IGLESIA, COMUNIDAD PROFÉTICA


1) La institución profética. 2) El sentido de la fe, ejercicio del don profético. 3) La función profética en el Magisterio oficial de la Iglesia. 4) El don profético en la misión salvífica de la Iglesia. El Conc. Vaticano II, al revalorizar la idea de Pueblo de Dios, ha puesto de relieve la dimensión comunitaria de la misión de la I. La comunión, iniciada en el Bautismo y consumada en la Eucaristía, lleva consigo la unidad de los creyentes con Cristo y entre sí, y a la vez un compromiso de testimonio y de proclamaciól. de la verdad salvadora ante el mundo. Compromiso que atañe a cada uno y a la comunidad en cuanto tal, pues la I. es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (Const. Lumen gentium, 1). Constituida a «imagen de su Fundador» la misión salvífica de la I. se despliega en la participación de la triple función de Cristo: sacerdotal, profética y regia; aquí hablaremos de la dimensión profética. 1) La institución profética. a) Noción. Vulgarmente la profecía se entiende como predicción del futuro. El significado bíblico es mucho más amplio (v. PROFECÍA Y PROFETAS). El profeta es el que habla en nombre de Dios, quien conoce sus designios sobre el mundo y la historia, quien los proclama y se esfuerza por llevarlos a feliz cumplimiento. S. Pablo extiende el campo del profetismo a instruir, exhortar, animar y consolar a los fieles para edificación de la I. (1 Cor 14,3-6). El profeta ilumina con su palabra y anuncia, movido por el Espíritu, el camino de la comunidad y del individuo en la situación presente y futura.
     
      Suele equipararse la función profética con la de magisterio. Pero, aunque sea ésta su primordial manifestación, esa función es en sí más amplia, ya que comprende toda la actividad suscitada por el Espíritu en orden a hacer conocer los designios de Dios en cada tiempo histórico concreto. El conocimiento cada vez más perfecto de la verdad revelada y de sus exigencias hace que el profeta sea fermento de la comunidad para que ésta persevere en la fidelidad a Dios y a su plan de salvación, es antídoto contra la tentación de estancamiento y egoísmo. El profeta ausculta las situaciones concretas de cada época procurando captar lo que Dios espera de la I. en cada una de ellas, y juzgándolas a la luz de la fe, en la fidelidad del Espíritu.
     
      b) Participación del don profético de Cristo. Se dice en el Conc. Vaticano II que «el pueblo santo de Dios participa del don profético de Cristo» (Lum. gent. 12). Si bien Jesús nunca se llama a sí mismo profeta, ni ninguno de los de su círculo le señala como tal, a excepción de los discípulos de Emaús (cfr. Le 24,19), la comunidad primera ve en Él al Profeta supremo y lo designó como tal (cfr. Lc 13,33; Mt 13,57; Act 3,22; 7,37). Y es que, aunque Cristo no haya usado ese título, su vida y actitudes lo implican: su constante llamada a la fidelidad a Dios, su predicación pidiendo la conversión y la penitencia, el anuncio que hace de la salvación ya presente y la proclamación del juicio... Jesucristo es superior a los grandes profetas, pues habla de «lo suyo» y con autoridad: «yo os digo...» Con Él, el profetismo llega a la plenitud. Con su irrupción en la historia, la Revelación de Dios se nos ha dado plenamente (Const. Dei Verbum, 2). En su vida, palabra y obras, con sus milagros y, sobre todo, con su muerte y resurrección testimonia la presencia de Dios entre los hombres que les llama a la nueva vida (Dei Verbum, 4). La dignidad y misión de Cristo supera la categoría del profeta, aunque la contenga.
     
      Esta misión profética de Jesús se cumple, hasta que Él vuelva, a través de la I. Pero siendo Jesús la Verdad y la Revelación plena del Padre, la I. en su misión profética no puede proclamar ya nuevas revelaciones, ni enseñar otra verdad sino la de Cristo, ni anunciar otros designios de salvación sino los hechos realidad en la carne de Jesús. El profetismo de Jesucristo se continúa mediante la jerarquía de la 1. y por la I. toda. Dice el Vaticano 11: «Cristo, profeta grande, que por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su potestad, sino también por medio de los laicos, a quienes, por ello, constituye en testigos y les ilumina con el sentido de la fe» (Lum. gent. 35).
     
      c) Dimensiones de la función profética. El primer lugar lo ocupa el conocimiento y la fidelidad a la palabra de Dios. «Quiso constituir un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente» (Lum. gent. 9). Cualidad ya predicha por Jeremías: «ellos me conocerán todos, desde el más pequeño al más grande» (31,31-34; cfr. Is 54,13). Se trata de un conocimiento con exigencias morales, que nace de la fidelidad a la Palabra como fruto del Espíritu. No es extraño que en el Conc. Vaticano II al hablar de profetismo se emplee lenguaje sacerdotal, y hable de la vida y actitud de fe del profeta como fuente de su función. S. Juan continúa la línea de Jeremías cuando dice: «vosotros tenéis la unción del Santo, y todos tenéis la ciencia... Y la unción que habéis recibido de Él permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe. Pero según su unción, os enseña todas las cosas -y es verídica y no es mentirosa- y según os enseñó, permaneced en Él» (1 lo 2,20.27). En términos semejantes se expresa S. Pablo (cfr. 2 Cor 1,21-22).
     
      Pero es de advertir que los textos conciernen a la comunidad en cuanto tal, y a los cristianos como parte de la misma. Por eso sólo en comunión con la 1. puede desplegarse la energía de la unción en orden al conocimiento de la verdad. Sólo en esa comunión puede ser garantía de autenticidad para sí y para los demás.
     
      Habiendo de traducirse el conocimiento de la verdad en la vida se sigue la dimensión de testimonio que envuelve la función profética. Testimonio intra y extra eclesial, de confortamiento en la fe y de evangelización del mundo, «difundiendo su vivo testimonio sobre todo por la vida de fe y de caridad» (Lum. gent. 12; cfr. ib. 35).
     
      d) Verdaderos y falsos profetas. El don profético proviene del Espíritu; por eso puede surgir en todo cristiano. Por otra parte, ya la S. E. y los primeros escritos posapostólicos nos hablan de la existencia de falsos profetas, ofreciendo las normas para desenmascararlos. «Cuanto a los profetas, que hablen dos o tres y los otros juzguen» (1 Cor 14,29). La «discreción de espíritus» (v.) es necesaria para distinguir el auténtico del falso profeta. S. Pablo advierte: «no apaguéis el Espíritu. No despreciéis las profecías. Probadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Thes 5,19-21). Se ha de aceptar cuanto viene del Espíritu, pero hay que «probarlo», discernir lo que verdaderamente es suyo. Para ello servirá el verificar su conformidad o no con la fe, con la Revelación recibida (cfr. Rom 12, 6). El profeta auténtico habla en conformidad con su fe, no en un orden puramente subjetivo, sino en consonancia con la norma objetiva dada, en fidelidad a Cristo y a su mensaje salvífico: en última instancia, como veremos después, no hay profecía auténtica sin fidelidad al Magisterio auténtico de la 1. S. Juan señala como criterio la fidelidad a la fe predicada y recibida, la permanencia en lo que oyeron y les fue predicado desde un principio (cfr. 1 lo 2,7.24). Frente a los anticristos que perturban la comunidad, S. Juan dice a sus fieles que no teman, pues «vosotros tenéis la unción del Santo y conocéis todas las cosas» (1 lo 2,20.27). Con esto no se enseña la iluminación y preservación del error a nivel individual, prescindiendo del sentir de la comunidad y de sus jefes. Es el mismo S. Juan quien insiste sobre la necesidad de perseverar en lo predicado y recibido desde el principio. Por eso la comunidad puede juzgar a los profetas. La unción recibida es la fe en y por la l., es la palabra de Cristo predicada y recibida en la comunidad, sellada por la acción del Espíritu en los corazones.
     
      La Didajé (v.) afirma la necesidad del discernimiento: «quien viene a vosotros en nombre del Señor, debe ser recibido; pero después, sometido a prueba, sabréis discernir la derecha de la izquierda» (12,1). La conducta moral servirá de criterio: «por sus frutos los conoceréis» (Mi 7,16). Se podrá simular por algún tiempo que se habla y se vive en conformidad con la palabra de Dios, pero ésta, que interpela tanto al que la pronuncia como al que la escucha, no tardará en mostrar que lo que pronuncian los labios no es vivido. El conocimiento de Dios y sus designios salvíficos en el profeta ha de nacer de la vida y de la experiencia vital del mensaje cristiano. La falta de obras cristianas es signo de que no es el Espíritu quien le guía sino las apetencias personales. «No todo el que habla en espíritu es profeta, sino quien guarda la moral del Señor; por la conducta moral se conoce al profeta y al pseudoprofeta» (ib. 51). Y añade la Didajé respecto a los profetas ambulantes: «no estará más de un día; si es preciso, estará también el siguiente, pero si permanece tres días, es falso profeta... Si pide dinero, es falso profeta» (11,10). Entre los frutos de la profecía se señalan la edificación, la exhortación, el consuelo (cfr. 1 Cor 14,3). Por eso cuanto se oponga a la unidad y a la paz de la comunidad, cuanto perturbe a los fieles en su sentir sobrenatural, cuanto sea causa de dolor, no es profecía aunque lo parezca, pues es opuesto a la caridad: «si teniendo el don de profecía... no tengo caridad, nada soy» (1 Cor 13,2).
     
      e) La desaparición del profetismo institucionalizado. El profetismo institucionalizado del que habla S. Pablo (cfr. 1 Cor 12,28) desapareció muy pronto. La Didajé, aunque lo menciona, afirma que la comunidad puede subsistir sin ello (cfr. 13,4). El Pastor de Hermas (v.) los coloca por debajo de los apóstoles, obispos, doctores y diáconos (cfr. Vis. 3,5,1). S. Justino da cuenta de la existencia de los profetas en la comunidad cristiana junto a falsos profetas y doctores: «Ya nos advirtió el Señor que nos precaviésemos contra ellos» (Dial. c. Tryph. 88,1: PG 6,685). S. Ireneo testifica igualmente la existencia del carisma profético (Adv. Haer, 5,6,1: PG 11,37). Los escritores eclesiásticos del s. itt no hacen mención de los profetas. Mas la desaparición del profetismo institucionalizado no arguye la desaparición del carisma profético en la 1. Ésta es esencialmente profética porque es anunciadora de la Verdad, que es Cristo, y en todas las épocas de la historia el Espíritu ha suscitado hombres proféticos con la misión de proclamar la pureza del Evangelio, denunciar los errores, exigir la renovación y la fidelidad a Cristo. Los grandes santos y fundadores, que han promovido corrientes de renovación espiritual y de apostolado, figuran en la avanzadilla del auténtico profetismo. Como también es cierto que no han faltado falsos profetas, y en todo tiempo la jerarquía eclesiástica ha tenido que emplear el don de la discreción de espíritus. Por otra parte, todo cristiano en la realización del apostolado (v.) ordinario, al comunicar su fe o animar a vivir la vida cristiana, ejercita de múltiples formas una catequesis o enseñanza, un aspecto del don profético (v. infra, 6).
     
      2) El sentido de la fe, ejercicio del don profético. La indefectibilidad del Pueblo de Dios en la fe se ejerce «mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo» (Lum. gent. 12). El sentido de la fe es una disposición cuasi innata al creyente por la que juzga de modo connatural, instintiva y experimentalmente los diversos aspectos de la vida cristiana, bien en lo referente al objeto de la misma fe, bien a sus manifestaciones y realizaciones concretas en la vida moral y religiosa de la comunidad.
     
      a) Principios subjetivos del sentido de la fe. El Vaticano 11 atribuye la acción del sentido de la fe a la «unción» del Espíritu. Esta unción hay que situarla más en concreto en la virtud de la fe y en los dones cognoscitivos del Espíritu Santo (v.). La virtud de la fe (v.) es un hábito esencialmente intelectivo, pero su acto es imperado por la voluntad. Hábito, pues, de orden intelectual y afectivo, lleva en sí el principio del conocimiento experimental y sin raciocinio de su propio objeto; juzga de él por connaturalidad. De manera instintiva, si son dóciles al Espíritu Santo, los fieles están preparados para aceptar o rechazar cuanto es conforme o disconforme con la verdad revelada. Se llama también «ojos de la fe», pues a semejanza de la visión corporal, ilumina y percibe su objeto inmediata y connaturalmente.
     
      Mas con sola la actuación de la virtud de la fe no se tiene más que un sentido de la fe imperfecto. Para su perfección se requiere la caridad (v.) y la gracia (v.) y los dones del Espíritu Santo (v.), sobre todo el don de entendimiento que otorga una penetración íntima, intuitiva, de las cosas divinas (Sum. Th. 2-2 q8 a6; q49 a2 ad2). Su acción se extiende a comprender los motivos de la fe, «teniéndolos por tan ciertos que por ninguna apariencia contraria nos hemos de apartar de ellos» (Sum. Th. 2-2 q8 a4 ad2). Esto explica, p. ej., la firmeza con que se ha sostenido algunas verdades de fe no obstante las negaciones o disputas en torno a ellas, p. ej., la maternidad divina de María, la Inmaculada Concepción, etc. Por el don de ciencia el creyente enjuicia, con juicio intuitivo, afectivo y experimental, las verdades sobrenaturales; por él pueden los fieles llegar a conocer si una verdad es o no de fe, y rechazar instintivamente cuanto se opone a ella. Mas la perfección plena del sentido de la fe se alcanza merced al don de sabiduría; por este don se juzgan las verdades sobrenaturales a través de razones eternas; en virtud del mayor conocimiento de Dios y de sus misterios, producido por este don, el amor se une más íntimamente al objeto llamado, llevándole ese amor afectivo de caridad a percibir aspectos de la verdad que se ocultan a quienes carecen de este don. Por la acción propia del don de sabiduría, el sentido de la fe se manifiesta preferentemente en actos dirigidos a la honra y veneración de Dios en sus misterios, en actos cultuales. El sentido de la fe tiene, pues, como principios subjetivos de actuación la virtud de la fe y los dones de entendimiento, ciencia y sabiduría. La gracia y la caridad se presuponen para la existencia de los dones en el alma, no así para la fe. Por eso el creyente en pecado puede tener el sentido de la fe, aunque imperfectamente, pues en él reside la «unción» y recibe cierta iluminación del Espíritu. El hábito de la fe, aunque informe, tiende connaturalmente hacia su objeto (Sum. Th. 2-2 q8 a5). Mas tal sentido carecerá de energía y vitalidad. Cuanto más se viva la fe y la caridad, tanto más activo y seguro será el sentido de la fe. De ahí que brille con especial intensidad en los santos.
     
      b) Principios objetivos del sentido de la fe. Es claro que el objeto sobre el que ha de versar el sentido sobrenatural de la fe es la Revelación. Ésta fue clausurada con la muerte del último Apóstol. Por eso no puede haber nuevas realidades reveladas. Pero sí puede haber mejor conocimiento de las mismas. A este mejor conocimiento o a descubrir nuevos aspectos de la única verdad revelada, sirve el sentido de la fe. Se desprende de la naturaleza de los principios subjetivos, así como de la naturaleza y trasmisión de la Revelación. Ésta es menos una suma de enunciados que una realidad, menos una doctrina que una Persona, el Verbo hecho carne, en el que se nos manifiestan también el Padre y el Espíritu Santo. Lo que los discípulos vieron y oyeron, la experiencia tenida al contacto con la presencia física de Jesús, su doctrina, su vida, fue trasmitido a la I. La tradición (v.) de la Revelación se manifiesta en una vida, en la vida de la comunidad. Es la fe continua de la I. mantenida y vivificada por la acción constante del Espíritu sobre la 1. y sobre cada uno de sus miembros, según la función que ejercen en el cuerpo eclesial. Así la Revelación, como conciencia y vida de la I., es portada por la 1. Universal. Todos los fieles, con su vida cristiana, son parte integrante de la tradición activa, si bien no todos en el mismo plano y de la misma manera. En los fieles actúa el Espíritu para que la conciencia de su fe sea cada día más viva. En el mismo concepto de Revelación trasmitida tenemos, pues, asentado el sentido de la fe. Por él se penetra siempre más en la tradición constitutiva, llegándose a captar las virtualidades implícitas en su contenido.
     
      c) Infalibilidad de los fieles. Afirma el Vaticano 11 que la universalidad de los fieles no puede fallar en su creencia (Lum. gent. 12). Suele afirmarse que los fieles poseen la infalibilidad pasiva o in credendo, por cuanto no pueden engañarse al aceptar las enseñanzas propuestas por el Magisterio, quien tiene asegurada la infalibilidad (v.) activa, o in docendo (de enseñar). Esto es cierto. Lo enseña toda la tradición de la 1. y repite el Vaticano II: «bajo la dirección del Magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cfr. 1 Thes 2,13); se adhiere indefectiblemente a la fe dada de una vez para siempre a los santos» (Lum. gent. 12). Sin embargo, no es del orden puramente pasivo, pues se extiende a «penetrar profundamente la fe con rectitud de juicio aplicándola más íntegramente a la vida» (ib.). Es decir, que podemos hablar como de una función activa y docente de los fieles, un magisterio ex spiritu, del orden de la vida de fe y caridad, y que encuentra su expresión en el consentimiento universal de todo el Pueblo de Dios en una verdad revelada. Esta actividad que se ejerce por el sentido sobrenatural de la fe puede llegar a descubrir virtualidades reveladas, que quizá pasen desapercibidas a los mismos teólogos de oficio. El Espíritu Santo anima y dirige a todo el pueblo no sólo por medio del Magisterio jerárquico, sino también inmediata e intrínsecamente, haciéndole idóneo e induciéndole a proclamar y a dar testimonio de la verdad cristiana. Mas para que ese consentimiento sea infalible es preciso que haya unanimidad, al menos moral, en la verdad creída, es decir, que «todo el pueblo desde el Obispo hasta los últimos fieles seglares manifiesten el asentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» (Lum. gent. 12).
     
      3) La función profética en el Magisterio oficial de la Iglesia. La función profética que se despliega por medio del sentido de la fe y de los carismas (v.) está unida a la que se realiza a través de la Jerarquía (Lum. gent. 35). Junto y sobre los profetas S. Pablo colocaba a los Apóstoles (1 Cor 12,28; Eph 4,11). Los Obispos, como sucesores suyos, tienen la misión de «interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o trasmitida» (Dei Verbum 10), ejerciendo su autoridad magisterial en nombre de Cristo. A más del carisma común a todo el Pueblo de Dios, posee la Jerarquía eclesiástica (v.) el carisma particular del ministerio, por el que discierne los demás carismas y propone de modo auténtico e infalible la revelación. Es, por tanto, el Magisterio oficial de los pastores un momento esencial integrante de la función profética de la I. toda y no reductible, como veremos, al carisma genérico.
     
      a) Institución del Magisterio auténtico, vivo e infalible por Cristo. Los Apóstoles fueron enviados por Jesús a predicar el Evangelio a todas las gentes (Mt 28,18-20), con la misma autoridad que había recibido del Padre (lo 20,21), de modo que el mensaje y la autoridad con que se anuncia sean del mismo Cristo, tal como Él lo había recibido del Padre (lo 7,15-18). De ahí que los oyentes tengan la obligación de aceptar la predicación apostólica, so pena de la condenación eterna (Mc 16,16). Es un magisterio vivo, pues se realiza en un cuerpo viviente, la l., que asimila y crece en la comprensión de la verdad, mediante actos vitales de la voluntad y del entendimiento. Dicho magisterio está respaldado por el carisma de la infalibilidad (v.), ya que Cristo estará con ellos hasta el fin de los tiempos (Mt 28,18-20); les asistirá el Espíritu Santo por siempre, el Espíritu de verdad que dará testimonio de Cristo (lo 14,16-17; 15,26). Por eso el rechazo del mensaje apostólico supone la condenación (Mc 16,1516), lo que sería incomprensible si la verdad no estuviera garantizada por la infalibilidad. Estas condiciones del Magisterio explican que Jesús dijese: «el que a vosotros oye, a Mí me oye, y el que a vosotros desecha, a Mí me desecha, y el que me desecha a Mí, desecha al que me envió» (Lc 10,16). Los Apóstoles tuvieron conciencia de este Magisterio, por eso S. Pablo llama a la 1. «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3,14-15; cfr. Rom 15, 18; Act 4,8-14) y afirma: «si alguno os predica otro evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema» (Gal 1,9.8; cfr. 2 Cor 13,3).
     
      Este Magisterio había de durar perpetuamente. La permanencia de Cristo y del Espíritu es prometida «hasta la consumación del mundo» (Mt 18,20; lo 14,16). Por eso continúa en sus sucesores, en el Colegio de los obispos, que asume el cuidado de regir y apacentar la grey de Cristo (cfr. Conc. Vat. I, Denz. 1828). La práctica seguida por Pablo manifiesta la conciencia que tenían de la continuidad del Magisterio y del gobierno de la I. en aquellos que ponía al frente de las iglesias locales; más aún, manda que éstos sigan esa práctica (cfr. 1 Tim 4,1616; 6,20; 2 Tim 1,13-14; 2,8-16; Tit 1,5-9). Hay que notar que los Apóstoles gozaban del carisma personal de la infalibilidad, mientras que los obispos lo poseen en cuanto forman el Colegio episcopal, que sucede al Colegio de los Apóstoles, a no ser el Romano Pontífice, que lo posee como sucesor personal de Pedro. Este carisma de la infalibilidad magisterial ha sido vivido por la 1. desde siempre, si bien la definición dogmática sea relativamente reciente. Sin esta conciencia de la infalibilidad que ha tenido la I., no podría explicarse su actitud en la lucha contra la herejía y sus determinaciones en los primeros siglos del cristianismo. Basten estas muestras de testimonios explícitos: S. Ireneo: «donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad» (Adv. Haer. 111,24,1; cfr. ib. IV, 26,2). Tertuliano arguye contra los herejes preguntándoles si creen que el Espíritu Santo puede permitir que la 1. caiga en el error (cfr. De Praescrip. 28). S. Cipriano escribe al papa Cornelio: «todos los que abandonan a Cristo se pierden por culpa suya, pero la Iglesia que cree en Cristo, y que permanece firme en lo que ha conocido, no se separa jamás de Él» (Epist. 59,73). Por lo demás, la práctica conciliar, que se inaugura en el s. iv, no tendría explicación si no hubiera el convencimiento de la garantía infalible de la verdad enseñada.
     
      b) órganos del Magisterio auténtico e infalible de la Iglesia. El Magisterio auténtico e infalible se expresa de modo orgánico por diversos medios (cfr. Conc. Vaticano I, Denz. 1839; Lum. gent. 25):
     
      a) El colegio episcopal, órgano del magisterio eclesial. La I. ha tenido siempre conciencia de su representación en el episcopado en comunión con el Papa. Esto se pone más de relieve cuando los obispos se reúnen en concilio ecuménico (v.). En este caso se expresa la convicción de que la palabra de Dios se propone a los fieles de modo auténtico e infalible. Esta conciencia tiene su fundamentación escriturística en los textos en los que se afirma la infalibilidad de la 1. en general, y de los Apóstoles y sus sucesores en particular, debido a su función específica en la I. Entre los testimonios de los Padres baste citar a S. Atanasio, quien escribe a propósito del Conc.
      de Nicea: «la palabra del Señor pronunciada por el sínodo ecuménico permanece eternamente» (Epist. ad Afros, 2: PG 28,1032). Del mismo Concilio escribe S. Ambrosio: «ni la muerte, ni la espada podrá separarme de él» (Epist. ad Imperat. 21: PL 16,1005). Y S. Gregorio Magno: «confieso recibir y venerar los cuatro concilios como los cuatro evangelios» (Epist. 25: PL 77,478). Este Magisterio auténtico e infalible se manifiesta de dos maneras:
     
      1° Cuando reunidos en concilio concuerdan entre sí y con el Romano Pontífice acerca de una doctrina de fe y costumbres, proponiéndola a la 1. universal como infalible y que se ha de aceptar como tal. Esta aserción pertenece a la fe. Ha sido afirmada por la práctica conciliar (cfr. Denz. 54,691,792,910,960) y solemnemente definida por el Conc. Vaticano I: «Se han de creer con fe divina y católica todas aquellas cosas, que se contienen en la palabra de Dios escrita o trasmitida y que son propuestas a la fe como divinamente reveladas bien por un juicio solemne de la Iglesia, bien por el magisterio ordinario y universal» (Denz. 1792). Esto mismo repite el Vaticano II cuando dice que la infalibilidad episcopal «se ve todavía más claramente cuando, reunidos en concilio ecuménico, son los maestros y jueces de la fe y de la conducta para la Iglesia universal, y sus definiciones de fe deben aceptarse con sumisión» (Lum. gent. 25). Las decisiones conciliares únicamente tendrán valor vinculante si hay concordancia, al menos moral, entre los obispos y con el Romano Pontífice, pues la infalibilidad ha sido prometida al Colegio como tal, y por eso no puede darse sin la comunión entre sí y con la cabeza. La infalibilidad conciliar no es una suma de infalibilidades particulares, sino la única infalibilidad del Colegio. Al Papa, como cabeza de éste, corresponde convocar, presidir por sí o por sus delegados, y confirmar las actas de los concilios, sin lo cual carecen de valor.
     
      2° Cuando «todos ellos, aun estando dispersos por el mundo, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, convienen en un mismo parecer como maestros auténticos que exponen como definitiva una doctrina en las cosas de fe y costumbres, en ese caso anuncian infaliblemente la doctrina de Cristo» (Lum. gent. 25). Es lo que había definido como de fe el Vaticano 1 (Denz. 1792). La razón teológica que explica esta doctrina estriba en que el Colegio episcopal (v.), como sucesor del Colegio de los Apóstoles, tiene prometida la asistencia del Espíritu Santo. No consta que para el uso de este carisma sea preciso reunirse en determinado lugar formando concilio. De hecho el magisterio infalible se ha ejercido siempre, y los concilios ecuménicos empiezan en el s. ¡v. S. Agustín se hacía eco de esta doctrina al afirmar que no es necesario convocar el Sínodo para condenar la herejía pelagiana (cfr. Contra duas Epist. Pelag. 4,12: PL 44,638). Por ser este Magisterio el comúnmente ejercido por el episcopado se le llama ordinario y universal, mientras que el más solemne de los Concilios se le llama extraordinario (Vaticano 1).
     
      También se llama Magisterio ordinario el ejercido por cada obispo (v.) en su diócesis. En ella es el doctor auténtico de la fe y ejerce su magisterio con autoridad y en nombre de Cristo. Siempre ha de guardar la comunión con los demás obispos y con el Papa. En ese caso su enseñanza no es infalible, pero sí auténtica, postulando por eso de sus fieles la aceptación de la doctrina propuesta. «Los obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como los testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa sumisión del espíritu al parecer de su obispo en materia de fe y costumbres cuando él las expone en nombre de Cristo» (Lum. gent. 25) (v. CARTA PASTORAL).
     
      b) El Romano Pontífice, órgano del magisterio auténtico e infalible. La S. E. asigna a Pedro la función de ser fundamento y principio de la unidad y estabilidad de la I. (Mt 16,18), de apacentar la grey de Cristo (lo 21,15-17) y de confirmar a sus hermanos en la fe (Le 22,31-32). Es claro que si pudiera haber fallo en la proposición de la verdad revelada quedaría rota la unidad y estabilidad de la I., la grey de Cristo se alimentaría con pasto insano, y no habría confirmación en la fe, sino disgregación. Estas funciones son heredadas, por voluntad divina, por los sucesores legítimos de Pedro, los Romanos Pontífices, puesto que son funciones que siempre se han de ejercer en la 1.
     
      La I. ha vivido conscientemente esta verdad como lo muestran los testimonios de la Tradición, aunque no siempre la afirmen de modo explícito. Estos testimonios consideran a la I. de Roma como centro de la unidad y firmeza en la fe, como tribunal de apelación última de la verdad, como tribunal que profiere sentencia irrevocable en materia de fe y costumbres, como respaldo para que incluso los concilios ecuménicos tengan valor. S. Ignacio de Antioquía (v.) escribe a la 1. de Roma: «tengo por cosa firme lo que enseñáis y mandáis» (Ad Rom. 3,1: R1 53). S. Ireneo habla de la necesidad de concordar con la 1. de Roma «en la que siempre se ha conservado la tradición apostólica» (Adv. Haer. 3,3,2: PG 7,966). S. Cipriano increpa a los herejes que se atreven a acudir a la cátedra de Pedro «de donde nace la unidad sacerdotal... y a la que no tiene acceso la perfidia» (Epist. ad Corn. Papam, PL 3,818). Y S. Agustín: «sobre esta causa (el pelagianismo) dos concilios han sido enviados a la Sede Apostólica; de aquí vinieron también los rescriptos. La causa ha terminado, ojalá termine de una vez el error» (Serm. 10, PL 38,734; cfr. S. Ambrosio, Enar. in Ps. 12, 40: PL 14,1051). En los casos de disputas doctrinales se apela a Roma para que decida, p. ej., en la cuestión del montanismo, de la rebautización de los herejes, en la controversia arriana, en las herejías cristológicas, etc. Los concilios reconocen esa autoridad (cfr. Denz. 112,143, 149,289,433,466,694,859). El Vaticano 1 la definió como dogma de fe: «E1 Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra... goza de la infalibilidad con que el divino Redentor quiso dotar a su Iglesia cuando define una doctrina de fe y costumbres; y, por tanto, las definiciones del Romano Pontífice son irreformables de suyo («ex se»), no por el consentimiento de la Iglesia» (Denz. 1839). A continuación se condena con anatema a quien presuma contradecir esta definición (Denz. 1840).
     
      La infalibilidad compete al Papa cuando habla ex cathedra. Esto quiere decir: a) que enseñe como Pastor y Doctor universal de todos los cristianos; b) que en su magisterio haga uso de su plena autoridad doctrinal; c) que proponga la doctrina como sentencia última, definitiva e irrevocable, es decir, con intención manifiesta de definir (cfr. Denz. 1839). La infabilidad se debe a «la asistencia prometida al mismo (Romano Pontífice) en la persona del bienaventurado Pedro» (ib.), y el objeto son las cosas de fe y costumbres. Con estas condiciones las definiciones papales son de suyo irreformables, no por el consentimiento de la I, como pretendían hacer valer el galicanismo (v.), sino por sí mismas. El Conc. Vaticano II lo ha enseñado nuevamente: «esta infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del colegio episcopal, en razón de su oficio cuando proclama como definitiva la doctrina de fe y costumbres en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles... Por lo cual con razón se dice que sus definiciones por sí y no por el consentimiento de la Iglesia son irreformables... » (Lum. gent. 25). No necesitan aprobación de otro ni admiten apelación a otro tribunal (cfr. ib.). Lo cual no excluye, obviamente, la necesidad de que el Papa, antes de dar una definición, emplee los medios adecuados para cerciorarse de la verdad y compulsar la fe de la I. Mas la definición nunca es efecto de esa investigación, sino únicamente de la asistencia del Espíritu Santo. Por las condiciones en que se realiza este Magisterio recibe el nombre de Magisterio extraordinario del Papa. El Magisterio ordinario es el que comúnmente usa el Romano Pontífice mediante las Encíclicas (v.), Constituciones Apostólicas, Decretos doctrinales o disciplinares, etc. (v. ACTOS PONTIFICIOS). De por sí estos documentos no se dirigen a dar definiciones ex cathedra, pero el Papa puede servirse de ellos para definir infaliblemente una doctrina. Si así fuera debe constar de modo manifiesto, bien porque lo diga expresamente, bien por el tenor de la exposición. Mas aunque no se trate, de suyo, de definiciones infalibles e irreformables, esos documentos proceden del Maestro supremo y universal de la l., a quien se le ha dado la potestad de enseñar de manera auténtica, esto es, con autoridad y en nombre de Cristo, la doctrina revelada, con la obligación subsiguiente por parte de los fieles de prestar su asentimiento religioso. También para este Magisterio tiene prometida la asistencia del Espíritu (cfr. Pío XII, enc. Humani generis, AAS 42, 1950, 568). En diversas ocasiones la I. ha manifestado esta verdad (cfr. Denz. 1683,1684,2007,2113), recogida también por el Vaticano II: «esta religiosa sumisión de la voluntad y del entendimiento de modo particular se debe al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se adhiera al parecer expresado por él según el deseo que haya manifestado él mismo, como puede descubrirse, ya sea por la índole del documento, ya sea por la insistencia con que se repite una misma doctrina, ya sea también por las fórmulas empleadas» (Lum. gent. 25).
     
      c) Objeto del magisterio auténtico e infalible. Tanto el Vaticano I (Denz. 1792,1800,1836) como el Vaticano II (Lum. gent. 25) señalan como objeto del magisterio la doctrina de fe y costumbres o el depósito de la Revelación. Según esta misma enseñanza se distingue el objeto primario y el objeto secundario del magisterio. El primero comprende lo contenido de modo formal, explícito o implícito, en la Revelación. No tendría razón de ser la infalibilidad si al menos no comprendiese esto como su objeto primario. El objeto secundario comprende aquellas verdades que sólo virtualmente están reveladas o que tienen conexión necesaria con lo formalmente revelado. Si el Magisterio auténtico e infalible ha sido concedido a la I. para que «custodie santamente y exponga con fidelidad la palabra de Dios» (Denz. 1836), es preciso que se extienda también a aquellas doctrinas que se presuponen para la inteligencia de lo revelado formal o de cuya negación o puesta en duda se seguiría necesariamente la negación o puesta en duda de la revelación formal. Este objeto secundario se extiende: a las conclusiones verdaderamente teológicas; a los hechos dogmáticos; a las verdades de razón o de orden natural conexas con la revelación (v. t. MAGISTERIO ECLESIÁSTICO).
     
      d) Relaciones entre los diversos órganos del Magisterio. A propósito hemos empleado la palabra órganos para designar lo que comúnmente se conoce con el nombre de sujetos. Con esto queremos evitar que se piense que hay en la I. sujetos del magisterio plenamente distintos y ni siquiera «inadecuadamente diversos». Se trata de un solo Magisterio que se expresa por canales u órganos distintos, y eso de manera orgánica, bajo la única acción asistencial del Espíritu. Es significativo que el Vaticano I al enseñar la infalibilidad se refiera primero a la infalibilidad de la I. y diga luego que es esta infalibilidad la que tiene el Romano Pontífice y consiguientemente el Colegio episcopal (Denz. 1839). Hay que ver el problema considerando que la 1. es una comunión, en cuyo interior existen diversidad de miembros y funciones, en orden al bien común. No habrá infalibilidad ni Magisterio auténtico sino guardando la comunión. También en las definiciones ex cathedra del Romano Pontífice se guarda la comunión eclesial con los obispos y los fieles. En todos estos órganos hemos de ver una interacción mutua. Esta interacción en el Magisterio del Papa y el de los obispos es de parecido orden a lo señalado en el Vaticano II respecto a la Colegialidad episcopal (v.).
     
      e) Relaciones entre el Magisterio y el común sentir de los fieles. Respecto a las relaciones e interacción entre el «consentimiento de los fieles» y el magisterio oficial (Papa, obispos) diremos que dicho consentimiento universal puede orientar al Magisterio oficial hacia ciertos aspectos de la verdad revelada, puede despertar el sentido de los Pastores para que procedan al estudio y compulsación de determinadas creencias, y puede suplir otros argumentos para proceder a la definición dogmática de una verdad. Pero a su vez, el sentido de la fe es nutrido, orientado y actualizado por la enseñanza de la Jerarquía, bien directamente por su magisterio oficial, bien indirectamente por sus cooperadores en la educación de la fe.
     
      El valor del consentimiento de los fieles en cuanto fuente orientativa para el Magisterio ha sido puesto de relieve ya desde antiguo. Así Melchor Cano (v.) lo enumera entre los factores de que el Magisterio se sirve a la hora de definir una verdad (cfr. De Locis Theologicis, 5,6). Y Gregorio de Valencia (v.) expone el mismo parecer, pues -dice- «bajo la asistencia del Espíritu Santo guardan pura e incólume la revelación divina y todos juntos no pueden errar... Si todos los fieles concuerdan en afirmar una verdad de fe, o en rechazar algo como contrario a la misma, el Papa puede aceptar esa actitud como testimonio infalible de la Iglesia y proceder a su definición» (De Fide, 7,47). De hecho es tenido en cuenta a la hora de las definiciones dogmáticas. Puede verse Trento respecto a la cuestión del pecado original (Denz. 787) y a la presencia real de Cristo en la Eucaristía (Denz. 874). Más recientemente la función activa del consentimiento universal de los fieles en orden al Magisterio se ha puesto de relieve en las definiciones dogmáticas de la Inmaculada Concepción (Denz. 1641) y de la Asunción de María (AAS 42,1950,753) donde se aduce el argumento del singular consenso del episcopado católico y de los fieles. El card. Newman (v.) aduce como ejemplo del valor del consentimiento de los fieles, el comportamiento por ellos observado durante la crisis arriana; y no sin exageración llega a decir que en esa crisis la divinidad de Cristo fue proclamada, defendida y (humanamente hablando) asegurada, mucho más por la I. discente que por la docente, ya que gran parte del episcopado fue infiel a su oficio, mientras que el pueblo permaneció fiel a su gracia bautismal (cfr. On consulting the faithful in matters of doctrine, en The Rambler, 1859, p. 217).
     
      Observemos que, aunque las definiciones dogmáticas o la enseñanza auténtica de la 1. expresen y tengan en cuenta el sentir del pueblo cristiano, no se ha de pensar que sean su resultado, de modo que el Magisterio oficial no sea más que el detector de la fe del pueblo, y sea regulado por él en su función específica. Las definiciones dogmáticas se deben a la asistencia del Espíritu Santo y tienen valor ex se, por sí mismas, y no por el consentimiento antecedente o consiguiente de la I. Mas siendo la asistencia externo-negativa se han de emplear los medios necesarios para llegar al conocimiento de la verdad. Entre estos medios figura la atención al consentimiento universal de los fieles actuado por el sentido sobrenatural de la fe (cfr. Lum. gent. 12).
     
      Es obvio en ese sentido que el Magisterio tiene una función de regla y medida con respecto al sentir de los fieles. Por eso, no obstante la mutua organicidad que se da entre ambas realidades, si alguna vez se presentara alguna tensión, nunca habrá que olvidar que en la comunión eclesial, los únicos que tienen el carisma del apostolado (mencionado siempre por S. Pablo como superior al profetismo) son los obispos como sucesores de los Doce, y el Papa como cabeza de los mismos y sucesor de Pedro. La comunión se guarda en unión con ellos. Todo presunto don profético ha de someterse al juicio del Magisterio oficial, a quien pertenece discernir con autoridad la legitimidad del mismo; se han de aceptar sus correcciones, encauce, aprobación o repulsa. La razón es evidente. El mismo Espíritu habla por boca de este Magisterio y por el sentido de la fe. No puede, pues, haber contradicción entre ellos. Pero sabemos que los obispos y el Papa han recibido la promesa de Jesús de que el Espíritu estará siempre con ellos para que conserven y expongan fielmente la Revelación. Ellos son los maestros ex of ficio, jueces y maestros de la fe. Puede suceder, y la histora es maestra también en esto, que lo que se cree provenir del Espíritu, venga del espíritu personal. Se impone, pues, el discernimiento entre lo que verdaderamente viene de Dios y es de fiar, y lo que viene de nosotros mismos. La jerarquía, con sus enseñanzas auténticas o infalibles, es la que permite tal discernimiento. Con ello lejos de sofocar el Espíritu, depura y prepara el campo de su acción.
     
      4) El don profético en la misión salvífica de la Iglesia. El Espíritu Santo reparte entre los fieles todo génerc de gracias y carismas extraordinarios y ordinarios «para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia» (Lum. gent. 12). La l., por su condición de peregrina, está siempre en trance de continuada renovación y progreso. Además es esencialmente misionera; la obra de evangelización es obra fundamental de todo el Pueblo de Dios (cfr. Ad gentes, 5). La proclamación al mundo del Reino, que fue hecha por Cristo, Profeta grande por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra (Lum. gent. 35), se cumple ahora no sólo por la jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos (v.; cfr. ib.). Colocados éstos en el mundo y desde el mundo han de ser testigos del Evangelio en la vida «cotidiana, familiar y social» (ib.). También en el compromiso temporal del cristiano y por cuanto dedica sus energías a la construcción del mundo conforme al designio de Dios, cumple su misión profética de evangelización. La edificación de la ciudad terrena no será realmente auténtica ni no nace de la fe y está dirigida por la esperanza (v.) cristiana. Esta virtud señala el término de todo progreso humano y a la vez sostiene el esfuerzo del hombre, para no desfallecer en el camino hacia una meta mejor. El inconformismo con lo adquirido y el afán por manifestar el amor en las obras son connaturales al cristiano, que debe dar testimonio del Reino, que trasciende la historia y ser consciente de la necesidad de renovación, acercándose a la perfección que le indica su esperanza. De ahí que el Vaticano II ponga de relieve el dinamismo que en la función profética misional corresponde a la fe y a la esperanza: «no han de esconder esta esperanza en la interioridad del alma, sino que deben manifestarla en diálogo continuo y en un forcejeo con los `dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos' (Eph 6,12), incluso a través de las estructuras de la vida secular» (Lum. gent. 35).
     
      V. t.: 111, 6; MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; PROFECÍA Y PROFETAS; CARISMA; ECLESIOLOGÍA 111, 5.
     
     

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C. GARCÍA EXTREMEÑO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991