ISRAEL, REINO DE


I. en la Biblia es mucho más que una realidad políticosocial. Después de la división de Palestina en dos reinos (930 a. C.), el de Judá (v.) y el de l., el pueblo escogido continuaba considerándose «hijo de Israel», esto es, hijos de su padre y patriarca Jacob (v.) que engendró los patriarcas de las 12 tribus (v. ISRAEL„ TRIBUS DE). En el N. T. ese concepto de un I. nacional será extendido y transformado en la comunidad de la Iglesia (v.), la cual es el I. de Dios, según la alianza en Cristo, en vez del 1. «de la carne», según la circuncisión y la descendencia carnal de Abraham.
     
      1. Origen. El origen del nombre Israel (en hebreo yis~¿I'e-l) se narra en Gen 32,29, donde se dice que el patriarca Jacob luchó toda la noche con una persona desconocida cerca del vado de Yabbóq. Al amanecer Jacob le preguntó quién era, pero éste a su vez inquirió por el suyo, y una vez enterado, le dio otro nombre nuevo con el que se llamará a partir de entonces: «Israel», porque, habló la persona misteriosa, «has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido» (es una interpretación respaldada con posterioridad por el profeta Oseas (12,4), que alude a Jacob peleando con Dios, como harían sus hijos). Ese mismo cambio de nombre vuelve a ocurrir en Gen 35,10 cuando Jacob consagró el santuario de Betel (v.). La etimología más común de la palabra I. la deriva del verbo sarcih, que significa combatir o ser fuerte. Lo excepcional del nombre es que no se cierra ni se agota en la persona del patriarca, sino que pasa a todo el pueblo hebreo, que a partir de entonces, será llamado regularmente «hijo de Israel», bene yisr¿í'él.
      Por eso, 1. como nación unida, nace con Jacob y sus hijos, y perdura desde el tiempo en Egipto (v. ÉXODO) hasta la muerte de Salomón. El pueblo en sus orígenes siente un vínculo común de sangre y culto, lo cual se constituirá en tema e ideal en la literatura profética: el único pueblo de Yahwéh, unidos entre sí y poseyendo la tierra. Bajo Josué (v.) los hijos de I. toman posesión de la tierra y la reparten entre las 12 tribus. 1. sigue siendo un pueblo acaudillado por los jueces (v.), que los defiende de sus opresores, siempre compenetrado por su fe común en Yahwéh y su presencia en el Arca de la Alianza. Dios, luchando por su pueblo (la otra interpretación de yisrá'é1, dios lucha) humilla a sus enemigos en repetidas ocasiones. En las palabras del cántico de Débora, uno de los textos más antiguos del pueblo de l., se exalta aquel esfuerzo común bajo su Dios que caracterizaba a los «hijos de Israel» en su época heroica de conquista: «Cuando subiste de Seir, Yahwéh, cuando avanzaste por los campos de Edom, tembló la tierra, estremecióse el cielo, las nubes en aguas se fundieron. Delante de Yahwéh los montes se licuaron, delante de Yahwéh, el Dios de Israel» (Idc 5,4-5).
      Posteriormente será «todo Israel» quien proclama a Saúl (v.) su primer rey en Guilgal (1 Sam 11,15; v.); pocos años después los israelitas gozarán de un esplendor y unión no conocidos antes, bajo los reinados de David (v.) y Salomón (v.). Con este último, el pueblo alcanzó su apogeo de esplendor religioso e influencia temporal y política, llegando a tener una flota de barcos con Hiram, rey de Tiro, y una gran abundancia de oro y plata (cfr. Reg 10,14 ss.).
      2. Separación de los reinos de Israel y Judá. Pero a partir del primer rey el cisma político y religioso ya estaba sembrado entre el norte y el sur, y sólo necesitaba una chispa para encenderse. Se mantenían las 10 tribus del norte en oposición a la tribu de Judá en el sur; con la revolución de Jeroboam (930 a. C.) el reino del norte se separaría de Judá hasta la destrucción de aquél en el 721 a. C. La razón hondamente religiosa de esa división la dio Ajías, el profeta que ungió a Jeroboam en señal de su destino real sobre las tribus del norte. La ruptura se debe fundamentalmente a la infidelidad religiosa de Salomón, el cual se había apartado del culto a Yahwéh a causa de las mujeres extranjeras que tenía y los altares paganos que había construido de dioses edomitas, moabitas, hititas, etc. Quedaría el trono de David estable en Jerusalén, dentro de la tribu de Judá, en atención a la promesa de Dios. Según la profecía, Dios mantendría a los hijos de David «como una lámpara» en su presencia (1 Reg 11,36), pero el resto del reino de Salomón había de ser dividido después de su muerte (1 Reg 12,20), cuando llegaron al poder Roboam en el sur y Jeroboam en el norte.
      Aparte de la infidelidad religiosa de Salomón y su castigo, había otros motivos de tipo social y político que ocasionaron la ruptura entre Roboam y Jeroboam: a) 1. y Judá disputaron para quiénes había de ser el rey David después de la rebelión de Absalón; Judá alegaba su parentesco de sangre con David, e I. su potencia de 10 tribus y su derecho del primogénito (2 Sam 19,42). b) El sistema de gobernadores bajo Salomón (1 Reg 4,19), aunque aseguraba la unidad geográfica del pueblo (de ahí la expresión «desde Dan a Berseba», desde la parte más septentrional hasta la más sureña), a la vez representaba un peso de impuestos sobre las tribus, y por eso una causa de tensión. c) El I. del norte estaba situado en la gran encrucijada con Asiria y Mesopotamia, y poseía una cultura más floreciente y cosmopolita que Judá (cfr. L. Arnaldich o. c. en bibl.). d) En el norte había santuarios religiosos de mucha tradición (Siquem, Betel, Dan) que quedaban relegados a un segundo lugar ante la grandeza del Templo de Jerusalén. e) Finalmente había que añadir la excesiva dureza con que tomó Roboam, hijo de Salomón, la petición de los israelitas para que les aliviase el yugo de impuestos (1 Reg 12,4); de su negación rotunda de complacerles surgió el grito de división tan expresivo, pregonando la separación entre los hijos de Judá e Israel: «¿Qué parte tenemos nosotros con David? ¡No tenemos herencia en el hijo de Jesé! ¡A tus tiendas, Israel! ¡Mira ahora por tu casa, David» (1 Reg 12,16).
      Jeroboam aprovechó esta insatisfacción y resentimiento cuando se independizó política y religiosamente de Judá (1 Reg 12,26-33), dando origen a lo que sería llamado históricamente el Reino de I. Como él mismo había surgido e impulsado por un profeta (1 Reg 11,37) a tomar las riendas del gobierno, así I. como reino sufriría largos años de este tipo de poder militar carismático (cfr. M. Noth, o. c. en bibl.). En el reino de I. hubo nueve dinastías distintas aparecidas en poco más de 200 años: Jeroboam INádáb (931-909); Baasa-Ela (909-885); Zimrí (885); Omrí-Acab-Ocozías-Joram (885-841); Jehú-Joacaz-Joás-Jeroboam 11-Zacarías (841-773); Sál.lúm (743); MenahemPéquahyáh (743-737); Péqüh (737-732); Oseas (732-724).
      3. Lucha contra la idolatría. Los dos libros de los Reyes (v.) enjuician a los monarcas de 1. sistemáticamente por haber hecho «el mal ante los ojos de Yahwéh», frase semítica que casi siempre se refiere al culto idolátrico y sus consecuencias. Al principio del reino por lo menos se adoraba a Yahwéh, aunque en forma de un becerro de oro (1 Reg 12,26 ss.), erigido por Jeroboam 1 en los santuarios de Betel y Dan con el propósito de desviar la atención del pueblo del santuario en Jerusalén. La fabricación del becerro de oro merecería la condena de los libros de la ley porque rompía el primer mandamiento del Decálogo: la prohibición de hacer imágenes del Dios de 1. (Ex 20,23; Dt 4,15-20). En tiempos de Acab y su hijo Ocozías surgieron los profetas Elías y su discípulo Eliseo, que lucharon contra la idolatría (v.) y las prácticas cananeas infiltradas en la vida del pueblo; éstas fueron compendiadas en la acción de Acab, hijo de Omrí, que sacrificaba a los dioses fenicios a causa de su mujer Jezabel; y ésta a su vez perseguía a los sacerdotes de Yahwéh (1 Reg 19,1 ss.).
      En Elías (v.), Eliseo (v.) y Miqueas (v.) tenemos la voz de la verdadera fe israelita, clamando y acusando el materialismo de su época, y recordando constantemente al pueblo sus vínculos con Yahwéh. El profeta Oseas (v.) hará lo mismo cuando compara 1. a una prostituta que abandona su marido legítimo y va en busca de otro (otros dioses en vez de Yahwéh). Los profetas del norte representaron ese primer brote de advertencia a escala nacional, y su mensaje ardiente pasaría pronto a los profetas del sur, que también clamarán contra la injusticia y el olvido de Dios.
      4. Reyes de Israel. Políticamente el Reino de I. era mucho más inestable que el de Judá. El hijo de Jeroboam I, Nádáb, fue asesinado por Baasa (1 Reg 15,25-28) que estableció su propia dinastía y la pasó a su hijo Ela (886885). Pero éste a su vez fue muerto por Zimrí (1 Reg 16, 9-10), que era un rebelde militar. Pronto fue derribado por Omrí, que había de enfrentarse con un I. partido en dos bandas. Pero pudo superar el peligro de guerra interna y consolidó bien su reino, mejor que sus antecesores, trasladando la capital desde Tirsáh al más estratégico de Samaria (1 Reg 16,21-25). Sin embargo, en la guerra con Damasco, los arameos (v.) se habían independizado y fortificado con la decadencia del imperio salomónico, perdió algunas ciudades (1 Reg 20,34), y para respaldarse concertó el matrimonio de su hijo Ajab con Jezabel, hija de un rey fenicio (1 Reg 16,31).
      Ajab acertó en sus batallas contra los arameos (1 Reg 20,1-21), y también se enfrentó contra el creciente poder asirio, pero en la batalla de Qarqar (853 a. C.) murió (1 Reg 22,29-40). Su hijo Ocozías, que también «hizo el mal ante los ojos de Yahwéh», murió después de una caída; su muerte fue profetizada por Elías (2 Reg 1,4). Su hermano Joram reinó después de Ocozías; recibe una calificación menos severa que su padre Ajab y su madre Jezabel, precisamente porque retiró la estela de Ball (v.) que su padre había elevado (2 Reg 3,2). Durante su reinado ocurrió la famosa curación del sirio Naaman por Eliseo (2 Reg 5). Toda la casa de Omrí tuvo un fin- sangriento en la revolución de Jehú, en contra de los baales y la crueldad de Jezabel. Primero fueron asesinados Joram (2 Reg 9,2 ss.) y Jezabel (2 Reg 9,30 ss.), y después toda la familia real, los 70 hijos de Ajab (2 Reg 10). Jehú (que había sido ungido por un profeta, discípulo de Eliseo) y sus partidarios, lograron exterminar el culto de Baal en I. (2 Reg 10,18-28), pero, por lo visto, no se apartó del camino equivocado que empezó Jeroboam: los becerros de oro en Betel y Dan (2 Reg 10,29). Durante el reinado de Joacaz (814-798) los arameos se apoderaron de bastantes territorios israelitas y los oprimían (2 Reg 13,1 ss.). Cuando llegó su hijo Joás al trono, moría Eliseo, que había hecho ungir a su abuelo Jehú. Joás bajó a verle y según la Biblia lloró por él (2 Reg 13,14). Eliseo antes de morir le prometió que iba a batir a los arameos tres veces, porque otras tantas había tirado flechas al suelo el rey (2 Reg 13,14 ss.). Efectivamente, su reinado fue un éxito y Joás pudo recuperar las ciudades que su padre había perdido frente a los arameos. Joás también venció a Amasías, rey de Judá (2 Reg 14), entrando en Jerusalén y llevando todo el oro que se hallaba en el Templo y la casa del Rey.
      El hijo de Joás, Jeroboam II, reinó 41 años y probablemente fue el más grande de todos los reyes de 1. Restableció las viejas fronteras de 1. desde Hamat hasta 'Arabah; la Biblia incluso, habla de una «salvación» que Yahwéh realizó por sus manos (2 Reg 14,27). Sin embargo, siguió los pecados de Jeroboam I, y también hizo «el mal ante los ojos de Yahwéh» (2 Reg 14,24). Su hijo Zacarías terminó la dinastía prometida a Jehú: «hasta la cuarta generación», y fue asesinado por Sál-lúm (2 Reg 15,10). Una vez que la anarquía volvía a introducirse en I., Menahem, hijo de Godí, subió a Samaria y mató a Sál-lúm (2 Reg 15,14) alrededor del 743 a. C. Menahem, reinó 10 años y empezó a sufrir notablemente la presión asiria, que crecía poco a poco en toda la zona. Entregó mil talentos de plata a Pul, rey de Asiria, para que no atacara al país (2 Reg 15,19). Después de Menahem reinó dos años su hijo Pégahyáh (2 Reg 15,23), pero éste fue asesinado por Pécáh su escudero (2 Reg 15,25). Pécáh perdió las ciudades más septentrionales que le arrebató Tiglatpileser III, rey de Asiria; durante su dominio toda la región de Galilea fue deportada (entre 737-732 a. C.). El siguiente usurpador, Oseas, aprovechó la debilidad del gobierno y asesinó a Pécáh (2 Reg 15,30); pero al paso del tiempo Oseas también tuvo que pagar un tributo a Salmanasar, rey de Asiria (2 Reg 17,3), para poder sobrevivir. Intentó posteriormente formar algún acuerdo con So, rey de Egipto (2 Reg 17,4), pero esto ocasionó su encarcelación por Salmanasar, y probablemente el comienzo del sitio de Samaria. La capital de 1. cayó después de tres años y sus habitantes fueron deportados en el a. 721 a. C. a Asiria (v. DIÁSPORA).
      Posteriormente se introdujo una colonización extranjera en las antiguas tierras de Samaria (v.), con grupos procedentes de Babilonia y otras partes del Antiguo Oriente (2 Reg 17,24). Al principio seguían sus cultos paganos, pero después desarrollaron una mezcla sincretista entre aquéllos y el culto de Yahwéh. Este hecho, junto con su procedencia extranjera y población forzada, causaría la hostilidad de los judíos del sur (cfr. Esd 4,1; Neh 10,31 ss.), actitud que se extendería a tiempos neo-testamentarios.
      5. El Israel Sagrado. Pero I. no sólo tiene un sentido político-social en la Biblia, sino también eminentemente religioso. Desde el principio era un pueblo solo y una región sola, y Yahwéh era su Dios. Por eso, el estudio de I. necesariamente tiene que trascender unos límites históricos y geográficos. Israel tuvo y tiene su verdadera existencia en la voluntad amorosa de Dios, y de ahí procede su importancia primordial para la historia de la Iglesia; precisamente porque fue la primera comunidad de hombres que Dios escogió para habitar y santificar de modo especial. Si el reino político de I. del norte desapareció, la promesa confiada e inherente a «los hijos de Israel» dura indefinidamente. Por eso, I. es un nombre sagrado que significa pueblo de la Alianza que tiene a Dios por protector (v. ALIANZA [Religión] II).
      Hay múltiples pasajes en la Biblia que revelan el sentido sagrado y trascendental de I. como colectividad. Los discursos del Deuteronomio (v.) se dirigen eminentemente a la comunidad de Yahwéh que tiene que esforzarse en amar a Dios con toda su mente y todo su corazón. La fórmula introductoria es la misma: «Escucha, Israel...» (Dt 5,1; 6,4; 9,1). Dios promete estar con I. en su aflicción y reducirá sus enemigos a la nada y la nulidad (ls 41,11 ss.). Dios mismo se llama «el Santo de Israel» y promete rescatar su pueblo porque le ha llamado por su nombre (Is 43,1-2). La misma manera de enumerar las tribus es una constante histórica del pueblo que se vincula con Yahwéh: el número 12, con el hondo sentido religioso del servicio cultual durante los 12 meses del año, asumido por los 12 hijos de Jacob. Por tanto, no solamente las tribus del norte son I., sino que todo el pueblo es I.
      La relación entre Yahwéh e I. confirma esa unidad básica. El libro de Isaías (v.) es particularmente rico en imágenes de este trato entre Dios y pueblo. Yahwéh, p. ej., se llama el «Dios de Israel» (Is 17,6), el «Santo de Israel» (Is 1,4), el «fuerte de Israel» (Is 1,25), la «roca de Israel» (Is 30,29), su «Rey y Redentor» (Is 43,15; Is 44,6). La correspondencia es mutua. Porque si Dios es «el todo» que sostiene a I., su pueblo a la vez es «su todo» que depende de Él. De ahí se comprende que l. se llame «pueblo de Yahwéh» (ler 12,14; Ps 50,7), «servidor» (Is 44,21), su «hijo primogénito» (Os 11,1; Ex 4,22), su «rebaño» (Ps 95,7), su «esposa» (Os 2,4). La imagen de esposa tendría una carga trágica cuando el profeta Oseas haga la comparación de I. con una prostituta, precisamente por su olvido de Yahwéh y su adoración de los baales (dioses cananeos). Es un hecho que se dio a lo largo de los dos reinos del único pueblo de 1. tanto del reino del sur como del norte. Mucho más honda es la implicación de S. Pablo cuando llama a la Iglesia la nueva esposa de Cristo (cfr. Eph 5,21 ss.).
      Después del exilio, cuando los judíos se establecieron de nuevo en Jerusalén, la denominación política y social derivó del nombre de la región: Judá, de donde el término judaísmo (v.). Pero la palabra I., de una gran riqueza espiritual, siguió como denominación del pueblo santo elegido por Yahwéh. El ideal de un 1. compenetrado por una misma fe y dolor pasó a la literatura posexílica (Neh 9,1). La liberación y restauración apareció en la literatura sapiencial, de modo que se pedía piedad a Dios por el «pueblo llamado con su nombre» (Eccl 36,11). Los oráculos escatológicos invocaron el ideal de la unidad nacional y supra-nacional, cuando se uniesen las 12 tribus, entonces dispersas (ler 3,18; Is 27,12). Sin embargo, esta esperanza de unión y plenitud poco a poco se va relegando a un resto fiel y digno (Is 10,20; Ier 31,7) que será el «nuevo» I. en todos los sentidos (v. ISRAEL, RESTO DE); será liberado de sus enemigos (Ier 30,10); volverá a la tierra, objeto de la promesa divina desde el primer momento, y allí Dios presidirá todas las familias de I., y ellos serán su pueblo (Ier 31,2). Dios volverá a edificar la «virgen de Israel» y de nuevo serán plantadas viñas en los montes devastados de Samaria (ler 31,4-5). Más importante será la Nueva Alianza que Dios pactará directamente con su pueblo, porque les dará un corazón nuevo, y escribirá su ley en su interior, para que definitivamente Él sea su Dios, y ellos su pueblo (Ier 31,33).
      Esto llevará a la gloriosa transformación de I. en su proyección universal; I. se convertirá en centro de las naciones (Is 19,24 ss.), y ellas conocerán el Dios verdadero (Is 45,15).
      6. Israel en el Nuevo Testamento. El N. T. realiza la elección básica de I. como foco y luz de las naciones, y proclama su realización en la persona de Jesucristo (v.). Aunque Jesús tiene una misión universal para todos los hombres, dedica la mayor parte de su vida a I., y sólo I. Cuando manda a los doce a recorrer la tierra les recuerda que deben ir a «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,6). Y efectivamente, después de su muerte, S. Pedro se dirige primero a los israelitas, igual que S. Pablo hará a lo largo de sus viajes misioneros. Aunque todas las naciones están llamadas a la plenitud cristiana, Cristo es llamado especialmente «la consolación de Israel» (Le 2,25). Él es «su salvación» (Le 24,21), y además su rey (Mt 27, 42; lo 1,50), términos que hemos visto aplicados al mismo Dios con respecto al pueblo en el A. T. I., el primogénito, dependía de la misma resurrección de Cristo, primogénito de Dios Padre, y la esperanza que llevaba consigo era la misma resurrección y esperanza de I. San Pablo atribuye su propio sufrimiento y encarcelamiento a aquella esperanza de I. (Act 28,20), que era objeto constante de su apostolado. Tal vez se puede resumir todo el sentido de plenitud que trajo Jesús a I., y por I. a todos los pueblos, en las palabras de Simeón cuando tenía a Jesús niño en sus brazos: «...han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Le 2,30-32).
      La esperanza que fluye del pueblo elegido se trasmite a los doce Apóstoles (v.), según el modelo antiguo de las 12 tribus que constituían el Antiguo L; los Apóstoles representan al Nuevo I. y juzgarán a las 12 tribus cuando venga el Hijo del hombre (Mt 19,28; v. PARUSÍA). También la Iglesia es como el Nuevo I., porque ahora es objeto de la Nueva Alianza (Heb 8,8 ss.). Esa Nueva Alianza tendrá su desenlace final; no es mera casualidad que S. Juan vea el número de elegidos en su Apocalipsis divididos en las 12 tribus de l., cada una de ellas a su vez constituidas por doce mil elegidos (Apc 7,5-8). También es significativo que represente la Jerusalén celestial con una muralla grande y alta de 12 puertas, y sobre las puertas los nombres de las 12 tribus (Apc 21,12). Toda la muralla está asentada sobre 12 piedras, con los nombres de los doce Apóstoles del Cordero. La gloriosa reunión de I. soñada por los profetas del A. T. tendrá entonces su máxima realización.
      Pero la completa transformación de 1. lleva en sí una gran paradoja: no todos los descendientes de 1. son 1. (Rom 9,6). De esta forma la antigua doctrina del «resto» se aplica y se encarna en el nuevo pueblo de Dios. Si antes había un I. según la carne, ahora hay un I. de Dios (Gal 6,16). Los cristianos no son hijos de Dios según la descendencia carnal, sino según la promesa (Rom 9,8). El motivo del rechazo del 1. carnal fue su negativa a escuchar el Evangelio, y su empeño de vivir una justicia propia. Por eso Dios escogió un pequeño resto para recibir sus promesas, para que el I. de la carne se volviera celoso. Para ilustrar este punto, S. Pablo (Rom 10,20) trae a cuenta el célebre pasaje de Isaías: «Fui hallado de quienes no me buscaban; me manifesté a quienes no preguntaban por Mí» (Is 65,1).
      Por eso la Iglesia, tanto el resto de los judíos como de los gentiles, realiza y supera el Antiguo Israel con su nueva existencia como pueblo y heredad de Dios. S. Pedro en su primera epístola desarrolla la nueva instauración de los cristianos cuando les llama «linaje elegido», «sacerdocio real», «nación santa», «pueblo adquirido», etc., el mismo vocabulario que había empleado Moisés para todo el pueblo de 1. cuando la Alianza en Sinaí (Ex 19,5-6). Con la revelación de todo y todos en Cristo, los que antes no eran un pueblo ahora son pueblo de Dios, y los que no tenían misercordia ahora la tienen (1 Pet 2,9-10).
      Pero el N. T. no se contenta con una mera sustitución del pueblo cristiano por el pasado pueblo de I. Según S. Pablo el misterio de 1. se extiende en el tiempo, según los designios salvíficos de Dios. Dios no ha rechazado a su pueblo, a quienes tanto prometió y amó (Rom 11,2). Si su caída había traído la esperanza a los gentiles, «¡cuánto más lo será su plenitud!» (Rom 11,11-15). Puesto que los judíos e I. como pueblo formaban las raíces naturales del olivo, al cual han sido injertados los gentiles, su re-incorporación será mucho más natural y completa (Rom 11,16-24). Si ha habido un endurecimiento parcial de I., el misterio consistirá en su conversión, que sucederá cuando entre la plenitud de las naciones (donec plenitudo gentium intraret) (v. GENTILES). Entonces I. conseguirá misericordia como ahora han recibido misericordia los gentiles (Rom 11,30). La salvación de I. vendrá por su Libertador, con la correspondiente transformación-renovación de la Alianza. «Vendrá de Sión el Libertador; alejará de Jacob las impiedades. Y ésta será mi alianza con ellos, cuando haya borrado sus pecados» (Is 59,20-21; Is 27,9).
     
      V. t.: SAMARIA; JUDÁ, REINO DE; CRONOLOGÍA 11, 3; INSTITUCIONES BÍBLICAS; HEBREOS I; ISRAEL, RESTO DE.
     
     

BIBL.: GUTBROD, Israel, en Grande Lessico del Nuovo Testamento, IV, 1176 ss.; R. DE VAux, Bible et Orient, París 1967, 25-39; P. GRELOT, Israel, en Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1966; L. ARNALDICH, Israel, en Enc. Bibl. IV,254 ss.; F. AsENSIO, Yahwéh y Su Pueblo, «Analecta Gregoriana» LVIII (Roma 1953); S. GAROFALO, La Nozione proletica del «Resto d'Israele», «Lateranum», VIII (1942) 1-4.

 

MICHAEL E. GIESLER.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991