INMANENCIA


l. La inmanencia clásica y cristiana. Es, en primer lugar, la propiedad que los procesos vitales poseen de actualizar al viviente, y, por tanto, de permanecer interiores a su organismo y a su vida como consecuencia, es decir, «actos segundos» de la actividad del alma (v.), que es el «acto primero de un cuerpo físico orgánico que tiene la vida en potencia» (Aristóteles, De anima, II,1,412a). En particular, el conocimiento (v.) realiza la i. más alta, gracias a la identidad (v.) que en él se da entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido, mediante la asimilación de la forma del objeto por parte del sujeto, de modo que, según Aristóteles (v.), conocer y pensar es un «incremento del sujeto en sí mismo» (De anima, 1I,4,417b7). Ésta puede llamarse i. perfectiva, pues se fundamenta en la perfección del ser del ente, y crece a medida que lo hace el grado de esta perfección, es decir, según el ascenso mismo de la vida: desde las formas biológicas más imperfectas hasta la complejidad de la vida animal y hasta las alturas de la vida espiritual de la inteligencia (v.) y la libertad (v.) del hombre y de los espíritus puros.
     
      En su significado metafísico absoluto, la i. es la propiedad misma de la divinidad (v. DIOS iv, 3), en cuanto que Dios es el esse subsistens por esencia (ser subsistente por esencia), y, por tanto, plenitud de vida, acto perfecto y primer principio (v.), como ya Aristóteles llegó a entrever (Metaphys., XII,6,1072a4). Aristóteles concibió el primer Principio como pensamiento puro (o. c. 7,1072a30), motor inmóvil y «separado» del mundo, que vive la plenitud de su vida admirable; actividad de inteligencia pura, que en el conocer posee su perfección suprema y en él expresa la vida eterna de Dios (o. c., 1072b28-30). El pensamiento estoico (v.) invirtió la situación: Dios no es «separado» sino inmanente al mundo, como logos-fuego-espíritu, que actúa y vivifica la materia; y así llegó a considerarse el mundo como organum Dei (Censorinus, De die natal¡, c. 13; Jahn 32,20).
     
      El cristianismo (v.) volvió a invertir de nuevo la perspectiva, gracias al principio de la absoluta espiritualidad y libertad de Dios, que es el fundamento de la creación (v.) como producción ex nihilo su¡ et subiecti (cfr. Conc. Lateranense IV, c. l; Denz.Sch. 800): con la creación, las criaturas han salido de Dios, y con sus propias operaciones retornan a él. Por tanto, las criaturas no constituyen (p. ej., por medio de una materia eterna...) lo absolutamente «otro» que Dios, y tampoco se trata de que Dios despliegue su actividad necesariamente en el mundo. Por eso -si se permite la expresión-, no se trata tanto de la i. de Dios en el mundo, cuanto de la i. del mundo en Dios; porque es Dios el que -como primer principio creador, conservador y motor- precede, abraza y contiene el mundo y cada cosa creada.
     
      S. Tomás (v.), a este propósito, prefiere usar, en lugar de i., la expresión «presencia» de Dios en las cosas (Sum. Th. lq8 al-4): la omnipresencia de Dios es una consecuencia de su causalidad universal (v. CAUSA). Dios es causa del ser en cuanto tal, y como el agente -para actuar- debe estar presente en el efecto, «síguese que (Dios) ha de estar presente en lo que existe mientras tenga ser y según el modo como participe del ser« (ib. al); es una presencia integral, según la atrevida fórmula del Santo Doctor: «lo mismo que el alma está toda en cada parte del cuerpo, así Dios está por entero en todos y cada uno de los seres» (ib. a2 ad3). La i. de Dios en las criaturas puede considerarse, en el ámbito natural, según tres modos: «... por potencia porque todo está sometido a su poder... por presencia porque todo está patente y como desnudo a sus ojos... por esencia porque actúa en todos como causa de su ser» (ib. a3). Es sabido cómo esta doctrina alimentó la vida mística de Santa Teresa (v.), que la tomó de «un doctísimo religioso de la Orden de Santo Domingo» (cfr. Vida, cap. 18, 15; y también Castillo interior, mansión 5a, cap. 1, 10).
     
      En este ámbito se distingue una doble i., natural y sobrenatural. Mediante la i. natural, Dios está presente como primer Principio creador, conservador y motor de las criaturas (Sum. Th. 1 q44 8104-105; v. CREACIóN in, 7); en las criaturas racionales puede haber también una presencia intencional (v. INTENCIONALIDAD) de Dios, en cuanto lo pueden conocer y amar a través del espejo de lo creado, pero esto permanece aún en el plano de la i. natural. Una i. nueva, y no derivable de ningún principio natural, se realiza cuando la criatura es admitida a participar de la vida íntima de Dios por la gracia (v.) sobrenatural: « Por lo cual sólo la gracia crea un modo especial de estar Dios en las cosas» (Sum. Th. 1 q8 a3 ad4). La suprema forma de i. es la del Verbo divino en Cristo, mediante la unión hipostática (v. ENCARNACIóN DEL VERSO), a la que sigue la de los bienaventurados en Dios, en la vida eterna (v. CIELO 111).
     
      2. La inmanencia moderna. Con el pensamiento moderno se opera una nueva inversión del concepto de i., que pretende ser síntesis y superación de la i. tanto del pensamiento clásico como del dogma cristiano: es la que puede llamarse la í. constitutiva. En contraste con el principio de Parménides (v.) según el cual «sin ser no hay pensar» (Frag. 28138,34s.), algunos filósofos modernos reducen el ser a la presencia en el pensamiento (como asimismo todas las formas de conciencia y la misma voluntad a pensamiento) (y el pensamiento a voluntad): sin pensamiento no hay ser, ser es pensar (como representar, juzgar, querer, hacer...). Con una fórmula más técnica, puede decirse que la esencia del principio moderno, en cuanto afirmación de posición de la i. en relación al ser, no puede consistir más que en la negación de la trascendencia (v.) en el conocer (trascendencia que constituye al mismo tiempo la primera valencia de la libertad y el primer paso del teísmo en su significado fundamental).
     
      Así, el principio moderno de i. coincide con la promoción de la subjetividad humana a fundamento de la verdad y de los valores, y esto según toda la amplitud de la pertenencia del ser al pensamiento (v. SUBJETIVIDAD). Así, el cogito ergo sum de Descartes (v.), en cuanto sigue a la duda radical, subordina el ser al pensamiento humano y termina por disolver la verdad en el simple devenir de la naturaleza y de la historia. Con una fórmula radical puede decirse que mientras en el realismo (v.) es el ser, su darse y presentarse a la conciencia, lo que fundamenta y actualiza a la misma conciencia (v.) -que es por eso conciencia del ser, y configura la verdad coleo conformidad al ser del que depende-, en el pensamiento moderno -gracias a la duda radical- la conciencia comienza consigo misma y desde sí misma, a partir del propio acto de cogitare, de modo que el ser significa el ser-en-acto de la conciencia, depende de la conciencia y se identifica con su actualización, y se configura según el modo en que se conciba esa actualización: las ideas claras y dintintaS (V. DESCARTES; SPINOZA; RACIONALISMO), la visión de Dios (V. MALEBRANCHE), las mónadas como centros activos del Todo (v. LEIBNIZ), las categorías como actualizaciones y las Ideas como proyecciones totalizantes del Yo pienso trascendental (v. KANT; IDEALISMO). Otro tanto puede decirse de la línea empirista, en la que el principio de i., precisamente por una más adecuada interpretación del cogito como «acto» de la percepción (v.), ha llegado más radical y rápidamente a la eliminación de la metafísica del Absoluto (V. EMPIRISMO).
     
      3. Desarrollo teorético del principio de inmanencia. El principio moderno de i. presenta tres momentos teoréticos.
     
      1) En primer lugar, la posición de la conciencia como fundamento mediante la experiencia radical de la duda, o duda radical, que es la fórmula teorético-negativa del principio de i. La duda (v.), en efecto, no se refiere al aparecer, sino al ser y a la verdad del ser; es más, eI aparecer se afirma como estímulo y razón de la duda para alcanzar la verdad; pero aquí la duda no es tanto la exigencia de esa verdad -como sucede, en cambio, para cualquier conocimiento reflejo y para la Filosofía como tal-, sino su mismo fundamento. Esto significa, téngase bien en cuenta, que el conocimiento es concebido como negatividad activa: es decir, que el momento constitutivo de la afirmación es la negación; la mediación del no-ser es la que hace posible la afirmación del ser. El no-ser (o duda radical) puede tener varias referencias, es decir, puede referirse al objeto según diversos aspectos: Descartes comenzó a dudar de la experiencia (v.) inmediata y de las ciencias físicas, después pasó a dudar de la misma matemática y de cualquier conocimiento adquirido, para alcanzar la absoluta «disponibilidad del acto simple de la conciencia», pero recuperó todo eso con la confianza en la razón teológica a la que, si bien por motivos diversos, permanecieron fieles los grandes representantes del racionalismo, como Spinoza, Malebranche, Leibniz, Wolff... El no-ser, que era la sustancia de la duda en el racionalismo y que corroboraba en proporción directa, mediante la oposición,. la verdad de su contrario, estaba referido a la experiencia inmediata, al «dato», a la finitud empírica, al momento transeúnte.
     
      2) Después, viene la resolución en la inmediatez del contenido. En efecto, la filosofía moderna se ha desarrollado como un grandioso «concierto teológico», como una serie de variaciones sobre el tema del «argumento ontológico» (v. ONTOLOGISMO), y eso con una precisa y firme conciencia de ello, comenzando por Descartes, y con Malebranche, Spinoza, Leibniz, al menos hasta Hegel (v.), que constituye el vértice de la ambigüedad, es decir, del salir de sí teológico del hombre y del entrañamiento antropocéntrico de Dios: aquí lo Verdadero es solamente lo Absoluto (v.), lo Necesario (racionalismo), el Todo (Kant, idealismo...), y el acto se «verifica» en el interior de ese Necesario, del Todo, como un presentarse y como presencialización del mismo.
     
      Esto no quita la diferencia existente entre el olímpico mundo del racionalismo (v.) y el agitado mar del criticismo (v.) y del idealismo (v.); la diferencia que aquí interesa se refiere únicamente al modo y al método de alcanzar y afirmar el Absoluto, no a su «función de fundamento» noético-óntico para el paso desde la experiencia a la Metafísica. Por eso, no debe sorprender que esta línea clásica del pensamiento moderno en «tono mayor» se haya presentado precisamene con Descartes en función explícitamente polémica contra el ateísmo y el materialismo (cfr. Descartes, Meditationes de prima philosophia, ed. Adam-Tannery, t. VII, p. 9), para fundamentar la certeza de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma, y que el mismo Hegel rechace con indignación la acusación de ateísmo -casi general- lanzada desde todas partes contra Spinoza e, indirectamente, también contra él mismo, que había afirmado que «ser spinoziano es el primer paso hacia la filosofía» (cfr. Geschichte der Philosophie, Berlín 1844, Obras completas, vol. XV, p. 337). La defensa de Hegel es extraordinariamente enérgica e iluminadora: han podido acusar a Spinoza de panteísmo y de ateísmo sólo aquellos que atribuyen al mundo finito «una verdadera realidad», una realidad afirmativa. Quienes así piensan, pueden ciertamente lanzar esa acusación a Spinoza porque se mueven en el «mundo de las representaciones finitas», pero es eso lo que niega Spinoza ( ¡y Hegel con él! ): el mundo en sus aspectos fundamentales, la extensión y el pensamiento, se resuelve en Dios, de modo que, en realidad y en verdad «sólo Dios es» («nur Gott ist»: Enzyklopüdie der philosophischen Wissenschaften, § 50, ed. Hoffmeister, Leipzig 1949, p. 76). Sin embargo, esta acusación de ateísmo hecha al spinozismo -y a la filosofía como tal- le parece a Hegel, al fin, más obvia, si no más fundada, que las de acosmismo y panteísmo, ya que el modo en que Spinoza (y Hegel) y la filosofía (según Hegel) debe representarse el Absoluto está en los antípodas de la representación del hombre común y de las filosofías que se basan en el intelecto (Verstand), para el que también lo finito es verdadero y real y se distingue, por tanto, del Infinito (ib., § 573, p. 477 ss.). Se comprende entonces que, una vez eliminada por la izquierda hegeliana (Feuerbach, Strauss, Marx...) toda posible referencia al Absoluto, no queda sino lo finito como devenir de simples sucesos humanos (v. HEGELIANOS, 2).
     
      3) Por último, la resolución en la inmediatez del acto. El principio moderno de i., en su desarrollo histórico que tiene sus vértices eh el racionalismo (v.), empirismo (v.), criticismo (v.), idealismo (v.), positivismo (v.), materialismo (v.) dialéctico, hasta las varias formas de antropología trascendental del pensamiento contemporáneo, ha buscado su desarrollo y su autentificación como «principio -de la conciencia» en virtud de una exigencia igualmente esencial y originaria: la de la verdad como inmediatez del acto. La duda, que en el cogito cartesiano corre a refugiarse en el Absoluto, corre demasiado rápido: si la certeza atestiguada por la duda es la presencia del acto de dudar que es el cogito, la afirmación del cogito no puede trascender al acto mismo, y la certeza misma del cogito está en proporción a la duda, es decir, a la exclusión y a la negación de todo aquello que «trasciende» al acto del momento, o sea, de todo contenido que no sea el acto mismo en su momentánea presencialidad. La verdad del cogito, si excluye inicialmente el contenido (lo otro y el Absoluto), lo debe excluir para siempre, si quiere mantener la verdad de la propia presencia.
     
      Parece, en consecuencia, que la i. no puede abarcar y fundamentar simultáneamente el acto y el objeto, y que debe realizar una elección: la historia de la filosofía moderna es la tensión de esta elección que continuamente se renueva. La lucha que se realiza en esa tensión puede llamarse una «controversia de familia», ya que ambas direcciones -el empirismo y el idealismo- afirman que parten del mismo principio de conciencia o de i. del ser; pero, en realidad, es la lucha que el mismo principio de i. sostiene con y contra sí mismo, en cuanto que siempre que intenta y tiende a radicalizarse, es decir, a reducirse al fundamento, se ve obligado a perder, y a reconocer la pérdida, del otro polo de la dialéctica (v.): si va hacia el Absoluto, escogiendo el contenido, pierde el acto y con él la presencia como inmediatez fundada-fundante; si, por el contrario, va hacia el acto, eligiendo la inmediatez de la presencia, pierde el contenido y con él el fundamento de estructura y de significado.
     
      4. El principio moderno de inmanencia y el ateísmo. La incidencia atea del principio de inmanencia se manifestó enseguida, con la primera aparición del cogito cartesiano, y no ha habido filósofo «moderno» de cierto relieve que no haya sido acusado de ateísmo (v.). Este hecho es significativo, pero no constituye el aspecto más profundo y actual del problema. Lo que importa principalmente, para no errar el blanco, es reconocer que la filosofía «moderna» ha hecho de la conciencia un nuevo inicio, invirtiendo así la perspectiva del ser, y realizando el más audaz y fascinante intento del espíritu humano: el de la autofundamentación radical del pensamiento en sí mismo. El «punto cero» en el que el cogito se ha resuelto en muchas filosofías contemporáneas, constituye su «verificación esencial», que es, a la vez, el reconocimiento definitivo del no-ser o nada del hombre, precisamente sobre el fundamento del proclamado no-ser constitutivo de la conciencia. De ahí -y no es causal- que el no-ser de Dios sea afirmado, ahora ya sin remordimientos, como solidario del no-ser del hombre: el camino de esta «verificación» o resolución ha sido largo y laborioso, pero no incierto ni siquiera inútil en la economía del espíritu. Entendemos, por tanto, la «resolución» del cogito al punto cero, como inevitable y constitutiva: los renovados intentos por retardar la «cadencia» atea, que cada vez son más raros y débiles, no son, pues, más que modos de pararla y, por tanto, constituyen una incomprensión del principio mismo o, si se quiere, se trata de interferencias de la actitud personal del filósofo impuestas y sobreañadidas a una coherencia, que es arbitrariamente interrumpida en el momento decisivo.
     
      Por eso, consideramos inauténticas e intrusas todas las formas de teísmo aparecidas en el pensamiento «moderno» o, diciéndolo de modo positivo, afirmamos que el pensamiento no puede trascender el horizonte humano que se ha dado a sí mismo con el cogito. Entiéndase bien, para evitar equívocos: desde Descartes hasta las más recientes pretensiones del marxismo y del neopositivismo, las relaciones entre dicho pensamiento moderno y la aparición de la moderna ciencia han sido muy acentuadas; pero se trata, también aquí, de un equívoco que la ciencia contemporánea ha disipado generosamente. La ciencia (v.) tiene un propio ámbito intencional bien definido, con métodos, principios y conceptos propios, y no depende de la Filosofía más que en ese poco en que toda actividad humana estructurada puede depender. En cualquier caso, una filosofía, como la de la i., que reduce el contenido de la experiencia y, por tanto, también de la ciencia a la experiencia de conciencia, no presenta ningún sentido y, por tanto, ningún interés para la ciencia. Éste es un punto importante.
     
      Distinto, y mucho más importante desde el punto de vista especulativo, es el «polimorfismo» que el principio de i. ha desplegado en el arco de los tres siglos de su desarrollo, fraccionándose sucesivamente en grupos opuestos: racionalismo y empirismo, fenomenismo e idealismo, neoidealismo y neopositivismo, fenomenología (v.) y existencialismo (v.)... Aquí se hace patente la advertencia y la insatisfacción del cogito, es decir, del «comienzo absoluto», que no puede ser satisfecho ni' por lo puramente inmediato ni por lo puramente mediato. Sino que, a causa del carácter absoluto del principio del cogito, es decir, de la conciencia, como debía aparecer igualmente fundamentada la elección de una de las posiciones alternativas, así era igualmente evidente la arbitrariedad de excluir la otra; pero esto debía hacerse para responder a la exigencia del cogito en su «punto cero». En esta antítesis de ambivalencia o equivocidad -ya que se puede hablar de equivocidad en sentido estricto-, se manifiesta también que la esencia del cogito no es propiamente la reducción de la realidad a «representación», que se limita a alguna forma de empirismo (p. ej., Berkeley; v.), y tampoco la reducción de la conciencia a representación (p. ej., Descartes, Malebranche, Locke, Berkeley, Hume, Husserl...), si bien ésta es la forma más común de presentar e interpretar la i. moderna.
     
      5. El método de inmanencia y la teología cristiana. Los teólogos protestantes contemporáneos, aun reconociendo la «positividad» del ateísmo moderno, hablan de un proceso continuo de «secularización» (v.), que tiene su culpa original en la pretensión de hacer una «teología natural» o teodicea (v.) y ha tenido su incentivo en la especulación de la escolástica (v.): pero Lutero rechazó con horror la «prostituta razón» (die hure Vernunft). Según estos teólogos, el efecto responde a la causa, y el nihilismo en que se actúa y al que se dice que conduce el ateísmo moderno constituye la esencia y la consecuencia del proceso de secularización del mundo: «La secularización puede ser simplemente caracterizada así: el mundo es representado por el hombre como objeto, y, por tanto, se hace objeto de la técnica. En todos los campos de la vida se realiza esta secularización: en la ética, en el derecho, en la política» (R. Bultmann, Der Gottesgedanke und der moderne Mensch, 1963, ahora en Glauben und Verstehen, vol. 4, Tubinga 1965, p. 115 s.). Pero observemos que la esfera de lo Sacro no puede ir separada de la del Absoluto: aquélla da el sentido del valor; ésta el fundamento y la clave de interpretación.
     
      La religiosidad protestante se ha comprometido hasta la raíz con el principio moderno de i. desde que (primero, por obra del pietismo (v.), y luego con la nueva teología que, con Haman-Kant-Jacobi, ha acogido el principio de autonomía y de libertad) ha abandonado las formas escolásticas de la teología protestante del s. xvill, para redescubrir y volver a proponer el principio de interioridad como «libertad constitutiva», afirmado por Lutero (v.), según la afirmación de Hegel (cfr. Grundlinien der Philosophie des Rechts, Vorrede, ed. Hoffmeister, Hamburgo 1955, 17; Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, ed. Lasson, Leipzig 1930, 878; Vorlesungen iiber die Geschichte der Philos., vol. 3, 2 ed. Berlín 1844, 230). Ahí está todo el drama del ateísmo resolutivo del s. xx: en el ir consigo misma de la libertad como estructura última trascendental de la conciencia.
     
      En el campo católico, el episodio más grave de la aplicación del principio y método de i. a la Teología lo ha constituido la herejía del modernismo (v.). En cambio, el método de i. tal y como fue desarrollado por Blondel (v.) ha de entenderse más bien en la línea de la distinción entre conocer y querer, para la fundamentación del acto de fe.
     
      V. t.: IDEALISMO; SUBJETIVISMO; DIOS IV, 3; CONOCIMIENTO, 2; REVELACIóN 111, 2; HUMANISMO IV.
     
     

BIBL.: J DE TONQUEDECQ, Immanence (Méthode de L'), en DAFC II,579-612; TH. STEINM.ANN, Immanenz und Transzendenz, en RGG, III (1929), 189-194; C. FARRO, Immanenza, en Ene. Cattolica, VI (1951) 1673-1680; M. BORN, Physik im Wandel meiner Zeit, en G. NOLL, Sein una Erkennen, Munich 1962; C. CARDONA, Metafísica de la opción intelectual, Madrid 1969; T. ERISMAN, Denken und Sein, Viena-Colonia 1950; R. ETTINGER-REICHMANN, Die Immanenzphilosophie, Gotinga 1916; C. FARRO, L'anima, Roma 1955; íD, Percezione e pensiero, 2 ed. Brescia 1962; íD, Introduzione all'atedsmo moderno, 2 ed. Roma 1969; É. GILSON, El realismo metódico, 3 ed. Madrid 1963; L. GOLDMANN, Recherches dialectiques, París 1959; N. HARTMANN, Diesseits von Realisn-us und Idealismus, en Kleiner Schriften, Berlín 1957, vol. 2, 278-322; L. LANDGREBE, Pkdnomenologie und Metaphysik, Hamburgo 1948; R. LAUTH, Zur Idee der Transzendentalphilosophie, Munich-Salzburgo 1965; T. LITT, Denken und Sein, Zurich 1948; H. MAIER, Philosophie der Wirklichkeit, Tubinga 1926; OTTO MUCK, Die transzendentale Methode, Innsbruck 1964; L. NELSON, Ober das sogenannte Erkenntnisproblem, Gotinga 1908; H. RICKERT, Der Gegenstand der Erkenntnis, Tubinga 1921; M. SCHELER, Die Transzendentale und die psychologische Methode, Leipzig 1900; W. SCHUPPE, Grundriss der Erkenntnistheorie und Logik, Berlín 1894; 1. DE TONQUEDECQ, Immanence, París 1933.

 

CORNELID FABRO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991