IBEROS. HISTORIA.
Se conoce con el nombre de i. a los pueblos que ocuparon la zona litoral de la
península Ibérica y el valle del Ebro desde el s. v a. C. aprox. hasta la
romanización, y que se extendieron en dicha --poca al otro lado de los Pirineos
en una zona inmediata a la costa mediterránea, hasta los alrededores de la
actual ciudad de Montpellier. El nombre deriva de los datos de las fuentes
griegas y más tarde romanas. Los griegos, en efecto, se refieren a los pueblos
ibéricos como los habitantes de la indicada zona, si bien extendieron el nombre
de Iberia a toda la península por ellos conocida, con lo que la denominación
tuvo por una parte valor etnológico y por otra geográfico. Los romanos, al
adoptar para la península el nombre de Hispania (de origen fenicio, y que al
parecer equivale a «tierra o país de conejos»), ya no confundieron ambos
conceptos, reservando el nombre de i. para los pueblos de la indicada área, con
valor, por tanto, etnológico. Sin embargo, tanto en los autores griegos como en
los romanos se nota cierta confusión en lo que respecta a Andalucía. Algunos
extienden la denominación de i. a los habitantes de Andalucía (v. ANDALUCÍA 111,
9) mientras que otros limitan el término, como máximo, a la Andalucía oriental,
y designan como tartésicos o turdetanos a los de Andalucía central y occidental
(v. TARTESSOS; TURDETAN[A).
Hasta el s. xix, el conocimiento de los pueblos ibéricos se había limitado
a los datos proporcionados por los escritores grecorromanos y al reconocimiento
de la existencia de un sistema propio de escritura que aparece precisamente en
el área que, según los clásicos, fue la ibérica. La escritura ibérica despertó
la curiosidad de los eruditos renacentistas desde el s. xvi y de los ilustrados
del xviii, pero no se consiguió descifrar del todo, a pesar de los esfuerzos de
muchas generaciones, hasta ca. 1920, por obra de M. Gómez Moreno. Sin embargo,
su lectura no ha resuelto el problema de convertir los textos ibéricos en
documentos aprovechables históricamente, ya que se ignora el idioma, y se pueden
leer pero no traducir. Una nueva fase en el conocimiento de los i. se abrió en
las últimas décadas del s. xix, gracias a la aportación arqueológica. Los
descubrimientos del gran lote de esculturas ibéricas del Cerro de los Santos y
sobre todo el de la llamada Dama de Elche (v.), que acaeció poco después (1897),
consiguieron que se fijara la atención sobr1 una serie de producciones
artísticas y artesanas que, hasta entonces, habían despertado escasa curiosidad,
pues los arqueólogos estudiaban casi exclusivamente el mundo clásico, en este
caso romano, y consideraban bárbaras las obras de los antiguos indígenas. Como
la Dama de Elche pasó a formar parte de las colecciones del Museo del Louvre de
París, el problema del arte ibérico se internacionalizó y adquirió importancia.
A principios de este siglo, comenzaron los estudios sistemáticos de todo
el material arqueológico, empezando por la cerámica, sistematizada por P. Bosch
Gimpera en 1915, y las excavaciones de poblados y necrópolis que han revelado
aspectos insospechados de la civilización ibérica. Se dispone ya de una visión
de conjunto, a pesar de que todavía quedan innumerables problemas de detalle y
zonas oscuras. Sin embargo, el conocimiento actual ha quedado en general
reducido al mundo de los especialistas, y así todavía circulan, incluso en
libros de texto, viejos lugares comunes, totalmente superados, como, p. ej., el
del origen africano de los i., a los que se presenta como unos invasores, que en
una fecha indeterminada atravesaron el estrecho de Gibraltar de S a N para
establecerse en el área antedicha. Conviene fijar, en primer lugar, para evitar
confusiones, que el fenómeno que dio lugar al nacimiento del iberismo no es un
hecho étnico, sino cultural, es decir, los i. eran los mismos pueblos que hacía
siglos se hallaban establecidos en los territorios que después serán llamados
ibéricos, pero que crearon una nueva civilización, como consecuencia, sobre
todo, de las novedades recibidas a través de los colonizadores griegos y
fenicios. Hasta cierto punto podríamos llamarla «civilización satélite» del
mundo mediterráneo oriental greco-fenicio. No se trata, pues, de ningún cambio
étnico, sino de una evolución rápida de la cultura, de un proceso del tipo que
los etnólogos denominan aculturación, lo cual no impide que la civilización
ibérica presente una fuerte y original personalidad.
1. Etnología. Organización y vida social. En la base étnica de los i.
hallamos principalmente dos componentes, cuyo peso es diverso según los
territorios: el trasfondo étnico antiguo, derivado de los pueblos del Eneolítico
y de la Edad del Bronce; y las aportaciones de los grupos indoeuropeos, que a
principios de la Edad del Hierro atravesaron los Pirineos y se asentaron en
diversos territorios hispánicos. El primer componente parece especialmente
importante en parte de Andalucía, en Murcia y en todo el País Valenciano,
mientras que las aportaciones étnicas indoeuropeas fueron intensas sobre todo,
dentro del área ibérica, en Cataluña y el valle del Ebro. Así, no existió nunca
un pueblo ibérico étnicamente homogéneo, reiterándose la idea de que el iberismo
es un fenómeno cultural y no racial. Por otra parte, hay que considerar el
problema asimismo dentro del punto de vista cronológico. La época ibérica se
divide en dos fases muy claramente delimitadas. La primera corresponde a los s.
v, tv y parte del iii a. C. cuando los i. eran pueblos independientes, y la
segunda, a partir de la mitad del s. in a. C., en que tiene lugar el avance
cartaginés, cuyas consecuencias inmediatas son la segunda Guerra púnica (v.) y
la contraofensiva romana, que después de expulsar a los cartagineses (v.),
consigue el dominio de todo el litoral hispánico peninsular. Bajo el dominio
romano tiene lugar la segunda fase de la cultura ibérica, que se desarrolla
desde fines del s. iti a. C. hasta que, de modo lento pero inexorable, se impone
la romanización cultural y social, culminando hacia la época de Augusto, en el
comienzo de la llamada Era hispánica, en la cual se puede dar por terminada la
civilización ibérica, sustituida por los modos de vida romanos.
Los i. no formaron nunca una unidad política. Su organización social se
basó en la ciudad, o en lo que quizá mejor podríamos denominar poblado, y en
unas agrupaciones más amplias que los autores clásicos llaman pueblos y a los
que probablemente hemos de ver como tribus, en el sentido que los etnólogos dan
al término. Estos pueblos, cuyos nombres se conocen, plantean graves problemas
de interpretación: ¿se trata de unidades que poseen un carácter realmente
diferenciado? ¿Son simplemente agrupaciones de índole política? La mayor parte
de los comentaristas se inclinan por la primera hipótesis. En todo caso, lo
evidente es que sus límites parecen corresponder a ciertas unidades geográficas,
algunas de las cuales han tenido valor casi permanente a lo largo de la historia
y que se reflejan en delimitaciones posteriores.
En el sector meridional, estos pueblos son: los bastetanos (v.), cuyo
centro era Basti (Baza, provincia de Granada); y los mastienos, que tenían como
ciudad principal Mastia, posiblemente la actual Cartagena o sus alrededores. Son
dos grupos que algunas fuentes clásicas no consideran i. en sentido estricto. A
partir del río Segura hacia el N, siguiendo el litoral, las cosas están más
claras. En primer lugar, se hallaban los contestanos (v.), extendidos entre el
Segura y el Júcar; a continuación, al N del Júcar, los edetanos (v.), cuya
ciudad homónima Edeta es la actual Liria, y cuyas ruinas se conocen a través de
las excavaciones. Su límite se situaba al N de Sagunto, ciudad que caía dentro
de su área. La actual provincia de Castellón y una extensión más al N que
comprendía el Bajo Ebro era el territorio de los ilercavones (o ilercaones), que
limitaban por la costa con los cosetanos, habitantes del llano de Tarragona.
Remontando el litoral se encontraban los layetanos, centrados en torno a
Barcelona y que extendían sus dominios por las comarcas del Vallés y de la
Maresma, hasta la desembocadura del Tordera. La costa catalana septentrional,
perteneciente al Ampurdán, era de los indigetes o indiketes, que habían visto
dentro de su área el establecimiento de las ciudades griegas de Emporion
(Ampurias; v.) y Rode (Rosas).
Por el interior de Cataluña, aparecen pueblos de poca extensión: los
lacetanos o laketanos, cuyo centro se sitúa en la zona de Bages; los ausetanos,
que tuvieron como ciudad más importante Ausa (Vich); y otros más próximos al
área pirenaica, como los bergistanos (zona de Berga); andosinos, cuyo nombre se
ha relacionado con Andorra; airenosos que parecen asimismo en relación
etimológica con el valle de Arán, etc. Entre Cataluña y Aragón, existió un
pueblo más importante que estos últimos por la extensión de su territorio, los
ilergetes (v.), cuya principal ciudad fue Iltirda, actual Lérida. Al O, los
iacetanos (v.) con centro en Iaca (Jaca), ocupaban buena parte del Aragón
septentrional, mientras que más al S, en la región de Zaragoza, fueron los
sedetanos, a menudo confundidos con los edetanos de Valencia, los que ocuparon
el país. El Alto Ebro fue de los vascones (v.), que se extendían por buena parte
de la actual Navarra.
Se ignora en detalle cómo se regían estos pueblos y hasta qué punto
formaban unidades políticas. En algunos casos, los escritores romanos, en
relación con las luchas de conquista, refieren la existencia de reyes o
reyezuelos, como el caso de Edecón entre los edetanos o de Indíbil entre los
ilergetes. Pero no es seguro que se trate de una organización claramente
monárquica sino más bien de caudillos efímeros, pertenecientes a familias
aristocráticas. Por otra parte, las ciudades a menudo actuaban
independientemente, mostrando a las claras su autonomía en los momentos
decisivos. Así, cuando en Sagunto (v.) se planteó la cuestión de la guerra o la
sumisión a Aníbal (v.), fue una asamblea de la ciudad, que los romanos han
traducido por «Senado», la que decidió la resistencia frente a los cartagineses.
Es prudente pensar que la organización política no fue uniforme y que, por el
contrario, existía una gradación según los pueblos y las ciudades.
Lo que resulta claro es el papel de la ciudad como centro de la vida
ibérica. Dichas ciudades son hoy bastante bien conocidas, ya que algunas se han
excavado con amplitud y otras se -han explorado parcialmente. Se emplazaban, por
lo común, en lugares altos, de fácil defensa natural, es decir, se sacrificaba
la comodidad a las condiciones defensivas, que además se reforzaban con la
erección de murallas, rodeando el área habitada. Las dimensiones y el grado de
urbanismo varían según los territorios, observándose una gradación clara entre
los llanos costeros y las zonas más lejanas al mar o más ruralizadas, donde los
núcleos son menores y menos complejos. Las casas estaban organizadas en calles
estrechas y formaban bloques irregulares.
Dada la frecuencia de emplazamiento j en cabezos, con fuertes pendientes,
era corriente que las calles trazadas según las curvas de nivel fueran más o
menos horizontales, pero las que seguían la dirección de las pendientes eran
empinadas y tuvieron que convertirse en escaleras. No existía un urbanismo
regular, previamente planificado. Tampoco se conocen plazas ni grandes espacios
abiertos. Las casas eran pequeñas, más para hogar, refugio nocturno, protección
contra el mal tiempo y depósito de los enseres familiares, que lugar de vida
permanente. Los muros eran de piedra hasta una cierta altura, y a continuación
de adobe; las cubiertas se hacían con ramaje, cañas y barro; las tejas se
utilizaron con el proceso romanizador. En general, las viviendas eran de dos, o
como máximo tres cámaras, una que daba a la calle, y otra u otras dos
interiores. No se distinguen sus usos a través de características espaciales; a
veces puede identificarse el hogar, o un banco corrido en uno de los lados. Es
sintomática la falta de edificaciones que puedan atribuirse a finalidades
colectivas, como templos o centros de vida pública. Asimismo, tampoco se
aprecian distinciones notables de una casa a otra que permitan señalar grupos
sociales de distinto nivel de vida.
2. Economía. Sobre la base agropecuaria de sus antecesores, las
principales novedades de la vida económica ibérica son de tipo técnico,
destacando en primer lugar la sistematización del uso del hierro como metal
principal para la fabricación de útiles de trabajo y armas. La utilización del
hierro no alcanza su plenitud hasta época ibérica. Asimismo, se introduce otro
elemento técnico, el torno de alfarero, con lo que pasa la fabricación de
cerámicas a ser obra de talleres artesanos y no del ámbito familiar como en los
periodos anteriores de la fabricación a mano.
Junto a estos elementos de producción aparece, como otra gran novedad, la
moneda. Su entrada está en función de las colonias y el comercio griego. Las
primeras acuñaciones indígenas se realizaron entre los grupos de las zonas
próximas a las colonias de Emporion y Rode, como simples imitaciones de las
piezas griegas. Ya en el s. in a. C. se hallan monedas imitadas pero con leyenda
ibérica, las llamadas dracmas ibéricas. Es posible que también Sagunto y
Saetabis (Játiva) hayan comenzado a acuñar, independientemente de Emporion y
Rode, en este siglo. Sin embargo, la acuñación de la moneda ibérica no se
generalizó hasta el dominio romano, bajo su control y siguiendo los patrones
monetarios latinos, es decir, el denario y sus divisores. La unificación no sólo
afectó a la metrología, sino también a los tipos, idénticos con pequeñas
variantes: una cabeza masculina en el anverso, y un jinete en el reverso
(llevando una espada, una lanza o una palma en la mano, según las zonas), con el
nombre de la ceca en el exergo. Entre éstas, se hallan desde centros importantes
como IIHrda, Iaca, Osca, Cese y Saetabis (respectivamente Lérida, jaca, Huesca,
Tarragona y Játiva) hasta pequeños núcleos urbanos, algunos de ellos de
localización desconocida. Asimismo, se da una dualidad según que las acuñaciones
correspondan a ciudades o a pueblos (tribus).
3. Escritura y lengua. Ya se ha indicado que los i. - utilizaron un
sistema propio de escritura; cuyo desciframiento no se ha logrado hasta fecha
reciente. Es conocido a través de inscripciones, por lo general breves, sobre
plaquitas de plomo, en piedra, en grafitos sobre cerámica, así como en las
leyendas de las monedas. Su particularidad más destacada es que se trata de una
mezcla de sistema alfabético y silábico, o sea, que unos signos tienen valor de
letras y otros de sílabas. Teóricamente, la presencia del silabismo, aunque
parcial, da al sistema ibérico un aire arcaico, puesto que a partir del s. vii
a. C. por lo menos, los sistemas ya exclusivamente alfabéticos, tanto el griego
como el fenicio, se habían extendido por el Mediterráneo. Pero no se conocen
inscripciones ibéricas anteriores al s. v a. C. y aun la mayor parte de ellas
son posteriores al s. iv a. C., hasta la romanización. Tampoco está claro el
problema de su origen. Algunos signos derivan de los alfabetos griego o fenicio,
otros son de origen dudoso. Respecto del idioma, se aprecia una relativa unidad
lingüística dentro del conjunto del territorio ibérico; sin embargo, es posible
que existieran variantes entre las diversas zonas. La opinión es casi unánime de
que no se trata de una lengua indoeuropea. Desde el siglo pasado, ha existido
una escuela de investigadores que ha supuesto un entronque con el vasco (teoría
vascoiberista), suponiendo que el vascuence actual deriva, con las naturales
evoluciones, del ibérico. Pero los intentos de lectura de textos ibéricos según
el vasco no han dado por ahora resultados definitivos (v. VASCONGADAS IV).
4. Arte. Uno de los aspectos mejor conocidos y más espectaculares del
iberismo es su arte, sobre todo la escultura y la pintura sobre cerámica. De
arquitectura se conoce poco. La escultura en piedra es exclusiva de la zona
ibérica meridional (Andalucía, Murcia y parte sur de la región valenciana). La
figura humana aparece sobre todo en Elche y en el santuario del Cerro de los
Santos de Albacete, y dispersas por toda el área indicada se conocen una serie
de representaciones de animales (toros y leones) y animales mitológicos
(esfinges, etc.). La pieza capital es un busto femenino llamado la Dama de Elche
por el lugar de su hallazgo. Se trata de un arte que sólo se produjo en la
primera etapa ibérica, en los s. v, iv y in a. C., evidentemente influido por
las corrientes griegas, sobre todo del arcaísmo, pero que mantiene gran
personalidad. La escultura de pequeño tamaño es en bronce o en tierra cocida, y
la casi totalidad de los ejemplares conservados proceden de santuarios
(exvotos), en especial de los de Sierra Morena en la provincia de Jaén. El valor
estético de dichas piezas es muy desigual, pasando por algunas de gran
perfección hasta otras muy toscas, y se produjeron durante toda la extensión de
la cultura ibérica. Lo mismo acontece con la cerámica.
El uso sistemático del torno facilitó la decoración pictórica, que en los
primeros tiempos (s. v y iv a. C.) se limitó a motivos geométricos, y que a
partir del s. in a. C. incluía representaciones de animales y figuras humanas.
Entre éstas, destacan los estilos llamados de ElcheArchena y de Oliva-Liria, el
primero específico del Sudeste y el segundo del área valenciana, así como el de
los poblados aragoneses (Azaila, v.; y Alloza), que tienen su florecimiento
durante los s. ii y i a. C. En el primer grupo, las decoraciones son
estilizadas, mientras que en los dos segundos aparecen escenas de la vida real,
luchas guerreras, cacerías, danzas, que proporcionan un conocimiento directo de
varios aspectos de la etnología ibérica. Estilísticamente, todos se caracterizan
por un gran bárroquismo, derivado sobre todo del horror vacui, que hace que se
rellenen los espacios intermedios y los fondos con motivos geométricos o
florales. Se trata de un arte eminentemente popular; en contraste con la
escultura mayor, de aire mucho más hierático y solemne. La pintura cerámica va
desapareciendo a partir de la segunda mitad del s. i a. C., como consecuencia de
la romanización; y cuando se entra en la Era cristiana, sólo quedan
reminiscencias de escaso valor estético.
Otro arte a considerar es la orfebrería. Sin alcanzar la magnitud de la
tartésica meridional, los i. muestran un destacado desarrollo en las
producciones artísticas o artesanas en metales nobles, plata y oro, tanto en lo
que respecta a joyas de adorno personal (collares, pendientes, placas de
cinturón de bronce adornadas con nielados de plata, etc.), como en platos,
páteras, etc., en algunos casos (p. ej., la pátera hallada en Tivissa) con
relieves.
5. Las investigaciones arqueológicas. El conocimiento actual de los i. se
apoya de modo considerable en los resultados de las investigaciones
arqueológicas realizadas en el último medio siglo.. Dado que las fuentes
antiguas son limitadas y no cabe esperar su ampliación, las posibilidades de
completar el conocimiento actual en un próximo futuro dependen de los nuevos
datos aportados por la arqueología, fundamentalmente a través de las
excavaciones. Todavía existen escasos poblados explorados en forma intensa,
descubiertos en áreas amplias. La mayor parte de los conocidos, o bien sólo se
han prospectado, o bien se han excavado parcialmente, habiéndose exhumado un
pequeño tanto por ciento de su área. El problema es especialmente grave para
toda la zona ibérica meridional, Murcia (v. LEVANTE ESPAÑOL II) y Andalucía (v.
ANDALUCíA ni), cuyos yacimientos mejor conocidos son casi todos ellos necrópolis
(Peal de Becerro en Jaén, Galera en Granada). En las tierras valencianas, la
situación es algo mejor, pues se dispone de un poblado extensamente excavado
(aunque no completamente), el de La Bastida de les Alcuses de Mogente, que
ofrece un panorama típico de lo que fue un poblado del s. iv a. C.; y se conocen
con bastante amplitud los de San Miguel de Liria, de donde proceden las
cerámicas ya mencionadas; El Puig y La Serreta de Alcoy, y Tossal de Manises, en
las inmediaciones de Alicante. En Cataluña, son bien conocidos los de Puig
Castellar, en las proximidades de Barcelona; y a continuación, hacia el N, en el
litoral, La Maresma, se ha investigado un denso núcleo. San Miguel de Sorba y El
Vilaró de Olius nos dan la facies de la zona montañosa de los alrededores de
Solsona. No es tan seguro como pareció al principio de las excavaciones, hacia
1950, que Ullastret, en el Bajo Ampurdán, sea una ciudad ibérica, ya que parece
una fundación colonial griega. En el Sur de Francia, el poblado mejor conocido
es el de Ensérune, cerca de Montpellier. Los de la parte Sur y Oeste de Cataluña
(La Pedrera de Vallfogona de Balaguer, Tossal de les Tenalles de Sidamunt, La
Gessera de Casseres, etc.) nos aproximan al grupo del límite entre Aragón y
Cataluña, algunos de ellos bien excavados, como el de San Antonio de Calaceite
(Teruel) y otros en la misma comarca. Remontando el valle del Ebro, el del
Cabezo de Alcalá en Azaila, totalmente exhumado, y el de Alloza, en curso de
excavación. Téngase en cuenta que sólo citamos aquellos yacimientos de los que
se tiene un conocimiento amplio, pero el número de poblados ibéricos señalados,
en espera de la adecuada investigación, es numerosísimo.
BIBL.: Todavía no existe un estudio amplio y al día sobre los i. Como introducción pueden consultarse: A. ARRIBAS, Los iberos, Barcelona 1965; A. GARCÍA Y BELLIDO, J. MALUQUÉR DE MOTES y B. TARACENA, en HE 1,3,1963.-Fuentes: A. SCHULTEN y P. BoSCH GIMPERA, Fontes Hispaniae antiquae, Barcelona 1922.-Para el alfabeto y la lengua: E. HÜBNER, Monumenta Linguae Ibericae, Berlín 1893; M. GómEz MORENO, Suplemento de Epigrafía ibérica, Madrid 1949; J. MALUQUER DE MOTES, Epigrafía prelatina de la península Ibérica, Barcelona 1968.-Para las monedas sigue siendo esencial el catálogo de A. VIVES ESCUDERO, La moneda hispánica, Madrid 1926-29, y el resumen de A. BELTRÁN, Las monedas hispánicas antiguas, Madrid 1954.-Para el arte: M. TARRADELL, Arte ibérico, Barcelona 1969; A. GARCÍA Y BELLIDO, Iberische Kunst in Spanien, Maguncia-Berlín 1971.-Para la cerámica: P. BoSCH GIMPERA, El problema de la cerámica ibérica, Madrid 1915 (estudio sistemático). Para los lotes de Azaila y Liria, M. TARRADELL, Avance al catálogo de formas de cerámica ibérica, Valencia 1969.
MIGUEL TARRADELL.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991