Iglesia. Comunión Eclesiástica.
1) Origen y naturaleza de la expresión. 2) Los
términos de la comunión eclesiástica. 3) Los vínculos de la comunión
eclesiástica. 4) Los grados de comunión.
1) Origen y naturaleza de la expresión. La palabra «comunión» proviene del latín
communio, que en general significa unión común, asociación, comunidad de
personas. Aplicado este concepto a la unión existente en la Iglesia se habla de
comunión eclesiástica.
Esta expresión, que encuentra su fundamento en la S. E., se utilizó mucho en los
primeros siglos del cristianismo, después tuvo un uso más restringido -no así la
realidad que expresa-, y recientemente ha obtenido un lugar destacado en la
eclesiología. El tema tiene particulares relaciones con las notas y propiedades
de la l., por eso puede ser incluido aquí.
Quizá por haber tenido su periodo de «oscuridad» cuando surgieron y se
desarrollaron las síntesis teológicas, y por ser muy reciente el auge teológico
de esta expresión, no es frecuente encontrar exposiciones claras y precisas de
su contenido. Deberemos atender a su sentido originario para determinarlo.
a) En el Nuevo Testamento. El vocablo comunión (en griego: koinonía) aparece 19
veces en el N. T.: 14 en S. Pablo, cuatro en la primera carta de S. Juan y una
en los Hechos de los Apóstoles. El término no se emplea siempre en el mismo
sentido, aunque es posible determinar sus acepciones principales: participación
en los medios para obtener la gracia, e íntima asociación de los fieles con Dios
y entre sí.
S. Juan, al comienzo de su primera carta, hace un breve y profundo resumen de la
vida cristiana y de la misión apostólica: «Lo que hemos visto y oído -dice-, os
lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión (koinonía) con
nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1
lo 1,3). El fin de toda la obra evangelizadora y de la vida de cada fiel es
precisamente la comunión de vida con Dios: una unión íntima con Él, que nace de
la aceptación del mensaje evangélico e incluye también la unión con el Apóstol y
los demás cristianos.
El sentido de participación aparece sobre todo en textos eucarísticos, p. ej.:
«El cáliz de la bendición que bendecimos ¿no es la comunión (koinonía) de la
sangre de Cristo?» (1 Cor 10,16). No se trata de una simple unión moral con
Cristo inmolado, sino de una participación real de su Cuerpo y de su Sangre. A
continuación añade S. Pablo: «Siendo uno solo el pan, todos formamos un solo
cuerpo, pues todos participamos de un mismo pan» (1 Cor 10,17). Esta comunión
comporta también la unión de los fieles entre sí, pues al unirse
sacramentalmente al Cuerpo y Sangre de Cristo, todos se unen espiritualmente
entre sí.
En los Hechos de los Apóstoles, al describir la vida de los primeros cristianos
de Jerusalén, se dice que «perseveraban en la doctrina de los Apóstoles y en la
comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Act 2,42). Como se aprecia
por el contexto, la comunión tiene aquí el significado de unión fraterna de los
fieles por la caridad; unión que es sellada y se consuma en la «fracción del
pan», como se llama a la Eucaristía, y que es guiada por la autoridad y
magisterio de los Apóstoles.
b) En la Iglesia primera. El concepto de comunión como unión íntima con Dios y
unidad de los fieles entre sí por la caridad, que se manifiesta y se realiza
externamente por la participación en el Cuerpo y Sangre del Señor y por la unión
y la obediencia a los legítimos pastores, persistirá y se desarrollará en los
primeros siglos del cristianismo.
Los elementos que podemos destacar en el pensamiento de los Padres de la I.
acerca de la comunión eclesiástica son:
1° Es frecuente que consideren a la I. como una comunidad formada por la caridad
(cfr. S. Ignacio de Antioquía, Ep. ad Rom. Inscr.: PG 5,685), en la que los
fieles son hechos partícipes de la divinidad por medio de Jesucristo, que se
hizo partícipe de nuestra humanidad (cfr. S. Atanasio, Orat. de Incarn. Verbi,
54: PG: 25,192); esta incorporación e identificación con Cristo, nuestra Cabeza,
la realiza el Espíritu Santo que inhabita en la I. y en cada uno de los fieles (cfr.
S. Atanasio, Ep. 4 ad Serapionem, 1,24: PG 26,585).
2° Esta comunión supone y exige una absoluta unidad en la fe trasmitida por los
Apóstoles: separarse de la regla de la fe católica es separarse de la comunión
eclesiástica (cfr. Tertuliano, De praescr. haeret. 37: PL 2,50).
3° Es también una exigencia constante de la comunión eclesiástica la unión con
el obispo, representante de Dios, que en cada diócesis es el centro de unidad y
cohesión de la l.; de modo que quien no tiene parte con la jerarquía de la I. no
tiene el Espíritu de Cristo y está fuera de la comunión eclesiástica (cfr. S.
Ignacio de Antioquía, Ep. ad Trall. 2: PG 5,676; S. Cipriano, Epist. 66: PL 4,
406). A su vez, los obispos participan de la comunión eclesiástica si están en
unidad con los otros obispos y sobre todo con el Romano Pontífice, que es el
centro y origen de la unidad de la I. (cfr. S. Ireneo, Adv. Haer. 3,3, 2: PG
7,848; S. Cipriano, De cath. Eccle. unitate, 4: PL 4,498).
4° La Eucaristía es el signo más importante de la unidad de la I. y el
Sacramento que la realiza: sólo se admite a la comunión eucarística a quien está
en comunión con la l., porque este Sacramento, cuya materia proviene de muchas
espigas y de muchos racimos, que se han unificado en un solo pan y en un solo
vino, hace una sola cosa en Cristo a cuantos participan de la Eucaristía (cfr.
Didaché, 9: Funk 1,20).
5° La comunión eclesiástica abarca a todos los pertenecientes a la I.: «Si nos
hallamos en comunión con el Padre y con el Hijo, ¿cómo no habríamos de estarlo
con los santos, no sólo con los que se hallan en la tierra, sino con los del
cielo?» (Orígenes, In Levit. homil.: PG 12,437). Este pensamiento aparece
también en las formas litúrgicas: en la invocación a los santos, oración por los
difuntos y por todos los fieles. El antiguo y venerable canon romano nos
recuerda que celebramos los misterios divinos «unidos en una misma comunión (communicantes)
y venerando la memoria de... todos los santos» y pedimos para todos la comunión
con los mártires y con los santos por Jesucristo Nuestro Señor.
La comunión eclesiástica como se entiende en los primeros tiempos de la I., es,
pues, un profundo vínculo que, en virtud de la participación de la naturaleza
divina recibida de Cristo, une a los fieles por la caridad entre sí, en una
comunidad espiritual y visible a la vez, que tiene su centro en la comunión
eucarística. Su consecuencia es la participación en los bienes de Cristo, y
exige una absoluta unidad de fe, una sumisión a la autoridad jerárquica y una
generosa comunicación de bienes espirituales y materiales movida por la caridad.
c) En la teología posterior la sistemación teológica de la escolástica y de los
siglos siguientes se hace eco de todo este patrimonio de la Tradición, pero no
lo desarrolló ni lo abordó como objeto directo de estudio: se habla pocas veces
de la comunión eclesiástica y la realidad expresada por estas palabras la
encontramos expuesta cuando se estudian otros temas, como el Cuerpo místico de
Cristo, los Sacramentos, la caridad, la excomunión, o bien en las exposiciones
sobre la unidad de la I. y la Comunión de los santos como artículos del Símbolo.
Más tarde se comienza a hablar de la comunión eclesiástica como un aspecto de la
unidad de la l.: unidad de comunión, distinta, aunque no separada, de la unidad
de la fe. La unidad de comunión que existe en la I. hace relación a la unión de
voluntades producida por la caridad que el Espíritu Santo derrama en los
corazones de los fieles, y fundada sobre la unidad mística entre todos los
miembros del Cuerpo Místico de Cristo.
Últimamente, como se ha dicho, se presta mucha atención a esta realidad, incluso
algunos autores actuales han puesto de relieve la llamada «eclesiología de la
comunión», definiendo la I. como una comunión, en un intento de no reducir la
eclesiología (v.) al estudio de sus elementos exteriores, institucionales. De
esta forma, procuran centrar la atención en los elementos interiores de gracia
como los más radicalmente constitutivos de la I., aunque éstos hacen siempre
referencia y exigén los exteriores, que son los que manifiestan y realizan
visiblemente la comunión eclesiástica.
También se da actualmente un cierto uso indiscriminado de esta expresión, con
sentidos diversos o ambiguos que se alejan de su sentido tradicional;
contraponiendo a veces, sin fundamento, la «Iglesia sociedad» a la «Iglesia
comunión», o negando la realidad social de la Iglesia. Esta tendencia es
sostenida por ciertos ambientes o autores pseudo-ecumenistas, para quienes una
definición vaga, confusa y exclusivamente «espiritual» de la 1. parece servir
para englobar en esta l., así concebida, todas las confesiones cristianas, en
neto contraste con la clara tradición eclesiástica.
d) En resumen, podemos constatar que la expresión comunión eclesiástica muy
difundida en la antigüedad y actualmente, tiene diversas acepciones, próximas en
su significado y relacionadas entre sí: 1° Unión estrecha y sobrenatural con
Dios y con los demás fieles en Cristo por la caridad y por la participación en
los medios de gracia y de unidad, especialmente la sagrada Eucaristía; 2° La
comunidad formada por los que, participando de esos medios de gracia están
unidos a Cristo, formando su Cuerpo Místico; es decir, la totalidad de la
Iglesia.
Aquí trataremos de la comunión eclesiástica entendida como unión, ya que el
segundo aspecto es examinado a lo largo de muchos otros artículos. Si intentamos
precisar un poco, comprobaremos que la unión es una relación entre dos o más, y
que consta, por tanto, de unos extremos que se unen y de unos vínculos que la
realizan. Por ello vamos a ver brevemente estos puntos.
2) Los términos de la comunión eclesiástica. Unión con Dios, Uno y Trino. El
principio y el término de la comunión eclesiástica es Dios mismo en la Trinidad
de Personas. Es su principio porque la 1. tiene su origen en la misión del Hijo
de Dios y del Espíritu Santo según el designio de Dios Padre (cfr. Vaticano II,
Const. Lumen gentium, 2-4). Es una manifestación del descensus Dei ad creaturas,
de la amorosa y libre comunicación de Dios al hombre, y no es, por tanto, una
iniciativa humana.
Se atribuye a Dios Padre, Ingénito, Principio sin principio, todo el plan
salvífico que comprende la llamada de todos los hombres a formar parte de su
Pueblo (v. ELECCIÓN DIVINA): vocación absolutamente gratuita, que tiene como fin
participar de la naturaleza divina (cfr. 2 Pet 1,4). Esta vocación, por designio
divino, se centra en Cristo, único Mediador, a través del cual llegamos a Dios:
«Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión con su Hijo,
Jesucristo, nuestro Señor» (1 Cor 1,9; cfr. Eph 1,4-6) (v. t. JESUCRISTO V).
El día de Pentecostés fue enviado el Espíritu Santo por el Padre y el Hijo, para
que permaneciera en la I. para siempre como fuente de santidad y de toda gracia,
y así todos los fieles recibieran los frutos de la Redención y llegaran a ser
hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina. El Espíritu Santo nos lleva
a unirnos a Cristo (cfr. lo 16,13; Rom 8,9); la comunión con el Espíritu Santo (cfr.
2 Cor 13,13) «nos conforma a Cristo e imprime de alguna manera en nosotros una
forma divina» (S. Cirilo de Alejandría, Sermo Pasch. 10,2: PG 77,617),
haciéndonos participar de las riquezas sobreabundantes de gracia y de verdad que
se hallan ten el alma de Cristo.
Dios mismo es el término, el fin, de la I.: estamos llamados a formar parte de
la unidad divina -ahora incoativamente por la gracia, después en su plenitud por
la gloria-, como Jesús pedía al Padre: «Que todos sean una misma cosa, y que
como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, así sean ellos una misma cosa en
nosotros; y que el Amor con que me amaste, esté en ellos, y yo en ellos» (lo
17,21.26).
Unión entre los fieles. Por la unión de cada uno de los fieles con Dios, que es
Uno, se unen también todos entre sí. Todos los cristianos son hijos de Dios, y
por esto hermanos de los demás hijos de Dios, pertenecientes a la misma familia
sobrenatural. Puesto que los fieles están unidos a Cristo, forman en Él un solo
Cuerpo, una sola cosa: «Porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús», decía
S. Pablo a los gálatas (Gal 3,28). El Magisterio y la teología han hablado de la
1. y de Cristo como formando quasi una mystica persona, como una persona
mística, tal es la unión de todos los fieles en Cristo (cfr. Pío XII, Enc.
Mystici Corporis, AAS 1943, 218.226. 231). Así S. Pablo concluía incisivamente:
«Nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos
recíprocamente miembros los unos de los otros» (Rom 12,5).
Asimismo, el Espíritu Santo, lazo de unión entre el Padre y el Hijo, que ha sido
dado a la 1. e inhabita en ella y en los corazones de los fieles como en un
templo (cfr. 1 Cor 3,16) «realiza la admirable unión de los fieles y tan
estrechamente une a todos en Cristo, que es el Principio de unidad de la
Iglesia» (Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, 2); su acción se compara
por ello a la del alma en el cuerpo humano.
Hay, por tanto, una misteriosa, realísima, profundísima y sobrenatural unidad
entre todos los cristianos, que deriva de la unión personal con Dios Uno y
Trino. La comunión eclesiástica pertenece al orden sobrenatural, y no puede
reducirse al plano de una asociación meramente natural: hablar de la comunidad
eclesiástica en clave exclusivamente sociológica sería falsear en su misma raíz
el concepto. La I. es sociedad, ciertamente, pero no es un simple cuerpo moral:
trasciende el modo de ser de toda otra sociedad o comunidad.
Hay que añadir que la unión existente entre los fieles se extiende a los que
están en el cielo y a los que están purificándose en el purgatorio después de la
muerte «porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu forman una sola
Iglesia y en Cristo se unen entre sí» (Lum. gent. 49).
3) Los vínculos de la comunión eclesiástica. La vinculación radical que existe
entre Cristo y los miembros de su Cuerpo Místico es de orden ontológico, unión
por la gracia santificante, que algunos autores llaman «unidad de cohesión».
Veamos ahora brevemente los principales medios que manifiestan esa comunión y a
través de los cuales nos unimos a Dios y a los demás miembros de Cristo.
Vínculos interiores. En primer lugar nos unimos a Dios de modo estrechísimo y
también a los demás fieles por las virtudes (v.) teologales -cuyo objeto propio
es Dios mismo-: la fe, la esperanza y la caridad (cfr. Pío XII, enc. Mystici
Corporis, AAS 1943,227 ss.; S. Tomás, In Symbol Ap. expositio, art. 9). Virtudes
que son don gratuito de Dios, que las infunde en el cristiano; por lo cual
debemos decir que es más bien Dios quien nos une a Sí, y en Él a toda la
Iglesia.
Por la fe (v.) el hombre se une a Dios y «Dios está en él, y él en Dios» (1 lo
4,15). La fe, don de Dios, supone por parte del hombre una entrega, una
aceptación tundida a su palabra, un rationabile obsequium (Rom 12, 1), como
Señor nuestro y fuente de toda verdad. Los cristianos «tenemos el mismo espíritu
de fe» (2 Cor 4,13), por lo que también tenemos una unidad entre nosotros como
discípulos de un único Maestro.
«Así como en la tierra nos unimos a Dios por la fe, como fuente de la verdad,
también le deseamos por la esperanza (v.) cristiana, como fuente de la
bienaventuranza» (Mystici Corporis, AAS 1943,228). Por ese deseo y esperanza
comunes también estamos asociados mutuamente «siendo un solo cuerpo y un solo
espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación»
(Ef 4,4).
Sobre todo nos unimos a Cristo en su Cuerpo Místico por el vínculo de la caridad
(v.) que el Espíritu Santo -Amor Subsistente del Padre y del Hijo- derrama en
los corazones de los fieles. Es como una participación de Dios mismo, ya que
«Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en
él» (1 lo 4,16), pues Dios viene a hacer morada en él (cfr. lo 14,23). El lazo
de la caridad es el que más estrechamente nos une a Dios (cfr. S. Tomás, 2-2 q23
a6; g184, al); es el compendio y resumen de toda la vida cristiana (cfr. Rom
13,8), sin la cual nada tiene valor ante Dios, es vano y sin vida (cfr. 1 Cor
13,1 ss.).
El amor a Dios es verdadero cuando nos lleva a amar a todos los miembros de
Cristo, por los que Él ha dado su sangre: «Si alguno dice: sí, yo amo a Dios, al
paso que aborrece a su hermano, es un mentiroso. Pues el que no ama a su hermano
a quien ve, a Dios, a quien no ve, ¿cómo podrá amarle? Y tenemos este
mandamiento de Dios: que quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 lo
4,20-21). Éste es el primero y más grande de los mandamientos (cfr. Mt 22,38) y
el mandatum novum que nos dejó Cristo como característico de los cristianos (cfr.
lo 13,34).
Por este triple vínculo operativo -basado en la gracia santificante- todos los
cristianos formamos una sola cosa, unidos a Dios y en Él y por Él a los demás en
comunión de fe, de deseo, de intenciones, de obras, de caridad. No es otra cosa
lo que se decía de los primeros cristianos: «La multitud de los creyentes tenía
un mismo corazón y una misma alma» (Act 4,32).
Vínculos externos. Sin embargo, en la I. que peregrina en la tierra no hay sólo
vínculos internos: Cristo la ha instituido como sociedad visible, con unos
vínculos también exteriores, sin los que no se da la unión con Dios y con los
demás fieles.
En primer lugar señalemos la profesión de una misma fe. Y hablamos aquí de fe,
no en cuanto virtud por la que nos unimos a Dios manifestando nuestra confianza
en Él, sino en cuanto contenido objetivo de verdades reveladas por Dios y
propuestas por el Magisterio de la I., que garantiza su auténtica interpretación
y defiende su unicidad (v~ FE II-ni). Cristo quiso que la I. fuera una, y «una
tan grande y absoluta concordia entre los hombres debe tener por fundamento
necesario la armonía y la unión de las inteligencias, de la que derivará
naturalmente la armonía de las voluntades y el concierto de las acciones. Por
esto, según su divino propósito, Jesucristo quiso que en su 1. existiese la
unidad de la fe; porque la virtud de la fe es el primero de todos los vínculos
que unen al hombre con Dios, y a ella es a la que debemos el nombre de fieles.
`Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo' (Eph 4,5): es decir, del mismo
modo que no tienen más que un solo Señor y un solo bautismo, así todos los
cristianos del mundo no deben tener sino una sola fe» (León XIII, enc. Satis
cognitum, ASS 1895/96, 715).
En segundo lugar los sacramentos (v.) de la I., «con los que los fieles se unen
y estrechan con Cristo, como con sagrados vínculos... A todos conviene el nombre
de comunión, pues todos nos unen con Dios y nos hacen partícipes de Aquel cuya
gracia recibimos» (Catecismo Romano, 1,10,24).
El Bautismo ocupa un lugar particular porque por él somos hechos miembros de
Cristo, revestidos de sus méritos (cfr. Gal 3,27) e incorporados a la 1. de la
que constituye como la puerta obligada de ingreso. Por el bautismo participamos
de la gracia de Cristo, nuestra Cabeza, y entramos en comunión con todos los
miembros de Cristo.
Especial importancia tiene a este respecto la S. Eucaristía, «El nombre de
comunión... es más propio de la Eucaristía, la cual produce esta comunión»
(Catecismo Romano, ib.); es significativo, en efecto, que en el lenguaje
corriente haya quedado la palabra «comunión» de modo casi exclusivo para
designar la participación del Santísimo Sacramento. La Eucaristía nos une
directamente a Cristo con la mayor unión posible en esta tierra,
transformándonos y conformándonos progresivamente en Él. «Quien comiere de este
pan vivirá eternamente... En verdad os digo, que si no comiereis la carne del
Hijo del Hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien
come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna... Quien come mi carne y
bebe mi sangre, vive en Mí y Yo en él. Así como el Padre que me ha enviado,
vive, y Yo vivo por el Padre, así quien me come, también él vivirá por Mí» (lo
6,52-58). S. Tomás enseña que la Eucaristía es el sacramento de la unidad de la
1. (cfr. Sum. Th. 3 q82 a2 ad3), porque lo primeramente significado y contenido
en ella es Cristo mismo, Cabeza de su Cuerpo Místico (cfr. ib. q73 a3 y 6; q80
a4). Y S. Agustín llama a este Sacramento «Sacramento de piedad, signo de la
unidad, vínculo de la caridad» (In lo. evang. tratt. 26,17: PL 35,1614). Por ser
signo y causa de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo, no se admite la
participación activa en la Eucaristía a quien no pertenece a la Iglesia o se ha
separado de ella; de modo que sólo puede admitirse en casos de necesidad y en
ausencia de ministros propios, los ortodoxos; y siempre como excepción (cfr.
Directorio Ecuménico Ad totam Ecclesiam, 14-V-1967: AAS 1967, 574 ss.).
En tercer lugar la comunión jerárquica. Siendo Cristo la Cabeza de la I., quiso,
sin embargo, que hubiera unos ministros suyos que le representasen como Cabeza,
Fundamento y Pastor de su Cuerpo, vicarios suyos. El divino Fundador de la 1.
quiso que se estructurara en este mundo como una sociedad, con una autoridad y
gobierno visibles, a través de la cual Él mismo dirige y edifica su Cuerpo.
Como constantemente amonesta la Tradición de la I., sólo en unión con la
Jerarquía tomamos parte en la comunión eclesiástica; por esto, en muchos textos
del Conc. Vaticano 11, se habla de «comunión jerárquica» interpretando así la
noción de comunión tal como era entendida en la 1. antigua. La nota explicativa
n. 2 de la Const. Lumen gentium aclara que se ha empleado esta terminología para
evitar que la palabra comunión pudiera entenderse como una relación facultativa
o sin compromiso con la Cabeza visible de la I.: «Su sentido -del término
comunión- no es un vago efecto, sino una realidad orgánica, que exige una forma
jurídica y al mismo tiempo está animada por la caridad. Por esto la Comisión
determinó... que había de escribirse en comunión jerárquica».
Esta unión de obediencia y sumisión debe darse en primer lugar con el Romano
Pontífice, Vicario de Cristo por excelencia, cabeza visible y pastor de la 1.
universal (v. PAPA). Por eso, «el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el
principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, así de los obispos como
de la multitud de los fieles» (Lum. gent. 23, cfr. n. 18; Conc. Vaticano 1,
Const. Pastor aeternus: Denz.Sch. 3050). Así pudo decir S. Ambrosio que «donde
está Pedro, está la Iglesia; y donde se halla la Iglesia no hay muerte, sino que
hay vida eterna» (Enarr. in Ps 40,30: PL 14,1082).
También «los obispos son el principio y fundamento
visible de la unidad en sus iglesias particulares» (Lum. gent. 23), como
testimonia la Tradición. En cuanto están unidos entre sí y con el Romano
Pontífice constituyen una communio episcoporum que garantiza la unidad de todos
los fieles, que a través de esta unión orgánica y jerárquica forman una sola I.
Conexión entre los vínculos internos y los exteriores. Mientras la 1. camina
hacia el cielo se dan juntamente los elementos visibles e invisibles que la
constituyen: es comunidad de fe, de esperanza y de caridad, y al mismo tiempo es
sociedad visible en este mundo. Ni consta solamente de los elementos
«espirituales» ni sólo de elementos «exteriores»: es una única realidad compleja
(cfr. León XIII, enc. Satis cognitum: Denz.Sch. 3301; Lum. gent. 8).
No se trata de yuxtaponer estos elementos pues la I. «en virtud de una fundada
analogía se asemeja al misterio del Verbo encarnado. Así como la naturaleza
asumida sirve al Verbo divino como un órgano vivo de salvación unido
indisolublemente a Él, de forma semejante la unión social de la Iglesia sirve al
Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del Cuerpo» (Lum. gent.
8).
Según el plan divino, la vida de la gracia y, con ella, las virtudes teologales
nos son comunicadas mediante elementos externos y visibles, como es también
conveniente a la naturaleza humana, que necesita de los sentidos para remontarse
al conocimiento de Dios. Originariamente, según el querer divino, sólo a través
de la sociedad de la I. y de sus elementos constitutivos (sacramentos,
Jerarquía, etc.), estamos en comunión con Dios y con los demás fieles. Y a su
vez la fe, la esperanza y la caridad nos impelen a la unión también externa, a
la obediencia fiel a la orientación y guía que proporciona el Magisterio de la
I., a la participación del Cuerpo y Sangre del Señor en la Eucaristía, etc.
Lejos de desvalorizar el papel de los vínculos exteriores de unidad, la
Tradición ha visto en ellos, no una forma jurídica sin alma, sino la expresión y
el instrumento de la vida sobrenatural de la caridad que informa la Iglesia. Así
se dice que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento, es decir, signo e
instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»
(Lum. gent. 1).
4) Los grados de comunión. ¿Pueden darse distintos grados de la comunión
eclesiástica? Antes de responder, hemos de hacer una aclaración para evitar un
posible equívoco. La expresión comunión eclesiástica puede tomarse en diversos
sentidos: como «el todo del que se participa», la I., y como «la relación de
unión con ese todo».
En el primer sentido, empleando la expresión comunión eclesiástica para designar
la comunidad espiritual y social a la vez, que es la 1. en esta tierra, no puede
haber diversidad de comunión eclesiástica ya que no hay diversas l., ni grados
de ésta, sino una I. Única, Santa, Católica, Apostólica y Romana (cfr. Prof.
fidei Trid.: Denz.Sch. 1868; Vaticano 1, Const. Dei Filius: ib. 3001; Vaticano
11, Lum. gent. n. 8 y nota 13). Los elementos de gracia que integran la comunión
eclesiástica, ya lo dijimos, constituyen un todo orgánico e indiviso; están
íntimamente relacionados entre sí e implicados los unos en los otros. Por tanto,
no participan ni están en comunión plena con la única I. quienes rechazan o no
poseen alguno de esos elementos. Por eso es indudable que los pecados contra la
fe (herejía, apostasía), o contra la comunión jerárquica (cisma), o la
excomunión, apartan de la I., pues rompen los vínculos esenciales de la comunión
eclesiástica.
La pregunta que puede formularse es, por tanto, si caben grados de vinculación,
de comunión con la única I. de Cristo.
a) Para formar parte de la comunión eclesiástica y ser miembro de la I. se
requiere -en los que tienen uso de razón- la aceptación y participación de todos
los medios de gracia y comunión depositados y confiados por Cristo a su 1. Esto
constituye el grado normal o propio de comunión eclesiástica que en el Conc.
Vaticano II es llamado «incorporación plena» a la 1. o «plena comunión
eclesiástica», que requiere la unión, en su organización visible, a Cristo que
la dirige por el Sumo Pontífice y los obispos a través de los vínculos de la
profesión de fe, de los sacramentos y del régimen eclesiástico (cfr. Lum. gent.
14). Dentro del marco de este grado de comunión plena con la I. caben, sin duda,
distintos grados según que la participación en todos los medios de salvación sea
más o menos intensa y fructuosa. Está más unido a Dios y a los demás fieles, y
es más útil a todos los miembros de la I., quien vive mejor la caridad,
participa con más fruto de los sacramentos, está más unido a los pastores: en
una palabra, quien es más santo.
b) Ya que los vínculos que constituyen la comunión eclesiástica son de caráter
interior unos, y otros son externos, ¿no podría pensarse que el católico en
pecado mortal, que no tiene el Espíritu Santo en su alma, ni la caridad, ha roto
parte de esos vínculos y ya no pertenece a la I.? Sin duda, sigue perteneciendo
a la 1. (si no se trata de un pecado de herejía o cisma), como ha enseñado
siempre la Tradición y el Magisterio de la I., pero está en una situación
deficitaria y anómala: participando de los elementos exteriores de vida
sobrenatural y de unidad de la I. -que son signos e instrumentos de la gracia-,
no participa, sin embargo, apenas de sus frutos, a causa del obstáculo que es el
pecado.
Hay que afirmar también que la vinculación interna a Cristo y a la 1. no se ha
roto totalmente: persisten la fe y la esperanza aunque muertas, es decir, no
vivificadas por la caridad. Por eso, aunque no participen plenamente de la
Comunión de los santos, reciben, sin embargo, algunos frutos de los que carecen
los que están separados de la I. (cfr. Catecismo Romano, 1,10,26), y la 1.
maternalmente ruega por ellos. Indudablemente esta participación en la comunión
eclesiástica es insuficiente para la salvación: no basta una participación
exterior, sino que es necesaria una participación también interior y viva (cfr.
Rom 8,9; Lum. gent. 14). Están unidos a la comunión eclesiástica, pero de modo
no-pleno, no-vivo, no-salvífico.
c) Los que no forman parte de la comunión eclesiástica del mundo descrito,
¿pueden tener alguna comunión con la I.? Para responder a esta pregunta
deberíamos hacer innumerables precisaciones, y distinciones, que se tratan en
otros lugares de esta Enciclopedia, pues esta pregunta se puede referir a casos
muy diversos. En general, se puede decir que aunque la 1. es una indivisible y
es edificada y vivificada por los medios de gracia (interiores y exteriores) que
hemos examinado, por diversas circunstancias -contrarias a la voluntad de
Cristo- «se encuentran fuera de ella muchos elementos de santificación y de
verdad, que son dones propios de la Iglesia de Cristo e impulsan hacia la unidad
católica» (Lum. gent. 8; cfr. Unitatis redintegratio, 3).
En la medida que alguien participa de estos elementa Ecciesiae, puede decirse
que tiene alguna relación y. comunión con la I. El Conc. Vaticano II ha afirmado
esta realidad para aquellos que se encuentran más cerca de la I. porque han
recibido el Bautismo. Podemos decir que ha habido un cierto progreso en la
terminología empleada para expresar la misma realidad que antes se expresaba con
otras fórmulas (pertenencia in re o in voto; pertenencia al alma de la I.), pero
sigue habiendo un misterio en la realidad que contiene y una ambigüedad en la
terminología, como testimonian las fórmulas adoptadas: quadam cum Ecclesia
Catholica communione, etsi non perfecta, una «cierta» e «imperfecta» comunión
con la 1. (cfr. Unit. redint. 3). En estos casos no se trata de la comunión
normal y propia -plena- en la 1., la que Cristo ha querido, sino de otro tipo de
comunión, que es imperfecta, inicial y que tiene notables privaciones en el
orden de la fe, en los medios de salvación, en la comunión eclesiástica bajo el
sucesor de Pedro. Si bien se pueden dar algunos elementos de gracia, coexisten,
pues, con graves impedimentos en orden a la salvación eterna. «Los hermanos
separados de nosotros no disfrutan de aquella unidad que Jesucristo quiso dar a
todos los que regeneró y convivificó para un solo Cuerpo y una vida nueva, y que
la S. E. y la venerable Tradición de la Iglesia confiesan. Porque únicamente por
medio de la Iglesia Católica de Cristo, que es el auxilio general de salvación,
puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación» (Unit. redint.
3).
El verdadero espíritu cristiano, la verdadera caridad que el Espíritu Santo
suscita en los fieles y que movió a los Apóstoles y a tantos santos en la
historia dos veces milenaria de la l., urge a la acción apostólica, misionera y
proselitista: el Señor llama a todos a «la casa de Dios que es la Iglesia» (1
Tim 3,15), y quiere que si en algún caso se da una «cierta comunión» se llegue a
la comunión plena que Él ha establecido en su Cuerpo Místico. En esta labor
apostólica no se puede ceder en las exigencias de la comunión eclesiástica,
llevados de un «falso irenismo o indiferentismo» (cfr. Unit. redint. 11;
Directorio Ecuménico Ad totam Ecclesiam, 1 y 2: AAS 1967,574-575), sino que esa
acción, al contrario, «tiene que ser plena y sinceramente católica, es decir,
fiel a la verdad que recibimos de los Apóstoles y de los Padres, y conforme a la
fe que siempre ha profesado la Iglesia católica» (Decr. Unit. redint. 24). De
otra forma no se haría ningún bien a esas almas, ya que entonces no alcanzarían
la plenitud de la verdad ni de los medios de salvación hacia los que Dios les
quiere dirigir; no tendrían «aquella unidad que Cristo dio a su Iglesia», «y
esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu
Santo» (1 lo 1,3 y 2 Cor 13,13).
V. t.: COMUNIÓN DE LOS SANTOS; CUERPO MíSTICO; ECUMENISMO II; IGLESIA 11, 2 y
111, 2 y 7; ECLESIOLOGíA I, 7; COLEGIALIDAD EPISCOPAL, 6; SACERDOCIO V, 3;
JERARQUÍA ECLESIÁSTICA.
VICENTE FERRER.
BIBL.: J. HAMER, La Iglesia es una comunión,
Barcelona 1965; L. HERTLING, Communion und Primat, «Miscellanea Historiae
Pontificae», 7, Roma 1943; A. PIOLANTI, Gemeinschaft der Heiligen, en LTK, IV,651-653;
1D, Il mistero della communione dei Santi pella rivelazione e nella teoloQia,
Roma 1957; T. ZAPELENA, De Ecclesia Christi, Roma 1955, 463-489; CH. JOURNET,
L'Église du Verbe Incarné, II, Friburgo 1951; B. GHERARDINI, La Chiesa, arca
dell'Alleanza, Roma 1971, 143-152; G. THILs, La iglesia y las Iglesias, Madrid
1968; E. VALTON, Excommunication, en DTC V,1734-1744; E. DUBLANCHY, Communion
dans la foi, en DTC 111,419-430; A. MICHEL, Unité de I'Église, en DTC XV,
,2172-2230; S. MuÑoz, Concepto bíblico de koinonía, en XIII Semana Bíblica
Española, C.S.I.C., Madrid 1953, 195-224.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia
Rialp, 1991