinaban en muchos lugares de I., amenazas que personifica sobre todo la figura de Cola de Rienzo (1347), y las audaces e incansables exhortaciones de S. Catalina de Siena (v.), impulsaron a Gregorio XI (1371-78) a volver a Roma. Pero no se restableció con ello la paz en la Iglesia ni el prestigio del Pontificado. La simultánea elección de dos Pontífices, Urbano VI, residente en Roma, y Clemente VII en Aviñón, dio lugar al cisma de Occidente (v. CISMA III). La I. centro-septentrional reconoció al Papa de Roma, pero los angevinos de Nápoles siguieron la obediencia aviñonesa. Tan sólo con Martín V (1417-31; v.) se logró restablecer la unidad de la Iglesia bajo la obediencia de una misma Cabeza. Esta restauración de la unidad disciplinar fue obra del Conc. de Constanza (v.), aunque la Iglesia hubo entonces de librarse de los fermentos conciliaristas que ponían en entredicho la doctrina del Primado papal (V. CONCILIA RISMO; EUGENIO IV, PAPA; BASILEA, CONCILIO DE). En Florencia tuvo lugar un Concilio ecuménico (v. FLORENCIA, CONCILIO DE) que supone en gran parte el fin de la Edad Media; en él tuvo lugar la unidad cristiana entre Oriente y Occidente (V. CISMA II) pronto malograda por la caída de Constantinopla en manos de los turcos.
     
     

BIBL.: Obras generales: G. VOLPE, 11 Medio Evo, 3 ed. Milán 1943; R. MORGHEN, Medio Evo cristiano, Bar¡ 1951; G. BARBAGALO, Il Medioevo, 2 vol., Turín 1952; N. OTTOKAR, II papato nel medioevo, Florencia 1954.

 

FRANCESCO CALOGERO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991