ISRAEL, REINO DE
I. en la Biblia es mucho más que una realidad políticosocial. Después de la
división de Palestina en dos reinos (930 a. C.), el de Judá (v.) y el de l., el
pueblo escogido continuaba considerándose «hijo de Israel», esto es, hijos de su
padre y patriarca Jacob (v.) que engendró los patriarcas de las 12 tribus (v.
ISRAEL„ TRIBUS DE). En el N. T. ese concepto de un I. nacional será extendido y
transformado en la comunidad de la Iglesia (v.), la cual es el I. de Dios, según
la alianza en Cristo, en vez del 1. «de la carne», según la circuncisión y la
descendencia carnal de Abraham.
1. Origen. El origen del nombre Israel (en hebreo yis~¿I'e-l) se narra en
Gen 32,29, donde se dice que el patriarca Jacob luchó toda la noche con una
persona desconocida cerca del vado de Yabbóq. Al amanecer Jacob le preguntó
quién era, pero éste a su vez inquirió por el suyo, y una vez enterado, le dio
otro nombre nuevo con el que se llamará a partir de entonces: «Israel», porque,
habló la persona misteriosa, «has luchado con Dios y con los hombres, y has
vencido» (es una interpretación respaldada con posterioridad por el profeta
Oseas (12,4), que alude a Jacob peleando con Dios, como harían sus hijos). Ese
mismo cambio de nombre vuelve a ocurrir en Gen 35,10 cuando Jacob consagró el
santuario de Betel (v.). La etimología más común de la palabra I. la deriva del
verbo sarcih, que significa combatir o ser fuerte. Lo excepcional del nombre es
que no se cierra ni se agota en la persona del patriarca, sino que pasa a todo
el pueblo hebreo, que a partir de entonces, será llamado regularmente «hijo de
Israel», bene yisr¿í'él.
Por eso, 1. como nación unida, nace con Jacob y sus hijos, y perdura desde
el tiempo en Egipto (v. ÉXODO) hasta la muerte de Salomón. El pueblo en sus
orígenes siente un vínculo común de sangre y culto, lo cual se constituirá en
tema e ideal en la literatura profética: el único pueblo de Yahwéh, unidos entre
sí y poseyendo la tierra. Bajo Josué (v.) los hijos de I. toman posesión de la
tierra y la reparten entre las 12 tribus. 1. sigue siendo un pueblo acaudillado
por los jueces (v.), que los defiende de sus opresores, siempre compenetrado por
su fe común en Yahwéh y su presencia en el Arca de la Alianza. Dios, luchando
por su pueblo (la otra interpretación de yisrá'é1, dios lucha) humilla a sus
enemigos en repetidas ocasiones. En las palabras del cántico de Débora, uno de
los textos más antiguos del pueblo de l., se exalta aquel esfuerzo común bajo su
Dios que caracterizaba a los «hijos de Israel» en su época heroica de conquista:
«Cuando subiste de Seir, Yahwéh, cuando avanzaste por los campos de Edom, tembló
la tierra, estremecióse el cielo, las nubes en aguas se fundieron. Delante de
Yahwéh los montes se licuaron, delante de Yahwéh, el Dios de Israel» (Idc
5,4-5).
Posteriormente será «todo Israel» quien proclama a Saúl (v.) su primer rey
en Guilgal (1 Sam 11,15; v.); pocos años después los israelitas gozarán de un
esplendor y unión no conocidos antes, bajo los reinados de David (v.) y Salomón
(v.). Con este último, el pueblo alcanzó su apogeo de esplendor religioso e
influencia temporal y política, llegando a tener una flota de barcos con Hiram,
rey de Tiro, y una gran abundancia de oro y plata (cfr. Reg 10,14 ss.).
2. Separación de los reinos de Israel y Judá. Pero a partir del primer rey
el cisma político y religioso ya estaba sembrado entre el norte y el sur, y sólo
necesitaba una chispa para encenderse. Se mantenían las 10 tribus del norte en
oposición a la tribu de Judá en el sur; con la revolución de Jeroboam (930 a.
C.) el reino del norte se separaría de Judá hasta la destrucción de aquél en el
721 a. C. La razón hondamente religiosa de esa división la dio Ajías, el profeta
que ungió a Jeroboam en señal de su destino real sobre las tribus del norte. La
ruptura se debe fundamentalmente a la infidelidad religiosa de Salomón, el cual
se había apartado del culto a Yahwéh a causa de las mujeres extranjeras que
tenía y los altares paganos que había construido de dioses edomitas, moabitas,
hititas, etc. Quedaría el trono de David estable en Jerusalén, dentro de la
tribu de Judá, en atención a la promesa de Dios. Según la profecía, Dios
mantendría a los hijos de David «como una lámpara» en su presencia (1 Reg
11,36), pero el resto del reino de Salomón había de ser dividido después de su
muerte (1 Reg 12,20), cuando llegaron al poder Roboam en el sur y Jeroboam en el
norte.
Aparte de la infidelidad religiosa de Salomón y su castigo, había otros
motivos de tipo social y político que ocasionaron la ruptura entre Roboam y
Jeroboam: a) 1. y Judá disputaron para quiénes había de ser el rey David después
de la rebelión de Absalón; Judá alegaba su parentesco de sangre con David, e I.
su potencia de 10 tribus y su derecho del primogénito (2 Sam 19,42). b) El
sistema de gobernadores bajo Salomón (1 Reg 4,19), aunque aseguraba la unidad
geográfica del pueblo (de ahí la expresión «desde Dan a Berseba», desde la parte
más septentrional hasta la más sureña), a la vez representaba un peso de
impuestos sobre las tribus, y por eso una causa de tensión. c) El I. del norte
estaba situado en la gran encrucijada con Asiria y Mesopotamia, y poseía una
cultura más floreciente y cosmopolita que Judá (cfr. L. Arnaldich o. c. en bibl.).
d) En el norte había santuarios religiosos de mucha tradición (Siquem, Betel,
Dan) que quedaban relegados a un segundo lugar ante la grandeza del Templo de
Jerusalén. e) Finalmente había que añadir la excesiva dureza con que tomó Roboam,
hijo de Salomón, la petición de los israelitas para que les aliviase el yugo de
impuestos (1 Reg 12,4); de su negación rotunda de complacerles surgió el grito
de división tan expresivo, pregonando la separación entre los hijos de Judá e
Israel: «¿Qué parte tenemos nosotros con David? ¡No tenemos herencia en el hijo
de Jesé! ¡A tus tiendas, Israel! ¡Mira ahora por tu casa, David» (1 Reg 12,16).
Jeroboam aprovechó esta insatisfacción y resentimiento cuando se
independizó política y religiosamente de Judá (1 Reg 12,26-33), dando origen a
lo que sería llamado históricamente el Reino de I. Como él mismo había surgido e
impulsado por un profeta (1 Reg 11,37) a tomar las riendas del gobierno, así I.
como reino sufriría largos años de este tipo de poder militar carismático (cfr.
M. Noth, o. c. en bibl.). En el reino de I. hubo nueve dinastías distintas
aparecidas en poco más de 200 años: Jeroboam INádáb (931-909); Baasa-Ela
(909-885); Zimrí (885); Omrí-Acab-Ocozías-Joram (885-841); Jehú-Joacaz-Joás-Jeroboam
11-Zacarías (841-773); Sál.lúm (743); MenahemPéquahyáh (743-737); Péqüh
(737-732); Oseas (732-724).
3. Lucha contra la idolatría. Los dos libros de los Reyes (v.) enjuician a
los monarcas de 1. sistemáticamente por haber hecho «el mal ante los ojos de
Yahwéh», frase semítica que casi siempre se refiere al culto idolátrico y sus
consecuencias. Al principio del reino por lo menos se adoraba a Yahwéh, aunque
en forma de un becerro de oro (1 Reg 12,26 ss.), erigido por Jeroboam 1 en los
santuarios de Betel y Dan con el propósito de desviar la atención del pueblo del
santuario en Jerusalén. La fabricación del becerro de oro merecería la condena
de los libros de la ley porque rompía el primer mandamiento del Decálogo: la
prohibición de hacer imágenes del Dios de 1. (Ex 20,23; Dt 4,15-20). En tiempos
de Acab y su hijo Ocozías surgieron los profetas Elías y su discípulo Eliseo,
que lucharon contra la idolatría (v.) y las prácticas cananeas infiltradas en la
vida del pueblo; éstas fueron compendiadas en la acción de Acab, hijo de Omrí,
que sacrificaba a los dioses fenicios a causa de su mujer Jezabel; y ésta a su
vez perseguía a los sacerdotes de Yahwéh (1 Reg 19,1 ss.).
En Elías (v.), Eliseo (v.) y Miqueas (v.) tenemos la voz de la verdadera
fe israelita, clamando y acusando el materialismo de su época, y recordando
constantemente al pueblo sus vínculos con Yahwéh. El profeta Oseas (v.) hará lo
mismo cuando compara 1. a una prostituta que abandona su marido legítimo y va en
busca de otro (otros dioses en vez de Yahwéh). Los profetas del norte
representaron ese primer brote de advertencia a escala nacional, y su mensaje
ardiente pasaría pronto a los profetas del sur, que también clamarán contra la
injusticia y el olvido de Dios.
4. Reyes de Israel. Políticamente el Reino de I. era mucho más inestable
que el de Judá. El hijo de Jeroboam I, Nádáb, fue asesinado por Baasa (1 Reg
15,25-28) que estableció su propia dinastía y la pasó a su hijo Ela (886885).
Pero éste a su vez fue muerto por Zimrí (1 Reg 16, 9-10), que era un rebelde
militar. Pronto fue derribado por Omrí, que había de enfrentarse con un I.
partido en dos bandas. Pero pudo superar el peligro de guerra interna y
consolidó bien su reino, mejor que sus antecesores, trasladando la capital desde
Tirsáh al más estratégico de Samaria (1 Reg 16,21-25). Sin embargo, en la guerra
con Damasco, los arameos (v.) se habían independizado y fortificado con la
decadencia del imperio salomónico, perdió algunas ciudades (1 Reg 20,34), y para
respaldarse concertó el matrimonio de su hijo Ajab con Jezabel, hija de un rey
fenicio (1 Reg 16,31).
Ajab acertó en sus batallas contra los arameos (1 Reg 20,1-21), y también
se enfrentó contra el creciente poder asirio, pero en la batalla de Qarqar (853
a. C.) murió (1 Reg 22,29-40). Su hijo Ocozías, que también «hizo el mal ante
los ojos de Yahwéh», murió después de una caída; su muerte fue profetizada por
Elías (2 Reg 1,4). Su hermano Joram reinó después de Ocozías; recibe una
calificación menos severa que su padre Ajab y su madre Jezabel, precisamente
porque retiró la estela de Ball (v.) que su padre había elevado (2 Reg 3,2).
Durante su reinado ocurrió la famosa curación del sirio Naaman por Eliseo (2 Reg
5). Toda la casa de Omrí tuvo un fin- sangriento en la revolución de Jehú, en
contra de los baales y la crueldad de Jezabel. Primero fueron asesinados Joram
(2 Reg 9,2 ss.) y Jezabel (2 Reg 9,30 ss.), y después toda la familia real, los
70 hijos de Ajab (2 Reg 10). Jehú (que había sido ungido por un profeta,
discípulo de Eliseo) y sus partidarios, lograron exterminar el culto de Baal en
I. (2 Reg 10,18-28), pero, por lo visto, no se apartó del camino equivocado que
empezó Jeroboam: los becerros de oro en Betel y Dan (2 Reg 10,29). Durante el
reinado de Joacaz (814-798) los arameos se apoderaron de bastantes territorios
israelitas y los oprimían (2 Reg 13,1 ss.). Cuando llegó su hijo Joás al trono,
moría Eliseo, que había hecho ungir a su abuelo Jehú. Joás bajó a verle y según
la Biblia lloró por él (2 Reg 13,14). Eliseo antes de morir le prometió que iba
a batir a los arameos tres veces, porque otras tantas había tirado flechas al
suelo el rey (2 Reg 13,14 ss.). Efectivamente, su reinado fue un éxito y Joás
pudo recuperar las ciudades que su padre había perdido frente a los arameos.
Joás también venció a Amasías, rey de Judá (2 Reg 14), entrando en Jerusalén y
llevando todo el oro que se hallaba en el Templo y la casa del Rey.
El hijo de Joás, Jeroboam II, reinó 41 años y probablemente fue el más
grande de todos los reyes de 1. Restableció las viejas fronteras de 1. desde
Hamat hasta 'Arabah; la Biblia incluso, habla de una «salvación» que Yahwéh
realizó por sus manos (2 Reg 14,27). Sin embargo, siguió los pecados de Jeroboam
I, y también hizo «el mal ante los ojos de Yahwéh» (2 Reg 14,24). Su hijo
Zacarías terminó la dinastía prometida a Jehú: «hasta la cuarta generación», y
fue asesinado por Sál-lúm (2 Reg 15,10). Una vez que la anarquía volvía a
introducirse en I., Menahem, hijo de Godí, subió a Samaria y mató a Sál-lúm (2
Reg 15,14) alrededor del 743 a. C. Menahem, reinó 10 años y empezó a sufrir
notablemente la presión asiria, que crecía poco a poco en toda la zona. Entregó
mil talentos de plata a Pul, rey de Asiria, para que no atacara al país (2 Reg
15,19). Después de Menahem reinó dos años su hijo Pégahyáh (2 Reg 15,23), pero
éste fue asesinado por Pécáh su escudero (2 Reg 15,25). Pécáh perdió las
ciudades más septentrionales que le arrebató Tiglatpileser III, rey de Asiria;
durante su dominio toda la región de Galilea fue deportada (entre 737-732 a.
C.). El siguiente usurpador, Oseas, aprovechó la debilidad del gobierno y
asesinó a Pécáh (2 Reg 15,30); pero al paso del tiempo Oseas también tuvo que
pagar un tributo a Salmanasar, rey de Asiria (2 Reg 17,3), para poder
sobrevivir. Intentó posteriormente formar algún acuerdo con So, rey de Egipto (2
Reg 17,4), pero esto ocasionó su encarcelación por Salmanasar, y probablemente
el comienzo del sitio de Samaria. La capital de 1. cayó después de tres años y
sus habitantes fueron deportados en el a. 721 a. C. a Asiria (v. DIÁSPORA).
Posteriormente se introdujo una colonización extranjera en las antiguas
tierras de Samaria (v.), con grupos procedentes de Babilonia y otras partes del
Antiguo Oriente (2 Reg 17,24). Al principio seguían sus cultos paganos, pero
después desarrollaron una mezcla sincretista entre aquéllos y el culto de Yahwéh.
Este hecho, junto con su procedencia extranjera y población forzada, causaría la
hostilidad de los judíos del sur (cfr. Esd 4,1; Neh 10,31 ss.), actitud que se
extendería a tiempos neo-testamentarios.
5. El Israel Sagrado. Pero I. no sólo tiene un sentido político-social en
la Biblia, sino también eminentemente religioso. Desde el principio era un
pueblo solo y una región sola, y Yahwéh era su Dios. Por eso, el estudio de I.
necesariamente tiene que trascender unos límites históricos y geográficos.
Israel tuvo y tiene su verdadera existencia en la voluntad amorosa de Dios, y de
ahí procede su importancia primordial para la historia de la Iglesia;
precisamente porque fue la primera comunidad de hombres que Dios escogió para
habitar y santificar de modo especial. Si el reino político de I. del norte
desapareció, la promesa confiada e inherente a «los hijos de Israel» dura
indefinidamente. Por eso, I. es un nombre sagrado que significa pueblo de la
Alianza que tiene a Dios por protector (v. ALIANZA [Religión] II).
Hay múltiples pasajes en la Biblia que revelan el sentido sagrado y
trascendental de I. como colectividad. Los discursos del Deuteronomio (v.) se
dirigen eminentemente a la comunidad de Yahwéh que tiene que esforzarse en amar
a Dios con toda su mente y todo su corazón. La fórmula introductoria es la
misma: «Escucha, Israel...» (Dt 5,1; 6,4; 9,1). Dios promete estar con I. en su
aflicción y reducirá sus enemigos a la nada y la nulidad (ls 41,11 ss.). Dios
mismo se llama «el Santo de Israel» y promete rescatar su pueblo porque le ha
llamado por su nombre (Is 43,1-2). La misma manera de enumerar las tribus es una
constante histórica del pueblo que se vincula con Yahwéh: el número 12, con el
hondo sentido religioso del servicio cultual durante los 12 meses del año,
asumido por los 12 hijos de Jacob. Por tanto, no solamente las tribus del norte
son I., sino que todo el pueblo es I.
La relación entre Yahwéh e I. confirma esa unidad básica. El libro de
Isaías (v.) es particularmente rico en imágenes de este trato entre Dios y
pueblo. Yahwéh, p. ej., se llama el «Dios de Israel» (Is 17,6), el «Santo de
Israel» (Is 1,4), el «fuerte de Israel» (Is 1,25), la «roca de Israel» (Is
30,29), su «Rey y Redentor» (Is 43,15; Is 44,6). La correspondencia es mutua.
Porque si Dios es «el todo» que sostiene a I., su pueblo a la vez es «su todo»
que depende de Él. De ahí se comprende que l. se llame «pueblo de Yahwéh» (ler
12,14; Ps 50,7), «servidor» (Is 44,21), su «hijo primogénito» (Os 11,1; Ex
4,22), su «rebaño» (Ps 95,7), su «esposa» (Os 2,4). La imagen de esposa tendría
una carga trágica cuando el profeta Oseas haga la comparación de I. con una
prostituta, precisamente por su olvido de Yahwéh y su adoración de los baales
(dioses cananeos). Es un hecho que se dio a lo largo de los dos reinos del único
pueblo de 1. tanto del reino del sur como del norte. Mucho más honda es la
implicación de S. Pablo cuando llama a la Iglesia la nueva esposa de Cristo (cfr.
Eph 5,21 ss.).
Después del exilio, cuando los judíos se establecieron de nuevo en
Jerusalén, la denominación política y social derivó del nombre de la región:
Judá, de donde el término judaísmo (v.). Pero la palabra I., de una gran riqueza
espiritual, siguió como denominación del pueblo santo elegido por Yahwéh. El
ideal de un 1. compenetrado por una misma fe y dolor pasó a la literatura
posexílica (Neh 9,1). La liberación y restauración apareció en la literatura
sapiencial, de modo que se pedía piedad a Dios por el «pueblo llamado con su
nombre» (Eccl 36,11). Los oráculos escatológicos invocaron el ideal de la unidad
nacional y supra-nacional, cuando se uniesen las 12 tribus, entonces dispersas (ler
3,18; Is 27,12). Sin embargo, esta esperanza de unión y plenitud poco a poco se
va relegando a un resto fiel y digno (Is 10,20; Ier 31,7) que será el «nuevo» I.
en todos los sentidos (v. ISRAEL, RESTO DE); será liberado de sus enemigos (Ier
30,10); volverá a la tierra, objeto de la promesa divina desde el primer
momento, y allí Dios presidirá todas las familias de I., y ellos serán su pueblo
(Ier 31,2). Dios volverá a edificar la «virgen de Israel» y de nuevo serán
plantadas viñas en los montes devastados de Samaria (ler 31,4-5). Más importante
será la Nueva Alianza que Dios pactará directamente con su pueblo, porque les
dará un corazón nuevo, y escribirá su ley en su interior, para que
definitivamente Él sea su Dios, y ellos su pueblo (Ier 31,33).
Esto llevará a la gloriosa transformación de I. en su proyección
universal; I. se convertirá en centro de las naciones (Is 19,24 ss.), y ellas
conocerán el Dios verdadero (Is 45,15).
6. Israel en el Nuevo Testamento. El N. T. realiza la elección básica de
I. como foco y luz de las naciones, y proclama su realización en la persona de
Jesucristo (v.). Aunque Jesús tiene una misión universal para todos los hombres,
dedica la mayor parte de su vida a I., y sólo I. Cuando manda a los doce a
recorrer la tierra les recuerda que deben ir a «las ovejas perdidas de la casa
de Israel» (Mt 10,6). Y efectivamente, después de su muerte, S. Pedro se dirige
primero a los israelitas, igual que S. Pablo hará a lo largo de sus viajes
misioneros. Aunque todas las naciones están llamadas a la plenitud cristiana,
Cristo es llamado especialmente «la consolación de Israel» (Le 2,25). Él es «su
salvación» (Le 24,21), y además su rey (Mt 27, 42; lo 1,50), términos que hemos
visto aplicados al mismo Dios con respecto al pueblo en el A. T. I., el
primogénito, dependía de la misma resurrección de Cristo, primogénito de Dios
Padre, y la esperanza que llevaba consigo era la misma resurrección y esperanza
de I. San Pablo atribuye su propio sufrimiento y encarcelamiento a aquella
esperanza de I. (Act 28,20), que era objeto constante de su apostolado. Tal vez
se puede resumir todo el sentido de plenitud que trajo Jesús a I., y por I. a
todos los pueblos, en las palabras de Simeón cuando tenía a Jesús niño en sus
brazos: «...han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de
todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo
Israel» (Le 2,30-32).
La esperanza que fluye del pueblo elegido se trasmite a los doce Apóstoles
(v.), según el modelo antiguo de las 12 tribus que constituían el Antiguo L; los
Apóstoles representan al Nuevo I. y juzgarán a las 12 tribus cuando venga el
Hijo del hombre (Mt 19,28; v. PARUSÍA). También la Iglesia es como el Nuevo I.,
porque ahora es objeto de la Nueva Alianza (Heb 8,8 ss.). Esa Nueva Alianza
tendrá su desenlace final; no es mera casualidad que S. Juan vea el número de
elegidos en su Apocalipsis divididos en las 12 tribus de l., cada una de ellas a
su vez constituidas por doce mil elegidos (Apc 7,5-8). También es significativo
que represente la Jerusalén celestial con una muralla grande y alta de 12
puertas, y sobre las puertas los nombres de las 12 tribus (Apc 21,12). Toda la
muralla está asentada sobre 12 piedras, con los nombres de los doce Apóstoles
del Cordero. La gloriosa reunión de I. soñada por los profetas del A. T. tendrá
entonces su máxima realización.
Pero la completa transformación de 1. lleva en sí una gran paradoja: no
todos los descendientes de 1. son 1. (Rom 9,6). De esta forma la antigua
doctrina del «resto» se aplica y se encarna en el nuevo pueblo de Dios. Si antes
había un I. según la carne, ahora hay un I. de Dios (Gal 6,16). Los cristianos
no son hijos de Dios según la descendencia carnal, sino según la promesa (Rom
9,8). El motivo del rechazo del 1. carnal fue su negativa a escuchar el
Evangelio, y su empeño de vivir una justicia propia. Por eso Dios escogió un
pequeño resto para recibir sus promesas, para que el I. de la carne se volviera
celoso. Para ilustrar este punto, S. Pablo (Rom 10,20) trae a cuenta el célebre
pasaje de Isaías: «Fui hallado de quienes no me buscaban; me manifesté a quienes
no preguntaban por Mí» (Is 65,1).
Por eso la Iglesia, tanto el resto de los judíos como de los gentiles,
realiza y supera el Antiguo Israel con su nueva existencia como pueblo y heredad
de Dios. S. Pedro en su primera epístola desarrolla la nueva instauración de los
cristianos cuando les llama «linaje elegido», «sacerdocio real», «nación santa»,
«pueblo adquirido», etc., el mismo vocabulario que había empleado Moisés para
todo el pueblo de 1. cuando la Alianza en Sinaí (Ex 19,5-6). Con la revelación
de todo y todos en Cristo, los que antes no eran un pueblo ahora son pueblo de
Dios, y los que no tenían misercordia ahora la tienen (1 Pet 2,9-10).
Pero el N. T. no se contenta con una mera sustitución del pueblo cristiano
por el pasado pueblo de I. Según S. Pablo el misterio de 1. se extiende en el
tiempo, según los designios salvíficos de Dios. Dios no ha rechazado a su
pueblo, a quienes tanto prometió y amó (Rom 11,2). Si su caída había traído la
esperanza a los gentiles, «¡cuánto más lo será su plenitud!» (Rom 11,11-15).
Puesto que los judíos e I. como pueblo formaban las raíces naturales del olivo,
al cual han sido injertados los gentiles, su re-incorporación será mucho más
natural y completa (Rom 11,16-24). Si ha habido un endurecimiento parcial de I.,
el misterio consistirá en su conversión, que sucederá cuando entre la plenitud
de las naciones (donec plenitudo gentium intraret) (v. GENTILES). Entonces I.
conseguirá misericordia como ahora han recibido misericordia los gentiles (Rom
11,30). La salvación de I. vendrá por su Libertador, con la correspondiente
transformación-renovación de la Alianza. «Vendrá de Sión el Libertador; alejará
de Jacob las impiedades. Y ésta será mi alianza con ellos, cuando haya borrado
sus pecados» (Is 59,20-21; Is 27,9).
V. t.: SAMARIA; JUDÁ, REINO DE; CRONOLOGÍA 11, 3; INSTITUCIONES BÍBLICAS;
HEBREOS I; ISRAEL, RESTO DE.
BIBL.: GUTBROD, Israel, en Grande Lessico del Nuovo Testamento, IV, 1176 ss.; R. DE VAux, Bible et Orient, París 1967, 25-39; P. GRELOT, Israel, en Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1966; L. ARNALDICH, Israel, en Enc. Bibl. IV,254 ss.; F. AsENSIO, Yahwéh y Su Pueblo, «Analecta Gregoriana» LVIII (Roma 1953); S. GAROFALO, La Nozione proletica del «Resto d'Israele», «Lateranum», VIII (1942) 1-4.
MICHAEL E. GIESLER.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991