Iglesia. Teología Dogmática 2.
6) La Iglesia en la historia. Si la I. habita, al
menos para vivir, el mundo sensible, por el mismo hecho está plenamente
comprometida en la historia. Puesto que el hombre está en devenir, no puede
estar por encima de la historicidad. La I. no es una Weltanschauung, sino un
fenómeno que se realiza en una serie de acontecimientos: preparación, fundación,
progreso, marcha hacia el término final, con todos los incidentes del camino.
Algunos de los más antiguos textos, el Pastor de Hermas, p. ej., colocan el
comienzo de la I. antes de la creación, en la idea del Padre celestial (v. i,
1). En su concreta travesía por la tierra de los hombres, se prepara desde la
primera promesa después de la caída del pecado, y realiza de etapa en etapa su
gestación en la revelación y vocación de los patriarcas y sobre todo en la gran
alianza del Sinaí. Sus dirigentes son los profetas más que los sacerdotes:
anuncian la venida del Mesías (v.) y los diferentes cuadros de su existencia
agitada y gloriosa sin llegar a clasificarlos con entera claridad. Pero ya están
ahí algunos justos que marchan en la fe de la promesa. Esta palabra es
importante: la promesa no es el don definitivo sino su anuncio y esperanza;
vendrá también el momento de la realización progresiva e inacabada que
constituye, sin embargo, el último y decisivo periodo; del A. al N. T. hay
ruptura y continuidad, lo que no implica ninguna contradicción; vivimos en la
plenitud de los tiempos y en los últimos días, pero la consumación gloriosa
tarda aún; estamos ya salvados, pero en esperanza.
¿En qué instante empieza la I., sacramento y misterio, cuerpo y esposa de
Cristo? S. Agustín ha insistido en la línea ininterrumpida de creyentes desde la
promesa inicial del Mesías hasta nosotros (v. t, 1). Para él, los que nos han
precedido en la justicia eran cristianos sin llevar el nombre. Más aún, el
Cuerpo de Cristo comprende a todos los fieles desde el justo Abel hasta el
último de los elegidos. Pero la concepción agustiniana de la historia es
demasiado igualadora, casi demasiado metafísica en su antipelagianismo, y no
'señala con la nitidez deseada la ruptura o, mejor dicho, el cambio introducido
por la Encarnación del Verbo. Antes y después del gran momento capital de la
historia, la gracia no es la misma, aunque desde el principio sea la gracia de
Cristo. Después de Nazaret y Belén, aún más, después del Calvario, la Nueva
Alianza se constituye universalizada de hecho y no sólo en profecía: la I. nace
del costado abierto de Jesús que muere en la cruz. La lanzada ha hecho brotar de
su costado el agua y la sangre del bautismo y del sacrificio eucarístico.
Por otra parte, este nacimiento de la I. estaba en curso desde la vocación de
los primeros discípulos, su fe inicial en el momento de los primeros signos
operados por Jesús y la constitución del grupo de los Doce, a los que da a Pedro
como jefe. ¿Nace, pues, la 1. en la cruz? Aún no. Es preciso que Cristo
resucitado envíe el Espíritu Santo para transformar a los espectadores del
acontecimiento pascual en testigos del Señor glorificado. Pentecostés (v.), con
el gran discurso de S. Pedro y la predicación intrépida de los Apóstoles, es la
respuesta y la misión de la primera comunidad entusiasta.
Desde entonces, la I. puede cambiar de figura en cada siglo, pero no de luz
interior; se adapta sin sacrificar nada del depósito que se le ha confiado.
Intenta hablar las lenguas de todos los pueblos, en todos los momentos de la
historia, en la confianza de que Pentecostés no ha terminado; pero, como en el
primer día, sufre oposición y a veces hasta parece estar a punto de ser sofocada
por sus enemigos. El Señor no ha traído la lámpara para ponerla bajo el celemín;
ha construido su ciudad en la montaña para que el. mundo entero pueda verla y
ser impresionado por ella. Pero en las parábolas habla también del grano que
debe morir antes de la cosecha de la mies, de la levadura escondida en la pasta,
de la sal enterrada en la tierra. Hay momentos de purificación, aunque no
siempre por el fuego de la tormenta, sino por el fuego oscuro de la noche del
sentido y del espíritu de la que nos hablan los místicos. Pero en la historia
encontramos también los motivos de una valentía de un orden distinto. Porque los
malos tiempos son los tiempos ordinarios en este mundo, por eso sólo los fieles,
aquellos que abandonan toda seguridad humana no para vegetar en la inacción,
sino para trabajar en la noche, sólo ellos mantienen erguida la cabeza bajo la
borrasca: saben que la verdadera historia es la historia santa, en la que la
Providencia invisible traza sus caminos de salvación que son distintos de los
nuestros. Si la 1. no estuviera en tensión hacia la escatología (v.), se habría
extinguido hace tiempo. Ahora, como S. Pablo, puede decir todos los días: muero
y, sin embargo, estoy vivo (2 Cor 6,9). También la 1. es viva no por la
debilidad del hombre, sino por la fuerza del Espíritu de Cristo, Señor de la
historia (v. t. IGLESIA, HISTORIA DE; HISTORIA VI).
7) La Iglesia, ¿comunidad o sociedad? La I. es no sólo una comunidad, sino que
se organiza en sociedad. Esta afirmación choca con la mentalidad de algunos.
Podemos conceder que si la I. creara ella misma su organización, ésta sería
frágil y sujeta a continuos cambios, sin contar sus culpables debilidades. Pero
si el Señor ha establecido entre sus santos a aquellos que habrían de encargarse
del servicio como doctores y pastores para la edificación de la I. que es su
cuerpo (Eph 4,11 ss.), nadie puede discutir la existencia ni las legítimas
exigencias de la Jerarquía. Los textos por lo demás son formales: «Me ha sido
dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y predicad...,
bautizad..., mandad...» (Mt 28,18-20); «El que os escucha a vosotros, a mí me
escucha; y el que os rechaza, a mí me rechaza» (Le 10,16); «Como el Padre me
envió, también yo os envío... Recibid el Espíritu Santo para juzgar los pecados»
(lo 20,21-23).
Si hay organización, habrá miembros, y no todos los hombres entrarán en la
asociación. La Const. Lumen gentium ha evitado la palabra miembro para designar
a los que pertenecen a la Iglesia. La denominación, que se basa por lo demás
sobre la metáfora del cuerpo, es de una aplicación extremadamente difícil desde
el momento en que se requieren muchas condiciones para una adhesión plena a
Cristo en el seno de la Iglesia. En efecto, se pueden cumplir una o varias
condiciones y renegar o descuidar las otras, y en este caso no subsiste la
completa comunión, sin que por ello se rompan necesariamente todos los lazos.
Algunos pueden subsistir, o bien en el Espíritu o bien también en las
prescripciones legales a pesar de lamentables lagunas (v. ill, 2).
El Concilio Vaticano II tomó al respecto dos precauciones. En primer lugar,
habló explícitamente de la necesidad del Espíritu de Cristo para una plena
pertenencia a la Iglesia, y de este modo, superó el puro dominio jurídico. Se
limitó después a describir concreta y positivamente los lazos que subsisten con
los cristianos no-católicos, prestando más atención a los elementos que unen que
a los que separan. Pero ha mantenido firmemente la identidad fundamental entre
la comunidad y la sociedad organizada, entre la 1. de la autoridad y la 1. del
espíritu, entre el Cuerpo Místico y la asamblea visible y jerarquizada. Sin ello
hubiera cavado un abismo entre el Espíritu y la I. terrestre, lo que equivaldría
a arruinar nuestra vocación y a organizar al mismo tiempo una eclesiolatría
repelente. Estos pasajes de la Constitución (8,13-16), junto con el Decreto
sobre el Ecumenismo, serán señalados en la historia con una piedra blanca. El
problema de la desunión de los cristianos no está por ello resuelto, pero un
amplio espacio de terreno ha sido despejado de obstáculos.
Quien dice sociedad, aunque sea espiritual y quizá sobre todo espiritual, dice
al mismo tiempo esfuerzo, no sólo de profundización para acrecentar la solidez,
sino también de extensión, pues la naturaleza de esta sociedad comunitaria es
universalista. Aquí debe insertarse en el tratado De Ecclesia el capítulo sobre
la Misión y más concretamente el que trate sobre las Misiones (v. III, 3). Sería
infinitamente de deplorar que el ardor misionero de la 1. disminuyese porque los
católicos hubieran comprendido mejor la voluntad salvífica universal de Dios;
tal conclusión tendría algo de paradójico, si no de sofisma.
El artículo 17 de la Const. Lumen gentium desarrolla la obligación de la
actividad misionera partiendo de las misiones divinas, primero la del Hijo,
después la del Espíritu Santo, a continuación la de los Apóstoles y la de la I.
en su totalidad. Si la I. es «enviada» por su misma institución, la
destruiríamos si desconociéramos su tarea de evangelizar a las naciones. El
mismo artículo cita también continuamente el mandato universal de predicar y de
bautizar que Cristo resucitado confió a sus Apóstoles y a la comunidad,
realizando cada uno según su rango y a su manera su función en el sacerdocio
común, la función profética y el servicio real (v. 3, 4, 5, 6). De lo contrario,
estaríamos frente a una negación de servir y el movimiento de caridad se vería
contradicho y detenido por nuestra estrechez o por nuestra pereza. O llegaríamos
hasta el punto de responder al Dios Salvador: puesto que veréis la salvación de
todos, ocupaos vos mismo; nosotros, aunque somos los primeros llamados y los
primeros mensajeros, no tenemos ganas de comprometernos... Apenas se imagina uno
semejante actitud que sería blasfema. Existe por lo demás más de una parábola
evangélica que condena a los siervos ociosos, culpablemente desocupados.
El primer fin de la misión no es proporcionar alimento a los países hambrientos,
sino hacer de todos los pueblos discípulos de Cristo. El hombre no vive sólo de
pan, sino de la palabra de Dios (Mt 4,4). La asistencia técnica no es, pues, la
forma moderna de la misión, aun cuando la misión puede tener la obligación de
tomar parte en ella. El amor de Cristo que ha lanzado al predicador hacia el
llamado Tercer Mundo, le manda que no se contente con una catequesis que se
quede en meras palabras, sino que aspire a alimentar a los que tienen hambre, y
en caso extremo, que se limite al testimonio del don material, pero cargado de
una espiritualidad que no puede dejar de transparentarse. La caridad sincera es
una predicación en acto. Entretanto, los apóstoles no pueden callarse (v. t. III,
3 y MISIONES 1, 1).
8) Propiedades de la Iglesia. No hablamos aquí de
las «notas» de la I., que en la Apologética (v.), desde la separación de las
diversas confesiones cristianas, son invocadas como prueba y carácter
distintivos de la verdadera I. (v. II). Nos proponemos, por el contrario,
analizar desde el punto de vista dogmático las propiedades que el Símbolo de
Nicea atribuye a la fundación de Cristo, santificada por el Espíritu. Tanto en
uno como en otro plan, se enumeran generalmente los mismos cuatro títulos:
unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Pero, mientras que los
apologistas consideran este conjunto como un milagro moral que lleva el signo
manifiesto de la aprobación divina, los autores que se ocupan de dogmática
reflexionan sobre las cualidades de la I. que no son otra cosa que la
participación de las perfecciones del mismo Cristo, comunicadas y cuasi selladas
en ella por el Espíritu Santo.
a) Unidad. En continuidad, pues, con el misterio de la Trinidad y de las
misiones divinas, deduciremos inmediatamente que la 1. es una a causa del único
Mediador, pero esta unidad progresa bajo el impulso de la fuerza de lo alto
prometida por él. En otras palabras, la unidad de la I., lo mismo que su
catolicidad o su santidad, debe ser concebida dinámicamente y consciente de que
sólo más tarde logrará su plenitud. Notémoslo bien, el avance en la unidad no
significa solamente que la concordia se restablezca o se refuerce entre aquellos
que se llaman cristianos, sino también y ante todo que el apego a Cristo, cabeza
y fuente de vida, sea más íntimo. El texto clásico, Eph 4,4-6, cita con el único
Bautismo las mismas virtudes teologales, concretamente la oración dirigida a las
tres Personas de la Trinidad indivisa. La liturgia sobre todo, nos enseña a orar
al Padre «por nuestro Señor Jesucristo en la unidad del Espíritu Santo». En
concreto, encontramos aquí el «cor unum et anima una» de los que se alegra la
primitiva comunidad (Act 5,32). Si reflexionamos en el carácter progresivo de
esta unanimidad y en las tempestades que atraviesa a lo largo de los tiempos,
corremos menos el riesgo de desanimarnos ante las dificultades, altas como
montañas, con las que se encuentra el ecumenismo, y podemos afirmar con
seguridad, sin mentira ni error, que la I. es realmente una, aun cuando deba
todavía atraer a otros hacia la plena unidad. Por eso, el fin del ecumenismo
(v.) no es volver hacia atrás para resolver los conflictos inveterados, sino
tender las voluntades hacia un futuro que realizará más fielmente entre los
discípulos de Cristo la comunión de creencia y de comportamiento.
Conviene subrayar que esta unión no suprimirá la multiformidad legítima de las
expresiones tanto en la amplia extensión de la cristiandad como a lo largo de
los tiempos. Porque la verdad que debemos creer y vivir nos sobrepasa y nuestros
medios de expresión humana serán siempre incapaces de valorar todos los aspectos
de su riqueza interior. Sería, pues, infructuoso e ilegítimo querer uniformar,
p. ej., la teología latina y el talante de la patrística griega. Cada una de
estas dos formas -y se podrían multiplicar los ejemplos- pone de manifiesto un
rasgo particular del dogma trascendente, sin esforzarse por hacer coincidir las
dos mentalidades, lo que daría como resultado un vago eclecticismo o un
empobrecimiento del dato revelado. Otra cosa distinta es mostrar la
complementaridad de las dos maneras de ver, esperando que el enraizamiento del
catolicismo en otros continentes produzca nuevos desarrollos homogéneos (v.t. II,
2).
b) Conviene añadir a la unidad la propiedad correspondiente, indispensable, de
la catolicidad. S. Ignacio de Antioquía fue el primero que condecoró a la I. con
el nombre de católica y bien pronto este calificativo sirvió a los Padres para
oponer la I. a las diferentes sectas o grupos disidentes, generalmente de orden
local. Se percibe, por consiguiente, en la catolicidad una connotación
geográfica, que concreta una cualidad interior hecha de un espíritu de acogida
sin exclusiva. El universalismo es lo contrario de la uniformidad. El Vaticano
II no ha consagrado a este tema un estudio especial, pero aparece en diferentes
ocasiones a lo largo de su capítulo sobre el Pueblo de Dios. Primero, para poner
de relieve la extensión de este Pueblo a las más diferentes regiones y
civilizaciones; después, para inculcar a todo misionero el respeto de los
valores culturales, intelectuales y hasta religiosos y morales que habrían de
encontrar en las naciones evangelizadas y que podrían ser susceptibles, mediante
una purificación, de ser asumidos en un orden más elevado y más completo, en una
palabra, que podrían entrar en la recapitulación del único Cristo (Lum. gent.
13).
La catolicidad no se manifiesta solamente por la diversidad de las culturas en
mutuo intercambio, sino también por la especialización de las funciones en una
armonía cada vez más rica dentro del organismo eclesial. Es necesario además
sumar la multiformidad de las riquezas terrestres, que cada pueblo aporta en
homenaje a la única Cabeza de la I. y del universo. En efecto, Cristo es
proclamado en el mismo capítulo (Lum. gent. 9) como el que tiene el Nombre
supremo, el Unigénito que se ha hecho Primogénito, la única ley y el único
legislador de la Nueva Alianza, el destino y el idéntico acabamiento para todos
en la bienaventuranza. La unidad está imbricada en la catolicidad e
inversamente.
La afirmación de unicidad fundada sobre Cristo se extiende, como ya hemos
notado, a la presencia del mismo Espíritu en la Cabeza y en los miembros; lo que
conduce a la indivisión de la vida divina trinitaria, primero y último
fundamento, alfa y omega del universo entero, unidad y comunión perfecta. No es
la catolicidad un puro asunto de cálculo y de difusión, pero hemos de tener en
cuenta que la extensión es un elemento de su criterio de autenticidad junto y en
dependencia de su poder de difusión, adaptación y asimilación. El problema es
delicado. El fin perseguido no puede ser la naturalización del catolicismo en
cualquier cultura humana, sacrificando las exigencias de una Revelación de la
que no disponemos sino que es ella quien dispone de todos nosotros sin
excepción. La verdad no puede acomodarse a todas las formas de errores aunque
sean involuntarios. El único universalismo o catolicismo válido que se hace
respetar, toma en serio los puntos de vista de los interlocutores, pero también
la fidelidad a lo que nosotros sabemos que es la Palabra de Dios. Repetimos, no
es el compromiso sobre el pasado o sobre el presente el que resolverá nuestras
disputas, sino el encuentro mutuo en la verdad más allá de nuestras disidencias,
más alto, en Cristo. y si este dichoso instante no llega en plenitud hasta el
último día, razón de más para preparar el advenimiento glorioso del Señor por un
mutuo deseo reforzado de unidad (v. t. II, 4).
c) La santidad ha recibido en la Lumen gentium el honor de un capítulo especial.
Pasándole revista señalaremos los tres mismos rasgos que ya hemos encontrado en
las observaciones precedentes. De donde aparece que todas las propiedades de la
1. se encuentran en Cristo y en el Espíritu.
En un cierto sentido, lo más «nuevo» en la descripción de la santidad de la I.
no es quizá aquello que normalmente se cree, en especial, la importancia dada al
universalismo de la llamada a la perfección (v.). Esta consideración proviene de
otra más profunda: el carácter ontológico de la santidad (v.), cuya única fuente
es Dios; la vida virtuosa hasta el heroísmo sólo es un derivado.
Sólo Dios se llama el Santo. Su santidad más que uno de sus atributos es su
mismo ser. Esta santidad es difusiva: se difunde no sólo sobre los objetos
sagrados, sino también sobre los hombres consagrados, de los que exige una vida
que corresponda a la dignidad de su vocación. «Sed santos, porque yo, Yahwéh,
soy santo» (Lev 19,1 ss.). Ahora bien, en el N. T., la santidad divina se
comunica explícitamente por medio de Cristo que es «el santo de Dios» (Me 1,24;
Le 4,34; lo 6,69) y por el Espíritu de santificación. No abandonamos la esfera
trinitaria.
El carácter ontológico de la santidad divina que se difunde sobre las creaturas
implica el que se distribuya de manera universal, porque Dios es el Padre de
todos, y Cristo el Primogénito de la multitud entera de sus hermanos en
humanidad, y el Espíritu es el principio vivificante de todo ser creado en el
cielo y en la tierra. El Espíritu Santo es el que en el Símbolo de los Apóstoles
se encadena con la Santa I. Hubo un tiempo en que numerosos cristianos creyeron
que la santidad no podía florecer sino en el interior de los muros de un
claustro. Hoy, además de en los religiosos (v.), el último Concilio ha insistido
fuertemente en la llamada a la santidad efectiva en todas las condiciones de
vida, aun en el mismo corazón de la ciudad secular. Era una respuesta anticipada
a la teoría, llegada de América, según la cual la ciudad del hombre ahogaría
hasta la idea de Dios y haría que el vocablo «santo» fuese literalmente
ininteligible, pues todas las cosas serían profanas.
No podemos desarrollar aquí el tema. Pero no dejemos de indicar rápidamente la
tercera característica de la santidad de la I., tal como la presenta el
Concilio. Esta característica es la pluriformidad. Los espíritus cerrados sólo
conocen el uniformismo grisáceo, fastidioso e infértil; S. Pablo y S. Pedro, por
el contrario, nos hablan de la gracia y de la sabiduría que son inagotables en
recursos empleados por Dios (Eph 3,10; 1 Pet 4,10). Nadie es excluido de los
caminos superiores, pero son infinitamente variados. Nada es tan magnífico en su
despliegue como una procesión de santos (v. t. tl, 3; SANTIDAD IV).
d) La apostolicidad. Desde las listas de S. Ireneo y de Tertuliano, se ha
insistido en la importancia de la sucesión ininterrumpida de los obispos en la
Iglesia. El orden episcopal continúa la función de los Apóstoles (v.), no de
fundar la I., sino de gobernarla. La eficacia de la dedicación pastoral,
trasmitida por la imposición sacramental de las manos, no puede conocer ninguna
ruptura, puesto que toda la gracia debe emanar de Cristo Señor. Esta verdad está
evidentemente en conexión con el hecho de qu la 1. no es sólo una comunidad
espiritual sino también una sociedad jerárquica, cuya organización se explica
porque somos hombres corporales, inmersos en el tiempo y en el espacio.
Sin embargo, la cadena ininterrumpida de la sucesión de los obispos desde los
Apóstoles no es el único aspecto de la apostolicidad. Es también importante la
fidelidad a toda prueba al Colegio de los Doce y a Pedro establecidos por el
mismo Jesús para el pastoreo universal. El autor del libro de los Hechos ha
señalado (Act 2,42) que la comunidad primitiva era asidua a la enseñanza de los
Apóstoles y fiel a la comunión fraterna. No nos extrañemos, pues, de que
-debamos hablar también de la apostolicidad como dinámica y progresiva. Es
exactamente la definición de un magisterio y de un gobierno pastoral que avanzan
en el tiempo. Si este ministerio fuera inmóvil, perdería su influencia sobre la
marcha de la sociedad y se extinguiría. Los obispos de hoy son algo más que los
simples sucesores de los Apóstoles: con estos últimos forman un cuerpo
permanente y siempre activo. El colegio de los Doce se perpetúa, dice la Lumen
gentium, 22, en el Orden de los obispos que nos trasmiten el mensaje revelado.
Los Apóstoles aún están entre nosotros en la persona de sus representantes
actuales, siendo siempre el mismo Jesús el apóstol y el gran sacerdote de
nuestra fe (Act 3,1) (v. t. u, 5).
9) La realidad escatológica de la Iglesia. Los Apóstoles y sus sucesores
asociados, difusores de la santidad de Cristo por medio de la enseñanza, del
culto y de la dirección pastoral, conducen a la 1. a su destino definitivo,
escatológico.
a) La perspectiva de los fines últimos es esencial para la I., porque todavía no
es el Reino acabado y es necesario prepararle el espacio necesario para que
pueda avanzar hacia su término. En el N. T., una serie de afirmaciones nos
asegura que, rescatados por Cristo, vivimos ya en la vida celeste, mientras que
otra serie de textos nos hace esperar nuestra redención total. No tenemos
derecho a sacrificar ninguno de estos dos datos. Aunque vivimos en los «últimos
tiempos» y el gran Día final proyecta su luz hacia adelante, la historia no toca
aún a su término. Vivimos literalmente entre los dos grandes momentos: la
Ascensión del Señor y el acabamiento de su Reino universal en la gloria.
b) Tal es el tiempo del Espíritu o el tiempo de la esperanza (v.) que se
desarrolla entre la escena inicial y la escena final del último periodo. S.
Lucas lo llama también el tiempo de las naciones (Le 22,24). En la existencia
cristiana, las dos fórmulas aparentemente contradictorias «ahora ya» y «todavía
no» se realizan a la vez. Lo mismo que el pasado de los acontecimientos
salvíficos se perpetúa en el presente, así el futuro de la felicidad final del
hombre en Dios se realiza ya en este momento; nosotros vivimos, en sentido
literal, el entrecruzamiento de los dos en el hoy del Señor.
La escatología (v.) ha estado demasiado descuidada tanto en nuestra teología
como en nuestra vida. ¿Podemos impunemente olvidar la meta de la existencia de
la I.? ¿No estamos, aunque cultivemos la teología de la cruz, en tensión hacia
la teología de la gloria? Además, recordemos la importancia de la historia
humana, la cual arrastra con ella la suerte del universo cósmico que, en la
incorrupción, deberá ser sometido también al poder de Cristo glorificado. Sin
duda, el cuadro que la S. E. pinta de la consumación de todas las cosas y de la
regeneración general, lo sabemos desde hace mucho tiempo, no constituye un
relato de hechos que hayan de ser interpretados en el sentido literal de una
crónica. Los exegetas no han tenido que esperar las equivocadas tesis de
Bultmann (v.) para darse cuenta de la diferencia de los géneros literarios
empleados por los autores sagrados, en particular del género apocalíptico
fuertemente coloreado y simbólico, explicando la significación profunda y el
desenlace de los hechos. En efecto, existen diversas maneras de evocar la
contextura histórica de los acontecimientos de salvación. Prescindiendo de todo
aquello que deriva de la presentación literaria, queda el hecho de que Cristo
terminará su obra y la completará no sólo en su propia persona, sino en el
universo entero. Por eso, el tratado dogmático de los Fines últimos podría más
bien llevar como título: «Del acabamiento de la Iglesia por Cristo». Lo que
manifestaría al mismo tiempo que la escatología, a la vez que individualizada,
es cristocéntrica y comunitaria.
c) Antes de que este término llegue, nuestro paso por la tierra es también el
tiempo de vigilancia. El mensaje de la esperanza nos hace entrever el sentido
del destierro que tenemos que vivir aquí abajo, pero es preciso tomar esta
prueba en serio. Durante su peregrinación, la 1. tiene necesidad de una
vigilancia ininterrumpida y de un coraje templado, porque son peligrosas las
emboscadas que la rodean y numerosos los enemigos.
El hecho de que parte de la primera generación cristiana haya vivido en una
espera a veces febril de la Parusía del Señor tiene algo que nos desconcierta. Y
a alguno podría parecer que la 1. se ha sentido desde entonces desilusionada por
la tardanza del último día y poco a poco el tema escatológico ha parecido
esfumarse; hasta el punto de que sentimos cierto malestar ante el silencio que
ha seguido a la exaltación. Es necesario poner las cosas en su punto. El centro
del dogma lo constituye la certeza de que Cristo, como juez supremo y universal,
pronunciará al fin de la historia la última palabra sobre los hombres y sobre
toda la creación. Respecto al tiempo y al momento que el Padre ha fijado con su
autoridad, a nosotros no nos toca conocerlos (Act 1,7). Nada ha sido revelado a
este propósito.
Por lo demás, para cada hombre se decide prácticamente la suerte en la hora de
su muerte y este instante es siempre inminente. El único acontecimiento que
todavía debe tener lugar es la sentencia pública y final en el último juicio:
«Venid a mí, benditos de mi Padre... Apartaos de mí, malditos...» (Mt 25,31 ss.).
Entonces el Hijo presentará a su Padre el reino del universo restaurado (1 Cor
15,24). Respecto al tiempo intermedio entre la muerte de cada uno y la
resurrección general, no tenemos facilidad de representárnoslo, pues nuestra
inteligencia como nuestra imaginación está inviscerada en el tiempo corporal.
La espera escatológica no ha desaparecido en la I.; lo que importa es estar
preparados para el encuentro y tener las lámparas encendidas. Sin poder penetrar
el misterio ni librarnos de la angustia física de la muerte, debemos vivir,
siguiendo juntos las huellas de Cristo caminando a través de su pasión hacia su
glorificación. Ni un solo instante podemos olvidar los toques de alerta de las
parábolas, pero tampoco debemos abandonar nuestra confianza en Aquel que ha
vencido la muerte y que nos espera para resucitarnos en el Reino del Padre,
coronación de la 1. en la visión celeste.
d) ¿Tenemos en el entretanto (si se puede emplear esta expresión «temporal»)
relaciones con quienes ya se han dormido? El Conc. Vaticano II en el cap. VII de
la Lumen gentium, añadido al final, ha querido recordar los intercambios que
tienen lugar entre la I. que está en la tierra y aquellos miembros suyos que
pasan por una purificación póstuma antes de ver la faz de Dios, o que le
contemplan ya en la bienaventuranza tal como es.
La Comunión de los Santos (v.), es decir, de todos los elegidos en Cristo,
comporta sobre todo la oración común. Los sufragios por los muertos tienen lugar
desde los primeros siglos del cristianismo, y, a partir de la era de los
mártires (v.), observamos la amplitud que adquiere el culto de los testigos de
la sangre, junto con el de la misma Madre de Cristo. Se celebra la memoria de
los Santos, se recurre a su intercesión, hay un empeño en imitarles. Los fieles
veneran también sus imágenes, con matices distintos en Oriente y en Occidente;
porque si los cuadros que describen las escenas bíblicas o la vida de los santos
constituyen para nosotros principalmente una enseñanza intuitiva que activa
nuestra piedad, los iconos griegos o rusos son imágenes que procuran a los
amigos de Dios ya glorificados una presencia espiritual aquí en la tierra para
protección de la I. peregrinante. Este esbozo está evidentemente simplificado,
pero es exacto en sus grandes líneas.
La exposición sobre la I. quedaría imperfecta sin la indicación de este aspecto
práctico de la doctrina escatológica. Añadamos simplemente que también en esta
materia la dogmática encontrará un aprovechamiento apreciable en el retorno
explícito a la fuente revelada y en la catharsis o despojo de las excrecencias
innecesarias para mirar de frente a la I. coronada.
e) Una palabra todavía sin la cual nuestra exposición sobre el acabamiento de la
I. en la gloriosa parusía presentaría una grave laguna. No ha sido sin motivo el
que un teólogo contemporáneo haya dado a la Madre de Cristo el título de «Icono
escatológico de la Iglesia». Lo que quiere decir que la 1. encuentra en María
Virgen el ejemplo deseado tanto para la peregrinación de la fe y la entrega
total a Jesús y a su obra como para el estado glorioso para el que llama el plan
del Padre a toda la comunidad de los elegidos.
La idea de representar a María, Madre de Jesús, como el tipo o el modelo de la
I., es un tema tradicional puesto de actualidad recientemente (G. Philips, Marie
et l'Église, Enc. H. du Manoir, VII, Maria, París 1964, 363-414). Iniciado ya en
el paralelismo antitético de Eva y de María, este tema es desarrollado por los
guías de la Mariología, S. Epifanio y S. Ambrosio. Desde el principio, digamos
que a partir ya de S. Justino, los escritores eclesiásticos ponen el acento en
la virginidad de la Madre de Cristo. No especulan sobre los fenómenos
biológicos, pero afirman firmemente dos principios. Por una parte está el hecho
de que María viene a ser madre del Mesías con su propio consentimiento, por su
fe y su obediencia. El segundo hecho es su perfecta virginidad: corporalmente
intacta, guarda al Señor una entera fidelidad gracias a las virtudes teologales.
Esta consagración a Dios ha permitido a María, según S. Agustín, cooperar por su
caridad al nacimiento de los miembros de su Hijo, cabeza de la I.
De este modo, las nociones de consagración virginal y de fecundidad maternal se
tocan de cerca. La Virgen de Nazareth es madre de Jesús a quien concibió en su
corazón y en su seno, y es madre de todos los vivientes, hermanos y hermanas de
su Primogénito, que ha venido al mundo por medio de ella para salvarlos.
¿Podemos extrañarnos ahora de que los piadosos monjes de la Edad Media,
inspirándose en S. Ambrosio, hayan llamado a María la primera de la I., aquella
de la que ha nacido en un cierto sentido toda la l.? Ella no es ciertamente el
modelo de la I. en el orden jerárquico, pero lo es plenamente en la humildad de
la oración y de la obediencia, en el ardor de la caridad, fuente de toda
fecundidad.
Con toda seguridad podemos decir, con el Vaticano II, que se apoya en bases tan
antiguas, que la 1. es, como María, virginal y maternal. Ella no duda ni en la
fe ni en la caridad, a pesar de las oscuridades y de las pruebas: de este modo
es perfectamente virgen. Es también madre de los vivientes, cooperando para dar
a luz a lo largo de los siglos a los hijos de Dios, regenerados por su
predicación y por sus sacramentos.
Bajo algunos aspectos, la I. no alcanza o no ha alcanzado aún la perfección de
su imagen. La 1. no es inmaculada al modo de María, pues debe luchar sin cesar
contra el pecado que está en su propio seno, a saber, en sus miembros. Además,
la 1. no ha llegado como María a la gloria, con vistas a la cual Dios ha creado
en el principio del cielo, poniendo al hombre al frente de toda su obra. Pero
esto se ha realizado ya en María y la 1. la contempla como su tipo acabado,
repitámoslo, como su icono perfecto. Y si entendemos el icono como una presencia
eficaz y benéfica, comprenderemos por qué la I. invoca a la Teotocos, Madre de
Dios, que intercede por nosotros en todas nuestras necesidades y nos libra de
todos los peligros. El lector habrá reconocido en estas palabras la más antigua
oración en honor de la Virgen, el Sub tuum praesidium, atestiguado mucho antes
del Concilio de Éfeso.
10) La Iglesia y las otras sociedades. Este título es muy general. Puede
comprender la comparación de la I. estructurada con los grupos que subsisten en
su seno. Puede englobar también la relación de la I. Católica con las
comunidades eclesiales cristianas disidentes y hasta con las otras religiones.
En fin, puede comprender las relaciones con la sociedad civil y sus órganos, lo
que supone una toma de posición del cristianismo frente a los valores
temporales, capítulo de una particular actualidad.
a) No nos detendremos en las estructuras internas de la Iglesia, pues el tema
está tratado en otros artículos (v. PAPA; OBISPO; PRESBÍTERO; LAICOS).
Recordemos solamente que la distinción principal entre los miembros de la I.
está fundada en la voluntad del Maestro, no precisamente para introducir una
desigualdad entre sus discípulos, sino para reglamentar orgánicamente los
servicios que deben hacerse mutuamente. La Jerarquía eclesiástica (v.) está
encargada de la dirección de la predicación, del culto y de la pastoral. Goza de
una verdadera autoridad, no para su propia satisfacción, sino para el bienestar
religioso de la comunidad. El laico está llamado a la obediencia en el espíritu
del Evangelio, es decir, a la colaboración espontánea con los jefes, que han
sido establecidos por Cristo y con quienes debe compartir los cuidados (Heb
13,17).
En otro plano, existe en la 1. una diferencia entre los religiosos (v.),
personas consagradas por votos en un instituto oficialmente reconocido, y los
seglares o laicos (v.) que siguen al Señor en la vida secular, comprometidos en
las cosas temporales que han de ordenar según Dios. Unos y otros participan en
la misión de la 1. y en su apostolado, trabajando cada uno a su manera, según la
propia vocación.
Además de esos grupos de cristianos reconocidos como los monjes y las monjas,
los religiosos y las religiosas, etc., los fieles pueden crear y administrar con
la libertad de los hijos de Dios «asociaciones piadosas» (v. ASOCIACIONES V) de
todo género, siempre que no vayan en contra de las finalidades primordiales de
la 1. de Cristo. En este orden de cosas, la Jerarquía respeta el principio que
ella misma proclama para la sociedad civil, a saber, el de la subsidiaridad
(v.). El trabajo que puede ser realizado por un órgano inferior, no debe ser
acaparado por un órgano superior, lo que sería indiscutiblemente una disminución
de vitalidad y de fecundidad. Aunque no todo es perfecto en este dominio, no
existe, sin embargo, ningún problema crucial. La multiplicidad de congregaciones
religiosas, de obras de apostolado o de organizaciones de caridad católicas
puede tal vez causar rivalidades, o degenerar dando lugar a una estrechez de
miras demasiado humana. Pero si cada uno está alerta contra el egoísmo colectivo
de los grupos o subgrupos, su diversidad es señal de riqueza, y permitirá
adaptarse mejor a todas las circunstancias y a todos los medios y así su acción
será benéfica, siempre que cada uno sepa en el momento preciso alimentar su vida
recurriendo a la fuente espiritual, de que mana, cosa mucho más importante que
el cambio o adaptación exterior.
b) No nos extenderemos demasiado sobre los problemas del ecumenismo que hemos
tocado ya de pasada, y que es estudiado directamente en otro lugar (v.
ECUMENISMO). El ímpetu del movimiento es digno de notarse, mas no debemos
subestimar sus dificultades. Aparte de las conversiones o retornos individuales,
el ecumenismo apunta más a las colectividades cristianas separadas de la 1.
Católica. Lo que ahora nos interesa es precisar los lazos que unen a la 1.
Católica con las otras comunidades cristianas, que se han separado de ella en
uno u otro punto de doctrina o de disciplina eclesiástica. Históricamente,
tenemos todos el mismo origen en el Evangelio de Cristo, pero algunos han
producido una ruptura o separación. No consideramos ahora el caso de un hereje o
de un cismático formal que, según la misma definición, comete un pecado contra
la fe; pensamos más bien en las generaciones que proceden de una secesión ya
lejana de la que apenas tienen conciencia numerosas poblaciones actuales.
Sigue siendo dolorosamente verdadero que estas divisiones contradigan la
voluntad expresa y la oración de Jesús, y que por eso tenemos el deber de
intentar encontrarnos todos en Él. Más de una vez, las disidencias se basan
manifiestamente en diferencias de mentalidad, en factores históricos muy
diferentes, hasta en una confusión de vocabulario algunas veces. El método
práctico para disipar los malentendidos no puede ser otro que el diálogo en
presencia del Señor. Juan XXIII y Paulo VI han afirmado que no conduce a nada el
intentar establecer y medir la culpa que corresponde a cada uno. Dejando, pues,
ese aspecto, vayamos a los otros.
Para comenzar, los factores no-teológicos de la disensión entre cristianos
pueden y deben ser superados por un deseo más ardiente de comprenderse como
hermanos y de practicar la humildad de corazón y de espíritu. Pero todo esto es
irrealizable sin la caridad de Cristo.
Puede ser bueno cooperar, entre grupos cristianos de diferentes denominaciones,
en la vida práctica, sobre todo, para remediar la miseria humana. Pero esto no
basta. Podemos decir que esta misma empresa no persistirá si no está sostenida
por una inspiración desinteresada, sacada del mismo Evangelio. Para aproximarnos
los unos a los otros con el corazón y con la razón, es importante que
consideremos más bien lo que une que lo que nos separa, sin por ello camuflar
los puntos en litigio. Todavía mejor, busquemos en el fondo de las actitudes
opuestas los elementos en los que todavía no se ha realizado la ruptura, pero
que frecuentemente se han expresado de diferente manera. A partir de ese
momento, la unidad redescubierta bajo un vestido diferente, aunque sea tenue,
está llamada a reforzarse y a fortalecer nuestra catolicidad.
Roma no duda jamás en hablar de las «iglesias» ortodoxas disidentes, mientras
que para los reformados prefiere hablar de «comunidades eclesiales». No existe
ahí ninguna estrechez de espíritu: esa actitud es debida al hecho de que el
protestantismo rechaza generalmente el sacramento del Orden y, por consiguiente,
también el sacrificio eucarístico. Ahora bien, es en la mesa del Señor en donde
se realiza la perfección de la caridad eclesial. Por eso mismo, no debería
hablarse de intercomunión, pues el objeto que se persigue es la comunión
perfecta.
Habría mucho que decir también sobre las relaciones de la I. Católica con las
religiones no cristianas, ya que la 1. no rechaza ningún diálogo sincero.
Notemos únicamente que en este dominio de las relaciones religiosas nos
encontramos ante casos con frecuencia muy complejos. Por una parte, la voluntad
de Dios comporta que todos los hombres le reconozcan y sobre todo que practiquen
el amor hacia Él y consecuentemente también hacia su prójimo. Por otra, ese
único y mismo Dios quiere ser servido por hombres libres, y no por forzados, y
no quiere hacerse amar por medios coercitivos. Para establecer una armonía entre
estos dos principios, el deber religioso y la libertad con que se ha de
responder a él, resulta a veces difícil llegar a una solución satisfactoria en
todos los puntos (V. Iv, 5; LIBERTAD IV; INDIFERENTISMO RELIGIOSO).
c) Esto nos conduce a añadir una palabra sobre la actitud de la I. Católica
frente a la sociedad civil. Este terreno es también resbaladizo, porque las
situaciones de los Estados, desde el punto de vista cultural, político y
religioso, son muy diferentes según las regiones y los países, y cambian algunas
veces rápidamente y hasta bruscamente en conexión con la historia mundial.
Consecuentemente, la I. deberá adaptarse a circunstanción es a veces trabajosa,
ya que si bien la I. y la ficar por ello los principios fundamentales de su
régimen. Notemos además, para ser sinceros, que en este dominio práctico la
Jerarquía eclesiástica tiene las dificultades que la debilidad humana no puede
evitar completamente. Pretender que la I. tenga en esto garantías absolutas de
perfección, es contradecir la historia y la teología.
Los principios son ciertamente estables. Pero su aplicación es a veces
trabajosa, ya que si bien la I. y la organización civil no coinciden, pues cada
una es, según su finalidad, autónoma en su dominio, no pueden, sin embargo,
separarse enteramente, pues a fin de cuentas los dos poderes tienen los mismos
sujetos, miembros a la vez de las dos sociedades. En la terminología empleada
las confusiones son frecuentes y a veces casi inevitables. En los Estados
Unidos, p. ej., la proclamación de la separación de la I. y del Estado garantiza
la libertad de los católicos; en países de la Europa Oriental la misma expresión
«separación de la Iglesia y del Estado» significa de hecho la destrucción
práctica de la libertad de los cristianos. Es, por consiguiente, necesario
atenerse a las descripciones concretas, esclarecidas por los principios
indiscutibles.
1. y Estado no se entremezclan; es necesario distinguirlos si no se quiere caer
en la teocracia o en la esclavitud de los creyentes. Pero distinción no
significa que cese toda colaboración, ni menos aún que exista hostilidad ya sea
solapada o abierta. El confusionismo no es menos peligroso que el separatismo.
Tanto uno como otro desconocen los derechos de la persona humana, que obligada a
reconocer a Dios y a obedecerle, no puede, sin embargo, estar sometida a ninguna
violación de conciencia, desde el momento que Dios ha preferido crear hombres
libres y no esclavos. Como dice el Vaticano II (Lum. gent. 36), el cristiano
debe «distinguir diligentemente entre los derechos y obligaciones que les
corresponden por su pertenencia a la Iglesia y aquellos otros que les competen
como miembros de la sociedad humana». Un poco después, la misma Constitución
subraya que la Jerarquía debe respetar y reconocer «la justa libertad que a
todos compete dentro de la sociedad temporal» (ib. 37; AUTONOMÍA III). Esta
franca actitud no da un impulso al secularismo; al contrario, le quita todos los
puntos de apoyo. La sociedad temporal ha sido fundada por Dios con vistas a un
servicio fijado para un tiempo determinado. Pero en su dominio se rige por sus
propios principios en donde ningún otro poder debe mezclarse arbitrariamente. Lo
que no quiere decir que la actividad llamada profana no esté sometida a la ley
de Dios y de la conciencia moral. De todos modos, el Estado (v.) tiene la
obligación de hacer reinar la justicia en las relaciones entre los ciudadanos y
las naciones. La Revelación cristiana proyecta una luz bienhechora sobre el
aspecto moral de estos problemas extremadamente complicados algunas veces. El
Estado, por su parte, aunque no tenga como misión la enseñanza de una religión
determinada sino la promoción del bien estar temporal, velará para que exista
una atmósfera de armonía frente a la l. Los ciudadanos cristianos darán a esta
exigencia una respuesta positiva y efectiva desarrollando por su parte una
relación amistosa (v. t. iv, 5).
d) Las realidades ordenadas y administradas por la sociedad civil constituyen un
mundo de valores, que aunque sean temporales y, por consiguiente, no
definitivos, no por ello son menos preciosos. Preferimos llamarlos «temporales»
y, por consiguiente, pasajeros más bien que «terrestres», porque tienen
resultados que sobrepasan nuestro planeta. En efecto, en el hombre que los
cultiva, desembocan ellos en la esfera de lo trascendente y en razón de su
carácter moral o inmoral no podemos cosificarlos: comprometen al hombre en su
obra.
El campo de los valores temporales está teológicamente poco explorado. Ha sido
en los últimos años cuando los pensadores católicos han hecho de ellos el objeto
de sus investigaciones y de sus reflexiones. Los Libros Santos no tratan de
ellos sino indirectamente, pues su objeto es la edificación de la doctrina y del
comportamiento religioso bajo el signo de Cristo. De ahí el acento que ponen en
la escatología. Pero como la Revelación se dirige a toda creatura de todos los
tiempos, estamos autorizados a plantear estas cuestiones sobre los problemas que
preocupan al hombre (v. iv, 4; MUNDO III, 1; TRABAJO HUMANO VII).
Más que en épocas anteriores y gracias al progreso científico y técnico, puede
el hombre considerarse dueño del mundo que le rodea hasta el punto de creer a
veces que no tiene necesidad de nadie y que su antonomía es absoluta. Varias
«filosofías» intentan interpretar ese hecho en un sentido secularista. Es la
voluntad del hombre, ha escrito Engels, la que debe reinar sobre la tierra: el
cielo no existe; si es, pues, necesario un Dios, lo reemplazará el hombre.
Hagamos notar que el hombre, sean cuales sean su cultura y su poder, es para mí
mismo un problema, desde el momento en que comienza a reflexionar. El sentido
que estamos obligados a buscar para explicar nuestra existencia nos quita el
sueño, dígase lo que se quiera. Aquel que deja de buscar, sacrifica su
humanidad. Quizá se contente de buena fe con un humanismo (v.) puramente
terrestre, como el de Engels, que acabamos de citar. Pero esta visión es corta y
a veces concluye un tratado de paz con el absurdo.
La Palabra de Dios, trasmitida por la I. no presenta al hombre solamente
perspectivas llamadas ultra terrestres: ilumina al` mismo tiempo el camino que
tenemos que atravesar en este mundo. Apoyándonos en la Revelación podemos decir
que, en relación con los valores temporales, recibimos un doble beneficio. En
primer lugar, el conocimiento claro del primer origen y del último porqué, como
fruto de la luz que debemos al Verbo encarnado, sin el cual permaneceríamos
vacilantes y estaríamos expuestos a muchas equivocaciones. Si un cierto número
de nuestros contemporáneos no reconoce este esclarecimiento por medio de la fe
de la I., es porque no descienden hasta el nivel del que acabamos de hablar.
Concedemos que este descenso resulta a veces dificultado cuando esos
contemporáneos constatan que hombres creyentes, cristianos y católicos, se
desinteresan con frecuencia de su tarea temporal. Es aquí en donde se inserta el
segundo beneficio anunciado: la práctica del auténtico cristianismo, que lleva a
asumir y perfeccionar todos los valores humanos.
11) Conclusión. Henos aquí de nuevo en nuestro punto de partida. Hemos declarado
que la mejor manera de defender la fe es todavía exponerla y difundirla lo más
fielmente posible. Por esta razón, el que quiere difundir el mensaje de la l., y
en el sentido fuerte el mensaje sobre la l., debe comenzar por escuchar lo que
el Espíritu dice a las iglesias, como lo repite siete veces el principio del
Apocalipsis. Hemos tratado de recoger aquí eso, el complejo y rico conjunto de
líneas fundamentales sobre el ser de la l., que con más detalle se expone en los
artículos siguientes y en los demás a los que se remite.
Aquí en la tierra la I. tendrá que atravesar un desierto hasta el fin de los
tiempos. Debe habituarse a vivir en la oscuridad de la fe, que por lo demás nos
ilumina sobre la razón última de nuestra existencia. Ella es luz más que
tinieblas; para todo hombre que viene a este mundo es la vida que no se
extinguirá más, al menos para aquel que no cierra culpablemente los ojos de su
corazón. De esto, sólo Dios, el Maestro de la 1. sacramento y misterio de
salvación, es juez por medio de Cristo. En cuanto a nosotros, vivimos de su
esperanza, gracias a su Espíritu.
V. t.: APOSTOLADO 1; CARIDAD II, 8; CUERPO MÍSTICO I; CRISTIANISMO, 6-7;
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GERARD PHILIPS.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991