INSTITUCIONES BÍBLICAS


Entendemos por tales diversas formas u organizaciones sociales que integraban la vida religiosa, familiar y civil del pueblo israelita desde los comienzos de su historia hasta los albores de la Iglesia cristiana. Su estudio es importante para comprender la Biblia.
     
      l. Instituciones religiosas. a. Lugares de culto israelitas. Los lugares en que se daba culto a Dios solían estar elegidos por evocar una manifestación divina. Unas veces, esta manifestación era explícita cuando la divinidad se aparecía o daba una señal de su presencia; otras, era implícita, cuando por ciertos efectos se suponía que allí operaba el poder de la divinidad. Así sucedió con muchos lugares del culto de Israel (Ex 20,24; Idc 6,24 ss.; 2 Sam 24,16,25). Es propio de la sensibilidad humana considerar las fuentes de agua que fecundaban la tierra y los árboles símbolos de esta fecundidad, así como las alturas que evocan la excelencia y la magnitud o los cielos de donde viene la lluvia, como lugares que recuerdan la presencia y la acción de Dios. Así lo sintieron y vivieron los primitivos israelitas (cfr. Gen 14,7; 16,13 s.; 26,23-25; los 15,7; 18,17; 1 Reg 1,33-40; Neh 2,13). Por eso, los patriarcas (v.) solían erigir altares en los lugares en que se haba aparecido la divinidad, que solían estar en «lugares altos», bamót, y a la sombra de algún frondoso árbol (Gen 12, 6-8; 13,18; 22,9; 31,54; 35,1.3.7).
     
      Pero si algunos lugares de culto son levantados en lugares que, por algunas de las razones mencionadas u otras análogas, evocan la presencia de Dios o se presentan como especialmente adecuados para dirigirse a Él, no ocurre así con todos. Más aún los más característicos de Israel están relacionados con hechos históricos concretos, con teofanías (v.) determinadas. Los más importantes fueron los de Siquem (v.), Betel (v.), Mambré y Bersabé (Gen 12,7-8; 13,18; 26,23-25; 28,10-22; 33,18-20; 35,1-15; 46,1-4). Durante la permanencia de los israelitas en el desierto del Sinaí (v.) se sirvieron de una tienda como santuario. Era la tienda o tabernáculo de la reunión o del encuentro, donde Yahwéh hablada con Moisés «cara a cara» (Ex 33,11; Num 12,8). Dios manifestaba su presencia en esta tienda por medio de una nube que descendía sobre ella (Ex 33,9; Num 12,4-10). La tienda estaba emplazada en medio del campamento de Israel (Num 2,2.17), y, por eso, se dice que Yahwéh habitaba en medio de su pueblo (Ex 25,8), exigiendo de los israelitas un cuidado especial por mantener la pureza del campamento para no ofender la presencia del Señor (Num 5,3). Dentro del tabernáculo, y en el lugar más santo, estaba el Arca de la Alianza, que era el objeto más sagrado de la religión yahwista. Contenía las tablas de la Ley, y por eso, era designada también con la expresión «Arca del testimonio» (Ex 25,16; 40,20 s.; Num 9,15). La importancia religiosa del Arca provenía del hecho de ser considerada como el trono y el escabel de Yahwéh y como el signo visible de su presencia (1 Sam 4-6; 2 Sam 6; 1 Reg 8). La tradición sacerdotal enseña que Yahwéh se manifestaba a Moisés y le comunicaba sus órdenes desde encima del propiciatorio, kapporet (Ex 25,22; 30,6; Num 7,89), que venía a ser más o menos la tapadera del Arca.
     
      Una vez que los israelitas entraron en Canaán (v.) y lo ocuparon, apenas se nombran los santuarios de la época patriarcal. Pero en su lugar surgen otros nuevos, entre los cuales los más importantes son: Guilgal, Silo, Masfa, Gabaón, Dan, Jerusalén (v.). En ellos celebraban los israelitas sus reuniones, sus solemnidades anuales; y a ellos acudían los piadosos israelitas para ofrecer sus sacrificios de acción de gracias (los 5,2-12; Idc 21,19-21; 1 Sam 7,5-12; v. SANTUARIOS). Cuando David (v.) conquistó Jerusalén, una de sus primeras preocupaciones fue transportar el Arca de la Alianza a su nueva capital e instalarla en la tienda que había mandado levantar para acogerla (2 Sam 6,1-19). Este traslado del Arca tuvo gran importancia. Jerusalén, con la posesión del Arca, atrajo las miradas de todos los israelitas y Dips la escogió como Ciudad Santa. David, pensó, además, seriamente en la construcción de un santuario a Yahwéh. Sin embargo, Dios reservaba a Salomón (v.) la edificación del suntuoso Templo de Jerusalén (v.), que habría de ser el centro religioso de todo Israel después de David, y la máxima gloria nacional (2 Sam 7,2 ss.; 1 Reg 6-8). Destruido por Nabucodonosor (587 a. C.), fue reconstruido, a la vuelta del destierro (548 a. C.), con grandes dificultades, bajo la dirección de Zorobabel (Esd 4,1-5.24 ss.; Ag 1-2). Este segundo Templo pasó por diversas vicisitudes, especialmente durante la persecución de Antíoco Epifanes (169-164 a. C.). El a. 20-19 a. C., Herodes el Grande emprendió una reconstrucción total de dicho Templo, surgiendo así una obra colosal, casi completamente nueva. El Templo de Herodes fue santificado por la presencia y la predicación de Jesucristo; y a él acudían los Apóstoles a orar.
     
      b. Sacerdocio levítico. Es otra de las instituciones básicas de Israel, que ha ejercido un influjo preponderante y decisivo en su larga y compleja historia. Antes de Moisés no existía en Israel un sacerdocio propiamente dicho, regulado por leyes positivas; el sacerdocio lo ejercían aquellos que representaban los intereses de la tribu, del pueblo o de la familia. Por eso, los patriarcas- ofrecían sacrificios (Gen 12,8; 15,8 ss.; 22,1 ss.; 33,20), y también otras personas (Idc 6,18-24; 13,19) y los reyes (2 Sam 6,17; 1 Reg 3,4; 8,22.62). Desde los tiempos de Moisés el sacerdocio fue ejercido por los descendientes de Leví, que habían sido elegidos por Dios para ejercer las funciones sagradas (Num 1,5; 3,6-7). Dentro de la misma tribu de Leví, una rama de ella recibió la promesa divina de un sacerdocio perpetuo: la familia de Aarón (Ex 29,9.44; 40,15), de donde saldrían los sumos sacerdotes que ocuparon el vértice de la jerarquía sacerdotal. De todas maneras algunos autores sostienen que en un principio algunas funciones sacerdotales continuaron siendo ejercidas por personas de otras tribus, y que sólo a principios del s. vlii a: C. se habría llegado a una atribución absolutamente exclusiva de todas las funciones sacerdotales a esa tribu (V. LEVITAS; JUDAÍSMO II; SACERDOCIO II).
     
      c. Centralización del culto en Israel. Los libros históricos de la Biblia atestiguan la existencia de muchos santuarios en los que se daba culto a Yahwéh. Ya hemos hablado de los principales, pero existían todavía muchos más. Esta multiplicidad de santuarios es reconocida como legítima por el Código de la Alianza (v. PENTATEUCO; LEY vti, 3), que admitía el sacrificio en todos los lugares donde Yahwéh hiciera memorable su nombre (Ex 20,2426). Pero la multiplicidad de santuarios, muchos de ellos levantados en lugares de culto cananeos ya existentes, se exponía a la introducción en el culto yahwista de prácticas supersticiosas e idolátricas. De ahí que los profetas predicaran contra los «lugares altos», búmót (Am 5,5; 7,9; 8,14; Os 4,15; Ez 7,24), y que el redactor deuteronomista de los libros de los Reyes tomara, como criterio para enjuiciar a los reyes de Judá, el hecho de la permanencia o destrucción de los «lugares altos». El Templo de Jerusalén tuvo siempre, desde Salomón, una posición preeminente entre todos los otros santuarios y lugares de culto israelita. Como santuario principal se convirtió rápidamente en el centro religioso del reino de Judá, e incluso ejercía gran atracción sobre los israelitas del reino del Norte (Israel, v.), que, a pesar de los dos santuarios nacionales de Betel y Dan, levantados por Jeroboam, acudían a Jerusalén en las principales fiestas del año (Ier 41,5). Algunos reyes de Judá no se contentaron con esto y, movidos por inspiración divina, quisieron convertir el santuario central de Jerusalén en el único lugar de culto público de la nación hebrea. El primero que lo intentó fue el rey Ezequías (2 Reg 18,3-6. 22; 2 Par 30,1-13; 31,2). Pero su reforma fue efímera, ya que su hijo Manasés restableció el culto de los «lugares altos» (2 Reg 21,3). El rey tosías emprendió también una reforma religiosa profunda que llevaba consigo una centralización absoluta del culto en el Templo de Jerusalén (2 Reg 23,4-24). Con este fin reunió en Jerusalén a todos los sacerdotes del reino de Judá y suprimió todos los santuarios de provincias (2 Reg 23,5.8 s.). La reforma se extendió también al reino del Norte, en donde hizo destruir el santuario de Betel y todos los «lugares altos» (2 Reg 23,15-20). La supresión de los «lugares altos» y la centralización del culto y del sacerdocio en Jerusalén se inspiran evidentemente en el Deuteronomio, descubierto en el Templo en tiempo de tosías (2 Reg 22,1-23,3.21). En efecto, la ley del santuario único se da en Dt 12, donde se habla de destruir todo otro lugar de culto y dirigirse a Dios en un único lugar que, se añade (vers. 5), estará enclavado «en el lugar que Yahwéh elija, para hacer morar en él su santo nombre». Este lugar es, evidentemente, Jerusalén. La reforma de tosías, bien dirigida y fuertemente impulsada, fue, sin embargo, seriamente comprometida con la muerte prematura del rey en la batalla de Meguiddo (609 a. C.). El- antiguo sincretismo cúltico volvió a aparecer, y los «lugares altos» renacieron en diversas partes del reino (Ier 7,1-20; Ez 6,1 ss.). Las cosas continuaron así hasta el destierro (586 a. C.). Pero, finalmente, la centralización del culto querida por Dios triunfa con el retorno de los desterrados de Babilonia (V. t. ALTAR II; SACRIFICIO II).
     
      d. Función de las sinagogas. No se sabe con exactitud cuándo y en dónde nacieron las sinagogas (v.), ni tampoco se conoce su desarrollo histórico. La institución sinagogal debió de ir formándose poco a poco bajo la presión de diversas circunstancias. Una hipótesis es que con la reforma de tosías, los fieles de provincias, que vivían lejos de Jerusalén, al no poder ir con frecuencia al Templo de la capital, se habrían decidido a reunirse habitualmente durante ciertos días no ya para ofrecer sacrificios (cosa reservada al Templo), sino para leer la Ley y orar. Los judíos desterrados en Babilonia habrían continuado con esta costumbre, que después del retorno a la patria se convirtió en ley. Los judíos de la diáspora (v.) necesitaban aún más el uso de las sinagogas para fomentar la piedad y para no perder la fe recibida de los mayores. En tiempo de Cristo, el uso de las sinagogas era normal y corriente. Los autores neotestamentarios nos presentan el culto de la sinagoga como una institución perfectamente establecida e implantada en las costumbres judías (Act 15,21). Las sinagogas eran verdaderas casas de oración y de instrucción religiosa, extendidas por toda Palestina y por todas las colonias judías de la diáspora. El culto público tenía lugar en la mañana de todos los sábados y días festivos. Consistía esencialmente, según la Misna (V.TALMUD), en la lectura de la Biblia y en la oración (V. JUDAÍSMO II).
     
      e. Calendario israelita. Los israelitas determinaban el tiempo por el curso del sol y de la luna (Gen 1,14). Por eso el día estaba constituido por la revolución aparente del sol alrededor de la tierra, y abarcaba 24 horas. El día comenzaba para los judíos con la puesta del sol y duraba hasta la puesta del sol siguiente (Dan 8,34; Est 4,16; Idt 11,17). Se dividía en mañana y tarde. Después del destierro babilónico comenzó a dividirse en 12 partes iguales u horas, al estilo griego-romano. La noche se dividía también en cuatro vigilias: la de la tarde, la de medianoche (desde el oscurecer hasta la medianoche), el gallicinio (desde medianoche hasta el canto del gallo) y el alba.
     
      La semana era el espacio de tiempo de siete días, que ya estaba en uso en Israel desde tiempos inmemoriales. Los días de la semana, exceptuando el sábado, carecían de nombre y se les designaba simplemente con el número ordinal. El día siguiente al sábado se llamaba día primero, y los demás, segundo, tercero, etc. El sábado (v.) designaba el día séptimo de la semana, que era el día de reposo de los trabajos ordinarios (Gen 2,2 s.; 8,22; Ex 5,5). Parece haber sido una institución muy antigua en Israel, dotada de un sentido religioso original por ser un signo de la Alianza perpetua entre Yahwéh y su pueblo. Por eso, su observancia es una prenda de salud y su profanación implica la exclusión de la comunidad y el castigo de Dios (Ex 31,14; 35,2; Num 15,32-36; Is 56,2; 58,13-14). La importancia del sábado fue creciendo después del destierro y la tradición rabínica fue haciendo las prescripciones sabáticas cada vez más rigurosas; de tal forma que en tiempo de Cristo se habían hecho insoportables (Me 2,27; 3,2.4; Mt 12,2; 24,20; Le 13,15 ss.).
     
      El mes israelita era lunar, y duraba de una luna nueva a la otra. Como las lunaciones constaban de 29 días, 12 horas y 44 minutos, los meses lunares tenían 29 y 30 días alternativamente. Con el fin de restablecer el acuerdo entre el año solar y el lunar y para conservar la concordancia entre los meses y las estaciones, se solía añadir un decimotercer mes. El año israelita debió de ser antiguamente un año lunar de 12 meses, es decir, de 354 días. Esta diferencia de 11 días respecto del año solar producía enseguida la dislocación del mes de su estación correspondiente. Para evitar este inconveniente parece que los israelitas adoptaron pronto el año solar de 365 días (Gen 7,11; 8,14) (v. TIEMPO IV).
     
      En el culto del Templo de Jerusalén tenían especial importancia las tres grandes fiestas anuales: Pascua, Pentecostés y Tabernáculos. Después del destierro babilónico, el calendario litúrgico judío se enriqueció con nuevas fiestas. Entre ellas merecen particular mención el día de la Expiación (Yóm Kippur) (Lev 16), la Hanuká o fiesta de la Dedicación (1 Mach 4,58) y la de los Purim (Est 9,110,13) (V. FIESTA II).
      2. Instituciones familiares. a. La familia israelita. Los documentos bíblicos más antiguos nos indican claramente que el tipo familiar común entre los hebreos era el patriarcal. En él, el padre poseía la autoridad y la ejercía sobre todos los miembros de la familia. Esta constaba del padre, la mujer (una o varias), los hijos, los siervos y los extranjeros que vivían bajo la protección del jefe de familia (Gen 7,1.7; 46,8-26; Idc 11,1-7). Al pasar los israelitas de la vida nómada a la sedentaria, comenzaron a formar pueblos y ciudades y las costumbres patriarcales fueron cambiando profundamente. La vida de ciudad obligaba a restringir el número de miembros de la familia que vivía bajo un mismo techo. Los siervos también serían cada vez menos numerosos. En su lugar comienza a aparecer otra nueva categoría social: la de los mercenarios asalariados. Desde entonces, la sociedad israelita quedaría formada no por grupos familiares como base de toda la vida social, sino por un jefe y unos súbditos, patronos y obreros, ricos y pobres. Esta profunda transformación se operó antes del s. viti a. C. En esta nueva situación, la autoridad del jefe de familia quedó muy atenuada, lo mismo que la solidaridad familiar, desligándose los individuos cada vez más del grupo familiar.
     
      b. El matrimonio en Israel. La Biblia enseña que el matrimonio monógamo fue instituido por Dios (Gen 2, 21-24). Y monógamos son presentados los patriarcas descendientes de Set (Gen 7,7). Sin embargo, a partir de Abraham parece que las costumbres se fueron haciendo menos estrictas, y se extendió algo la poligamia (Gen 36, 1-5; Idc 8,30 s.; 2 Sam 3,2-5; 1 Reg 11,3). De hecho, el Deuteronomio (21,15-17) da normas que presuponen difundida la bigamia. Sin embargo, después de la época de los Jueces, parece ser que se fue volviendo a la monogamia. Por eso podemos afirmar que la monogamia era el estado casi normal y ordinario de la familia israelita (Os 2,4 s.). Los matrimonios solían concertarse casi siempre dentro de la parentela, de la tribu o de la nación. El contrato matrimonial era convenido por los padres de los contrayentes, sin consultar a éstos (Gen 21,21; 24,33-53; Idc 14,2 s.; Tob 7,9-12; V. t. MATRIMONIO 11).
     
      c. La posición de la mujer israelita. La mujer casada israelita estaba en una situación social y jurídica no exenta de diversas limitaciones. No podía heredar de su marido. Éste podía repudiarla, pero la esposa no podía pedir el repudio. El voto hecho por una mujer casada no tenía validez sin el consentimiento del marido (Ex 20,17; Num 27,8; 30,4-17). Sin embargo, la mujer casada israelita no era considerada como carente de derechos (Dt 21,14). Estaba, por el contrario, protegida por la ley, que exigía del marido el libelo de repudio, con el cual la mujer adquiría su plena libertad. Generalmente, el marido israelita estimaba grandemente a su esposa, sobre todo cuando ésta le daba un hijo varón (Gen 16,4; 29,31 ss.). Los hijos le debían obediencia y respeto (Ex 20,12; 21,17; Lev 19,3; 20,9). Existen relatos bíblicos que nos presentan a la esposa amada y escuchada por su esposo y tratada por él como una igual (1 Sam 1,4-8.22 s.; 2 Reg 4,8-24; Prv 31,10-31). La viuda, si quedaba sin hijos, podía continuar unida a la familia de su marido por la práctica del levirato, ley que imponía a uno de los hermanos del marido difunto casarse con la viuda y el primogénito de este nuevo matrimonio era considerado legalmente como hijo del difunto (Dt 25,510). Si no había levir, entonces la mujer viuda tenía libertad para casarse de nuevo, fuera de la familia de su marido difunto (Ruth 1,9). Era frecuente que las viudas, especialmente las que quedaban con muchos hijos, se vieran en una situación de verdadera miseria (1 Reg 17. 8-15; 2 Reg 4,1-7). Por eso, la ley religiosa las recomienda insistentemente a la caridad de los israelitas (Ex 22,21).
     
      d. Los hijos en Israel. Los israelitas, lo mismo que los demás pueblos semitas, deseaban ardientemente tener muchos hijos, y éstos eran tenidos en gran estima, sobre todo si eran varones. El ideal de toda familia israelita era tener una numerosa descendencia (Gen 15,5; 22,17; 26,4; Ruth 4,11 s.). Por el contrario, el no tener hijos era considerado como un oprobio y un castigo divino (Gen 16,2; 20,18). Las hijas eran menos estimadas que los varones. La potencia de una familia era valorada por el número de hijos varones. Los hijos eran amamantados por su propia madre (Gen 21,17; 1 Sam 1,21-23). El niño solía recibir un nombre inmediatamente después del nacimiento (Gen 29,31 ss.; Ex 2,22). La costumbre de retrasar la imposición del nombre hasta el día de la circuncisión (ocho días después del nacimiento) parece ser de época tardía, pues no es atestiguada antes de Cristo (Le 1,59; 2,21). La circuncisión tenía lugar ocho días después del nacimiento del hijo varón. Consistía esta práctica en la ablación del prepucio. En Israel, la circuncisión (v.) no era una simple práctica higiénica, sino que tenía sentido religioso. Constituía, en efecto, la agregación a la comunidad de Israel (Gen 34,14-16; Ex 12,47 s.), y era prescrita como una obligación y como una señal de la Alianza de Yahwéh con Abraham y con sus descendientes (Gen 17, 9-14). La circuncisión, en suma, es considerada como el signo distintivo de la pertenencia a Israel y a la religión yahwista. Durante los primeros años, el niño estaba encomendado a los cuidados de la madre (Os 11,3; Prv 1,8; 6,20) y pasada la infancia al padre, que se preocupaba de educarlo religiosa y profesionalmente (Ex 10,2; Dt 4,9; Eccli 30,1 s.). Entre los hijos el primogénito (v.) gozaba de ciertos privilegios. Recibía en herencia una doble parte (Dt 21,17), y, muerto su padre, se convertía en el jefe de la familia; sin embargo, podía perder su derecho de primogenitura como castigo por una falta grave (Gen 35,22; 49,3 s.), o podía renunciar a él (Gen 25,29-34). La ley protegía al primogénito contra una elección arbitraria del padre (Dt 21,15 s.). Con todo, la Biblia ofrece numerosos ejemplos en que la ley de la primogenitura no fue observada: David, el menor de sus hermanos, es escogido para ser rey; lo mismo Salomón, que tampoco era primogénito. Pstos y otros casos son excepciones de la ley común, y los autores sagrados muestran en ellos la mano de Dios, que escoge a quien Él quiere sin tener en cuenta las leyes humanas (Gen 4,4-5; Mal 1,2 s.).
     
      e. El testamento y la herencia. Antiguamente los israelitas no conocían el testamento escrito. El padre, antes de morir, solía determinar de palabra la distribución de los bienes que dejaba (Dt 21,16; 2 Reg 20,1). Pero en esta distribución tenía que conformarse a la ley y a la costumbre (Dt 21,15-17; Num 27,1-11). Según aquélla, sólo los hijos varones tenían derecho a heredar; y, entre éstos, el primogénito a una parte doble de los bienes paternos. La misma ley defendía el derecho del primogénito prohibiendo al padre mejorar al hijo de la mujer favorita en detrimento del mayor (Dt 21,15 ss.). En conformidad con el Derecho israelita antiguo, los hijos de las concubinas esclavas no tenían parte en la herencia, a no ser que hubieran sido adoptados por las esposas libres (Gen 30,3-13; 49,1-28). Las hijas no tenían parte en la herencia paterna, a no ser que no hubiera hijos varones (Num 27,1-8; 36,1-9). Cuando un hombre moría sin tener hijos ni hijas, sus bienes pasaban a los parientes varones más próximos. La viuda no tenía derecho alguno a la herencia, y de ordinario volvía a la casa de su padre, a no ser que contrajese matrimonio levirático con alguno de la familia de su marido. Cuando la viuda quedaba con hijos mayores, éstos aseguraban la sustentación de la madre. En época posterior parece que se suavizó esta ley tan rígida (Ruth 4,3.9; Idt 8,7).
     
      f. Exequias fúnebres. Los hebreos reconocían la supervivencia del hombre después de la muerte; y a la vez creían que la verdadera inmortalidad no podía concebirse sin una participación del cuerpo. Por eso, daban gran importancia a las exequias fúnebres y a la sepultura. El alma, desde el Se'ol (v. SENO DE ABRAHAM; INFIERNO), continuaba siendo en cierto modo solidaria con lo que se hacía a su cuerpo en la tierra. Para un israelita, el dejar un cuerpo sin sepultura era la más terrible de las maldiciones (1 Reg 14,11; ler 16,4; Ez 29,5). El cadáver era tratado con todo respeto. Se le llevaba al cementerio o a la sepultura en unas parihuelas, cubierto con una simple sábana blanca, sin embalsamar (2 Sam 3,31; 2 Reg 13,21; Le 7,14), y se le colocaba en la cámara mortuoria. La tumba normal entre los israelitas solía ser una cámara mortuoria excavada en roca suave o hecha en una gruta natural. Se entraba a la tumba por una puerta estrecha y baja que solía estar cerrada con una gran losa giratoria. En la cámara mortuoria había a los lados escaños hechos en la misma roca, en donde eran depuestos los cadáveres.
     
      La ceremonia más importante de los funerales era la lamentación por el difunto, que, en su forma más sencilla, consistía en un grito agudo y desgarrador que se repetía: « ¡Ay, hermano mío! », « ¡Ay, padre mío o madre mía! » (2 Sam 19,1.5). Los gritos eran proferidos por los hombres y las mujeres en grupos separados (Zach 12,11 ss.). Los parientes próximos eran los que tenían la obligación de ejecutar la lamentación, a los que solían unirse los asistentes (2 Sam 1,11 s.; 11,26). También existían mujeres especializadas, plañideras, que tenían por oficio pronunciar las lamentaciones rituales (Mt 9,23; Me 5,38 s.). La oración y los sacrificios expiatorios por los muertos aparecen sólo al final de la época veterotestamentaria (2 Mach 12,38 ss.).
     
      3. Instituciones civiles. a. La organización tribal del antiguo Israel. Los israelitas, antes de establecerse en la tierra prometida, llevaron una vida nómada o seminómada en el desierto del Sinaí. La vida nómada imponía estructuras sociales particulares. Los individuos aislados en el desierto no podían sobrevivir. Habían de contar con el apoyo de los grupos a que pertenecían o en cuyo contacto vivían. Las tribus (v. ISRAEL, TRIBUS DE) eran las únicas que podían garantizar su seguridad. A ellas pertenecía administrar la justicia; dar hospitalidad y asilo a los que se ponían bajo su protección y defenderlos por todos los medios. La tribu estaba constituida por un grupo de familias que se consideraban descendientes de un mismo tronco. Cada tribu poseía sus tradiciones sobre el antepasado del cual tomó vida. Y su cohesión tenía fundamento en el lazo de sangre, que podía ser real o en parte ficticio, ya que las tribus podían absorber otros grupos étnicos de origen diverso, como lo hizo, p. ej., la de Judá, incorporándose los restos de la tribu de Simeón y los grupos de los calebitas, los quenitas, los yerahmelitas (Num 32, 12; los 14,6 ss.). El número fijo de las 12 tribus de Israel recoge así una sistematización que conoció oscilaciones y vacilaciones históricas grandes. Las 12 tribus formaban una especie de confederación, pero conservando el sentimiento de un parentesco común. Este se manifiesta cuando, ante un peligro común, se unen todas las tribus para emprender una guerra o para emigrar a otras tierras.
      En tales casos todas ellas reconocen la autoridad de un solo jefe, al cual obedecen. Además del parentesco, las tribus israelitas estaban unidas por la fe en Yahwéh (los 24). Cada tribu tenía su propia personalidad. La autoridad era ejercida por los ancianos de los diversos clanes, constituidos, a su vez, por varias familias emparentadas entre sí. El clan o mispaháh se fue convirtiendo poco a poco en la unidad social más estable de la tribu. Esto se debió a la sedentarización, en la cual cada familia se convirtió en una unidad territorial, desligada en gran parte del resto de los clanes. Desde entonces, los clanes comenzaron a designarse no por el nombre de su antepasado, sino por el del lugar en donde residían. El conjunto de todos los clanes constituía la tribu, gobernada por un jefe llamado nasi' (Num 7,2). La monarquía habría de modificar profundamente el cuadro territorial en que mandaba cada tribu; los individuos conservarían el recuerdo de su pertenencia a una determinada tribu; pero la solidaridad tribal desaparecía casi completamente para convertirse en solidaridad nacional. En los clanes será donde mejor se conserve la unidad social y las costumbres antiguas.
     
      b. Estamentos sociales en Israel. Entre los nómadas no existían propiamente clases sociales. Dentro de la misma tribu había familias más ricas o más pobres, pero sin que esto suponga división de clases. En la tribu ni siquiera los esclavos constituían una clase aparte, sino que se consideraban de la familia. Fue la sedentarización la que trajo una profunda transformación de la vida tribal, y la que dio origen a diversas clases sociales. El clan, al instalarse en una ciudad, transformó su vida social en una vida de ciudad. Y ésta originó el comercio y las transacciones comerciales y territoriales, que poco a poco irían rompiendo la igualdad entre las familias. Entre los s. x y viii a. C. se produjo en Israel una profunda evolución social, como lo demuestran las excavaciones hechas en las ciudades de Palestina. Los funcionarios reales comenzaron a aprovecharse de su administración y de los favores del rey para enriquecerse; otros ciudadanos siguieron su ejemplo, comenzando a especular con las tierras y el comercio. De esta forma se enriquecieron muchos individuos, dejando a otros en una completa miseria (Am 8,5; Os 12,8; Mich 2,2; 3,11; Is 1,23). Las injusticias cometidas por los poderosos contra los pobres y débiles obligaron a los profetas a tomar su defensa (Am 4, 1; 5,12; IS 3,14 s.; 10,2; 11,4; V. POBRES DE YAHWÉH).
     
      En la época monárquica, los nobles formaban un grupo social, que gozaba de una posición privilegiada en el pueblo, especialmente en las ciudades y en las dos capitales, Jerusalén y Samaria (I Sam 8,14; 22,7; Ier 38,24 s.). Era la élite dirigente que procedía de familias influyentes y poderosas. Existían también en Israel los obreros asalariados, que frecuentemente eran extranjeros residentes dentro del territorio palestinense (Ex 12,45; Lev 22, 10; Di 24,14). Pero también los israelitas pobres se vieron en la necesidad de trabajar a jornal para poder vivir. Muchas familias, con el aumento de la población y con la pérdida de sus tierras, se vieron sumidas en la miseria, viéndose obligadas a venderse como esclavos o al menos a trabajar a jornal. El contrato era unas veces diario y otras anual (Lev 19,13; 25,50.53); y, aunque la ley los protegía y prescribía pagarles el salario todas las tardes (Di 24,14 s.), su situación era con frecuencia muy digna de lástima (lob 7,1 s.; 14,6). Muchos dueños eran despiadados e injustos, y no les pagaban siquiera el salario debido (Ier 22,13). Los profetas condenan ese comportamiento.
     
      La vida ciudadana hizo que se multiplicaran en Israel los oficios manuales y artesanos independientes. La Biblia nos habla de los carpinteros, albañiles, alfareros, orífices, joyeros, panaderos, tejedores, bataneros, leñadores, barberos, labradores, etc. El comercio era antiguamente un asunto que competía al rey, y no existía como tal una clase de comerciantes. La primera alusión que tenemos a comerciantes israelitas la encontramos en Neh 3,32. Fue en la diáspora (v.) donde los judíos se hicieron comerciantes, siendo imitados después por sus connacionales de Palestina.
     
      Siempre hubo en Israel un cierto número de extranjeros que residían en su territorio. Desde el punto de vista social, eran hombres libres, pero no gozaban de todos los derechos de los ciudadanos israelitas. Eran generalmente pobres, porque no podían poseer propiedades territoriales, y por eso recomendados a la caridad de los israelitas (Di 24,1921). En el aspecto religioso, estaban sometidos a las mismas leyes que los israelitas. La mayor parte de los extranjeros que vivían en Palestina eran esclavos. La ley permitía a los israelitas comprar siervos y esclavos extranjeros (Ex 12,44; Lev 25,44 s.). Pero también los israelitas se vendían como esclavos, de ordinario para pagar una deuda (Lev 25,39 ss.; Di 15,2 s.). La único que excluía la ley era la esclavitud perpetua del israelita (Lev 25,40. 54). Los esclavos extranjeros solían ser retenidos en esclavitud a perpetuidad (Lev 25,46). En cambio, los israelitas podían ser rescatados o rescatarse a sí mismos mediante el pago de una cantidad estipulada (Lev 25,48-53).
     
      c. La monarquía israelita. Durante el régimen tribal de Israel, las tribus no reconocían otro rey que Yahwéh (Idc 8,22 s.). Pero ante diversas circunstancias históricas y políticas; se vieron obligadas a elegirse un rey. El primer rey de Israel fue Saúl (v.). Pero el verdadero organizador de la monarquía israelita fue indudablemente David (v.), que logró superar las distancias entre las tribus del Norte y las del Sur, consiguiendo así la unidad nacional, aunque ésta duró poco (V. REYES, LIBROS DE LOS). A la muerte de Salomón (v.) aparecieron de nuevo las antiguas diferencias entre ambos grupos de tribus, que llevaron a la separación definitiva en dos reinos: el de Israel (v.) y el de Judá (v.).
     
      d. El rey y su corte. Tanto en Israel como en Judá se atenían al principio de la sucesión dinástica para la elección del rey, que solía recaer sobre el primogénito, aunque no siempre (I Reg 1,10.17.20.27). Las mujeres estaban excluidas, aun cuando el rey muriese sin descendencia masculina. El nuevo rey era coronado y ungido. La unción le convertía en una persona sagrada, haciéndola inviolable (1 Sam 24,7.11). Las personas que constituían su corte eran muy numerosas. Algunos tuvieron un numerosos harén, como era costumbre entre todos los reyes orientales (la Biblia al narrarlo, lo hace de forma que pone de manifiesto lo reprobable de esa praxis). Aunque entre los israelitas no existió propiamente el título de reina, sin embargo, en la corte gozaba de una posición especial la gebira, la reina madre (1 Reg 2,19). Los hijos del rey solían ser muy numerosos. Además, en torno al rey y a su familia vivía un grupo de cortesanos, que eran consejeros, secretarios, mayordomos, heraldos, escuderos, eunucos, siervos, esclavos, etc.
     
      e. La administración pública. Salomón dividió el reino en 12 prefecturas, cuya demarcación nos ha sido conservada en 1 Reg 4,7-19. Estos 12 distritos debían proveer, uno cada mes, de víveres suficientes al palacio real. Los prefectos eran verdaderos gobernadores de sus respectivos distritos. Y sobre ellos había un jefe de prefectos (1 Reg 4,5.7 ss.). La tarea principal de los prefectos era el mantener el orden y cobrar los impuestos y los diezmos. Jerusalén y Samaria tenían un gobernador (sar ha'ir), que era nombrado por el rey. Las demás ciudades eran gobernadas por una asamblea de ancianos, una especie de consejo municipal (Dt 21; 22,13-21; 25,5-10; Ez 20,1.3). Al rey iban a parar todas las entradas de los impuestos del reino, con las cuales tenía que atender a las necesidades de su palacio, de sus funcionarios, del ejército, de los trabajos públicos y de la defensa nacional. Al rey pertenecían todos los bienes de la nación (2 Sam 8,11; 2 Reg 12;10 ss.).
     
      f. El derecho y la administración de la justicia. Casi todas las colecciones de leyes israelitas están contenidas en el Pentateuco (v.): Decálogo, Código de la Alianza, Deuteronomio, Ley de santidad, Código sacerdotal, etc. Estos documentos tienen todos un trasfondo de carácter marcadamente religioso. Presentan, en lo jurídico, semejanzas con las leyes de otros pueblos del Oriente Antiguo. En Israel, tiene una sanción divina. Algunas han sido reveladas directamente por Dios; otras son dictadas por los reyes, pero se ve en ellos simples intermediarios entre Dios y su pueblo para la promulgación de las leyes. El rey poseía el poder judicial (2 Sam 8,15). Era el juez por excelencia, pues la administración de la justicia era una función esencial del jefe. Pero se servía de ordinario de jueces y tribunales públicos para administrar la justicia al pueblo, reservándose él los casos más difíciles (Ex 18,13 ss.). Los juicios eran públicos; y una vez consideradas las pruebas en favor y en contra del acusado, el tribunal dictaba la sentencia. Las penas eran de distinta gravedad. No se admitía en general la compensación pecuniaria. La prisión sólo apareció en Israel después del destierro babilónico (Esd 7,26).
     
      g. El ejército israelita. Las noticias que poseemos sobre la organización militar de los hebreos son muy incompletas. Hasta la época de Saúl y de David no existió en Israel un ejército regular, pero los reveses sufridos contra los filisteos convencieron a las tribus a organizar un ejército. Saúl juntó un pequeño cuerpo de mercenarios (1 Sam 22,7.18); pero fue sobre todo David el que logró organizar un verdadero ejército de tropas mercenarias. Entre ellas se distinguían los Kéreti y los Péleti (2 Sam 8,18; 20,7,23; 21,15). En circunstancias especiales también se reclutaban soldados entre los mismos israelitas para ayudar al rey. En tiempo de David, Joab era el comandante en jefe del ejército, y Banayas de los Kéreti y Péleti (2 Sam 8,16.18). Desde la época de Ezequías (700 a. C.) parece que el reino de Judá no poseyó cuerpos de tropas mercenarias ni de carros de combate, porque su sostenimiento resultaba demasiado caro. La defensa de la nación se hacía con un ejército de reclutamiento. Los soldados estaban bajo las órdenes de oficiales llamados sanim (Dt 20,9). El rey era el jefe supremo del ejército, y a sus órdenes estaba el comandante general. El ejército se dividía en unidades de 1.000, de 100, de 50 y de 10 hombres. Conocemos mal el armamento del ejército israelita. Salomón constituyó un cuerpo de ejército armado de carros de combate (1 Reg 10,26). De la caballería montada sólo se habla bajo Simón Macabeo (1 Mach 16,47). La Biblia menciona distintas armas ofensivas: el puñal, la espada, el dardo, la jabalina, el arco, la flecha, la pica, la honda, etc. Las armas defensivas eran: el escudo, el casco y la coraza. También existían ciudades bien fortificadas y con fuertes murallas.
     
      Las tácticas guerreras variaron a lo largo de los tiempos. En el periodo nómada eran más bien razzias encaminadas a obtener ganados, defender pozos, etc. Luego se desarrollan. Ordinariamente se hacían en primavera (2 Sam 11,1). Concluían con un tratado, reparto de botín, etc. Sobre los aspectos religiosos, v. GUERRA II.
     
      V. t.: Como instituciones israelitas: ANCIANO; ESCRIBA; FARISEOS; SADUCEOS; SANEDRÍN.
     
     

BIBL.: Instituciones religiosas: A. FERNÁNDEZ, El santuario de Dan, «Biblica» 13 (1934) 237-264; L. H. VINCENT, La notion biblique du haut lieu, «Rev. Biblique» 55 (1948) 245-278; 438-445; S. GRANDz, The Calendar of Ancient Israel, en Homenaje a Millás Vallicrosa, I, Barcelona 1954, 623-646; TH. CHARY, Les Prophétes et le culte á partir de 1'Exil, París 1955; E. AUERBACH, Die Feste im alten Israel, «Vetus Testamentum» 8 (1958) 1-18.Familiares: G. BEER, Die soziale und religióse Stellung der Frau im israelitischen Altertum, Tubinga 1919; P. CRUVEILHIER, Le droit de la femme dans la Génése, «Rev. Biblique» 36 (1927) 350-376; J. PEDERSEN, Israel, its life and Culture, I-IV, Londres 1946-47; W. KORNFELD, Mariage dans 1'Ancien Testament, en DB (Suppl.) 5,905-926; R. PATAI, Sex and Family in the Bible and the Middle East, Nueva York 1959. Civiles: F. BUHL, La société israélite d'aprés 1'Ancien Testament, París 1904; W. FLIGHT, The Nomadic Idea and Ideal in the Old Testament, «Journal of Biblical Literature» 42 (1923) 158-226; W. F. ALBRIGHT, The Administrative Divisions of Israel and Juda, «Journal of the Palestina. Oriental Society» 5 (1925) 17-54; M. NOTH, Das System der Zwólf. Stámme Israels, Stuttgart 1930; I. MENDELSOHN, Slavery in the Ancient Near East, Nueva York 1949; F. PUzo, La segunda prefectura salomónica, «Estudios Bíblicos» 7 (1949) 43-73; J. VAN DER PLOEG, Les pauvres d'Israél, «Oudtestamentische Studién» 7 (1950) 236-270, 8 (1951) 49-64; fD, Studies in Biblical Law, «Catholic Biblical Quarterly» 12 (1950) 248-259, 416-427, 13 (1951) 28-43, 164-171, 296-307; H. CAZELLES, Lo¡ israélite, en DB (Suppl.) 5,497-530. En general: J: SALGUERO, Instituciones israelitas, en Introducción a la Biblia, II, Madrid 1967; A. PENNA, La religión de Israel, Barcelona 1961; A. ROLLA, El ambiente bíblico, Barcelona 1961; P. DEMANN, Los judíos, fe y destino, Andorra 1962; D. Roes, Breve historia del pueblo de Dios, Andorra 1968.

 

J. S.ALGUERO GARCÍA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991