Iglesia. Misión de la
Se ha debatido si en el A. T. existe propiamente el
concepto de misión referido al Pueblo de Dios o si sólo aparece, de modo
originario, en el N. T. Cabe en cualquier caso afirmar que la idea de misión que
aparece en el N. T. no carece de precedentes en el A. T. En lo que respecta a la
misión del Pueblo de Dios, lo nuevo del Evangelio pertenece al mismo orden de
innovación que se da en los restantes órdenes de la historia de la Salvación
(v.). Lo que en el A. T. aparecía como signo todavía ineficaz, en el N. T. está
ya lleno de efectividad. Podría decirse que el Pueblo de Dios
veterotestamentario era sólo misionero in signo, mientras que el nuevo Pueblo de
Dios es misionero in signo et in re. Es decir, en el A. T. sólo se muestra o
significa (desde luego con creciente intensidad y también, en cierto modo, con
eficacia) el designio por el que Dios se propone realizar la salvación de todas
las naciones por medio de un Pueblo, que elige como suyo para este fin; en el N.
T., en cambio, la salvación no sólo es mostrada o significada, sino que
efectivamente se realiza plenamente, mediante la integración de los gentiles en
el nuevo Pueblo de Dios y la constante vocación (v.) con que se llama a los que
permanecen aún fuera, para que, recibiendo el don del Espíritu y obedeciendo al
mandato de Cristo, participen de la comunión de la caridad eclesial. Pero este
cambio cualitativo de la misión al pasar del A. al N. T. no significa que en el
A. T. no exista una maduración y crecimiento de la conciencia misional que,
desde gérmenes apenas visibles, conduce hasta una preparación inmediata a la
realidad misionera del N. T.
a) Antiguo Testamento. Los enviados de Yahwéh. La tradición del antiguo Israel
conoce la figura del mál'ákh Yahwéh, el ángel o enviado de Yahwéh, aunque en
algunos textos no está claro que sea un ser distinto del mismo Dios, sino la
forma de aparición o representación de Dios mismo (Gen 16,7; 22,11; Ex 3,2;
23,20; Idc 2,1; 22,17; 31,11; etc.). En otros lugares, en cambio, la figura del
ángel o enviado se diferencia del enviante, y de modo muy claro en el judaísmo
tardío. Históricamente, de la locución inmediata de Yahwéh a los Padres y a
Moisés, se pasa, en tiempos de los reyes, a la locución por medio del profeta,
el cual es esencialmente un enviado. También lo son en ocasiones los poderes
terrenos que resultan ejecutores de la voluntad de Dios en la historia. Y por
fin se llega a esperar un enviado escatológico. Pero trataremos aquí
especialmente no de esas misiones, sino de la misión de todo el Pueblo de Dios
en cuanto tal, aunque hay que notar que la conciencia del pueblo sobre esta
misión se despierta a partir de los individuos, enviados especiales de Yahwéh,
que remueven, orientan y forman al pueblo.
-La misión del Pueblo. No es de extrañar que la conciencia de una misión
universal esté nuclearmente presente ya en los mismos orígenes del Pueblo de,
Israel, puesto que su nacimiento como pueblo se debe a una libre elección y a un
misterioso designio divino de salvación. Yahwéh promete a Abraham: «por ti se
bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gen 12,3). Esta expresión significa
en sentido estricto (cfr. vers. 2 y 48,20; Ier 29,22) «las gentes se dirán:
Bendito seas como Abraham». Sin embargo, esa expresión de manera implícita y la
literatura bíblica posterior de modo abierto ponen de relieve la resonancia
universal de la elección de Israel. Ese texto es de hecho interpretado por el
Eclesiástico (44,21) en el sentido de que por medio del linaje de Abraham el
Señor bendecirá a las naciones; y así también aparece en la versión griega de
los Setenta y en el N. T. (Act 3,25; Gal 3,8). Este desarrollo interpretativo
muestra el sentido en que fue madurando la conciencia misional del Pueblo de
Dios, a partir de sus orígenes.
Es en el exilio donde Israel purifica y profundiza en la dimensión universal de
la misión que tiene como Pueblo de Dios. El mismo Israel o alguno de sus
miembros, en quien recaiga especialmente la elección para el servicio de Yahwéh,
«dictará ley a las naciones» (Is 42,1). Los israelitas serán sus «testigos» (Is
43,10.12), que lo darán a conocer como Dios único (Is 44,8). Aquí Israel se abre
a un universalismo religioso. Comienza el proselitismo judío y los extranjeros
se adhieren (más estrictamente en Judea que en la diáspora) al culto y a la
observancia de la Ley (Is 53,3,6 ss.). Se nota la presencia de un nuevo espíritu
en todo el pueblo judío. En el libro de Jonás encontramos una misión profética
cuyo destinatario es un pueblo pagano. Y en los Proverbios, la Sabiduría divina
invita a su festín a todos los hombres.
El cumplimiento real y total de la misión universal se deberá a la acción
escatológica de Dios mismo. Todos los pueblos serán reunidos por Dios (Is
60,3-6; Zach 8,20-22). La figura del siervo de Yahwéh (v.; Is 42,6 ss.; cfr.
49,5 ss.), la del profeta predicador de los pobres (Is 61,1 ss.), o la del
mensajero que despeja el camino delante de Dios (Mal 3,1), y la del nuevo Elías
(Mal 3,23), van precisando algunos de los rastros del Enviado escatológico de
Dios (v. MESíns) y de los acontecimientos que marcarán su llegada.
b) Nuevo. Testamento. La misión de Jesús. Los Evangelios sinópticos nos muestran
a Jesús como enviado del Padre. Su envío o misión ha sido preparada por Juan
Bautista (v.), mensajero divino, nuevo Elías, batidor de los caminos del Señor,
en quien se cumple el oráculo del profeta Malaquías (3,1.23). Juan ha abierto el
camino a Jesús, que se presenta como el enviado por excelencia, en quien se
cumplen los vaticinios del profeta Isaías (Le 4,1721 e Is 61,1 ss.). En la
parábola de los viñadores homicidas (a quienes el señor del viñedo envía como
mensajeros primero a sus criados y, después, a su propio hijo, al que le dan
muerte para alzarse ellos con la herencia) la misión de Jesús aparece, aunque
también en una línea de continuidad con la misión de los profetas, como la de un
enviado cualitativamente distinto de todos ellos: Él está representado por el
hijo del padre de familia, mientras que los profetas son sólo los criados (Mt
21,33-46). La singularidad de la misión de Jesús permite atisbar que entre 1;1 y
el Padre existe una relación única y singular. Quien lo recibe, recibe al Padre
que le envió (Le 9,48). Quien lo rechazare, rechazará al que le ha enviado (Le
10,16), el Padre, con quien el Hijo mantiene una perfecta relación de mutuo y
pleno conocimiento (Mt 11,27). Jesús se declara enviado o venido para anunciar
el Evangelio (Me 1,38), dar cumplimiento a la Ley y los Profetas (Mt 5,17),
traer fuego a la tierra (Le 12,49), buscar y salvar lo que se había perdido (Le
19,10), servir y dar su vida en redención (Me 10,45). Toda la obra redentora de
Jesús, desde los comienzos de su predicación hasta el sacrificio de la Cruz,
aparece así como un cumplimiento de la misión que ha recibido del Padre.
El tema de la misión está vivamente presente en los escritos de S. Pablo, del
que baste citar una frase central: «al llegar la plenitud de los tiempos, envió
Dios a su Hijo... para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gal 4,4-5; cfr.
Rom 8,15). En la Epístola a los Hebreos aparece Jesús como el «Apóstol (enviado)
y Sumo Sacerdote de nuestra fe» (3,1).
Pero es en la literatura joánica donde el tema de la misión ocupa un puesto más
destacado, constituyendo uno de los puntos cardinales de toda su teología. En el
cuarto Evangelio, del envío del Hijo por el Padre se habla hasta 40 veces como
tema de fondo constante (cfr. lo 3,17; 10,36; 17,18; etc.). «Enviado» es uno de
los títulos de Jesús, característicos del Evangelio de S. Juan; así, p. ej., en
la curación del ciego de nacimiento, Jesús indica al ciego que se lave los ojos
en la piscina de Siloé. El evangelista traduce el nombre de esta piscina por
Enviado, y señala que es un símbolo del mismo Jesús y sus aguas un símbolo de
las bendiciones mesiánicas (lo 9,7).
Jesús es enviado como Rey, para instaurar el Reino (lo 18,36-37), para cumplir
la voluntad de su Padre (4,34; 6,38 ss.), para trabajar en sus obras (9,4), para
decir lo que ha oído de quien le envió al mundo (8,26). Entre el Padre que le
envía y el Enviado hay una perfecta comunidad de vida (6,57; 8,16.29), de tal
modo que se debe honrar al Hijo enviado como al Padre mismo (5,23), y como al
Padre se le ha de creer y amar guardando su Palabra (14,24); en consecuencia
quien odia al Hijo, odia también a quien le envió (15,21-24). Jesús exige que se
tenga fe en su misión (11,42; 17,8.21.23.25), fe en el Hijo como enviado (6,29)
y en el Padre que le envía (5,24; 17,3), sabiendo que es precisamente la misión
del Hijo la que nos ha abierto las puertas para entrar en la intimidad de
Dios-Padre (17,1.3).
-La misión de los discípulos. Pero la misión del Hijo no termina en El mismo,
sino que, a semejanza de como el Padre le envió a Él, pl envía a sus discípulos
para que le precedan (Le 10,1), y realicen su misma misión de predicar el
Evangelio. Los Doce especialmente elegidos reciben concretamente el nombre de
Apóstoles (v.) o enviados (Le 6,13). Los enviados del Hijo son como obreros
enviados a la mies por su dueño (Mt 9,38; cfr. lo 4,38), como los siervos
enviados para llamar a los invitados a las bodas y a los que se encomienda la
misión de llenar la sala del banquete (Mt 22,3). Su destino será también
paralelo al del Maestro y sufrirán persecuciones (lo 13,16; Mt 10,24 ss.), e
incluso la muerte (Mt 23,34).
Pero ellos le representan a Él mismo y al Padre: «El que a vosotros oye, a mí me
oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha, y el que me desecha a mí,
desecha al que me envió» (Le 10,16; cfr. lo 13,20). La misión de los Apóstoles
queda unida íntimamente a la misión de Cristo: «Como mi Padre me envió, así yo
también os envío» (lo 20,21). Los Apóstoles han sido elegidos y destinados para
que vayan y den fruto (lo 15,16); sólo en el cumplimiento de su misión
alcanzarán la santidad («¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!»: 1 Cor 9,16).
Precisamente será a través de los Apóstoles cómo la misión de Cristo, que de un
modo inmediato sólo se dirigió a las ovejas perdidas en la casa de Israel (Mt
15,24), se hará extensiva a todas las naciones y a todos los tiempos («Id»...,
«predicad el Evangelio», «haced discípulos a todas las naciones», «Yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo»: Me 16,15; Mt 28,19).
Entre los Apóstoles, S. Pablo se sabe elegido por Cristo para una misión
específica: la predicación a los gentiles, que enlaza perfectamente con la del
siervo de Yahwéh (Act 22,17.18; cfr. Is 42,7,16), el cual había de predicar a
las naciones. Por eso S. Pablo, «siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación» (Rom
1,1) «para predicar la obediencia a la fe... entre todos los gentiles» (Rom
1,5), cumple su misión «de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Rom
1,7), el siervo de Dios glorificado (Philp 2,6.7).
El envío de los Apóstoles y discípulos no se refiere exclusivamente a ellos en
cuanto personas. El número de doce, que posee una especial significación (Mt
19,28; Act 1,26), hace a los Apóstoles trasunto de las doce tribus de Israel y
representantes de todo el Pueblo de Dios, que es así misionero en todos sus
miembros, según el ministerio propio de cada uno (1 Cor 12,28). Son todos los
discípulos de Jesús los que están enviados al mundo (lo 17,18). En una palabra:
la I. entera ha sido enviada por Cristo, de modo que todos y cada uno de sus
miembros participan de la misión, aunque obviamente según el lugar que ocupen en
la estructura eclesial y según los carismas personales que reciban.
-La misión del Espíritu Santo. Precisamente para hacer posible el cumplimiento
de esta misión será enviado el Espíritu Santo en Pentecostés (v.). Vistas en su
conjunto, las expresiones sobre la misión no presentan la posibilidad de separar
por su contenido la misión de los discípulos y del Espíritu (lo 4,38; 13,20;
17,18; 20,21 ss.). Lo envía el Padre (lo 14,26) y también el Hijo (lo 15,26; cfr.:
16,7), y lo envían sobre los Apóstoles: «Yo enviaré sobre vosotros lo que os ha
prometido mi Padre» (Le 24, 49). El Espíritu Santo da fuerza a los Doce para que
sean sus testigos en Jerusalén y hasta los confines de la tierra (Act 1,8); es,
pues, en el Espíritu como los Apóstoles anuncian el Evangelio (1 Pet 1,12), y
como los cristianos reciben la santidad y la adopción filial (Gal 4,6). A partir
de los cristianos, la efusión del Espíritu Santo se dirige a toda la humanidad y
tiene incluso un alcance cósmico: el Espíritu se derrama sobre toda carne (Act
2, 17 ss.) de modo que se renueva la faz de la tierra (cfr. Ps 104,30; Apc
21,1).
La misión de Cristo, que continúa en la misión de la l., animada por el
Espíritu, llegará a su cumplimiento perfecto en la segunda venida del Hijo del
hombre, que ansiosamente ha de ser esperada: «El Espíritu y la Desposada dicen:
¡Ven!» (Apc 22,17).
CRISTINO SOLANCE.
2) Sistematización teológica. La misión de la I. es aquella que le ha
determinado su fundador: Cristo. Si bien su ejercicio deberá acomodarse a las
peculiaridades de cada época histórica, la misión en sí no deriva ni se deduce
de las necesidades o gustos de cada tiempo. Para conocerla debemos, pues, acudir
a la Revelación divina (v.), conservada y trasmitida en la Sagrada Escritura y
en la Tradición cristiana. Intentaremos aquí exponer de modo sistemático las
líneas estructurales básicas que esas fuentes nos dan a conocer, basándonos
especialmente en las enseñanzas del Conc. Vaticano II, ya que uno de los
objetivos de este Concilio ha sido precisamente dar una visión lo más completa
posible del misterio de la l., tratando, por tanto, ampliamente el tema de la
misión.
a) Designio divino de salvación y misión de la Iglesia. Todo intento de exponer
la misión de la I. partiendo de una perspectiva genérica, aunque fuera la del
servicio a la dimensión religiosa del hombre, llevaría a dejar de lado lo
esencial. La perspectiva adecuada para comprender el ser y la misión de la 1. es
la de la llamada de Dios que eleva al hombre a participar de su vida íntima. Ya
el Conc. Vaticano I siguió este camino: «el Pastor eterno y guardián de nuestras
almas (1 Pet 2,25), para convertir en perenne la obra saludable de la redención,
decretó -se lee al comienzo de la Const. Pastor aeternusedificar la Santa
Iglesia en la que, como en casa del Dios vivo, todos los fieles estuvieran
unidos por el vínculo de una sola fe y caridad» (Denz.Sch. 3050). El Conc.
Vaticano II se sitúa en esa línea, desarrollándola y llevándola hasta sus más
profundas implicaciones; fue precisamente ese deseo de profundidad y rigor
teológico lo que movió a los padres conciliares a adoptar la decisión de
comenzar el estudio del tema de la I. por la consideración de su misterio, es
decir, de su vinculación con el designio salvífico de Dios.
En los dos documentos del Vaticano II en los que el tema de la misión de la 1.
es abordado más profundamente (la Const. Lumen gentium, 1-5, y el Decr. Ad.
gentes, 1-5) encontramos no sólo una misma doctrina sino incluso un mismo
esquema expositivo: como realidad última y radical, el decreto amoroso de Dios
Padre, por el que se decide crear el mundo, elevar al hombre a participar de la
vida divina, y redimirlo una vez caído bajo el pecado; inmediatamente después,
la consideración de la Encarnación de Dios Hijo, enviado por el Padre, para
redimir a los hombres y restablecer la armonía de lo creado; finalmente, la
referencia al envío del Espíritu Santo por el Padre y el Hijo, para dar vida a
los hombres muertos por el pecado y conducirlos, en Cristo, hacia el Padre. '
La I. aparece así como efecto y fruto de la acción salvadora trinitaria: nacida
del decreto de Dios Padre, fundada por Dios Hijo, animada por Dios Espíritu
Santo, la I. es el signo e instrumento de la salvación que Dios Uno y Trino
opera en la historia, o -lo que es equivalente, pero desde una perspectiva algo
diversa- el anuncio y la incoación en la historia del Reino de los cielos hacia
el que Dios encamina todo el acontecer (v. CIELO III). En otras palabras -y ya
en términos de misión- «la Iglesia provista de los dones de su Fundador y
cumpliendo fielmente sus mandamientos de caridad, humildad y abnegación, recibió
la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios y de establecerlo entre todos
los pueblos, constituyendo el germen y el comienzo de ese Reino sobre la tierra»
(Lum. gent. 5); de modo que el Pueblo de Dios, al que designamos con el nombre
de l., «aunque no abarque actualmente a todos los hombres y con frecuencia
parezca un rebaño pequeñito, es, sin embargo, el germen seguro de la unidad, de
la esperanza y de la salvación para todo el género humano. Fundado'por Cristo
para una comunión de vida, de amor y de verdad, es también un instrumento en sus
manos para la redención de todos, y es enviado por El al mundo entero como luz
del mundo y sal de la tierra» (Lum. gent. 9).
Con la palabra misión se indica una tarea que debe ser realizada; tarea que,
además, es recibida, es decir, que no surge de una pura decisión del sujeto que
la realiza, sino que es el resultado de una voluntad superior a él que le
encomienda y confía esa tarea y ante la cual es, por tanto, responsable.
Intentando esquematizar de acuerdo con esta breve descripción lo dicho hasta
ahora, podemos establecer lo siguiente:
a) La misión de la 1. en sentido activo (acción de enviar) es un acto de Dios:
es Dios, y, de manera inmediata, Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre,
Redentor y Salvador nuestro, quien envía a la I. para en ella y por ella operar
la salvación.
b) La misión de la I. en sentido pasivo o recibido (el hecho de haber sido
enviado y la tarea que de ese hecho deriva) constituye a la I. en el ser al que
Dios la ha destinado: la dota de un fin y de unos medios, le impone unas
actividades, que serán los que debemos analizar para acabar de perfilar su
misión.
Antes de pasar a ese análisis, hagamos dos observaciones a fin de precisar lo
dicho. En primer lugar, que la misión divina es constitutiva de la I. en sentido
pleno, es decir, la hace nacer: hay anticipos o preparaciones de la 1. (el
pueblo de Israel), o también presupuestos que nos ayuden a comprender su ser (la
sociabilidad del hombre, la unidad nativa del género humano, etc.), pero la I.
no deriva de ellos como una simple prolongación y desarrollo, sino que nace del
libre y gratuito decreto de Dios que, al enviarla al mundo, la hace surgir y la
mantiene en el ser. Por eso, como advertíamos al principio, la I. no puede ser
comprendida retrotrayéndola a esos anticipos o presupuestos, sino que debe ser
juzgada a partir del designio divino que la constituye.
En segundo lugar, que manteniendo claramente la distinción entre el enviante y
el enviado, entre Dios y la I., hemos de alejar de nosotros toda idea de
separación. La I. no es una comunidad que, surgida de un mandato divino,
subsista con independencia de Él (idea absurda, que implica una filosofía
deísta; v. DEísmo). La afirmación según la cual la 1. continúa la misión de
Cristo no quiere en modo alguno decir que Cristo, subido a los cielos, permanece
inactivo en espera de la consumación de los tiempos; sino, al contrario, que
Cristo, sentado a la derecha del Padre y dotado de todo poder sobre cielos y
tierra, ejerce su señorío universal en y por la l., sacramento visible de la
salvación. Cristo es no sólo fundador, sino también vida de la I., que es por
eso a la vez e inseparablemente Pueblo de Dios (v.) y Cuerpo místico de Cristo
(v.).
b) Finalidad y contenido de la misión. El fin de la misión o tarea encomendada
por Dios a la I. es, pues, la realización del plan divino en virtud del cual se
ha decretado instaurar todas las cosas en Cristo. «Para esto ha nacido la
Iglesia: para, dilatando el Reino de Cristo por toda la tierra, hacer partícipes
a todos los hombres de la redención salvadora y, por medio de ellos, orientar
verdaderamente todo el mundo hacia Cristo» (Vaticano 11, Decr. Apostolicam
actuositatem, 2). Esta formulación conciliar presupone dos verdades dogmáticas
fundamentales: a) la consideración del hombre como cabeza del orden material, b)
la afirmación del sentido teologal de la existencia humana. Es decir, el hombre
encuentra la realización de su destino -y, por tanto, su felicidad (v.)en el
reconocimiento de Dios y en la obediencia a su voluntad, ya que no está ordenado
al dominio sobre la creación, como si en ese dominio encontrara su plenitud,
sino a Dios de modo que el dominio sobre el resto de lo creado es una
redundancia o prolongación de la armonía y plenitud en que lo establece su unión
a Dios. La I., con su existencia misma, con su predicación, con sus sacramentos,
se encamina precisamente a eso: a provocar en los hombres el reconocimiento de
Dios Salvador y a hacerles posible el cumplimiento de su voluntad; en una
palabra, a servir a la comunión (koinonia) entre los hombres y Dios y,
consiguientemente, de los hombres entre sí y con el mundo.
Basándose en la distinción entre los dos sentidos o direcciones que clásicamente
suelen distinguirse en la obra de mediación de Cristo (mediación descendente,
por la que Cristo, Hijo de Dios, nos trae la gracia y la vida; y mediación
ascendente, por la que Cristo, en cuanto cabeza de la humanidad, satisface a
Dios Padre), diversos autores -p. ej., Charles Journet y Michael Schmaus- han
intentado estructurar los diversos aspectos implicados en el dato que acabamos
de mencionar. La misión de la I. es, en ese sentido, doble: la glorificación de
Dios y la salvación de los hombres. Glorificación de Dios, en primer lugar, ya
que, reconociendo el don divino que la constituye, la I. debe prorrumpir en
adoración, alabanza y acción de gracias, y ordenar toda su actividad a la
proclamación de la majestad divina moviendo a los hombres a su amor y
acatamiento: si no honrara a Dios en su liturgia y en su apostolado, la I. se
contradeciría a sí misma y perdería toda razón de ser. Salvación de los hombres,
ya que la I. es no sólo comunidad de llamados y congregación de fieles, sino
institución salvadora, instrumento del que Dios ha querido servirse para llamar
a los hombres y hacerles partícipes de los frutos de la Redención operada por
Cristo, hasta conducirlos al cielo.
Es obvio que entre esos dos aspectos o dimensiones de la misión de la I. hay una
íntima y variada interacción. Desde la perspectiva de la eficiencia es el
aspecto salvíficosacramental el que aparece en primer lugar, ya que es Dios
quien toma la iniciativa en la obra de la salvación y todo acto humano de valor
salvífico presupone la acción de la gracia (v.) en el alma. Desde el punto de
vista de la finalidad es, en cambio, la gloria (v.) de Dios lo decisivo, ya que
la glorificación de Dios es el fin último de toda la realidad creada. Desde una
perspectiva de antropología teológica, ambos aspectos se nos presentan como
inseparables, puesto que, siendo Dios el fin del hombre, la salvación se alcanza
precisamente en la glorificación de Dios: sólo cuando Dios es reconocido como
Señor, y adorado, alcanza el hombre su madurez y una existencia auténticamente
humana. Esa mutua interdependencia se manifiesta de modo peculiar en la
Eucaristía (v.), que es, por una parte, el alimento de toda la vida cristiana y,
por otra, -la más plena acción de gracias que la I. puede dirigir a Dios
anticipando con ella la plena comunicación que tendrá lugar en los cielos. Por
eso puede decirse que «la liturgia es la cima a la que tiende la actividad de la
Iglesia y, al mismo tiempo, es la fuente de donde emana toda su fuerza. Las
labores apostólicas se dirigen, en efecto, a que todos, hechos hijos de Dios por
la fe y el Bautismo, se aúnen, alaben a Dios de un modo público en la Iglesia,
participen en el Sacrificio y coman la cena del Señor» (Vaticano 11, Const.
Sacrosanctum concilium, 10).
Es éste el momento de mencionar una posible desviación en la presentación de los
fines de la I.; nos referimos concretamente a las afirmaciones según las cuales
es misión esencial de la I. la promoción del desarrollo temporal humano, de la
justicia social, del progreso cívico y cultural, de la liberación de los
condicionamientos económicos, etc. El énfasis puesto en esas afirmaciones es
presentado en ocasiones como un intento de corregir una supuesta desviación
individualista en la que habría incurrido la predicación y la teología de épocas
pasadas. Sin entrar a examinar ese juicio histórico (baste decir que, aunque
pueda dirigirse ese reproche a determinadas escuelas teológicas o de
espiritualidad de cuño pietista, se incurre en una grave inexactitud cuando se
pretende aplicarlo sin más a toda la época que nos ha precedido), señalemos que,
para corregir la tentación individualista desde una perspectiva radicalmente
cristiana, lo que debe hacerse en última instancia no es poner el. énfasis en el
ideal de una justicia intraterrena, sino subrayar la plenitud del estado
escatológico en el que la comunicación de Dios al hombre redundará en la
constitución de la fraternidad y comunión entre los santos y en la inmutación y
perfeccionamiento de la criatura material dando origen a unos nuevos cielos y
una nueva tierra (v. MUNDO III, 2; ESCATOLOGíA III; CIELO li[). No olvidemos,
además, que la idea misma de una perfecta felicidad terrena, temporal y política
es contradictoria en sí misma, ya que el hombre trasciende infinitamente lo
político y, espíritu inmortal por naturaleza, su destino va más allá del curso
empíricamente constatable de la historia (V. HISTORIA IV).
En otras palabras, el estado final al que el hombre ha sido llamado, y a cuyo
servicio se ordena la I., es un estado que trasciende toda realización
histórico-política, y por eso, si bien la I. debe hacer presente al cristianismo
la necesidad de asumir seriamente sus deberes mundanos -entre los que la
promoción de la justicia ocupa un lugar de primer plano-, debe a la vez recordar
constantemente a los hombres que el fin de su vida no es la mera consecución de
una felicidad intraterrena, sino un estado que trasciende y supera esas
aspiraciones integrándolas en un orden superior e infinitamente elevado: el que
nace y deriva de la comunicación al hombre de la misma vida divina.
c) Medios y actividades. Una misión implica -decíamos- un fin, y unos medios y
actividades encaminados al servicio y a la consecución de ese fin. ¿Cuáles son
esas actividades que perfilan la misión de la I.?
Un texto del decreto del Vaticano II sobre el apostolado de los laicos puede
servir de pauta: «la misión de la Iglesia tiende a la salvación de los hombres,
que se consigue mediante la fe en Cristo y por su gracia. Por tanto, el
apostolado de la Iglesia y de todos sus miembros se dirige ante todo a
manifestar al mundo con palabras y obras el mensaje de Cristo y a comunicarle su
gracia» (Apostolicam actuositatem, 6). Glosemos el panorama que ese texto nos
señala, resumiendo y esquematizando así algunas ideas ya apuntadas a los
apartados anteriores:
a) El anuncio del mensaje evangélico de salvación es, desde un punto de vista
genético, la primera de esas actividades o tareas; es ese anuncio lo que hace
posible la fe (v.) y, con ella, la conversión y la justificación (v.) (cfr. Lum.
gent. 9.48; Apost. act. 6) (v. PREDICACIóN; HOMILÉTICA; CATEQUESIS; MAGISTERIO
ECLESIÁSTICO; APOSTOLADO).
b) El ministerio de los sacramentos (v.) le sigue de modo inmediato, ya que a
través de él se comunica la gracia (v.) que ha de sostener el existir cristiano
y se da vida a la I., en cuanto comunidad de santificados, anticipo y signo del
Reino de los cielos (cfr. Lum. gent. 10-11) (V. SACRAMENTOS; LITURGIA;
SACERDOCIO III).
c) La fe y la gracia fructifican en vida, es decir, en santidad, que, por una
parte, es en cierto modo el fin mismo de la actividad de la I. puesto que la
santidad no es otra cosa que la unión con Dios a la que está llamado todo
cristiano (cfr. Lum. gent. 39-41); mientras que, por otra, completa e integra su
tarea de predicación: el testimonio de vida es, de por sí, una forma fundamental
de evangelización (cfr. Apost. act. 6). Recordemos que parte de esa
fructificación en vida de la fe y de la gracia es la asunción, con espíritu
cristiano y rectitud y competencia humanas, de las tareas temporales (Gaudium et
spes, 40-42; Apost. act. 7) (V. t. SANTIDAD [V; TESTIMONIO; MUNDO III).
d) La oración (v.) es, finalmente, el punto culminante de la actividad de la I.:
en ella se realiza de modo privilegiado la comunicación del hombre con Dios; y,
además, la garantía máxima de la vida eclesial, ya que sólo una I. que rece
puede ser fiel a la misión de hablar de Dios a los hombres dando testimonio del
amor que nos ha sido revelado.
Es importante señalar que las diversas actividades a través de las que se
estructura la misión de la I. (la esquematización que acabamos de hacer es,
obviamente, sólo un resumen sintético, que podría subdividirse o ampliarse) son
comunes a la I. entera, aunque cada uno de sus miembros deberá asumirla y
realizarla del modo que le sea propio según su situación eclesial.. En otras
palabras, en la I. hay «diversidad de ministerios, pero unidad de misión» (Apost.
act. 2; cfr. Lum. gent. 32). Siguiendo la caracterización tipológica hecha por
la Constitución Lumen gentium, 51, podemos decir que los miembros del orden
sagrado (v. OBISPO; PRESBÍTERO; DIÁCONO) asumen la misión de la I. precisamente
a través del cumplimiento de su ministerio (administración de los sacramentos,
magisterio y predicación, gobierno pastoral); los laicos (v.) viviendo en las
estructuras temporales, realizándolas según Dios, y dando en ellas un testimonio
de vida cristiana ordinaria; y los religiosos (v.), finalmente, dando
testimonio, merced a su apartamiento del mundo, del carácter escatológico de la
vocación cristiana. Esta catalogación es ciertamente somera y necesitaría ser
matizada y completada haciendo referencia a los diversos carismas y vocaciones,
etc., pero basta para la idea de conjunto que aquí corresponde dar.
d) Desarrollo histórico de la misión. A través de esas diversas actividades y
tareas la 1. realiza su misión de anunciar a Cristo y de facilitar a los hombres
los medios de salvación, haciendo así presente a Cristo en cada momento de la
historia; Cristo mismo que -como decíamos- no se separa de su l., continúa en
ella y a través de ella atrayendo a todos los hombres hacia sí hasta hacerlos
participar de su vida gloriosa (Lum. gent. 48; Ad gentes, 9). Esta condición
peregrinante de la l., que vive animada por la esperanza del Reino de los
cielos, nos lleva a una última consideración, a fin de acabar de precisar el
análisis de la misión que le ha sido encomendada. En efecto, ese extenderse de
la 1. a lo largo del tiempo hasta que llegue la consumación final, lo que
implica a su vez su expansión por el orbe de la tierra y su contacto con las
diversas etapas culturales que van sucediéndose en el escenario de la historia,
hace que podamos distinguir dos momentos en el desarrollo de su misión:
a) La implantación de la I.: Nacida en Jerusalén, la I. se extendió por la
predicación de los Apóstoles, y así habrá de continuar hasta el fin de los
siglos, anunciando la palabra de Dios a quienes todavía no creen en Cristo. Este
dirigirse de la I. a los hombres y pueblos que aún no han recibido el anuncio
cristiano es lo que se designa ordinariamente con el nombre de «misiones» (v.) o
«actividad misionera». Su fin es -como dice el Decreto dedicado a esta materia
por el Conc. Vaticano II«la evangelización y la plantación de la Iglesia en los
pueblos o grupos humanos en los cuales no ha arraigado todavía» (Ad gentes, 6).
Ese trabajo, como precisa ese mismo parágrafo del decreto conciliar, pasa por
una etapa de iniciación o plantación, que debe culminar en la constitución de
una comunidad cristiana o iglesia particular (v. 111, 7) ya desarrollada, con su
propia jerarquía, dotada de energías y medios suficientes para llevar una vida
cristiana y contribuir al bien de toda la I., etc.
La actividad misionera así concebida se fundamenta en la voluntad divina que
quiere que todos los hombres se salven, y que ha constituido a la I. como medio
ordinario de salvación. Incumbe, pues, a la I. la obligación de dirigirse a
todos los hombres ofreciéndoles su mensaje de salvación (Ad gentes, 7; cfr. Lum
gent., 13,15-17). El objetivo que persigue esta actividad misionera -en el
sentido estricto en que ahora la consideramos- es, pues, la constitución de
comunidades cristianas dotadas de vida propia, de manera que en todo lugar de la
tierra, en todo pueblo, en toda civilización, se haga presente de manera visible
la I., como signo levantado entre las naciones que revela y comunica la acción
salvífica de Dios (Ad gentes, 9; cfr. Lum. gent. 8; Conc. Vaticano 1, Const. Dei
Íilius, cap. 3: Denz.Sch. 3014).
b) Es obvio que la misión de la I. no termina ahí -y es eso lo que la teología
contemporánea ha puesto fuertemente de relieve, superando los límites en que
había sido encerrado anteriormente el concepto de misión-, sino que se prolonga
y afecta a toda su existencia, ya que, como hemos dicho, es precisamente a la
misión divina a lo que la 1. debe su ser. En ese sentido hay que afirmar que la
I. ha de encontrarse en perenne estado de misión, y eso no sólo porque los
pueblos en que la I. está ya implantada están expuestos a la descristianización,
sino más radical y esencialmente porque en todo tiempo y momento la 1. debe
llamar a sus hijos a una perenne conversión, a un constante examen y a una
ininterrumpida lucha, ya que «no se salva aunque esté incorporado a la Iglesia
quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia `en
cuerpo', pero no `en corazón'» (Lum. gent. 14). La misión de la I. terminará
sólo cuando se haya concluido el estado de peregrinación, y siendo entonces Dios
todo en todas las cosas, reine la perfecta unidad de los hijos de Dios.
V. t.: II, 5; APOSTOLADO 1; MISIONES 1; MISIONOLOGíA 1.
J. L. ILLANES MAESTRE.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991