IGLESIA, PODER DE LA IGLESIA EN LO TEMPORAL.


1) El origen del concepto «poder de la Iglesia en lo temporal». La idea de que la 1. posee un poder en lo temporal (que no se confunde con la acción santificadora de la 1. sobre el mundo) deriva de aquella teoría jurídicopolítica, de origen gelasiano, que toma cuerpo en la Baja Edad Media, según la cual la Ecclesia Christi (o Cristiandad) es entendida como una sociedad religiosopolítica, regida por dos supremas potestades, de orden temporal una, de orden espiritual la otra.
     
      Esta concepción -propia de la canonística posclásicase perpetúa en el lus Publicum Ecclesiasticum Externum, que transforma la idea medieval de horno perfectas en la de sociedad perfecta. El punto de partida de esta concepción es la consideración de que existen dos sociedades jurídicas perfectas -la 1. y el Estado- cada una de las cuales es suprema en su género: el orden temporal en el caso del Estado; el orden sobrenatural, en el de la 1. Dada la mayor excelencia del fin de la I., el Estado se subordina a la I.
     
      En la configuración de las relaciones entre la 1. y el Estado, la teoría del Derecho público eclesiástico (v.) externo suele distinguir tres posturas. La teoría de la potestas directa in temporalibus -sostenida en la Edad Media por algunos canonistas, entre los que suelen señalarse como más representativo a Egidio Romano (v.)atribuye al Papa un poder de alta dirección sobre los asuntos de orden temporal en el ámbito de la respublica christiana. Esta teoría, que nunca ha sido sustentada por los Romanos Pontífices -ni siquiera durante la época de mayor esplendor del poder papal- es unánimemente rechazada por los tratadistas de Derecho público eclesiástico contemporáneos. La teoría de la potestas indirecta in temporalibus atribuye al Romano Pontífice un poder sobre los asuntos temporales que están en conexión con el orden espiritual. El poder de la 1. queda así limitado a aquellas cuestiones de orden temporal que afectan a la salus animarum. Es la posición comúnmente acogida -con pequeña diversidad de matices- por los tratadistas de Derecho público eclesiástico. Suele señalarse a S. Roberto Belarmino (v.) como su primer formulador. Esta concepción ha sido objeto, en el s. xx, de críticas cada vez más frecuentes; y en la actualidad -especialmente después del Conc. Vaticano II que introduce un nuevo planteamiento en las relaciones entre la I. y el Estadotiende a ser abandonada. Finalmente, según la teoría de la potestas directiva in temporalibus, sólo corresponde a la 1. en este terreno un papel de mera orientación. Esta teoría, iniciada por Bossuet (v.) y Fénelon (v.) nunca tuvo muchos adeptos, y puede igualmente considerarse abandonada.
     
      Esta clasificación, según A. de la Hera, no resulta fundada, desde un punto de vista histórico: «En líneas generales puede decirse que se refería por todos el poder directo a la época medieval, dándose por sentado que fue la doctrina de muchos autores y algunos Papas de entonces, hasta que, a partir sobre todo de S. Roberto Belarmino, el hallazgo de la fórmula técnica de la potestad indirecta vino a resolver la cuestión en términos aceptables para todas las corrientes ortodoxas y no demasiado estridentes para sus opuestas, de forma que se estimó que tal era la doctrina común, y aún oficial, de la 1. Algunos autores, desde el s. xvttt, sobre todo, proponen como preferible la teoría del poder directivo, que es vista con desconfianza por la mayoría y llega al s. xx sin haber obtenido, ni mucho menos, en su favor, el asentimiento gozado por la del poder indirecto. Si se va luego a comprobar el fundamento de esas afirmaciones de la mayoría de los autores, se observa con sorpresa que no se apoyan en una investigación verdaderamente seria de la cuestión» (o. c. en bibl. 249-250).
     
      2) Comportamiento de la jerarquía eclesiástica respecto al orden temporal. Esta tipología sobre las relaciones entre la l. y el Estado responde a un planteamiento apologético de carácter teórico más que a la praxis seguida por la Santa Sede. Después de la experiencia a que condujo el non expedit, por el que en tiempos de Pío 1X, con un decreto de la Sagrada Pentenciaría de 1874, se impuso a los católicos la obligación de abstenerse de toda colaboración con el gobierno que pocos años antes había despojado a la Santa Sede de los Estados Pontificios, la actividad de la Secretaría de Estado a través de los nuncios se ha orientado a promocionar y alentar la acción de partidos políticos católicos o de católicos en la política, más que a influir directamente en los órganos decisorios del Estado. La jerarquía eclesiástica aspira, a partir de entonces, a iluminar la conciencia de los fieles, logrando así no un poder sobre las estructuras del poder temporal, sino una acción cristianamente inspirada en lo temporal, dentro del juego democrático propio de partidos de la mayoría de los Estados modernos.
     
      3) Atribuciones de la Jerarquía eclesiástica en el orden temporal, a la luz del Concilio Vaticano 11. El Conc. Vaticano 11 adopta una posición peculiar. Se aparta de las teorías sobre la potestas in temporalibus, al señalar como atribución de la 1. en este campo la de emitir un juicio moral (Gaudium et spes, 76). Vuelve así a renacer en cierto modo la teoría de la canonística clásica, que no hablaba.de potestas, sino de pecados en el orden temporal: peccata Caesaris, es decir, los pecados que el Emperador podía cometer no como hombre, sino como príncipe. La trascendencia del juicio moral de la 1. sobre pecados cometidos en el ejercicio de funciones públicas tenían en la época antigua importantes efectos de orden político indirecte et per consequentiam, que incluso podían consistir en la pérdida de un reino- eran entonces de importancia, pero han dejado de tenerla al desaparecer la disciplina de la penitencia pública. El juicio moral de que habla el Conc. Vaticano 11 -a diferencia de lo que ocurría con los peccata Caesaris- no es, propiamente hablando, vinculante para el Estado, entendido como institución porque el Estado no es sujeto de responsabilidad moral. Sólo la persona individual es capaz conforme a la moral católica, de ejecutar actos buenos o malos, de encaminarse a su fin último o de apartarse de él. Son las personas y no los Estados -cuya legislación obedece a procesos decisorios complejos- los que un día serán juzgados por el Supremo Juez.
     
      El Conc. Vaticano II, por otra parte, no habla de partidos católicos, y señala con énfasis que los fieles tienen el derecho fundamental- de conducirse autónomamente en el orden temporal (Gaudium et spes, 43 y 91; Lumen gentium, 3; Apostolicam actuositatem, 7 y 24; Presbyterorum ordinis, 9). Es decir, afirma claramente que el orden temporal tiene una dimensión moral, pero advierte a la vez que la complejidad propia de ese orden hace que la regla,o situación ordinaria sea el pluralismo de opciones y actuaciones.
     
      ¿Puede, pues, la jerarquía eclesiástica exigir a los fieles una determinada conducta en asuntos temporales? Este problema -si la 1. puede imponer el cumplimiento de una obligación estrictamente moral- es de mayor amplitud que el relativo a su intervención en cuestiones temporales. En efecto, de hecho la I. impone el cumplimiento de determinados deberes estrictamente morales, admitiéndose pacíficamente que tiene potestad para hacerlo. P. ej., la I. impone bajo pecado la asistencia dominical a misa, la comunión y confesión anuales, etc. En todos estos casos la 1. no crea el precepto moral, sino que simplemente lo concreta o aplica los principios de derecho divino, natural o positivo. Así el precepto de asistir a misa los domingos y fiestas principales es concreción del tercer precepto del decálogo. La comunión y confesión anuales, dentro de determinados plazos de tiempo, son igualmente concreción del deber moral genérico de recibir los sacramentos. La 1. no crea la moral -porque el orden moral no pertenece al ámbito de postestad humana-, sino que determina prudencialmente el modo concreto de dar cumplimiento a un precepto moral genérico. En este sentido -en la medida en que la concreción de un precepto moral genérico implica un margen de discrecionalidad, de prudencia gubernativa-, hay que reconocer a la 1. una potestad de concreción del orden moral en asuntos temporales, distinta de la función de magisterio.
     
      Cabe, pues, que la 1. concrete a los católicos en un determinado momento los preceptos morales genéricos relativos al orden temporal. En razón de las circunstancias que atraviesa un país, en un momento concreto, puede darse, p. ej., la coyuntura del peligro de la implantación de un gobierno anticatólico, desconocedor de la legítima libertad de los ciudadanos, es decir, presentarse unas condiciones tales, que obliguen a una determinada actuación concreta en lo temporal como votar a un determinado candidato o abstenerse de votar a otro.
      Esta concreción del deber moral -en el caso de que se presentase esa eventualidad- correspondería a la jerarquía y sería moralmente vinculante para los católicos. Obviamente por tratarse de una decisión prudencial, referida a un caso concreto, e individualizado, una tal intervención de la jerarquía implicaría un precepto moral pero no un programa estable y unos principios políticos de acción a largo plazo, lo cual es propio de un partido político pero no de la I. Católica.
     
      Las atribuciones de la jerarquía en cuestiones temporales que acabamos de delinear no consisten, pues, en una función de alta dirección de un partido católico. Para que esta intervención de la 1. sea moralmente vinculante, como precepto, para los católicos, no es suficiente, por otra parte, una mera exhortación a que los católicos se mantengan unidos en momentos de elecciones o consejos semejantes, insertos en una alocución o documento pastoral. El ejercicio de esa atribución implica su adecuada formalización jurídica, de forma que consten, sin lugar a dudas, los términos de la obligatoriedad. Del mismo modo que los cánones 989, 920 y 1247 del Código de Derecho Canónico de 1983 (al igual que prescribían los can. 906, 859 y 1248 del derogado CIC_de 1917) concretan en el espacio y en el tiempo los deberes morales de confesar, comulgar y asistir a misa y están perfectamente distinguidos de las posibles exhortaciones pastorales a la frecuencia de sacramentos, igualmente en el ejercicio de las atribuciones que a la jerarquía competen para concretar un previo precepto moral genérico sobre cuestiones temporales hay que distinguir el precepto de la exhortación.
     
      ¿En qué línea hay que situar toda esa actividad de la jerarquía que no se manifiesta en un precepto claro, conciso y taxativo, sino en documentos, por lo general extensos y de tipo exhortativo? Excluido que en estos casos se trate de un precepto, sólo cabe encuadrarlos en el ámbito de la actividad magisterial o en el de la actividad pastoral. La distinción entre una y otra hay que buscarla en la naturaleza abstracta e independiente de cualquier enjuiciamiento de hechos concretos que caracteriza la actividad magisterial. En este sentido, las encíclicas pontificias sobre cuestiones sociales -como la Rerum novarum, la Pacem in terris o l a Populorum progressio, etc- han de ser entendidas como actividad magisterial, encaminada a esclarecer la mente de católicos y no católicos. Las exhortaciones de la jerarquía con motivo de hechos concretos, han de ser consideradas, en cambio, actividad pastoral, ya que lo que en ellas se persigue no es tanto ilustrar y esclarecer doctrinalmente, como conseguir una determinada actuación que suponga el ejercicio de alguna virtud cristiana: la clemencia en un caso, la renuncia, en otro, a legítimos puntos de vista políticos en favor del bien de la I., etc.
     
      En la intervención de la I. en asuntos temporales hay, pues, que incluir: a) La función de dar preceptos, ad casum, breves, taxativos y vinculantes, que concreten un previo deber moral genérico. b) La función de magisterio, en la que de un modo general y abstracto -sin referencia a ninguna situación concreta- se ilustre la mente de los católicos sobre los problemas morales implicados en cuestiones temporales. c) La función pastoral de estímulo y exhortación a vivir determinadas virtudes cristianas, con motivo de un acontecimiento concreto.
     
      4) Límites intrínsecos y extrínsecos a esas atribuciones de la Jerarquía. Especificadas las funciones de la jerarquía eclesiástica pasemos a señalar sus límites, entre los que cabe distinguir unos de carácter intrínseco y otros que derivan de la condición constitucional de fiel (v.), de la que es propio unos derechos fundamentales oponibles a la acción de la jerarquía.
     
      a) Dentro de la función de dar preceptos, hay que señalar, como límites intrínsecos: La existencia de un genérico precepto moral; y que ese precepto sea ad casum; es decir, relativo a una situación concreta; no pudiendo consistir en un programa estable de acción política, ya que esto equivaldría a descender a cuestiones técnico-políticas que exceden la competencia de la jerarquía eclesiástica.
     
      b) Dentro de la función de magisterio, hay que señalar, como límites intrínsecos, que el magisterio se ocupa estrictamente de la dimensión moral de las cuestiones temporales. Por eso, hablando con propiedad, no puede decirse que exista una doctrina social o política de la l., sino una doctrina moral sobre asuntos políticos y sociales. De la función de magisterio hay que excluir, pues, las concreciones técnicas para encarnar la doctrina moral sobre cuestiones sociales de una determinada forma, como, p. ej., las exhortaciones de Juan XXIII en sus encíclicas sociales a formar cooperativas como modo de llevar a cabo la doctrina moral allí contendida, que puede sólo entenderse como una ejemplificación entre otros posibles modos de llevar a cabo postulados de justicia, pero no como parte integrante del magisterio moral sobre cuestiones sociales.
     
      (-) La función pastoral sobre cuestiones temporales viene limitada por el carácter efectivamente pastoral de la función. Respecto a la exhortación pastoral, al no consistir, a diferencia de la magisterial, en la exposición de una enseñanza doctrinal -aunque pueda contenerla- sino en una argumentación dirigida a estimular a vivir alguna concreta virtud cristiana, está limitada por esa finalidad de estímulo cristiano. Se sobrepasaría, pues, esta función, cuando lo que se procurara fuera una meta política o algo análogo.
     
      Los límites extrínsecos son una proyección de los anteriores, pero vistos desde la condición constitucional de fiel, al que corresponde una amplia autonomía en lo temporal (v. AUTONOMíA ui; FIEL; LAICOS). El fiel puede, en efecto, profesar cualquier ideología política o social, siempre que no se oponga a la fe o a la moral cristianas; fundar y adscribirse libremente a cualquier partido político, con el solo límite negativo de aquellos que son anticatólicos o sostienen doctrinas contrarias a la fe y a la moral cristianas, etc. Tiene, además, el derecho a una adecuada atención pastoral, por encima de divergencias o acontecimientos de orden temporal, etc.
     
      5) Consecuencias respecto al planteamiento de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Cuando las relaciones entre la I. y el Estado son vistas a la luz de los derechos fundamentales del fiel, es decir, cuando se enmarcan con respecto al cuadro que hemos perfilado, se produce un cambio de perspectiva en su planteamiento. En la Edad Media, las relaciones entre la I. y el Estado -o más propiamente, entre el poder clerical y el laical- se plantean entre el Papa y el Emperador, o entre el Papa y los Reyes, al margen de una teoría sobre los derechos fundamentales de los destinatarios de los acuerdos, considerados meros subditi legum et canonum. En la doctrina del Ius publicum ecclesiasticum, con la teoría de las dos sociedades perfectas, se plantea sobre la misma base. En la más reciente elaboración de los tratadistas de Derecho eclesiástico del Estado, la teoría de las sociedades perfectas ha sido sustituida por la de las relaciones entre dos ordenamientos, jurídicos, originarios y autónomos: el canónico y el estatal. Sólo recientemente algunos autores han señalado la necesidad de ver las relaciones entre la I. y el Estado desde la perspectiva de la persona, principal beneficiaria o perjudicada de los acuerdos entre la I. y el Estado.
      Bajo esta perspectiva se percibe la deficiencia de la clasificación establecida por los cultivadores del Derecho público eclesiástico -acogida también por los tratadistas de Derecho concordatorio (v.)- entre res spirituales, temporales y mimae. El sentido de esta clasificación es el de proporcionar un criterio de distribución de competencias entre poder eclesiástico y estatal. Sin embargo, si se reflexiona sobre las materias consideradas mixtas (v. Iv, 6) -aquellas cuya regulación compete a la 1. y al Estado conjuntamente- se percibe que el principio fundamental de su regulación no procede de que la I. y el Estado se pongan de acuerdo, sino de que se respeten los derechos fundamentales de las personas al regularlas. El régimen jurídico que debe presidir la educación, por señalar una materia típicamente mixta, deriva primariamente del derecho de las personas a la educación y a que su conten•do no sea impuesto, de forma que se respeten las preferencias religiosas, culturales, políticas, etc., de la persona. El régimen jurídico que debe presidir la regulación del matrimonio ha de estar inspirado en los principios de protección del ius connubii, respecto de la conciencia, etc.
     
      6) Conclusión. En resumen podemos decir que las atribuciones de la I. en el orden temporal no pueden ser entendidas adecuadamente sin contemplar simultáneamente la condición teológica del fiel corriente, al que le es propio, por voluntad de Cristo, desarrollar su actividad en el ámbito de lo temporal santificándolo y santificándose en él. «Los fieles, dice la Const. Lumen gentium, deben conocer la íntima naturaleza de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios. También en las ocupaciones seculares deben ayudarse mutuamente a una vida santa, de tal manera que el mundo se impregne del espíritu de Cristo, y alcance su fin con mayor eficacia, en la justicia, en la caridad y en la paz. En el cumplimiento de este deber universal corresponde a los laicos el lugar más destacado. Por ello, con su competencia en los asuntos profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, para utilidad de todos los hombres sin excepción; sean más convenientemente distribuidos entre ellos, y a su manera conduzcan al progreso universal en la libertad humana y cristiana» (n° 36). Este texto, lo mismo que otros paralelos del Decr. Apostolicam actuositatem, ponen de relieve -insistiendo principalmente en que se trata de una tarea propia de laicos- que la santificación de las realidades terrenas es una tarea eclesial, pero no eclesiástica. «Tengan también el máximo respeto, dice el Decr. Presbyterorum ordinis, a los presbíteros, a la justa libertad que a todos corresponde en la ciudad terrestre» (n.° 9); y el Decr. Ad gentes. «es propio de los laicos, impregnados del Espíritu de Cristo, animar desde dentro a modo de fermento las realidades temporales y ordenarlas para que sean cada vez más según Cristo» (n° 15). Los fieles están llamados a elevar las realidades terrenas al orden sobrenatural por propia vocación, no en virtud de un mandato o delegación, de la jerarquía. Constituiría, pues, una desfiguración de la doctrina conciliar identificar la elevación de las actividades terrenas al orden sobrenatural con una clericalización del orden temporal.
     
      La 1. más que un poder -salvo aquel al que antes hemos aludido de concreción de un precepto moral genérico- en el orden temporal, lo que está llamada a realizar es una acción santificadora, que eleve al orden sobrenatural las estructuras temporales; tarea que no se expresa adecuadamente si se habla principalmente de un dominio, poder- o mando en el orden temporal, ya que es un servicio y una actividad exquisitamente respetuosa de la libertad de todos.
     
      V. t.: 111, 6; AUTONOMÍA 111.
     
      BinL.: A. DE, LA HERA, Posibilidades actuales de la teoría (le la potestad indirecta, en Iglesia -v Derecho, Salamanca 1965 (Inst. San Raimundo de Peñafort) 245-270; A. OTTAVIAM, lastitutiocics iuris publici ecrlesiastie'i, vol. I1, 3 cd. Ciudad del Vaticano 1958 (Libr. Ed. Vaticana); G. SARACLN1. La poteslá della Chiesa ¡ti materia lenrporale c• il pensiero degli ultuni tinque Pontitici, Milán 1951 (Giufffé); J. M. GONZALEZ DEL VALLE, T. RINCÓN, Iglesia. Estado v conciencia cristiana. 2 ed. Madrid 1972 (Epalsa); J. M. GONZÁLEZ DEL VALLE, La autonomía en lo temporal. Delimitación ¿le su dirnensión institucional s, personal. «tus Canonicum», vol. XII (1972) n^ 24, 12-56; G. DALLA TORRE, Chiesa particolarc e contunitci politica. Módena 1983 (Mucchi); J. HERVADA. Diálogo en torno ct /ct.s relaciones Iglesia-Estarlo en clare moderna, en Las relaciones entre la Iglesia v el Estado. Madrid 1989 (Univ. Complutense, Univ. Navarra, Edersa) 275-286; J. L. GCTIGRREZ, La Iglesia ante el orden temporal, en ih- 213-226.
     
      J. M. GONZÁLEZ DEL VALLL. IGLESIA, HISTORIA DE LA
     
      1. Estudio general. 11. Historiografía eclesiástica.
     
      I. ESTUDIO GENERAL. El cristianismo (v.) es una religión esencialmente histórica, pues proclama la inserción del Verbo de Dios en el seno de la historia humana y afirma que la obra de nuestra salvación se ha realizado a través de hechos históricos (v. ENCARNACIÓN; JESUCRISTO). Fundada por Nuestro Señor Jesucristo para comunicar a los hombres la verdad revelada y la gracia de la Redención (v.), la Iglesia (v.) avanza en su peregrinaje terrestre, a través de las persecuciones del mundo y de las consolaciones de Dios (S. Agustín, De civitate Dei, XVIII,51,2), anunciando la muerte del Señor hasta que Él venga (Apc 22,1). Su principio divino es perpetuo e inmutable; es misterio y objeto de fe y como tal no tendría historia. Pero la Iglesia cumple su alta misión con la colaboración de la libre voluntad del hombre y por esto mismo está sujeta a cambios que le confieren una historia.
     
      l. Terminología. El término H. de la I. puede ser entendido de diversas maneras: A) Objetivamente, designa la misma realidad histórica (res gestae, Geschichte), la actividad, el desarrollo, las manifestaciones diversas de la Iglesia; todos los acontecimientos que han jalonado su camino. B) Subjetivamente, se aplica a la disciplina particular que se propone alcanzar esta realidad histórica; comprender estos acontecimientos del pasado; explicarlos en lo posible por sus causas y sus consecuencias (historia rerum gestarum, Historie). En la misma línea se asigna también este término a las diversas narraciones (relatos, exposiciones, obras, enseñanzas), destinadas a comunicar este conocimiento del pasado de la Iglesia. La H. de la I. es a la vez una investigación y un conocimiento y se encuentra en un estado de perpetua tensión entre la investigación y su resultado, progresando éste al ritmo de aquélla y proporcionándole continuamente nuevos problemas que necesitan ser elucidados.
     
      En esta última acepción, a la que un cierto número de lenguas romances, entre ellas el castellano, dan el nombre de «historiografía», la H. de la I. puede apelar a una larga tradición, que es indispensable recordar aquí a grandes rasgos para que se conozca el modo como se ha llegado progresivamente a la noción moderna de H. de la 1. en cuanto a su objeto, a su método y a sus particularidades.
     
      2. Desarrollo. a. Primeros siglos. El historiador que aborda la literatura cristiana desde los primeros siglos se siente frente a una ta rea temible cuando quiere interpretar, desde su punto de vista, los documentos originales para narrar la historia. En efecto, las referencias cronológicas y topográficas, necesarias para establecer las coordenadas de la historia, son bastante raras y los acontecimientos son presentados la mayoría de las veces según perspectivas apologéticas, polémicas y doctrinales que, sin falsear los hechos, les confieren, sin embargo, un punto de vista particular. Por otra parte, los documentos de esta época pertenecen a diversos géneros literarios de los que hay que determinar previamente, y en cada caso, el grado de historicidad antes de utilizar los datos en ellos contenidos. Para presentar un ejemplo típico, pensemos en las precauciones que son necesarias para separar la paja del buen grano en la inmensa literatura de las Actas y leyendas de los mártires de la antigüedad cristiana: mientras que las Acta o Gesta, que utilizan a veces procesos-verbales oficiales del interrogatorio y de la condenación de los mártires y las Passiones o Martyria, compuestas generalmente por testigos oculares o por contemporáneos, merecen crédito en general, las leyendas están desprovistas casi totalmente de valor histórico, aunque, por otra parte, nos informen sobre las creencias de sus autores y sobre las condiciones culturales y sociales de la época en que han sido redactadas (V. ACTA MARTYRUM).
     
      A Eusebio de Cesarea (v.) se le considera comúnmente como el Padre de la Historia eclesiástica, y con razón: el valor de su H. de la I. es inestimable debido a los documentos originales que ha conservado, a los extractos o trozos oficiales de los escritores cristianos que recoge. Pero al leerle, habrá que tener en cuenta sus puntos de vista teológicos y sus intenciones apologéticas: para Eusebio, la excelencia del cristianismo se prueba por su victoria sobre todas las potencias enemigas (los judíos, los paganos, los herejes); es Dios quien ha suscitado a Constantino para hacer triunfar a su Iglesia perseguida en aquel entonces.
     
      b. Crónicas de los siglos V al XV. La visión providencialista de Eusebio ha sido compartida por sus continuadores, tanto en Oriente como en Occidente. Son numerosas las fuentes narrativas de la H. de la I. bizantina que van desde el s. v al xv. Estas crónicas son más bien anecdóticas y están dominadas por un espíritu partidista, según que sus autores pertenezcan a la corte imperial, a los medios monásticos o a los que están alrededor del Patriarca. Todos están de acuerdo, sin embargo, en exaltar la misión providencial del Imperio, llamado a hacer reinar la verdad cristiana en todo el universo: el emperador es el protector nato de la Iglesia; debe defenderla contra los infieles y los herejes, velar por el mantenimiento de sus privilegios, aumentarlos por medio de sus ofrendas y fundaciones, proteger a sus misioneros y obligar por medio de sus leyes a todos los súbditos a cumplir sus deberes religiosos.
     
      La producción medieval concerniente a la H. de la I. occidental es inmensa. Aquí nos contentaremos con poner de relieve la inspiración general de sus escritos encuadrándolos en sus diversos géneros literarios:
     
      Rasgos comunes. Está escrita casi enteramente por clérigos y en latín. Esta literatura está inspirada por una concepción monística de la sociedad: no toma como objeto a la Iglesia, magnitud sociológica visible (como intenta hacer la moderna H. de la I.), sino a la humanidad entera o a la única cristiandad, en donde se enfrentan las fuerzas del bien y del mal y en donde se cumplen los planes de Dios. Se tiene la costumbre de decir que la visión agustiniana de la Ciudad de Dios se ha conservado a través de toda la Edad Media; sería mejor hablar de una visión teológica de la historia, susceptible de muchas variantes. Para S. Agustín (v.), en efecto, la civitas Dei y la civitas diaboli son invisibles y no se confunden con la Iglesia y el Imperio (esta asimilación la hará Otón de Freising en el s. xii). La misma Iglesia está permixta conteniendo a buenos y a malos, de manera que es imposible decir a qué civitas pertenecen los individuos; sólo el último juicio revelará el destino final de cada uno (De civitate Dei, XX,30). Los autores de la Edad Media son generalmente fieles a este esquema dualista: para ellos, Dios está presente en todas partes y el diablo está siempre al acecho quaerens quem devoret (1 Pet 5,8). Pero, para un gran número de ellos, Dios recompensa a los buenos y castiga a los malos ya desde aquí abajo, como lo hizo en el A. T. con el pueblo de Israel. Nos hace conocer su voluntad por medio de signos y prodigios (milagros realizados por los santos y sus reliquias, presagios, fenómenos atmosféricos, conjunción de astros, guerras, hambres, sortes sanctorum, etc. Dentro de esta perspectiva, toda la historia es lección espiritual, demostración del poder de Dios y de la malicia del demonio, apologética y parénesis. El primer cuidado de los autores es edificar, instruir, o al menos, impresionar a los lectores, reuniendo todos los signos de la acción divina.
     
      Tributarios de testimonios orales frecuentemente incontrolables, de fuentes escritas deficientes o conformistas, de tradiciones literarias fijadas (cuando imitan más o menos afortunadamente a los historiadores latinos profanos, como Suetonio o Ammien Marcelino), poco cuidadosos de la cronología e incapaces de hacerse una idea exacta de la importancia relativa de los acontecimientos que narran, los historiadores medievales tienen además tendencia a interpretarlos colocándose desde el punto de vista de Dios. Ponen de relieve las concordancias que creen descubrir entre los episodios bíblicos y la historia universal o los destinos de los particulares, y aplican a los hombres y a los acontecimientos esquemas de retribución inmediata, a veces desconcertantes para nosotros. Recurren a simplificaciones míticas, creen en la misión providencial de ciertas naciones (Gesta Dei per Francos) y hacen preferentemente una historia al nivel más elevado aquel en el que abundan los personajes predestinados que son objeto de la hagiografía (soberanos, obispos, santos abades). En su análisis de las motivaciones se contentan frecuentemente con explicaciones psicológicas elementales (orgullo, resentimiento, avaricia), cuando no se las imputan directamente a las maniobras y maleficios diabólicos. Sólo rara vez intuyen «el lazo que existe en todo momento entre las creencias y las reglas canónicas, en las que se expresa la vida de la Iglesia, y la realidad social, política y económica» (Fliche-Martin, I,10).
     
      Géneros literarios. Entre los más generales, baste recordar las historias o crónicas universales, que trazan la historia mundial desde la creación. Tienen en común la idea providencial ista respecto a la evolución de los imperios y la concepción de un progreso continuo que atañe a la suerte de toda la humanidad. Muchos esquemas bíblicos sirven de cuadro a los acontecimientos (las seis edades del mundo; los cuatro imperios (cfr. Dan 7,17); las tres grandes épocas de la historia universal, etc.
     
      Las historias nacionales están también penetradas de puntos de vista cristianos, porque sus autores exaltan el triunfo de la fe que marca la conversión de los pueblos bárbaros -Gregorio de Tours (v.), Isidoro de Sevilla (v.), Paulo Diácono, Beda (v.), y también las Crónicas nacionales de Bohemia, del canónigo Cosmas de Praga (1060-1125), de Polonia (1100), de Rusia, escrita hacia 1113 por el monje Néstor de Kiev, etc-.
     
      Los primeros autores de anales anotan los pequeños incidentes locales en las tablas pascuales, difundidas por los monjes insulares desde el s. vii bajo la forma de hojas que servían para 19 años. Estas reseñas no tienen, desde luego, ninguna pretensión literaria, pero señalan un progreso evidente hacia una cronología segura, primera condición de una exposición histórica sólida. Monásticos o episcopales, los anales y las crónicas particulares son innumerables desde el s. vtn al xiv. Pierden su importancia a finales de la Edad Media, porque las nuevas órdenes mendicantes escriben su historia bajo otras formas (como las Vitae de S. Francisco de Asís escritas por Tomás Celano).
     
      El principio que dirige las Gesta, Actus, y otros relatos del mismo género, es el de referir las realizaciones de los hombres que se han sucedido en los diversos oficios eclesiásticos (pontificado, episcopado, etc.). Roma y Rávena tuvieron su Liber Pontificalis: un gran número de iglesias han consignado piadosamente las Gesta de sus obispos. Del género de las Gesta al de las Biografías y a la Hagiografía (v.) sólo hay un paso. Las crónicas consagradas a la historia de las ciudades o de ciertas familias nobles que se multiplican a partir del s. xtv pueden proporcionar también noticias preciosas para la historia. Finalmente, todos los documentos y monumentos medievales conservados en las ricas bibliotecas y depósitos de Europa pueden desvelar todavía muchos secretos.
     
      c. Desde el Renacimiento hasta el siglo XX. La H. de la I. ha encontrado poco a poco su metodología propia bajo la influencia de muchos factores: a) El recurso a las fuentes originales, preconizado por los humanistas, que obliga a un gigantesco trabajo de inventario y de publicación. Ciertamente, las primeras ediciones se hicie-ron frecuentemente a base de prospecciones en el fondo de los archivos y de manuscritos. Pero las reglas de la edición crítica y de la hermenéutica fueron desarrollándose poco a poco: se aprendió a distinguir los textos auténticos de los pseudoepígrafes, a descubrir las interpolaciones, . a apreciar el valor histórico de los documentos a la luz de las reglas de la crítica externa e interna, rudimentarias en un principio, pero que irán perfeccionándose cada vez más. Hombres como Nicolás de Cusa (v.), Lorenzo Valla (v.), Tritemio, Beato Renano, Eneas Silvio (el futuro papa Pío 11) y otros, hicieron progresar mucho la crítica histórica.
     
      b) El análisis crítico de los documentos permite la puesta a punto de ciertas técnicas eruditas como la Palecgrafía, la Diplomática, la Numismática, la Cronología, etc., que se han constituido a partir de los s. xvii y xviit. Entre los pioneros de estas disciplinas figuran muchos religiosos, p. ej., D. Petau (cuya obra, Opus de doctrina temporum, coloca las bases de la cronología científica), los ilustres J. Mabillon y B. Montfaucon; no podemos olvidar al infatigable Ch. du Fresne, señor du Cange, cuyos glosarios latino (1678) y griego (1688) son indispensables a los medievalistas. Pero, sobre todo, ha sido en el s. xix cuando los eruditos han perfeccionado sus técnicas y multiplicado las ediciones críticas, los trabajos de H. de la l. y las revistas especializadas para bien de la ciencia eclesiástica.
     
      c) Las polémicas suscitadas por el protestantismo, el jansenismo (v.) y el galicanismo (v.) han incidido y se han reflejado tanto en el terreno histórico como en el especulativo. Cada campo ha intentado probar que él estaba en posesión de la verdad doctrinal y de la pureza institucional con ayuda de argumentos sacados preferentemente de la antigüedad cristiana. Estas confrontaciones han sido muy útiles para probar la solidez de los testimonios alegados.
     
      d) Un último factor, cuya importancia no podría ser suficientemente acentuada, es la inscripción de la H. de la I. en el programa de las universidades, tanto protestantes (Helmstedt, en 1650) como católicas (Roma, Sapienza, en 1657). Las necesidades de la enseñanza han favorecido las síntesis bien planeadas y las exposiciones que acuñaban los resultados de los eruditos, que de este modo han llegado rápidamente al conocimiento de un público amplio, provocando a su vez nuevas cuestiones e investigaciones.
     
      La H. de la 1. ha ampliado su campo de investigaciones hasta el punto de que en adelante es imposible al historiador aislado dominar toda la materia. Por eso, la enseñanza general de la historia se completa, en ciertos sectores que la pertenecían entonces, mediante una enseñanza especializada, como la Patrística (v.), la Arqueología y la Historia del Arte cristiano, la Historia del Derecho y de las Instituciones de la Iglesia, la Historia de la Espiritualidad (v.), la Historia de la Liturgia (v.), la Misionología (v.), etc.
     
      A pesar de sus progresos técnicos, la H. de la I. en los cuatro últimos siglos ha conservado normalmente un carácter polémico que no siempre ha contribuido a la objetividad ni a la imparcialidad de los trabajos. Por otra parte, la visión teológica de la historia universal se mantiene en las más diversas obras, tanto en los manuales escritos por protestantes en el s. xvi como en el Discurso sobre la Historia universal, de Bossuet (1681) o en la Historia de la religión de jesucristo del conde F. L. de Stolberg (1806-15). En las últimas décadas, los ensayos de Teología de la Historia (v. HISTORIA VI) se han multiplicado de manera impresionante en reacción contra el Historicismo (v.) y las Filosofías de la Historia desde las inspiradas por el positivismo de Augusto Comte (v.) o la visión dialéctica de Marx (v.), hasta las interpretaciones de N. Danilewski (1812-85), de O. Spengler (1880-1936) o de A. Toynbee (v.).
     
      3. Definición. La H. de la 1. es una disciplina teológica y científica a la vez. Realiza su investigación sirviéndose de los métodos mejor garantizados de la crítica histórica, sin perder de vista jamás el carácter sobrenatural de la Iglesia en su origen, sus fines, sus medios de acción. De esta doble exigencia resulta la nobleza pero también la dificultad particular de su tarea. El carácter científico de su disciplina requiere del historiador eclesiástico que sea hábil en las delicadas técnicas de la heurística (fuentes) y de la hermenéutica (interpretación), comunes a todas las ramas de la historia. El oficio de historiador no se improvisa; quien quiera consagrarse a la historia profana ha de someterse a un largo y difícil aprendizaje en Institutos especializados y ponerse bajo la dirección de maestros experimentados en esta materia. Dada la dignidad de su objeto y la gravedad de los juicios que deberá dar sobre los acontecimientos y los hombres, debe el futuro historiador eclesiástico adquirir un alto grado de cualificación profesional. Si quiere superar el estadio de la compilación superficial con fines de vulgarización o de edificación y capacitarse para trabajos originales según las fuentes en el campo de la H. de la 1. antigua o medieval, debe ser un especialista en las técnicas de las ciencias auxiliares. Para interpretar correctamente las fuentes antiguas es necesario penetrar los arcanos de la filología especializada (griego helenístico, latín tardío, etc.) y conocer los instrumentos. La necesidad de conocer las lenguas ordinarias de la ciencia (alemán, inglés, francés) es evidente: solamente a este precio el historiador podrá sacar partido de la inmensa bibliografía (v.). Será útil también una buena cultura general, abierta a todas las actividades humanas y que no sea unilateralmente teológica y literaria. En efecto, los progresos más sensibles realizados por la historia contemporánea, profana o eclesiástica, son debidos al hecho de que ha ampliado sus investigaciones, más allá de las fuentes literarias, a todos los testimonios, huellas o vestigios del pasado. Es un deber para el historiador recurrir a todos los sectores en los que la observación de estos testimonios puede enriquecer su conocimiento del pasado de la Iglesia.
     
      Si quiere estudiar los problemas de la H. de la I. contemporánea, debe haber aprendido a dosificar su esfuerzo en relación a los resultados que pretende: en este terreno la dificultad está en no dejarse ahogar por la masa enorme de documentos. Cuando se ha elaborado un programa de investigaciones, hay que aplicar sondeos selectivos, aplicar a los resultados los métodos de la estadística y de la sociología e interpretarlos a la luz de la psicología social. Se ha de tener en cuenta, sin embargo, que el aparato -científico de las nuevas técnicas no garantiza ni la seguridad de los métodos de información ni la exactitud de las interpretaciones. Cuando, p. ej., se perciben las relaciones entre la práctica religiosa y ciertas condiciones sociológicas o geográficas, ¿se está autorizado por ello para formular leyes generales? ¿Se puede tener la pretensión de haber descubierto los factores determinantes del fenómeno? ¿Se pueden identificar sin más los comportamientos de la masa sociológica y la vida de la Iglesia?
     
      De una manera más general, importa que el historiador se haya dado cuenta de los límites del conocimiento histórico como tal, tanto en la manera de llegar a los hechos como en su apreciación individual. Cada uno de estos hechos tiene' un grado de probabilidad, de verosimilitud o de certeza que hay que respetar cueste lo que cueste. En una palabra, la H. de la I. es una disciplina en el sentido de un método y de una sujeción; es una regla existente, pero provechosa, que capacita para mejor comprender las posiciones adversas y a dar razón de las cosas.
     
      A estas dificultades de orden general que la H. de la I. comparte con todas las ramas de esta disciplina, se añaden otras que le son propias. En efecto, el historiador aplica a su objeto un modo de conocimiento racional; para describir la vida de la Iglesia es tributario de los datos materiales a los que llega por sus propios medios. Ahora bien, algunos elementos esenciales de tal vida, como la asistencia ordinaria del Espíritu Santo o la comunión de los santos, escapan a su investigación directa. Sin excluirlos en ningún momento de su investigación o de su elaboración, no puede integrarlos en su construcción, que será necesariamente incompleta. Mientras no pretenda explicar toda la realidad divina y humana de la Iglesia, el modo de conocimiento histórico es legítimo. En efecto, «del mismo modo que la teodicea natural, ciencia admitida universalmente, no agota el conocimiento de Dios, sino que, fiel a sus métodos, se limita a lo que la razón puede descubrir del ser divino, del mismo modo la historia afirma de la vida de la Iglesia sólo aquello que puede discernir por los procedimientos legítimos que la distinguen de todo otro modo de conocimiento» (lacquin). La H. de la I. conoce, por consiguiente, límites heurísticos, hermenéuticos y sistemáticos que distinguen sus trabajos de los ensayos consagrados a la Teología de la historia (v. HISTORIA VI). Ésta se esfuerza en aplicar al desarrollo externo e interno de la Iglesia puntos de vista de fe, basados sobre los datos revelados, y en dar razón por medio de argumentos de orden teológico de las vicisitudes de su historia. Es ésta una empresa muy delicada, capaz de alimentar la piedad, pero que no podría dispensar de la investigación humilde y paciente de los hechos y de las causas humanas de estos hechos.
     
      Las relaciones de la H. de la I. con la Historia de las religiones (v. RELIGIÓN I) son igualmente limitadas y matizadas. Aquélla no puede aceptar los presupuestos filosóficos de la Escuela: el cristianismo no es el producto necesario de los factores circundantes, ni una simple tapa provisional en el desarrollo religioso de la humanidad. Sin embargo, puede sacar provecho de las investigaciones efectuadas por la Historia de las religiones para predicar las relaciones del cristianismo primitivo con el judaísmo y con las religiones paganas.
     
      La H. de la 1. es una disciplina teológica que recibe de la teología la definición de la Iglesia, institución visible fundada por Jesucristo para la salvación de la humanidad. Su objeto formal no es, por consiguiente, la evolución de la religión y de la piedad cristianas o de un pretendido mensaje religioso, que se entresacaría arbitrariamente de los escritos del N. T.: la revelación del Padre, el Reino de Dios, el dinamismo del Espíritu y de la Caridad, el triunfo de la justicia, etc., mensaje que compartirían las diversas confesiones cristianas, aunque lo trasmitan o lo vivan de una manera más o menos fiel. Pero la H. de la 1. no parte de los esquemas dogmáticos sobre la Iglesia para probar, a partir de los hechos históricos, lo bien fundados que están. Las nociones teológicas fundamentales que la definen aseguran la continuidad de la Iglesia bajo sus formas diversas. Las mismas no afectan ni a los principios del método racional ni a la construcción histórica. Los datos de la fe no falsean, por consiguiente, los razonamientos científicos, sino que su inmutable certeza viene a ser una guía discreta que nos preserva de los juicios prematuros o de las soluciones insuficientemente verificadas.
     
      «Conocer las realidades y comparar las causas basta a la ambición del historiador. Otros, los políticos y los legisladores, podrán quizá deducir las lecciones de una prodigiosa experiencia», escribe muy sabiamente el deán G. Le Bras (Prolegómenos, 227). Es verdad que se han exaltado de tal manera las virtudes de la historia, «magistrae vitae», sin que los hombres -aun los hombres de Iglesia- se hayan enmendado teniéndola por ejemplo, que es mejor dejar a cada uno el cuidado de meditar sus lecciones. De todos modos, continúa siendo verdad que la H. de la I. «es uno de los mejores medios para tomar conciencia de la riqueza y de la verdad de nuestra fe católica. En efecto, ella presenta en cada periodo y en todos los países a personalidades de primer rango y atañe a todos los dominios de la vida... Las deficiencias que en ella se encuentran son una continuación mística de la Cruz de Jesús que sigue siendo llevada por la Iglesia. Pero también es una prueba el hecho de que la Iglesia, aun en las más desesperadas situaciones, ha tenido siempre el valor de restaurarse para conducir a sus miembros hacia nuevas metas y el hecho de que en ella obra un poder no sólo humano sino divino (Lortz).
     
      4. Objeto. La H. de la 1. estudia el desarrollo externo e interno de la Iglesia y en primer lugar su expansión a través del tiempo y del espacio (Historia de la Misión, v. MISIONOLOGÍA). Da cuenta de las relaciones con los pueblos convertidos, los Estados y sus jefes (política eclesiástica), ya sean pacíficas o tempestuosas (persecuciones). La herejía o el cisma le han amputado a veces amplios territorios. Respecto a su desarrollo interno, el historiador pasa revista a los diversos aspectos de su vida social y religiosa: la formulación de su doctrina (Historia de los dogmas), el desarrollo de sus instituciones, las diversas formas del culto y de la liturgia, de las costumbres y de 'la disciplina, de su acción educativa, caritativa y cultural. Tres aspectos merecen particularmente ser puestos de relieve; los siguientes:
     
      a) La Iglesia ha sido misionera en sus orígenes con una intensidad digna de señalarse, pues en menos de tres siglos conquistó el Imperio romano. A través de toda la Edad Media realizó una obra considerable, evangelizando a los pueblos bárbaros, a los que ganó para Cristo y la civilización, desde las riberas del Tajo hasta las orillas del Báltico. Respecto a la epopeya misionera escrita por los hijos de España, de Lusitania y de Francia, es una de las más nobles páginas de la H. de la I. El s. xix merece también todos los elogios por haber realizado un trabajo intenso de evangelización, sobre todo en el África negra y en el Pacífico. Pero no es menos interesante seguir los esfuerzos de asimilación emprendidos por la Iglesia con las diversas disciplinas que a ella han llegado (filosofía griega, derecho romano, arte bizantino, etc.), y señalar las dificultades que encuentra para trasmitir su mensaje a los mundos musulmán, hindú, chino, p. ej. La Iglesia sabe hacerse toda para todos (1 Cor 9,22); no se identifica con ninguna cultura. En la medida en que fue verdaderamente misionera, anunció con intrepidez el Evangelio a todas las naciones y se mostró «católica», es decir, universal, ganando los mundos germánico, anglosajón, eslavo, oriental y multiplicando las «jóvenes iglesias» de África, Asia y América en toda su rica diversidad.
     
      b) Para el historiador católico, la H. de la 1. no podría reducirse a una descripción paralela de las diversas confesiones cristianas, como si todas tuvieran títulos iguales que reivindicar. Para él una sola es la heredera legítima de la comunidad del Cenáculo: es aquella que es una, santa, católica, apostólica y romana. Pero esta certeza no le lleva a ignorar las otras confesiones en las que se han conservado algunos valores cristianos auténticos, ni a minimizar la gravedad de las divisiones y desgarramientos que han roto la unidad del mundo cristiano.
     
      Adoptará para con ellas una actitud resueltamente ecuménica, positiva, comprensiva (v. ECUMENISMO). En la exposición de las rupturas señalará con toda lealtad las responsabilidades, se encuentren en donde se encuentren, sin tomar partido para denigrar o para autojustificarse. Tendrá cuidado en informarse de la historia de las confesiones separadas (algunas lo están desde hace quince siglos), que en ocasiones han seguido siendo fieles a Cristo al precio de sacrificios inauditos (piénsese, p. ej., en las pruebas de los armenios). Subrayará sus éxitos admirables a veces, en el campo del arte religioso, de la piedad y de la ascesis, sin omitir la exposición de los errores y desviaciones de estas comunidades. En pocas palabras, se esforzará por superar las perspectivas demasiado estrechas en las que la H. de la 1. se ha confinado durante mucho tiempo, a fin de darle las dimensiones de «la unidad católica del pueblo de Dios a la que están ordenados en primer lugar los fieles católicos, después, todos los que tienen fe en Cristo y, finalmente, todos los hombres, sin excepción, a los que la gracia de Dios llama para la salvación» (Lumen gentium, 8).
     
      c) Todas las expresiones de la vida de la Iglesia interesan al historiador, no sólo el crecimiento exteriormente visible del grano de mostaza que se hace un gran árbol, sino también la circulación secreta de la savia hasta las ramas más alejadas. Por eso deben retener su atención todos los aspectos pastorales. Hubo un tiempo ciertamente en que el camino más directo para ganar a los pueblos para la religión cristiana era obtener la conversión de sus príncipes. Pero aun entonces no podía uno dispensarse de la obra de evangelización directa del pueblo por la predicación, la catequesis, la distribución de los sacramentos a nivel familiar, parroquial, o a nivel de los diversos grupos existentes entre los cristianos. Por otra parte, si es indispensable sacar a la luz las disposiciones pro-cristianas, obtenidas por medios de acuerdo con los poderes públicos, no es menos esclarecedor, para apreciar el grado de cristianización de un país, el estudiar las diversas formas de actividad (misionera, caritativa, de asistencia y de enseñanza, etc.) instauradas por los elementos más activos del pueblo cristiano. Se evitará, sin embargo, el acantonarse en los hechos de civilización (literatura y artes, derecho, enseñanza, instituciones públicas y privadas), ya que todo eso puede ser más o menos significativo, pero, una acentuación de esas dimensiones, haría olvidar que la primera tarea de la Iglesia es, en efecto, asegurar el destino sobrenatural del hombre. Habrá que esforzarse, por consiguiente, por captar la vida religiosa del pueblo cristiano, ante todo en su privilegiada expresión de la oración litúrgica, pero igualmente en todas las formas de la oración privada accesibles a la observación histórica: los manuales de piedad para uso de los simples fieles, los escritos de los santos o las obras de espiritualidad. No hay nada, hasta las más humildes formas del arte cristiano (la imagen piadosa, las cruces campestres, los recuerdos de la comunión solemne) que no pueda proporcionar indicaciones preciosas. Del mismo modo, los usos y costumbres que acompañan las grandes etapas de la vida cristiana merecen toda la atención.
     
      Pero el historiador no tiene que registrar sólo los hechos edificantes; a cada paso encuentra debilidades y desfallecimientos de los hombres de Iglesia y hasta de los jefes de la Iglesia, de las élites dirigentes, de los intelectuales o de algunos miembros de la Jerarquía. Puede tratarse de faltas morales cualificadas; habrá que recordar que, como tales, los pecados son extraños a la Iglesia santa, cuya doctrina es siempre pura y cuyos sacramentos son fuentes de santidad. En cuanto a lo que se ha calificado de «faltas históricas»: incomprensiones, mediocridades, estrechez de espíritu, retrasos en la adaptación a las nuevas situaciones, etc., es evidente que si se las imputa a la Iglesia, es en un sentido impropio; en realidad, se quiere hablar de la responsabilidad en que ha incurrido una parte de los creyentes, desatenta a «los signos de los tiempos», y también de la responsabilidad de las personalidades a las que incumbía tomar ciertas decisiones en nombre de esta comunidad. El historiador eclesiástico no debe erigirse en juez severo o vengador, pero no le está prohibido ver en este misterio del pecado, que se le escapa, uno de los factores de explicación de las vicisitudes de la Ciudad de Dios.
     
      5. División en periodos. Las materias entre las que se reparte la H. de la 1. deben ser estudiadas también en su desarrollo cronológico, lo que suscita la problemática de una división en periodos.
     
      A decir verdad, toda división en historia es en parte arbitraria. La historia, lo mismo que la vida o el pasado humano cuyo conocimiento ella guarda o adquiere, no se deja dividir. Sólo existe un corte radical que es la muerte de los individuos, pero la sociedad les sobrevive; y si se ha podido decir de las civilizaciones que eran mortales, la sociedad humana continúa su marcha, heredando hasta las civilizaciones muertas. Esta ley se verifica también en la H. de la 1,., porque la Iglesia posee su vitalidad y dinamismo propios que aseguran a su desarrollo histórico una evolución homogénea, de suerte que nada se pierde de lo que ella ha asimilado.
     
      En las últimas décadas los ensayos de división en periodos de la H. de la 1. se han multiplicado, pero ninguno ha podido reunir la unanimidad de los autores. Hace medio siglo se intentaba determinar las épocas «por los grandes acontecimientos que detienen un desarrollo general e imprimen a la Historia de la Iglesia una orientación nueva». Se subdividían a su vez «las épocas en periodos, jalonados por acontecimientos de menor importancia» (Albers).
     
      Abandonando los criterios basados en los acontecimientos, los autores modernos intentan distinguir las épocas de la H. de la 1. a partir de procesos más generales, como la «expansión de la Iglesia y la penetración de los medios culturales y de los órdenes sociales por el espíritu cristiano» (Jedin). Pero ¿cómo efectuar una división neta de la H. de la 1. a partir de estos dos criterios? Los hechos morales, culturales y sociológicos exigen para manifestarse un lapso de tiempo a veces considerable; no son absolutamente homogéneos ni exactamente mensurables.
     
      En definitiva, aun cuando difieren en las cesuras que conviene colocar entre la Antigüedad y la Edad Media (476, 604,692), los autores conservan, sin embargo, la división tripartita elaborada por los humanistas y aplicada a la Historia por Cristóforo Cellario (Historias antiquae, medias, novae nucleus, Jena 1675-76). A veces se clasifican aparte los s. xix y xx como época contemporánea.
     
      La Antigüedad cristiana puede dividirse en dos periodos, el primero de los cuales (hasta el 313) es el de los tiempos apostólicos, de los apologistas y de las persecuciones. Ignorada o perseguida por los poderes públicos, la Iglesia se propaga entre los pueblos que tenían una cultura pagana, predominantemente greco-romana pero impregnada también fuertemente de influencias orientales.
     
      El reconocimiento oficial de la Iglesia por Constantino (313) abre el segundo periodo que puede estimarse prolongado hasta el final del s. VII. Libre desde aquel momento, el catolicismo se ve promovido bien pronto al rango de religión del Estado bajo Teodosio (380) y se organiza alrededor de centros poderosos: Roma, Alejandría, Antioquía, Cartago, Arlés. Las grandes discusiones doctrinales, trinitarias y cristológicas, sobre la santidad objetiva de la Iglesia (donatismo; v.), sobre la gracia (pelagianismo; v.) son resueltas por concilios generales con ayuda de los poderes públicos. Es también la edad de oro de la literatura cristiana y el principio del monaquismo.
     
      Al final del s. v desaparece en Occidente el cuadro político de la Antigüedad cristiana con la deposición del último emperador (476), pero los cuadros culturales y sociales de la Antigüedad se mantienen aún durante largo tiempo; en Oriente, un cierto número de Iglesias nacionales se separan de la gran Iglesia desde el s. v, mientras que Bizancio, que se dice siempre «romano», aparece como un imperio cristiano.
     
      La Edad Media: generalmente se divide la Edad Media en tres periodos, cuyo conjunto comprende la larga serie de siglos en los que se despliega la obra misionera y civilizadora de la Iglesia cerca de los pueblos romanos, germánicos y eslavos, mientras que Oriente en lucha contra el empuje musulmán (al que sucumbirá en 1453) y se esfuerza por mantener la tradición del Imperio cristiano.
     
      En el primer periodo (hasta mediados del s. xi), las iglesias nacionales de Occidente viven en alianza estrecha con el poder real, y después imperial (carolingio y otoniano). A la disgregación del Imperio carolingio, el parcelamiento de los señoríos y el sistema feudal hacen posible una influencia profunda de los laicos sobre las iglesias.
     
      De 1046 (elevación al trono de Clemente 11, el primer Papa de la llamada reforma gregoriana) a 1303 (muerte de Bonifacio VIII), la Iglesia reconquista en primer lugar su libertad de adquirir territorios propios y, después, con respecto al poder secular (querella de las Investiduras; v.), viniendo a ser la potencia directora, moral y políticamente, del Occidente cristiano. La ruptura con la Iglesia de Oriente, consumada en 1054 (v. CISMA), no encuentra solución, a pesar de las tentativas hechas en los Concilios de Lyon (v.) y de Florencia (v.). La Iglesia occidental crea una nueva cultura en esta edad de la Cristiandad: las Universidades se organizan; triunfan el derecho canónico y la escolástica; se desarrolla el arte gótico. El pontificado de Bonifacio VIII señala la expresión más vigorosa de las pretensiones pontificias (Bula Unam Sanctam), a las que inflige un cruel mentís el conflicto con Felipe el Hermoso.
     
      En el tercer periodo (1303-1517) decae el prestigio del papado como consecuencia del exilio de Aviñón (v.) y del cisma de Occidente (v. CISMA 111). Los concilios intentan en vano la reforma de la Iglesia tanto en su cabeza como en sus miembros. El declive de la sociedad feudal y el desarrollo del capitalismo naciente favorecen la disgregación de las estructuras medievales, la afirmación de un «espíritu laico» que aspira a la emancipación de la tutela eclesiástica, la aparición de una nueva cultura, profana, que renegará sucesivamente del catolicismo (Reforma), de los valores cristianos (Filosofía del Siglo de las Luces) y de toda forma de religión (Ateísmo moderno).
     
      Los tiempos modernos. Se caracterizan, geográficamente, por la división de la Cristiandad occidental y por la extensión de la Iglesia en el Nuevo Mundo y en los países de misión. Políticamente, los Estados se liberan cada vez más de la influencia de la Iglesi¿r.
     
      El primer periodo (1517-1789) es el del Antiguo Régimen,.el de las monarquías absolutas, el regalismo (v.) y la religión del estado. Pero la reforma eclesiástica, definida en el Concilio de Trento, permite una magnífica renovación de la vida religiosa y de la ciencia eclesiástica.
     
      El segundo periodo (a partir de la Revolución francesa de 1789) es a veces clasificado aparte como Época contemporánea. Después de los trastornos napoleónicos y de las revoluciones políticas favorables al advenimiento de las democracias (el término se aplica, sin embargo, a entidades muy diferentes), la Iglesia lucha con el liberalismo (v.), el positivismo (v.), el indiferentismo (v.). Si el papado pierde los Estados Pontificios (v.), su prestigio se afianza, sin embargo, en el Conc. Vaticano I con la definición de la infalibilidad pontificia (v.). La misión espiritual de la Iglesia aparece en todos los campos. Ésta se esfuerza por despertar para el apostolado a todo el pueblo cristiano, a quien ofrece medios renovados para su vida espiritual (movimiento bíblico; v.; litúrgico; v.) y se lanza al apostolado con los «hermanos separados» (v. ECUMENISMO), con las otras religiones monoteístas y con todos los hombres de buena voluntad. El Concilio Vaticano II (v.) es un acontecimiento de trascendente importancia, que abre una nueva época en la H. de la I.
     
      6. Fuentes e instrumentos de trabajo. Es fácil encontrar clasificadas las fuentes generales de la H. de la I. y las que conciernen a cada una de sus épocas en las bibliografías sistemáticas de los manuales de H. de la 1. Consúltense también los artículos de los diccionarios y de las enciclopedias, que tratan de las diversas categorías de testimonios útiles al historiador eclesiástico y, en especial, las voces relacionadas con Patrología (v.), Historiografía (v. ii), Fuentes del Derecho canónico (v.), Derecho concordatario (v.), Legislación civil en materia eclesiástica o Derecho eclesiástico (v.), Hagiografía (v.), Liturgia (v.) y Libros litúrgicos (v.), Historia de la Teología (v.), de la Espiritualidad (v.), del Arte cristiano, de la enseñanza cristiana, de las Universidades, etc. Es fácil seguir al detalle la historia del Papado (v.), de los obispos, de las órdenes monásticas y de las congregaciones religiosas.
     
      Entre las ciencias auxiliares de la historia las más útiles para la H. de la 1. son la Paleografía, la Diplomática, la Archivología, la Ciencia de las Bibliotecas, la Filología, la Cronología, la Numismática, la Cartografía, la Estadística. Hay que recurrir a ellas cuando sea necesario. El historiador eclesiástico deberá tomar con empeño la tarea de mantenerse al corriente de los problemas y de los trabajos que conciernen a su disciplina por medio de la lectura de las revistas especializadas y la asistencia a los Congresos de H. de la 1.
     
      V. t.: ANTIGUA, EDAD 11; CONTEMPORÁNEA, EDAD II; MEDIA, EDAD 11; MODERNA, EDAD 11; y los artículos por países.
     
     

BIBL.: Generalidades: art. dedicados a los historiadores y a la H. de la I. en las grandes enciclopedias, como el DACL, la Enciclopedia cattolica, Catholicisme, LTK, DTC, etc.; desde un punto de vista protestante está la Encyclopedia ol religious knotvledge, o la RGG. Se encuentran excelentes síntesis en las introducciones a los manuales de H. de la 1. de A. M. JACQUIN, de C. BIHLMEYER - H. TÜCHLE, de J. DANIÉLOU - H. 1. MARROU, de H. JEDIN, J. LORTZ, etc.; en castellano los manuales de R. G. VILLOSLADA, de B. LLORCA, de R. SOLDEVILLA, de Z. GARCíA VILLADA, sin contar los traducidos de A. EHRHARD y W. NEUSS, D. ROPs, B. RIDDER, H. JEDIN, J. LORTZ, HERTLING, DANIÉLOU y MARROu, etc. W. BESSON, Geschichte, Francfort del Main 1961; L'Histoire et ses méthodes, Encyclopédie de la Pléiade, París 1961; Handbuch der Kirchengeschichte, ed. H. JEDIN, Friburgo Br. 1966; O. BRUNNER, Abendlándisches Geschichtsdenken, en W. LAMMERS, Geschichtsdenken und Geschichtsbild im Mittelalter, Darmstadt 1961, 434-459; P. POLMAN, L'élernent historique dans la controverse religieuse du XVI s., Gembloux 1932; F. MEINEKE, Die Entstehung des Historismus, Munich 1950.-Sobre el método histórico en general: CH. DE SMEDT, Príncipes de la critique historique, Lieja 1883; CH. LANGLOIS, CH. SEIGNOBOS, Introduction aux études historiques, 2 ed., París 1899; R. I. MARROU, De la connaissance historique, 4 ed. París 1962; R. ARON, Introduction á la philosophie de 1'histoire, París 1938; H. JEDIN, Zur Aujgabe des Kirchengeschichtsschreibers, «Trierer Theologische Zeitschrift» (1952) 65-78; íD, La Historia eclesiástica es Teología y es Historia, «Atlántida» n, 32, VI (1968) 129-141; O. KÜHLER, Der Gegenstand der KG, en «Historisches Jahrbuch» (1958) 264-269.-Teología de la Historia: J. DANIÉLOU, El misterio de la historia, 2 ed. San Sebastián 1960; J. MARITAIN, Filosofía de la historia, Buenos Aires 1960; H. I. MARROU, Théologie de l'Histoire, París 1968 (bibl.); E. BENZ, Weltgeschichte, Kirchengeschichte, Missionsgeschichte, «Hist. Zeitschrift» (1954) 1-34; íD, Kirchengeschichte in ókumeniseher Sicht,. Leiden-Colonia 1961; en relación con la H. de la I. es especialmente útil consultar el art. HISTORIA VI (Teología de la Historia) y su bibliografía, donde se amplía lo que aquí se indica.

 

CHARLES MUNIER.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991