Iglesia. Teología Dogmática 2.


6) La Iglesia en la historia. Si la I. habita, al menos para vivir, el mundo sensible, por el mismo hecho está plenamente comprometida en la historia. Puesto que el hombre está en devenir, no puede estar por encima de la historicidad. La I. no es una Weltanschauung, sino un fenómeno que se realiza en una serie de acontecimientos: preparación, fundación, progreso, marcha hacia el término final, con todos los incidentes del camino.

Algunos de los más antiguos textos, el Pastor de Hermas, p. ej., colocan el comienzo de la I. antes de la creación, en la idea del Padre celestial (v. i, 1). En su concreta travesía por la tierra de los hombres, se prepara desde la primera promesa después de la caída del pecado, y realiza de etapa en etapa su gestación en la revelación y vocación de los patriarcas y sobre todo en la gran alianza del Sinaí. Sus dirigentes son los profetas más que los sacerdotes: anuncian la venida del Mesías (v.) y los diferentes cuadros de su existencia agitada y gloriosa sin llegar a clasificarlos con entera claridad. Pero ya están ahí algunos justos que marchan en la fe de la promesa. Esta palabra es importante: la promesa no es el don definitivo sino su anuncio y esperanza; vendrá también el momento de la realización progresiva e inacabada que constituye, sin embargo, el último y decisivo periodo; del A. al N. T. hay ruptura y continuidad, lo que no implica ninguna contradicción; vivimos en la plenitud de los tiempos y en los últimos días, pero la consumación gloriosa tarda aún; estamos ya salvados, pero en esperanza.

¿En qué instante empieza la I., sacramento y misterio, cuerpo y esposa de Cristo? S. Agustín ha insistido en la línea ininterrumpida de creyentes desde la promesa inicial del Mesías hasta nosotros (v. t, 1). Para él, los que nos han precedido en la justicia eran cristianos sin llevar el nombre. Más aún, el Cuerpo de Cristo comprende a todos los fieles desde el justo Abel hasta el último de los elegidos. Pero la concepción agustiniana de la historia es demasiado igualadora, casi demasiado metafísica en su antipelagianismo, y no 'señala con la nitidez deseada la ruptura o, mejor dicho, el cambio introducido por la Encarnación del Verbo. Antes y después del gran momento capital de la historia, la gracia no es la misma, aunque desde el principio sea la gracia de Cristo. Después de Nazaret y Belén, aún más, después del Calvario, la Nueva Alianza se constituye universalizada de hecho y no sólo en profecía: la I. nace del costado abierto de Jesús que muere en la cruz. La lanzada ha hecho brotar de su costado el agua y la sangre del bautismo y del sacrificio eucarístico.

Por otra parte, este nacimiento de la I. estaba en curso desde la vocación de los primeros discípulos, su fe inicial en el momento de los primeros signos operados por Jesús y la constitución del grupo de los Doce, a los que da a Pedro como jefe. ¿Nace, pues, la 1. en la cruz? Aún no. Es preciso que Cristo resucitado envíe el Espíritu Santo para transformar a los espectadores del acontecimiento pascual en testigos del Señor glorificado. Pentecostés (v.), con el gran discurso de S. Pedro y la predicación intrépida de los Apóstoles, es la respuesta y la misión de la primera comunidad entusiasta.

Desde entonces, la I. puede cambiar de figura en cada siglo, pero no de luz interior; se adapta sin sacrificar nada del depósito que se le ha confiado. Intenta hablar las lenguas de todos los pueblos, en todos los momentos de la historia, en la confianza de que Pentecostés no ha terminado; pero, como en el primer día, sufre oposición y a veces hasta parece estar a punto de ser sofocada por sus enemigos. El Señor no ha traído la lámpara para ponerla bajo el celemín; ha construido su ciudad en la montaña para que el. mundo entero pueda verla y ser impresionado por ella. Pero en las parábolas habla también del grano que debe morir antes de la cosecha de la mies, de la levadura escondida en la pasta, de la sal enterrada en la tierra. Hay momentos de purificación, aunque no siempre por el fuego de la tormenta, sino por el fuego oscuro de la noche del sentido y del espíritu de la que nos hablan los místicos. Pero en la historia encontramos también los motivos de una valentía de un orden distinto. Porque los malos tiempos son los tiempos ordinarios en este mundo, por eso sólo los fieles, aquellos que abandonan toda seguridad humana no para vegetar en la inacción, sino para trabajar en la noche, sólo ellos mantienen erguida la cabeza bajo la borrasca: saben que la verdadera historia es la historia santa, en la que la Providencia invisible traza sus caminos de salvación que son distintos de los nuestros. Si la 1. no estuviera en tensión hacia la escatología (v.), se habría extinguido hace tiempo. Ahora, como S. Pablo, puede decir todos los días: muero y, sin embargo, estoy vivo (2 Cor 6,9). También la 1. es viva no por la debilidad del hombre, sino por la fuerza del Espíritu de Cristo, Señor de la historia (v. t. IGLESIA, HISTORIA DE; HISTORIA VI).

7) La Iglesia, ¿comunidad o sociedad? La I. es no sólo una comunidad, sino que se organiza en sociedad. Esta afirmación choca con la mentalidad de algunos. Podemos conceder que si la I. creara ella misma su organización, ésta sería frágil y sujeta a continuos cambios, sin contar sus culpables debilidades. Pero si el Señor ha establecido entre sus santos a aquellos que habrían de encargarse del servicio como doctores y pastores para la edificación de la I. que es su cuerpo (Eph 4,11 ss.), nadie puede discutir la existencia ni las legítimas exigencias de la Jerarquía. Los textos por lo demás son formales: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y predicad..., bautizad..., mandad...» (Mt 28,18-20); «El que os escucha a vosotros, a mí me escucha; y el que os rechaza, a mí me rechaza» (Le 10,16); «Como el Padre me envió, también yo os envío... Recibid el Espíritu Santo para juzgar los pecados» (lo 20,21-23).

Si hay organización, habrá miembros, y no todos los hombres entrarán en la asociación. La Const. Lumen gentium ha evitado la palabra miembro para designar a los que pertenecen a la Iglesia. La denominación, que se basa por lo demás sobre la metáfora del cuerpo, es de una aplicación extremadamente difícil desde el momento en que se requieren muchas condiciones para una adhesión plena a Cristo en el seno de la Iglesia. En efecto, se pueden cumplir una o varias condiciones y renegar o descuidar las otras, y en este caso no subsiste la completa comunión, sin que por ello se rompan necesariamente todos los lazos. Algunos pueden subsistir, o bien en el Espíritu o bien también en las prescripciones legales a pesar de lamentables lagunas (v. ill, 2).

El Concilio Vaticano II tomó al respecto dos precauciones. En primer lugar, habló explícitamente de la necesidad del Espíritu de Cristo para una plena pertenencia a la Iglesia, y de este modo, superó el puro dominio jurídico. Se limitó después a describir concreta y positivamente los lazos que subsisten con los cristianos no-católicos, prestando más atención a los elementos que unen que a los que separan. Pero ha mantenido firmemente la identidad fundamental entre la comunidad y la sociedad organizada, entre la 1. de la autoridad y la 1. del espíritu, entre el Cuerpo Místico y la asamblea visible y jerarquizada. Sin ello hubiera cavado un abismo entre el Espíritu y la I. terrestre, lo que equivaldría a arruinar nuestra vocación y a organizar al mismo tiempo una eclesiolatría repelente. Estos pasajes de la Constitución (8,13-16), junto con el Decreto sobre el Ecumenismo, serán señalados en la historia con una piedra blanca. El problema de la desunión de los cristianos no está por ello resuelto, pero un amplio espacio de terreno ha sido despejado de obstáculos.

Quien dice sociedad, aunque sea espiritual y quizá sobre todo espiritual, dice al mismo tiempo esfuerzo, no sólo de profundización para acrecentar la solidez, sino también de extensión, pues la naturaleza de esta sociedad comunitaria es universalista. Aquí debe insertarse en el tratado De Ecclesia el capítulo sobre la Misión y más concretamente el que trate sobre las Misiones (v. III, 3). Sería infinitamente de deplorar que el ardor misionero de la 1. disminuyese porque los católicos hubieran comprendido mejor la voluntad salvífica universal de Dios; tal conclusión tendría algo de paradójico, si no de sofisma.

El artículo 17 de la Const. Lumen gentium desarrolla la obligación de la actividad misionera partiendo de las misiones divinas, primero la del Hijo, después la del Espíritu Santo, a continuación la de los Apóstoles y la de la I. en su totalidad. Si la I. es «enviada» por su misma institución, la destruiríamos si desconociéramos su tarea de evangelizar a las naciones. El mismo artículo cita también continuamente el mandato universal de predicar y de bautizar que Cristo resucitado confió a sus Apóstoles y a la comunidad, realizando cada uno según su rango y a su manera su función en el sacerdocio común, la función profética y el servicio real (v. 3, 4, 5, 6). De lo contrario, estaríamos frente a una negación de servir y el movimiento de caridad se vería contradicho y detenido por nuestra estrechez o por nuestra pereza. O llegaríamos hasta el punto de responder al Dios Salvador: puesto que veréis la salvación de todos, ocupaos vos mismo; nosotros, aunque somos los primeros llamados y los primeros mensajeros, no tenemos ganas de comprometernos... Apenas se imagina uno semejante actitud que sería blasfema. Existe por lo demás más de una parábola evangélica que condena a los siervos ociosos, culpablemente desocupados.

El primer fin de la misión no es proporcionar alimento a los países hambrientos, sino hacer de todos los pueblos discípulos de Cristo. El hombre no vive sólo de pan, sino de la palabra de Dios (Mt 4,4). La asistencia técnica no es, pues, la forma moderna de la misión, aun cuando la misión puede tener la obligación de tomar parte en ella. El amor de Cristo que ha lanzado al predicador hacia el llamado Tercer Mundo, le manda que no se contente con una catequesis que se quede en meras palabras, sino que aspire a alimentar a los que tienen hambre, y en caso extremo, que se limite al testimonio del don material, pero cargado de una espiritualidad que no puede dejar de transparentarse. La caridad sincera es una predicación en acto. Entretanto, los apóstoles no pueden callarse (v. t. III, 3 y MISIONES 1, 1).

8) Propiedades de la Iglesia. No hablamos aquí de las «notas» de la I., que en la Apologética (v.), desde la separación de las diversas confesiones cristianas, son invocadas como prueba y carácter distintivos de la verdadera I. (v. II). Nos proponemos, por el contrario, analizar desde el punto de vista dogmático las propiedades que el Símbolo de Nicea atribuye a la fundación de Cristo, santificada por el Espíritu. Tanto en uno como en otro plan, se enumeran generalmente los mismos cuatro títulos: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Pero, mientras que los apologistas consideran este conjunto como un milagro moral que lleva el signo manifiesto de la aprobación divina, los autores que se ocupan de dogmática reflexionan sobre las cualidades de la I. que no son otra cosa que la participación de las perfecciones del mismo Cristo, comunicadas y cuasi selladas en ella por el Espíritu Santo.

a) Unidad. En continuidad, pues, con el misterio de la Trinidad y de las misiones divinas, deduciremos inmediatamente que la 1. es una a causa del único Mediador, pero esta unidad progresa bajo el impulso de la fuerza de lo alto prometida por él. En otras palabras, la unidad de la I., lo mismo que su catolicidad o su santidad, debe ser concebida dinámicamente y consciente de que sólo más tarde logrará su plenitud. Notémoslo bien, el avance en la unidad no significa solamente que la concordia se restablezca o se refuerce entre aquellos que se llaman cristianos, sino también y ante todo que el apego a Cristo, cabeza y fuente de vida, sea más íntimo. El texto clásico, Eph 4,4-6, cita con el único Bautismo las mismas virtudes teologales, concretamente la oración dirigida a las tres Personas de la Trinidad indivisa. La liturgia sobre todo, nos enseña a orar al Padre «por nuestro Señor Jesucristo en la unidad del Espíritu Santo». En concreto, encontramos aquí el «cor unum et anima una» de los que se alegra la primitiva comunidad (Act 5,32). Si reflexionamos en el carácter progresivo de esta unanimidad y en las tempestades que atraviesa a lo largo de los tiempos, corremos menos el riesgo de desanimarnos ante las dificultades, altas como montañas, con las que se encuentra el ecumenismo, y podemos afirmar con seguridad, sin mentira ni error, que la I. es realmente una, aun cuando deba todavía atraer a otros hacia la plena unidad. Por eso, el fin del ecumenismo (v.) no es volver hacia atrás para resolver los conflictos inveterados, sino tender las voluntades hacia un futuro que realizará más fielmente entre los discípulos de Cristo la comunión de creencia y de comportamiento.

Conviene subrayar que esta unión no suprimirá la multiformidad legítima de las expresiones tanto en la amplia extensión de la cristiandad como a lo largo de los tiempos. Porque la verdad que debemos creer y vivir nos sobrepasa y nuestros medios de expresión humana serán siempre incapaces de valorar todos los aspectos de su riqueza interior. Sería, pues, infructuoso e ilegítimo querer uniformar, p. ej., la teología latina y el talante de la patrística griega. Cada una de estas dos formas -y se podrían multiplicar los ejemplos- pone de manifiesto un rasgo particular del dogma trascendente, sin esforzarse por hacer coincidir las dos mentalidades, lo que daría como resultado un vago eclecticismo o un empobrecimiento del dato revelado. Otra cosa distinta es mostrar la complementaridad de las dos maneras de ver, esperando que el enraizamiento del catolicismo en otros continentes produzca nuevos desarrollos homogéneos (v.t. II, 2).

b) Conviene añadir a la unidad la propiedad correspondiente, indispensable, de la catolicidad. S. Ignacio de Antioquía fue el primero que condecoró a la I. con el nombre de católica y bien pronto este calificativo sirvió a los Padres para oponer la I. a las diferentes sectas o grupos disidentes, generalmente de orden local. Se percibe, por consiguiente, en la catolicidad una connotación geográfica, que concreta una cualidad interior hecha de un espíritu de acogida sin exclusiva. El universalismo es lo contrario de la uniformidad. El Vaticano II no ha consagrado a este tema un estudio especial, pero aparece en diferentes ocasiones a lo largo de su capítulo sobre el Pueblo de Dios. Primero, para poner de relieve la extensión de este Pueblo a las más diferentes regiones y civilizaciones; después, para inculcar a todo misionero el respeto de los valores culturales, intelectuales y hasta religiosos y morales que habrían de encontrar en las naciones evangelizadas y que podrían ser susceptibles, mediante una purificación, de ser asumidos en un orden más elevado y más completo, en una palabra, que podrían entrar en la recapitulación del único Cristo (Lum. gent. 13).

La catolicidad no se manifiesta solamente por la diversidad de las culturas en mutuo intercambio, sino también por la especialización de las funciones en una armonía cada vez más rica dentro del organismo eclesial. Es necesario además sumar la multiformidad de las riquezas terrestres, que cada pueblo aporta en homenaje a la única Cabeza de la I. y del universo. En efecto, Cristo es proclamado en el mismo capítulo (Lum. gent. 9) como el que tiene el Nombre supremo, el Unigénito que se ha hecho Primogénito, la única ley y el único legislador de la Nueva Alianza, el destino y el idéntico acabamiento para todos en la bienaventuranza. La unidad está imbricada en la catolicidad e inversamente.

La afirmación de unicidad fundada sobre Cristo se extiende, como ya hemos notado, a la presencia del mismo Espíritu en la Cabeza y en los miembros; lo que conduce a la indivisión de la vida divina trinitaria, primero y último fundamento, alfa y omega del universo entero, unidad y comunión perfecta. No es la catolicidad un puro asunto de cálculo y de difusión, pero hemos de tener en cuenta que la extensión es un elemento de su criterio de autenticidad junto y en dependencia de su poder de difusión, adaptación y asimilación. El problema es delicado. El fin perseguido no puede ser la naturalización del catolicismo en cualquier cultura humana, sacrificando las exigencias de una Revelación de la que no disponemos sino que es ella quien dispone de todos nosotros sin excepción. La verdad no puede acomodarse a todas las formas de errores aunque sean involuntarios. El único universalismo o catolicismo válido que se hace respetar, toma en serio los puntos de vista de los interlocutores, pero también la fidelidad a lo que nosotros sabemos que es la Palabra de Dios. Repetimos, no es el compromiso sobre el pasado o sobre el presente el que resolverá nuestras disputas, sino el encuentro mutuo en la verdad más allá de nuestras disidencias, más alto, en Cristo. y si este dichoso instante no llega en plenitud hasta el último día, razón de más para preparar el advenimiento glorioso del Señor por un mutuo deseo reforzado de unidad (v. t. II, 4).

c) La santidad ha recibido en la Lumen gentium el honor de un capítulo especial. Pasándole revista señalaremos los tres mismos rasgos que ya hemos encontrado en las observaciones precedentes. De donde aparece que todas las propiedades de la 1. se encuentran en Cristo y en el Espíritu.

En un cierto sentido, lo más «nuevo» en la descripción de la santidad de la I. no es quizá aquello que normalmente se cree, en especial, la importancia dada al universalismo de la llamada a la perfección (v.). Esta consideración proviene de otra más profunda: el carácter ontológico de la santidad (v.), cuya única fuente es Dios; la vida virtuosa hasta el heroísmo sólo es un derivado.

Sólo Dios se llama el Santo. Su santidad más que uno de sus atributos es su mismo ser. Esta santidad es difusiva: se difunde no sólo sobre los objetos sagrados, sino también sobre los hombres consagrados, de los que exige una vida que corresponda a la dignidad de su vocación. «Sed santos, porque yo, Yahwéh, soy santo» (Lev 19,1 ss.). Ahora bien, en el N. T., la santidad divina se comunica explícitamente por medio de Cristo que es «el santo de Dios» (Me 1,24; Le 4,34; lo 6,69) y por el Espíritu de santificación. No abandonamos la esfera trinitaria.

El carácter ontológico de la santidad divina que se difunde sobre las creaturas implica el que se distribuya de manera universal, porque Dios es el Padre de todos, y Cristo el Primogénito de la multitud entera de sus hermanos en humanidad, y el Espíritu es el principio vivificante de todo ser creado en el cielo y en la tierra. El Espíritu Santo es el que en el Símbolo de los Apóstoles se encadena con la Santa I. Hubo un tiempo en que numerosos cristianos creyeron que la santidad no podía florecer sino en el interior de los muros de un claustro. Hoy, además de en los religiosos (v.), el último Concilio ha insistido fuertemente en la llamada a la santidad efectiva en todas las condiciones de vida, aun en el mismo corazón de la ciudad secular. Era una respuesta anticipada a la teoría, llegada de América, según la cual la ciudad del hombre ahogaría hasta la idea de Dios y haría que el vocablo «santo» fuese literalmente ininteligible, pues todas las cosas serían profanas.

No podemos desarrollar aquí el tema. Pero no dejemos de indicar rápidamente la tercera característica de la santidad de la I., tal como la presenta el Concilio. Esta característica es la pluriformidad. Los espíritus cerrados sólo conocen el uniformismo grisáceo, fastidioso e infértil; S. Pablo y S. Pedro, por el contrario, nos hablan de la gracia y de la sabiduría que son inagotables en recursos empleados por Dios (Eph 3,10; 1 Pet 4,10). Nadie es excluido de los caminos superiores, pero son infinitamente variados. Nada es tan magnífico en su despliegue como una procesión de santos (v. t. tl, 3; SANTIDAD IV).

d) La apostolicidad. Desde las listas de S. Ireneo y de Tertuliano, se ha insistido en la importancia de la sucesión ininterrumpida de los obispos en la Iglesia. El orden episcopal continúa la función de los Apóstoles (v.), no de fundar la I., sino de gobernarla. La eficacia de la dedicación pastoral, trasmitida por la imposición sacramental de las manos, no puede conocer ninguna ruptura, puesto que toda la gracia debe emanar de Cristo Señor. Esta verdad está evidentemente en conexión con el hecho de qu la 1. no es sólo una comunidad espiritual sino también una sociedad jerárquica, cuya organización se explica porque somos hombres corporales, inmersos en el tiempo y en el espacio.

Sin embargo, la cadena ininterrumpida de la sucesión de los obispos desde los Apóstoles no es el único aspecto de la apostolicidad. Es también importante la fidelidad a toda prueba al Colegio de los Doce y a Pedro establecidos por el mismo Jesús para el pastoreo universal. El autor del libro de los Hechos ha señalado (Act 2,42) que la comunidad primitiva era asidua a la enseñanza de los Apóstoles y fiel a la comunión fraterna. No nos extrañemos, pues, de que -debamos hablar también de la apostolicidad como dinámica y progresiva. Es exactamente la definición de un magisterio y de un gobierno pastoral que avanzan en el tiempo. Si este ministerio fuera inmóvil, perdería su influencia sobre la marcha de la sociedad y se extinguiría. Los obispos de hoy son algo más que los simples sucesores de los Apóstoles: con estos últimos forman un cuerpo permanente y siempre activo. El colegio de los Doce se perpetúa, dice la Lumen gentium, 22, en el Orden de los obispos que nos trasmiten el mensaje revelado. Los Apóstoles aún están entre nosotros en la persona de sus representantes actuales, siendo siempre el mismo Jesús el apóstol y el gran sacerdote de nuestra fe (Act 3,1) (v. t. u, 5).

9) La realidad escatológica de la Iglesia. Los Apóstoles y sus sucesores asociados, difusores de la santidad de Cristo por medio de la enseñanza, del culto y de la dirección pastoral, conducen a la 1. a su destino definitivo, escatológico.

a) La perspectiva de los fines últimos es esencial para la I., porque todavía no es el Reino acabado y es necesario prepararle el espacio necesario para que pueda avanzar hacia su término. En el N. T., una serie de afirmaciones nos asegura que, rescatados por Cristo, vivimos ya en la vida celeste, mientras que otra serie de textos nos hace esperar nuestra redención total. No tenemos derecho a sacrificar ninguno de estos dos datos. Aunque vivimos en los «últimos tiempos» y el gran Día final proyecta su luz hacia adelante, la historia no toca aún a su término. Vivimos literalmente entre los dos grandes momentos: la Ascensión del Señor y el acabamiento de su Reino universal en la gloria.

b) Tal es el tiempo del Espíritu o el tiempo de la esperanza (v.) que se desarrolla entre la escena inicial y la escena final del último periodo. S. Lucas lo llama también el tiempo de las naciones (Le 22,24). En la existencia cristiana, las dos fórmulas aparentemente contradictorias «ahora ya» y «todavía no» se realizan a la vez. Lo mismo que el pasado de los acontecimientos salvíficos se perpetúa en el presente, así el futuro de la felicidad final del hombre en Dios se realiza ya en este momento; nosotros vivimos, en sentido literal, el entrecruzamiento de los dos en el hoy del Señor.

La escatología (v.) ha estado demasiado descuidada tanto en nuestra teología como en nuestra vida. ¿Podemos impunemente olvidar la meta de la existencia de la I.? ¿No estamos, aunque cultivemos la teología de la cruz, en tensión hacia la teología de la gloria? Además, recordemos la importancia de la historia humana, la cual arrastra con ella la suerte del universo cósmico que, en la incorrupción, deberá ser sometido también al poder de Cristo glorificado. Sin duda, el cuadro que la S. E. pinta de la consumación de todas las cosas y de la regeneración general, lo sabemos desde hace mucho tiempo, no constituye un relato de hechos que hayan de ser interpretados en el sentido literal de una crónica. Los exegetas no han tenido que esperar las equivocadas tesis de Bultmann (v.) para darse cuenta de la diferencia de los géneros literarios empleados por los autores sagrados, en particular del género apocalíptico fuertemente coloreado y simbólico, explicando la significación profunda y el desenlace de los hechos. En efecto, existen diversas maneras de evocar la contextura histórica de los acontecimientos de salvación. Prescindiendo de todo aquello que deriva de la presentación literaria, queda el hecho de que Cristo terminará su obra y la completará no sólo en su propia persona, sino en el universo entero. Por eso, el tratado dogmático de los Fines últimos podría más bien llevar como título: «Del acabamiento de la Iglesia por Cristo». Lo que manifestaría al mismo tiempo que la escatología, a la vez que individualizada, es cristocéntrica y comunitaria.
c) Antes de que este término llegue, nuestro paso por la tierra es también el tiempo de vigilancia. El mensaje de la esperanza nos hace entrever el sentido del destierro que tenemos que vivir aquí abajo, pero es preciso tomar esta prueba en serio. Durante su peregrinación, la 1. tiene necesidad de una vigilancia ininterrumpida y de un coraje templado, porque son peligrosas las emboscadas que la rodean y numerosos los enemigos.

El hecho de que parte de la primera generación cristiana haya vivido en una espera a veces febril de la Parusía del Señor tiene algo que nos desconcierta. Y a alguno podría parecer que la 1. se ha sentido desde entonces desilusionada por la tardanza del último día y poco a poco el tema escatológico ha parecido esfumarse; hasta el punto de que sentimos cierto malestar ante el silencio que ha seguido a la exaltación. Es necesario poner las cosas en su punto. El centro del dogma lo constituye la certeza de que Cristo, como juez supremo y universal, pronunciará al fin de la historia la última palabra sobre los hombres y sobre toda la creación. Respecto al tiempo y al momento que el Padre ha fijado con su autoridad, a nosotros no nos toca conocerlos (Act 1,7). Nada ha sido revelado a este propósito.

Por lo demás, para cada hombre se decide prácticamente la suerte en la hora de su muerte y este instante es siempre inminente. El único acontecimiento que todavía debe tener lugar es la sentencia pública y final en el último juicio: «Venid a mí, benditos de mi Padre... Apartaos de mí, malditos...» (Mt 25,31 ss.). Entonces el Hijo presentará a su Padre el reino del universo restaurado (1 Cor 15,24). Respecto al tiempo intermedio entre la muerte de cada uno y la resurrección general, no tenemos facilidad de representárnoslo, pues nuestra inteligencia como nuestra imaginación está inviscerada en el tiempo corporal.

La espera escatológica no ha desaparecido en la I.; lo que importa es estar preparados para el encuentro y tener las lámparas encendidas. Sin poder penetrar el misterio ni librarnos de la angustia física de la muerte, debemos vivir, siguiendo juntos las huellas de Cristo caminando a través de su pasión hacia su glorificación. Ni un solo instante podemos olvidar los toques de alerta de las parábolas, pero tampoco debemos abandonar nuestra confianza en Aquel que ha vencido la muerte y que nos espera para resucitarnos en el Reino del Padre, coronación de la 1. en la visión celeste.

d) ¿Tenemos en el entretanto (si se puede emplear esta expresión «temporal») relaciones con quienes ya se han dormido? El Conc. Vaticano II en el cap. VII de la Lumen gentium, añadido al final, ha querido recordar los intercambios que tienen lugar entre la I. que está en la tierra y aquellos miembros suyos que pasan por una purificación póstuma antes de ver la faz de Dios, o que le contemplan ya en la bienaventuranza tal como es.

La Comunión de los Santos (v.), es decir, de todos los elegidos en Cristo, comporta sobre todo la oración común. Los sufragios por los muertos tienen lugar desde los primeros siglos del cristianismo, y, a partir de la era de los mártires (v.), observamos la amplitud que adquiere el culto de los testigos de la sangre, junto con el de la misma Madre de Cristo. Se celebra la memoria de los Santos, se recurre a su intercesión, hay un empeño en imitarles. Los fieles veneran también sus imágenes, con matices distintos en Oriente y en Occidente; porque si los cuadros que describen las escenas bíblicas o la vida de los santos constituyen para nosotros principalmente una enseñanza intuitiva que activa nuestra piedad, los iconos griegos o rusos son imágenes que procuran a los amigos de Dios ya glorificados una presencia espiritual aquí en la tierra para protección de la I. peregrinante. Este esbozo está evidentemente simplificado, pero es exacto en sus grandes líneas.

La exposición sobre la I. quedaría imperfecta sin la indicación de este aspecto práctico de la doctrina escatológica. Añadamos simplemente que también en esta materia la dogmática encontrará un aprovechamiento apreciable en el retorno explícito a la fuente revelada y en la catharsis o despojo de las excrecencias innecesarias para mirar de frente a la I. coronada.

e) Una palabra todavía sin la cual nuestra exposición sobre el acabamiento de la I. en la gloriosa parusía presentaría una grave laguna. No ha sido sin motivo el que un teólogo contemporáneo haya dado a la Madre de Cristo el título de «Icono escatológico de la Iglesia». Lo que quiere decir que la 1. encuentra en María Virgen el ejemplo deseado tanto para la peregrinación de la fe y la entrega total a Jesús y a su obra como para el estado glorioso para el que llama el plan del Padre a toda la comunidad de los elegidos.

La idea de representar a María, Madre de Jesús, como el tipo o el modelo de la I., es un tema tradicional puesto de actualidad recientemente (G. Philips, Marie et l'Église, Enc. H. du Manoir, VII, Maria, París 1964, 363-414). Iniciado ya en el paralelismo antitético de Eva y de María, este tema es desarrollado por los guías de la Mariología, S. Epifanio y S. Ambrosio. Desde el principio, digamos que a partir ya de S. Justino, los escritores eclesiásticos ponen el acento en la virginidad de la Madre de Cristo. No especulan sobre los fenómenos biológicos, pero afirman firmemente dos principios. Por una parte está el hecho de que María viene a ser madre del Mesías con su propio consentimiento, por su fe y su obediencia. El segundo hecho es su perfecta virginidad: corporalmente intacta, guarda al Señor una entera fidelidad gracias a las virtudes teologales. Esta consagración a Dios ha permitido a María, según S. Agustín, cooperar por su caridad al nacimiento de los miembros de su Hijo, cabeza de la I.

De este modo, las nociones de consagración virginal y de fecundidad maternal se tocan de cerca. La Virgen de Nazareth es madre de Jesús a quien concibió en su corazón y en su seno, y es madre de todos los vivientes, hermanos y hermanas de su Primogénito, que ha venido al mundo por medio de ella para salvarlos.

¿Podemos extrañarnos ahora de que los piadosos monjes de la Edad Media, inspirándose en S. Ambrosio, hayan llamado a María la primera de la I., aquella de la que ha nacido en un cierto sentido toda la l.? Ella no es ciertamente el modelo de la I. en el orden jerárquico, pero lo es plenamente en la humildad de la oración y de la obediencia, en el ardor de la caridad, fuente de toda fecundidad.

Con toda seguridad podemos decir, con el Vaticano II, que se apoya en bases tan antiguas, que la 1. es, como María, virginal y maternal. Ella no duda ni en la fe ni en la caridad, a pesar de las oscuridades y de las pruebas: de este modo es perfectamente virgen. Es también madre de los vivientes, cooperando para dar a luz a lo largo de los siglos a los hijos de Dios, regenerados por su predicación y por sus sacramentos.

Bajo algunos aspectos, la I. no alcanza o no ha alcanzado aún la perfección de su imagen. La 1. no es inmaculada al modo de María, pues debe luchar sin cesar contra el pecado que está en su propio seno, a saber, en sus miembros. Además, la 1. no ha llegado como María a la gloria, con vistas a la cual Dios ha creado en el principio del cielo, poniendo al hombre al frente de toda su obra. Pero esto se ha realizado ya en María y la 1. la contempla como su tipo acabado, repitámoslo, como su icono perfecto. Y si entendemos el icono como una presencia eficaz y benéfica, comprenderemos por qué la I. invoca a la Teotocos, Madre de Dios, que intercede por nosotros en todas nuestras necesidades y nos libra de todos los peligros. El lector habrá reconocido en estas palabras la más antigua oración en honor de la Virgen, el Sub tuum praesidium, atestiguado mucho antes del Concilio de Éfeso.

10) La Iglesia y las otras sociedades. Este título es muy general. Puede comprender la comparación de la I. estructurada con los grupos que subsisten en su seno. Puede englobar también la relación de la I. Católica con las comunidades eclesiales cristianas disidentes y hasta con las otras religiones. En fin, puede comprender las relaciones con la sociedad civil y sus órganos, lo que supone una toma de posición del cristianismo frente a los valores temporales, capítulo de una particular actualidad.

a) No nos detendremos en las estructuras internas de la Iglesia, pues el tema está tratado en otros artículos (v. PAPA; OBISPO; PRESBÍTERO; LAICOS). Recordemos solamente que la distinción principal entre los miembros de la I. está fundada en la voluntad del Maestro, no precisamente para introducir una desigualdad entre sus discípulos, sino para reglamentar orgánicamente los servicios que deben hacerse mutuamente. La Jerarquía eclesiástica (v.) está encargada de la dirección de la predicación, del culto y de la pastoral. Goza de una verdadera autoridad, no para su propia satisfacción, sino para el bienestar religioso de la comunidad. El laico está llamado a la obediencia en el espíritu del Evangelio, es decir, a la colaboración espontánea con los jefes, que han sido establecidos por Cristo y con quienes debe compartir los cuidados (Heb 13,17).

En otro plano, existe en la 1. una diferencia entre los religiosos (v.), personas consagradas por votos en un instituto oficialmente reconocido, y los seglares o laicos (v.) que siguen al Señor en la vida secular, comprometidos en las cosas temporales que han de ordenar según Dios. Unos y otros participan en la misión de la 1. y en su apostolado, trabajando cada uno a su manera, según la propia vocación.

Además de esos grupos de cristianos reconocidos como los monjes y las monjas, los religiosos y las religiosas, etc., los fieles pueden crear y administrar con la libertad de los hijos de Dios «asociaciones piadosas» (v. ASOCIACIONES V) de todo género, siempre que no vayan en contra de las finalidades primordiales de la 1. de Cristo. En este orden de cosas, la Jerarquía respeta el principio que ella misma proclama para la sociedad civil, a saber, el de la subsidiaridad (v.). El trabajo que puede ser realizado por un órgano inferior, no debe ser acaparado por un órgano superior, lo que sería indiscutiblemente una disminución de vitalidad y de fecundidad. Aunque no todo es perfecto en este dominio, no existe, sin embargo, ningún problema crucial. La multiplicidad de congregaciones religiosas, de obras de apostolado o de organizaciones de caridad católicas puede tal vez causar rivalidades, o degenerar dando lugar a una estrechez de miras demasiado humana. Pero si cada uno está alerta contra el egoísmo colectivo de los grupos o subgrupos, su diversidad es señal de riqueza, y permitirá adaptarse mejor a todas las circunstancias y a todos los medios y así su acción será benéfica, siempre que cada uno sepa en el momento preciso alimentar su vida recurriendo a la fuente espiritual, de que mana, cosa mucho más importante que el cambio o adaptación exterior.

b) No nos extenderemos demasiado sobre los problemas del ecumenismo que hemos tocado ya de pasada, y que es estudiado directamente en otro lugar (v. ECUMENISMO). El ímpetu del movimiento es digno de notarse, mas no debemos subestimar sus dificultades. Aparte de las conversiones o retornos individuales, el ecumenismo apunta más a las colectividades cristianas separadas de la 1. Católica. Lo que ahora nos interesa es precisar los lazos que unen a la 1. Católica con las otras comunidades cristianas, que se han separado de ella en uno u otro punto de doctrina o de disciplina eclesiástica. Históricamente, tenemos todos el mismo origen en el Evangelio de Cristo, pero algunos han producido una ruptura o separación. No consideramos ahora el caso de un hereje o de un cismático formal que, según la misma definición, comete un pecado contra la fe; pensamos más bien en las generaciones que proceden de una secesión ya lejana de la que apenas tienen conciencia numerosas poblaciones actuales.

Sigue siendo dolorosamente verdadero que estas divisiones contradigan la voluntad expresa y la oración de Jesús, y que por eso tenemos el deber de intentar encontrarnos todos en Él. Más de una vez, las disidencias se basan manifiestamente en diferencias de mentalidad, en factores históricos muy diferentes, hasta en una confusión de vocabulario algunas veces. El método práctico para disipar los malentendidos no puede ser otro que el diálogo en presencia del Señor. Juan XXIII y Paulo VI han afirmado que no conduce a nada el intentar establecer y medir la culpa que corresponde a cada uno. Dejando, pues, ese aspecto, vayamos a los otros.

Para comenzar, los factores no-teológicos de la disensión entre cristianos pueden y deben ser superados por un deseo más ardiente de comprenderse como hermanos y de practicar la humildad de corazón y de espíritu. Pero todo esto es irrealizable sin la caridad de Cristo.

Puede ser bueno cooperar, entre grupos cristianos de diferentes denominaciones, en la vida práctica, sobre todo, para remediar la miseria humana. Pero esto no basta. Podemos decir que esta misma empresa no persistirá si no está sostenida por una inspiración desinteresada, sacada del mismo Evangelio. Para aproximarnos los unos a los otros con el corazón y con la razón, es importante que consideremos más bien lo que une que lo que nos separa, sin por ello camuflar los puntos en litigio. Todavía mejor, busquemos en el fondo de las actitudes opuestas los elementos en los que todavía no se ha realizado la ruptura, pero que frecuentemente se han expresado de diferente manera. A partir de ese momento, la unidad redescubierta bajo un vestido diferente, aunque sea tenue, está llamada a reforzarse y a fortalecer nuestra catolicidad.

Roma no duda jamás en hablar de las «iglesias» ortodoxas disidentes, mientras que para los reformados prefiere hablar de «comunidades eclesiales». No existe ahí ninguna estrechez de espíritu: esa actitud es debida al hecho de que el protestantismo rechaza generalmente el sacramento del Orden y, por consiguiente, también el sacrificio eucarístico. Ahora bien, es en la mesa del Señor en donde se realiza la perfección de la caridad eclesial. Por eso mismo, no debería hablarse de intercomunión, pues el objeto que se persigue es la comunión perfecta.

Habría mucho que decir también sobre las relaciones de la I. Católica con las religiones no cristianas, ya que la 1. no rechaza ningún diálogo sincero. Notemos únicamente que en este dominio de las relaciones religiosas nos encontramos ante casos con frecuencia muy complejos. Por una parte, la voluntad de Dios comporta que todos los hombres le reconozcan y sobre todo que practiquen el amor hacia Él y consecuentemente también hacia su prójimo. Por otra, ese único y mismo Dios quiere ser servido por hombres libres, y no por forzados, y no quiere hacerse amar por medios coercitivos. Para establecer una armonía entre estos dos principios, el deber religioso y la libertad con que se ha de responder a él, resulta a veces difícil llegar a una solución satisfactoria en todos los puntos (V. Iv, 5; LIBERTAD IV; INDIFERENTISMO RELIGIOSO).

c) Esto nos conduce a añadir una palabra sobre la actitud de la I. Católica frente a la sociedad civil. Este terreno es también resbaladizo, porque las situaciones de los Estados, desde el punto de vista cultural, político y religioso, son muy diferentes según las regiones y los países, y cambian algunas veces rápidamente y hasta bruscamente en conexión con la historia mundial.

Consecuentemente, la I. deberá adaptarse a circunstanción es a veces trabajosa, ya que si bien la I. y la ficar por ello los principios fundamentales de su régimen. Notemos además, para ser sinceros, que en este dominio práctico la Jerarquía eclesiástica tiene las dificultades que la debilidad humana no puede evitar completamente. Pretender que la I. tenga en esto garantías absolutas de perfección, es contradecir la historia y la teología.

Los principios son ciertamente estables. Pero su aplicación es a veces trabajosa, ya que si bien la I. y la organización civil no coinciden, pues cada una es, según su finalidad, autónoma en su dominio, no pueden, sin embargo, separarse enteramente, pues a fin de cuentas los dos poderes tienen los mismos sujetos, miembros a la vez de las dos sociedades. En la terminología empleada las confusiones son frecuentes y a veces casi inevitables. En los Estados Unidos, p. ej., la proclamación de la separación de la I. y del Estado garantiza la libertad de los católicos; en países de la Europa Oriental la misma expresión «separación de la Iglesia y del Estado» significa de hecho la destrucción práctica de la libertad de los cristianos. Es, por consiguiente, necesario atenerse a las descripciones concretas, esclarecidas por los principios indiscutibles.

1. y Estado no se entremezclan; es necesario distinguirlos si no se quiere caer en la teocracia o en la esclavitud de los creyentes. Pero distinción no significa que cese toda colaboración, ni menos aún que exista hostilidad ya sea solapada o abierta. El confusionismo no es menos peligroso que el separatismo. Tanto uno como otro desconocen los derechos de la persona humana, que obligada a reconocer a Dios y a obedecerle, no puede, sin embargo, estar sometida a ninguna violación de conciencia, desde el momento que Dios ha preferido crear hombres libres y no esclavos. Como dice el Vaticano II (Lum. gent. 36), el cristiano debe «distinguir diligentemente entre los derechos y obligaciones que les corresponden por su pertenencia a la Iglesia y aquellos otros que les competen como miembros de la sociedad humana». Un poco después, la misma Constitución subraya que la Jerarquía debe respetar y reconocer «la justa libertad que a todos compete dentro de la sociedad temporal» (ib. 37; AUTONOMÍA III). Esta franca actitud no da un impulso al secularismo; al contrario, le quita todos los puntos de apoyo. La sociedad temporal ha sido fundada por Dios con vistas a un servicio fijado para un tiempo determinado. Pero en su dominio se rige por sus propios principios en donde ningún otro poder debe mezclarse arbitrariamente. Lo que no quiere decir que la actividad llamada profana no esté sometida a la ley de Dios y de la conciencia moral. De todos modos, el Estado (v.) tiene la obligación de hacer reinar la justicia en las relaciones entre los ciudadanos y las naciones. La Revelación cristiana proyecta una luz bienhechora sobre el aspecto moral de estos problemas extremadamente complicados algunas veces. El Estado, por su parte, aunque no tenga como misión la enseñanza de una religión determinada sino la promoción del bien estar temporal, velará para que exista una atmósfera de armonía frente a la l. Los ciudadanos cristianos darán a esta exigencia una respuesta positiva y efectiva desarrollando por su parte una relación amistosa (v. t. iv, 5).

d) Las realidades ordenadas y administradas por la sociedad civil constituyen un mundo de valores, que aunque sean temporales y, por consiguiente, no definitivos, no por ello son menos preciosos. Preferimos llamarlos «temporales» y, por consiguiente, pasajeros más bien que «terrestres», porque tienen resultados que sobrepasan nuestro planeta. En efecto, en el hombre que los cultiva, desembocan ellos en la esfera de lo trascendente y en razón de su carácter moral o inmoral no podemos cosificarlos: comprometen al hombre en su obra.

El campo de los valores temporales está teológicamente poco explorado. Ha sido en los últimos años cuando los pensadores católicos han hecho de ellos el objeto de sus investigaciones y de sus reflexiones. Los Libros Santos no tratan de ellos sino indirectamente, pues su objeto es la edificación de la doctrina y del comportamiento religioso bajo el signo de Cristo. De ahí el acento que ponen en la escatología. Pero como la Revelación se dirige a toda creatura de todos los tiempos, estamos autorizados a plantear estas cuestiones sobre los problemas que preocupan al hombre (v. iv, 4; MUNDO III, 1; TRABAJO HUMANO VII).

Más que en épocas anteriores y gracias al progreso científico y técnico, puede el hombre considerarse dueño del mundo que le rodea hasta el punto de creer a veces que no tiene necesidad de nadie y que su antonomía es absoluta. Varias «filosofías» intentan interpretar ese hecho en un sentido secularista. Es la voluntad del hombre, ha escrito Engels, la que debe reinar sobre la tierra: el cielo no existe; si es, pues, necesario un Dios, lo reemplazará el hombre. Hagamos notar que el hombre, sean cuales sean su cultura y su poder, es para mí mismo un problema, desde el momento en que comienza a reflexionar. El sentido que estamos obligados a buscar para explicar nuestra existencia nos quita el sueño, dígase lo que se quiera. Aquel que deja de buscar, sacrifica su humanidad. Quizá se contente de buena fe con un humanismo (v.) puramente terrestre, como el de Engels, que acabamos de citar. Pero esta visión es corta y a veces concluye un tratado de paz con el absurdo.

La Palabra de Dios, trasmitida por la I. no presenta al hombre solamente perspectivas llamadas ultra terrestres: ilumina al` mismo tiempo el camino que tenemos que atravesar en este mundo. Apoyándonos en la Revelación podemos decir que, en relación con los valores temporales, recibimos un doble beneficio. En primer lugar, el conocimiento claro del primer origen y del último porqué, como fruto de la luz que debemos al Verbo encarnado, sin el cual permaneceríamos vacilantes y estaríamos expuestos a muchas equivocaciones. Si un cierto número de nuestros contemporáneos no reconoce este esclarecimiento por medio de la fe de la I., es porque no descienden hasta el nivel del que acabamos de hablar. Concedemos que este descenso resulta a veces dificultado cuando esos contemporáneos constatan que hombres creyentes, cristianos y católicos, se desinteresan con frecuencia de su tarea temporal. Es aquí en donde se inserta el segundo beneficio anunciado: la práctica del auténtico cristianismo, que lleva a asumir y perfeccionar todos los valores humanos.

11) Conclusión. Henos aquí de nuevo en nuestro punto de partida. Hemos declarado que la mejor manera de defender la fe es todavía exponerla y difundirla lo más fielmente posible. Por esta razón, el que quiere difundir el mensaje de la l., y en el sentido fuerte el mensaje sobre la l., debe comenzar por escuchar lo que el Espíritu dice a las iglesias, como lo repite siete veces el principio del Apocalipsis. Hemos tratado de recoger aquí eso, el complejo y rico conjunto de líneas fundamentales sobre el ser de la l., que con más detalle se expone en los artículos siguientes y en los demás a los que se remite.

Aquí en la tierra la I. tendrá que atravesar un desierto hasta el fin de los tiempos. Debe habituarse a vivir en la oscuridad de la fe, que por lo demás nos ilumina sobre la razón última de nuestra existencia. Ella es luz más que tinieblas; para todo hombre que viene a este mundo es la vida que no se extinguirá más, al menos para aquel que no cierra culpablemente los ojos de su corazón. De esto, sólo Dios, el Maestro de la 1. sacramento y misterio de salvación, es juez por medio de Cristo. En cuanto a nosotros, vivimos de su esperanza, gracias a su Espíritu.

V. t.: APOSTOLADO 1; CARIDAD II, 8; CUERPO MÍSTICO I; CRISTIANISMO, 6-7; ECLESIOLOGÍA; ESPÍRITU SANTO II; FE III, 1; JESUCRISTO 1, 9.

GERARD PHILIPS.

BIBL.: J. ALFARO, Cristo, Sacramento de Dios Padre. La Iglesia, Sacramento de Cristo glorificado, «Gregorianum» 48 (1967) 5-27; K. ALGERMISSEN, Iglesia Católica y confesiones cristianas, Madrid 1964; A. ANTóN, El capítulo del Pueblo de Dios en la Eclesiología de la Comunidad, «Estudios Eclesiásticos» 42 (1967) 155-181; J. ARIAS, P MONZÓN Y D.CABRERA. La Iglesia misterio y pueblo de Dios, «Salmanticensis» 12 (1965) 417-449; J. ARRIETA, El problema de la expresión del misterio de la Iglesia en las imágenes de la Escritura, «Estudios Eclesiásticos» 41 (1966) 25-70; A. BANDERA, La Iglesia, misterio de comunión, Salamanca 1965; G. BARAUNA, La Iglesia del Vaticano II, 2 vol., 3 ed. Barcelona 1968; D. BERTETTO, Maria SS. e la Chiesa. Saggio di sintesi positiva e dottrinale, Padua 1963; L. BOUYER, L'Église, peuple de Dieu, Corps du Christ, temple du Sannt Esprit, París 1971; B. C. BUTTLER, The Idea of the Church, Londres 1962; L. CERFAux, La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1958; ín, La Collégialité épiscopale. Histoire et théologie, París 1965; Y. CONGAR, Ensayos sobre el misterio de la Iglesia, Barcelona 1961; lo, Santa Iglesia, Barcelona 1965; ¡D, Sacerdote et Laicat devant leurs taches d'évangélisation et de civilisation, París 1962; 1. DANIÉLOU, H. VORGRIMLER, Sentire Ecclesiam, Friburgo Br. 1961; H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Bilbao 1958; íD, Études Mariales. Marie et 1'Église, 3 vol., París 1954-56; B. GHERARDINI, La Chiesa, Arca dell'Alleanza, Roma 1971; A. GRANADOS, El «Misterio de la Iglesia» en el Concilio Vaticano 11, Madrid 1965; S. YAKI, Les tendances nouvelles de 1'Ecclésiologie, Roma 1957; T. I. JIMÉNEZ URRESTI, La jefatura del Romano Pontífice sobre el Colegio Episcopal y, mediante él, sobre la Iglesia universal, «Rev. Española de Teología» 24 (1964) 379-434; CH. JOURNET, Teología de la Iglesia, Bilbao 1966; íD, L'Église du Verbe Incarné, 2 vol., París 1941-51; C. KOSER, Os grandes Temas da Constitutioo Dogmática «Lumen gentium», «Rev. Ecclesiastica Brasileira», 24 (1964) 959-975; íD, Laici in Ecclesia. An Ecumenical Bibliography on the Role of the Laity and the Mission of the Church, Génova 1961; A. LANG, Teología Fundamental, II, La Misión de la Iglesia, Madrid 1967; J. LóPEZ ORTIZ, D. J. BLÁZQUEZ, El colegio episcopal, 2 vol., Madrid 1964; VARIOS, Lumen Gentium. Constitution dogmatique sur 1'Église. Études, Tournai 1967; A. MÉDÉBIELLE, Église, en DB (Suppl.) II, París 1934, 489 ss.; M. NICOLAu, El episcopado en la Constitución «Lumen Gentium», «Salmanticensis» 12 (1965) 451-507; G. PHILIPS, Misión de los seglares en la Iglesia, 3 ed. San Sebastián 1961; íD, El Laicado en la época del Concilio, San Sebastián 1966; íD, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, 2 vol., Barcelona 1968-69 (obra fundamental); G. QUADRO, Maria e la Chiesa, «Academia Mariana Salesiana» n. 5, Turín 1962; J. M. RAMíREZ, De Episcopatu ut sacramento deque Episcoporum collegialitate, Salamanca 1966; F. RICKEN, «Ecclesia... universale salutis sacramentum», «Scholastik» 40 (1965) 352-388; 1. SALAVERRI, La constitución «De Ecclesia» y su valoración en el Vaticano II, «Estudios Eclesiásticos» 41 (1966) 275-302; íD, De Ecclesia Christi, en Sacrae Theologiae Summa, I, Madrid 1962, 488-976; B. SCHULTZE, Problemi di Teología presso gli Ortodossi, «Orientalia Christiana Periodica» 7 (1941) 149-205; O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento original, San Sebastián 1963; M. SCHMAUS, Teología dogmática, IV, La Iglesia, 2 ed. Madrid 1962; P. TEMA GARRIGA, La Palabra Ekklesia. Estudio Histórico Teológico, Barcelona 1958; G. THILs, La Iglesia y las Iglesias, Madrid 1968; S. TROMP, Corpus Christi quod et Ecclesia, 3 vol., Roma 1948-60; VARIOS, Vivre le Conclle. L'Église. Constitution «Lumen Gentium». Texte conciliaire. Introduction. Commentaires, Tours 1965; G. VOLTA, La recente costituzione dogmática «Lumen Gentium», «Scuola cattolica», 93 (1965) 3-34; FR. WULF, Lumen Gentium. Kap. V-VI. «Das Zweite Vaticanische Konzil», Friburgo Br. 1965, 284 ss.; v. t. la bibl. del art. ECLESIOLOGIA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991