Humanismo. Teología.
1. Humanismo y Renacimiento. 2. Interpretaciones del
humanismo renacentista. 3. Las contradicciones del humanismo ateo. 4, Humanismo
y cristianismo.
Las cuestiones que el h. plantea a la reflexión teológica son indudablemente
teóricas ya que entroncan con el problema de la comprensión del hombre (v.) en
torno a esas coordenadas fundamentales que son la naturaleza (v.), la gracia
(v.), la libertad (v.) y el pecado (v.); es, sin embargo, un tema cuyo sentido
mismo depende de la determinación del significado histórico-cultural de esa
palabra, y, por tanto, de la valoración de la época que la vio nacer (v. i-ii).
Comenzaremos, pues, con un intento de caracterización del humanismo y del
Renacimiento, para afrontar después los problemas que derivan de ese análisis
histórico.
1. Humanismo y Renacimiento. La casi totalidad de los historiadores coinciden en
relacionar el nacimiento y el desarrollo del h. y del Renacimiento (v.) con la
aparición y el crecimiento de las ciudades-estado en el norte de Europa y, sobre
todo, en las regiones septentrionales y centrales de Italia, a lo largo de los
s. xiv y xv. Las nuevas relaciones que se establecen en esas ciudades y el
acceso al poder de nuevos estamentos sociales, crea nuevos problemas, favorece
la consolidación de una mentalidad diversa de la de la época inmediatamente
precedente, y hace sentir -dato éste especialmente importantela necesidad de una
educación que coloque al ciudadano en condiciones de participar activamente en
la vida de su propia ciudad.
La visión fuertemente jerarquizada de la vida social, que había sido propia del
feudalismo medieval, tiende a desaparecer; la educación, hasta ahora llevada
fundamentalmente por clérigos y con una orientación marcadamente monástica,
tiende a ser asumida por el poder ciudadano y a recibir una orientación cívica.
Los studia humanitatis vienen a cumplir una función de formación con vistas a
una tarea histórico-social que se asume de manera consciente y decidida.
La idea de Jakob Burckhardt (v.), según la cual el Renacimiento se define como
«el descubrimiento del hombre y del mundo», deforma la realidad, como pondremos
de relieve más adelante; presupone, sin embargo, un dato real: en el h. y en el
Renacimiento se produjo una fuerte acentuación de la preocupación del hombre por
lo que ha sido calificado a veces como su misión mundana y terrena, y que, para
evitar una terminología que implica ya una opción teorética precisa, podríamos
describir más bien como búsqueda del progreso civil y de la prosperidad terrena.
La exaltación, típicamente renacentista, de la vida social como encuentro entre
los hombres y realización de la humanitas, es una consecuencia clara de esos
planteámientos. Todo ello se une, y en parte conduce, en el terreno de la
filosofía, a una atención especial a los problemas morales y específicamente
humanos, que lleva a los primeros humanistas a oponerse tanto al formalismo de
los filósofos nominalistas de París y de Oxford, como al naturalismo, de cuño
aristotélico-averroísta, de las escuelas de medicina de Bolonia o de Padua. «Yo
me pregunto -escribe Petrarca en su Invectiva in medicum, con frase que resume
bien esa actitud- de qué sirve conocer la naturaleza de las fieras y de los
pájaros, de los peces y de las serpientes, e ignorar o no preocuparse de conocer
la naturaleza del hombre, por qué hemos nacido, de dónde venimos, a dónde
vamos». De ahí la importancia que los programas de reforma educativa de los
humanistas atribuyen a la ética, a la poesía, a la elocuencia, a las artes, en
suma a lo que, enseñando a bien pensar y a bien actuar, contribuye a la
perfección del vivir humano. De ahí, en el terreno religioso y teológico, la
polémica contra las especulaciones de una escolástica dominada por análisis
lógicos de raigambre nominalista y la defensa de un estudio de las Sacrae
Litterae conducido de tal manera que lleve a una inmediata edificación de la
vida.
Hay, por lo demás, en todo ello no sólo una preocupación educativa, sino también
una fuerte valoración del momento ético y voluntario, y una afirmación de la
actividad humana creativa, frente a un ideal exclusiva o predominantemente
especulativo. Por eso la meditación sobre la muerte, la consideración de que más
allá de la vida y de la historia del mundo se abre el Reino de los cielos, o el
mismo atractivo de la soledad, fuertemente sentido por algunos humanistas, no
lleva a la separación del mundo o a la minusvaloración de las tareas terrenas;
sino que el silencio del alma, la meditación sobre lo eterno, desemboca en un
nuevo descubrimiento del valor de la verdadera societas por la que el hombre se
siente hermano entre hermanos y se prepara para la felicidad eterna a través del
servicio prestado a sus semejantes.
Habría que añadir también, como rasgo distintivo de la época, la insistencia en
la dignidad del hombre considerado precisamente en cuanto centro y eje del
acontecer histórico. Esto llevará a veces a retomar el tema, patrístico y
medieval, del hombre como microcosmos; otras, a exaltar la belleza humana como
objeto del arte; otras -y esto es, en cierto sentido, lo más característico- a
poner de relieve la capacidad del hombre de dominar la naturaleza: los acentos
de un Giannozzo Manetti (13961459) en su De dignitate et excellentia hominis, o
los de un Pico della Mirandola (1463-94; v.) en su De hominis dignitate, son, a
este respecto, enormemente significativos.
Para completar esta descripción sería necesario hacer referencia a otros muchos
temas: el sentido de la individualidad, el acrecentamiento de la curiosidad
intelectual, la apertura de nuevos horizontes culturales y geográficos, el
crecimiento de las ciencias naturales y la formulación de las reglas
metodológicas que las constituyen, etc.; así como apuntar, aunque fuera
someramente, a la evolución de esas ideas y actitudes, que aquí hemos recogido
en su momento inicial, o germinal, hasta llegar a figuras como un Shakespeare,
un Tomás Moro, un Erasmo, un Galileo, un Cervantes, un Tiziano, un Miguel Ángel.
No se trata, sin embargo, de dar un cuadro completo y ni siquiera aproximado,
sino tan sólo de señalar algunas líneas de caracterización; y pueden por eso
bastar los breves rasgos ya esbozados (que más ampliamente se han tratado ya en
1, 2, 11 y 111).
Un punto es tal vez necesario añadir: el sentido de la historia (v.). Los
humanistas se caracterizan en efecto por su aguda conciencia de vivir un momento
histórico de cambio y de crisis, ante la que adoptan tan decidida actitud de
protagonistas. Ese sentido de la historia es tan central en la época que se ha
podido observar (Cantimori) que si bien no ha existido un «hombre del
Renacimiento» míticamente entendido, sí han existido en cambio los humanistas,
artistas, filósofos, poetas, científicos que han querido renovar, mediante la
antigüedad clásica, la cultura europea. Lo que caracteriza al h. no es
simplemente la vuelta a lo antiguo, el estudio de las letras y de-las artes de
Roma y de Grecia, por lo demás -aunque en menor grado- ya conocidas en el
Medievo, sino la diversa actitud con que se realiza ese recurso, que, en la
época humanista, no está determinado ni por una preocupación especulativa (como
fue predominante en las escuelas medievales) ni tampoco por un afán esteticista
y erudito (como sucedió en épocas posteriores), sino que es un medio y un camino
para conseguir la rinascita, el renacimiento de la propia civilización. La
vuelta a lo antiguo no fue por eso en los humanistas mera imitación, sino
reelaboración desde la nueva situación en que vivían y según sus exigencias
espirituales (v. i, 2a y li, 1).
Subyace ahí un peculiar sentido del propio momento histórico, y una consiguiente
valoración de la cultura entendida como memoria del pasado, como reconstrucción
de la historia de la humanidad, que, al enriquecer al hombre con el conocimiento
de los que le han precedido, le permite asumir con mayor conciencia su personal
tarea histórica, con vistas a una realización plena de 1, humanitas del propio
tiempo. Reencontramos así, situadas en un contexto más amplio, las razones de la
importancia atribuida por los humanistas a la filología (v.) como método que
permite conocer la historia; a la vez que apuntamos cómo en esta época se
perfila una nueva concepción de la misión del intelectual y del artista que
deriva de la peculiar forma de entender el significado de la acción histórica a
la que hemos hecho referencia.
2. Interpretaciones del humanismo renacentista. Cuanto acabamos de exponer nos
sitúa frente a algunas cuestiones fundamentales para una interpretación del
humanismo: ¿cuál es exactamente su posición frente a la Edad Media?; y también:
¿cuál fue su actitud respecto a la fe cristiana? Los hombres de la época
humanista y renacentista contrapusieron de manera programática su propia cultura
a la del Medievo; en ocasiones lo hicieron con expresiones violentas (como
Lorenzo Valla al que le parecía contemplar el resurgir de las letras y, con
ellas, de todas las disciplinas y las artes, liberadas al fin de un oscuro
carcere), en otras con tono más moderado; pero, de un modo u otro, casi todos
coincidieron en esa afirmación.
Esas expresiones fueron recogidas por los pensadores de la Ilustración (v.), que
les atribuyeron una carga polémica y teorética nueva. Basta leer el Discurso
preliminar que D'Alembert (v.) antepone a la Enciclopedia, o las páginas de
Voltaire (v.) en el Essai sur les moeurs, para advertir cómo el mito del Imperio
Romano construido por los humanistas, se transforma ahora en un ataque directo
al cristianismo, considerado culpable de la decadencia de Roma y de la supuesta
oscuridad de los siglos que siguieron; el Renacimiento, en la interpretación
ilustrada, viene a ser así la liberación de la razón humana de las trabas de la
fe y de los terrenos y exaltaciones místicas. Es en esa visión ilustrada en la
que se inspira Hegel (v.) cuando describe la época renacentista como aquella
edad en la que «los hombres se reconocieron libres, proclamaron su propia
libertad, y tuvieron la fuerza de operar por sus propios intereses y sus propios
fines», en la que «el espíritu adquirió confianza en sí mismo y en su propia
existencia... reconciliándose con el mundo real, y no ya con el mundo
aniquilado».
Este esquema historiográfico ha dominado durante bastantes años los ensayos y
estudios sobre el Renacimiento, ya que ha sido aceptado no sólo por los autores
que se sitúan en la línea de la Ilustración, sino también por pensadores anti-ilustrados
que, siguiendo las huellas de De Bonald, consideran al h. como la ruptura del
orden medieval y el inicio de la era de las revoluciones. Ese cuadro
interpretativo y esos juicios parecieron encontrar una confirmación
científicamente documentada con la publicación en 1860 de Die Kultur der
Renaissance, de Iakob Burkhardt, en la que frente al «hombre de la Edad Media»
orientado hacia Dios y olvidado de la realidad del mundo, se dibuja la imagen
del «hombre del Renacimiento», consciente de su fuerza mundana, ajeno a todo
presupuesto ético o religioso, creador del «Estado como obra de arte» y volcado
hacia la conquista del poder y de la gloria terrenos. Pero si la obra de
Burkhardt marca el apogeo de un mito, señala también el inicio de su crisis. Los
estudios históricos posteriores, en parte provocados por esa misma obra, han ido
poco a poco minando sus fundamentos. Después de las investigaciones de un Thode,
un Burdach, un Baron, un Chabod, un Garin, por citar sólo a algunos de los
principales, la rígida contraposición entre Medievo y Renacimiento ha perdido
carta de naturaleza, ya que se ha advertido la presencia a lo largo de toda la
Edad Media de múltiples temas y actitudes humanistas, así como la pervivencia en
la cultura del Renacimiento de valores que son a veces considerados como típicos
del Medievo. La imagen de un Medievo absolutamente antihumanista, y la de un
Renacimiento radicalmente pagano, no resisten al análisis histórico.
Para clarificar más este punto -que es el que afecta de manera inmediata a
nuestro tema- conviene hacer notar las diferencias que median entre el esquema
historiográfico propio de los autores humanistas, y el que se impuso en cambio a
partir de la Ilustración. Los pensadores y artistas del Renacimiento al
oponerse, de la manera en que lo hicieron, a la Edad Media, contribuyeron a
acuñar el mito de las «tinieblas medievales»: su incomprensión de la grandeza de
los siglos que les precedían y de su misma profunda dependencia con respecto a
ellos, ha sido en parte causa de los equívocos posteriores; es necesario
señalar, sin embargo, que esa oposición al Medievo no fue nunca -exceptuadas
algunas figuras aisladas- una oposición al cristianismo, y que la causa de la
decadencia de Roma es, para los humanistas, no la fe cristiana, sino las
invasiones de los bárbaros. El mundo al que vuelven y con el que entroncan no es
el mundo de la Roma pagana, sino el de la cultura romana en toda su amplitud, y,
por tanto, también la de los siglos cristianos; de ahí que la época humanista
señale un interés renovado por la época patrística y por el estudio de los
Padres.
El esquema de interpretación histórica propio de la mayoría de los ilustrados
implica en cambio un juicio sobre el hecho cristiano en sí mismo. Para el
ilustrado, la Edad Media comienza no ya con la caída del Imperio Romano ante las
invasiones de los bárbaros, sino con la expansión del cristianismo y con su
predominio sobre el paganismo a partir del s. iv. Los diez siglos que trascurren
desde entonces hasta el Renacimiento, son para el ilustrado siglos de oscuridad
precisamente porque erróneamente piensan que la fe cristiana ha traído consigo
un olvido del hombre. Una clara expresión de ese modo de pensar es el que
encontramos, p. ej., en el historiador del arte Bernard Berenson, en un texto
tanto más significativo, en cuanto que, carente de intención polémica,
manifiesta con toda sencillez un clisé que no advierte ni siquiera la necesidad
de analizar: «Los mil años que separan el triunfo de la Iglesia de la mitad del
siglo xiv se parecen a los 15 ó 16 primeros años de la vida humana. Llenos de
alegría o de dolor, tempestuosos o apacibles, el carácter fundamental de estos
años de infancia es el de vivir bajo tutela y sin conciencia clara de la
personalidad. Pero, hacia fines del siglo xiv, ocurrió en Europa lo que debe
suceder a todo individuo bien dotado: el despertar del sentido de la
personalidad» (Les peintres italiens de la Renaissance, Londres s. f., 4).
La contraposición entre Edad Media y h. no es, pues, -según este esquema- la
simple distinción entre dos épocas culturales, compatibles ambas con una
inspiración religiosa y cristiana, sino un salto cualitativo radical en la
historia de la humanidad, que opone entre sí dos diversas edades, más aún dos
universos metafísicos incompatibles. Se postula en otras palabras una oposición
entre cristianismo y perfección humana y, más radicalmente, entre afirmación de
Dios y afirmación del hombre, de manera que el desarrollo del hombre y de la
humanidad implica necesariamente la superación de la religión y de la fe. De ahí
una actitud constitucionalmente anticristiana, o, a lo más, el reconocimiento de
una positividad meramente histórica del cristianismo, en cuanto etapa de la
formación de la humanidad, pero etapa que debe ser trascendida para dar paso a
una conciencia de sí supuestamente superior.
Es ésa la problemática de fondo, de la que nos ocuparemos a continuación. Antes
de entrar en ello, y para cerrar este apartado de tipo histórico-interpretativo,
parece oportuno observar que, aparte de otras consideraciones más radicales, la
interpretación ilustrada-idealista del Renacimiento (como análogamente la
antiilustradafideísta, que acepta los mismos presupuestos metodológicos) implica
una filosofía de la historia que desconoce la compleja realidad del acontecer,
reduciéndolo al mero desplegarse de esencias lógicas. Lo que existe no son ideas
abstractas sino hombres con sus afanes, sus limitaciones, sus aciertos y sus
errores; y eso impide considerar a las edades, épocas o periodos que se suceden
en la historia como mónadas cerradas en sí mismas, y obliga, por tanto, a
juicios mucho más matizados. La oposición Medievo-Renacimiento entendida como la
oposición tinieblas-luz, Dios-hombre es un mito ideológico, y no una realidad; y
lo que el hombre necesita para comprender la historia, y su propio presente, no
son mitos, sino un conocer sapiencial que le permita juzgar y decidir. Por eso
podemos resumir lo expuesto hasta ahora de la manera siguiente:
a) No se puede definir al h. renacentista como el descubrimiento del hombre o la
toma de conciencia de la subjetividad, ya que la Edad Media, la época patrística
y la cultura bizantino-eslava (por referirnos a algunos periodos fundamentales
de la historia posterior a Cristo) han poseído una clara visión del hombre y de
su dignidad, puesto que -como diremos- esa visión es inseparable del
cristianismo (v.); la discusión podrá, pues, plantearse con respecto a aspectos
o sectores parciales de la antropología, y señalar en ese sentido límites o
defectos de esas épocas, pero nunca con el carácter de globalidad que presupone
el esquema que criticamos.
b) No corresponde tampoco a la realidad histórica presentar el Renacimiento como
un movimiento de naturaleza pagana o tendencial, pero inevitablemente pagano, ya
que la fe cristiana está presente y no de una manera marginal y sectorial en los
hombres y movimientos más significativos. Ello no quiere decir, claro está, que
no hubiera actitudes poco cristianas, más aún claramente neopaganas: las hubo
ciertamente. Y es también verdad que algunas de las posiciones centrales de los
hombres del Renacimiento estaban expuestas a involuciones o desviaciones (la
exaltación de la dignidad del hombre y de la belleza del vivir humano podía
degenerar, y degeneró de hecho en ocasiones, en egocentrismo o en hedonismo
sensual; la afirmación de la bondad del mundo creado y de la fuerza creativa del
hombre se transforma a veces en un naturalismo o en una divinización panteísta
de la naturaleza; la crítica a la teología nominalista encubre en ocasiones una
incomprensión de la teología en general e incluye, por tanto, el riesgo de
desconocer el carácter sapiencial e intelectual de la fe, etc.); pero ninguna
época histórica está exenta de fallos, y sería injusto y unilateral definir al
h. renacentista por sus defectos o sus riesgos y no por sus valores y sus
aportaciones.
c) Todo esto equivale a decir que la preocupación por el progreso terreno, el
sentido de la belleza y de la alegría del vivir, la conciencia de la capacidad
creadora del hombre y del valor del trabajo... no son en sí valores ajenos al
ideal cristiano, sino connaturales con él. ¿Afirmaron esos valores los hombres
del Renacimiento con más fuerza que los del Medievo?, y, en caso afirmativo,
¿supieron al hacerlo asignarles su justo lugar e integrarlos en una síntesis
acabadamente cristiana? Es así como, a nuestro juicio, debe plantearse el
problema de las relaciones entre el h. renacentista, Medievo y cristianismo. No
corresponde resolver aquí esa cuestión histórica, ya que no es una preocupación
historiográfica la que nos ocupa (aparte de que, llegados a este punto, no tiene
sentido pretender hablar en general de toda una época, sino que habría que
distinguir entre autores, escuelas y obras); era, sin embargo, necesario
situarla con claridad, ya que es eso lo que permite enfrentarse con el problema
teorético del humanismo.
3. Las contradicciones del humanismo ateo. El problema del h., como cualquier
otra cuestión de ese estilo, puede ser planteado a dos niveles: a)
analítico-cultural, describiendo los valores que asume o acentúa cada época
histórica o cada situación cultural; b) teológico-metafísico, preguntándose, por
tanto, ¿qué es el hombre?, ¿cuál es su destino? Es en este segundo nivel en el
que nos situamos; nuestro primer paso debe ser, por tanto, clarificar la
temática referente al h. ateo.
Entre h. y ateísmo (v.) no cabe establecer ni una identidad, ni una relación
necesaria, y eso no sólo porque el cristianismo (y, en términos generales, la
actitud religiosa) no supone en modo alguno la negación del hombre y de lo
humano, sino también porque son posibles, y se han dado de hecho históricamente,
múltiples ateísmos no humanistas: baste pensar, p. ej., en algunas de las
manifestaciones del fatalismo de los estoicos (v.), por lo que se refiere al
mundo antiguo, o en algunas de las expresion°_s de los neopositivistas (v.) y
del estructuralismo (v.), en la época contemporánea.
Es un hecho, sin embargo, que en el ateísmo moderno predomina la vertiente
humanista. El ateísmo, tal y como se encuentra en un Bakunin (v.), en un Marx
(v.) o en un Nietzsche (v.) -por citar a algunas de las figuras más
representativas- es un ateísmo que resulta de una forma determinada de entender
al hombre: el hombre elimina a Dios porque piensa que sólo así puede afirmar su
dignidad; Dios es, en suma, considerado como un obstáculo o un límite a la
libertad y perfección humana. «El cristianismo -escribe, p. ej., Bakunin- es la
religión por excelencia, porque expone y manifiesta, en su plenitud, la
naturaleza, la esencia propia de todo sistema religioso: es decir, el
empobrecimiento, la esclavitud, la aniquilación de la humanidad en provecho de
la divinidad» (Dieu et 1'État, Ginebra 1882, 58).
El ateísmo que encontramos en esos autores es -en frase que resume eficazmente
el pensamiento de Marx«el h. mediatizado consigo mismo a través de la supresión
de la religión». Es por eso un ateísmo «postulatorio» (Scheler), «positivo,
orgánico y constructivo» (De Lubac), «teorético, absoluto, positivo y
constructivo» (Fabro). Un ateísmo que implica una posición total ante el
problema del hombre, y, por tanto, una visión teorética radical sobre el sentido
de la existencia. Ateísmo y h. -en estos sistemas de pensamiento- no están
simplemente yuxtapuestos, sino que se implican el uno al otro; más aún, se debe
incluso decir que hay una cierta primacía del h. sobre el ateísmo, y que éste
deriva de aquél. Si el ateísmo de la época de la Ilustración era un ateísmo
destructor, ya que tenía como objetivo primero la destrucción de la religión y
de lo absoluto; el ateísmo contemporáneo al que nos venimos refiriendo es
presentado por él mismo como encaminado hacia la construcción del hombre, de
manera que la negación de Dios no tiene carácter de fin, sino de medio necesario
para afirmar al hombre. De ahí la absoluta radicalidad de este ateísmo que
postula al mismo tiempo la supresión del problema de Dios y su continua
emergencia, ya que, de una parte considera la referencia a Dios como una ilusión
y un engaño e intenta plasmar al hombre de manera que destruya la misma
posibilidad del planteamiento de ese problema; pero de otra, al hacer de la
afirmación absolutamente autónoma del hombre la condición de toda humanización,
implica una constante referencia indirecta a la trascendencia a fin de negarla.
El momento en que este h. ateo aparece netamente formulado en la cultura
occidental tiene un hombre concreto: Ludwig Feuerbach (v.). Continuando y
criticando a la vez el sistema hegeliano, Feuerbach intenta explicar la génesis
de la religión acudiendo al concepto de alienación. Esa dialéctica se aplica en
Feuerbach no al absoluto metafísico -como en Hegel- sino a la humanidad
existente en acto, al hombre en su facticidad histórica. La religión surge en el
hombre (seguimos la exposición que Feuerbach hace en la introducción de Das
Wesen des Christentums) como conciencia del infinito, o más exactamente como
conciencia de la infinitud de la propia esencia. Razón, voluntad y amor, que son
las fuerzas que operan en el hombre, lo determinan y constituyen; trascienden al
individuo singular, puesto que pertenecen al género humano. La religión deriva,
pues, -según Feuerbach- de la no adecuada percepción de esa distinción entre el
individuo y el género, de forma que el hombre, al percibir las fuerzas infinitas
que lo determinan, en lugar de' atribuirlas al género humano, las proyecta en un
ser imaginario, independiente de él, al que denomina Dios. Dios es, por tanto,
la proyección de la infinitud de la conciencia; la religión, el resultado de un
sentimiento ciego al que no corresponde ningún sujeto.
Planteadas así las cosas, Feuerbach puede concluir fácilmente afirmando que la
religión es en realidad la extrapolación o separación del hombre de su propia
perfección, y, por tanto, una alienación, más aún la alienación fundamental: «si
lo positivo, lo esencial en la determinación de la naturaleza de Dios -escribe-,
ha sido tomado de la naturaleza del hombre, el hombre resulta despojado de todo
lo que se da a Dios. Para que Dios se enriquezca, es necesario empobrecer al
hombre». La religión no es considerada, sin embargo, de una manera totalmente
negativa por Feuerbach. Fiel aquí también a los planteamientos hegelianos, la
considera como una etapa esencial en el desarrollo de la humanidad (ya que era
un efecto necesario que el hombre se situara fuera de sí para tomar así
conciencia de su propio ser), pero como una etapa inicial que ha de ser
superada. La alienación debe cesar dando así lugar a una plenitud de conciencia,
por la que el hombre recupere para sí los atributos que ha otorgado a Dios, y
que son en realidad los atributos de la grandeza de la humanidad: «el giro
fundamental de la historia estará constituido por aquel momento en el cual el
hombre tome conciencia de que el único Dios del hombre es el hombre mismo: homo
homini Deus». Decir que «Dios es espíritu significa en realidad -escribe
también-, afirmar que el espíritu es Dios»; y por espíritu entiende no éste o
aquél, el espíritu singular, sino el espíritu humano tal y como se encarna en el
conjunto de la humanidad. Es en efecto en una glorificación de la humanidad como
conjunto, en la colectividad humana que en su historia y en su desarrollo
absorbe en sí a los individuos (v.), donde culmina el intento de Feuerbach y su
programa de reducir la teología a antropología.
Trazar la historia de la génesis de las ideas, que en Feuerbach toman forma
acabada, y de su desarrollo posterior sería largo y complejo, ya que los
factores históricos que han intervenido son numerosos y es imposible reducirlos
a un esquema simple. A nuestro parecer los momentos capitales son la disolución
del individuo en el género operada por Hegel (v.), la afirmación de la
supremacía de la moral y de la política sobre la religión hecha por el
pensamiento ilustrado (v. ILUSTRACIÓN), y la teoría racionalista del
conocimiento (v. RACIONALISMO).
Cabe incluso otorgar una cierta primacía a esta última instancia, ya que el
cogito de Descartes (v.), al hacer del ser de conciencia el objeto del
pensamiento, separa al hombre de la realidad, y lo encierra en sí mismo
condenándolo a pensar en el vacío. De ahí la doble crisis a que se ha visto
abocado el pensamiento poscartesiano: reconocer ese vacío, dando así origen a un
escepticismo (v.) carente de ideales; o bien intentar superar ese vacío a través
de su misma aceptación mediante la afirmación del hombre como autor y creador de
su propio pensamiento, como sucede con la voluntad de potencia de un Nietzsche,
o en el existencialismo voluntarista de un Sartre (v.). En el terreno
ético-político, la primera actitud desemboca en un liberalismo (v.) o en un
permisivismo, nacidos no del respeto a la singularidad humana, sino de la
renuncia a todo valor; la segunda en las tentaciones totalitarias que, basándose
en el mito de la fuerza, de la raza, de la clase social, de la revolución,
prenden afirmar algo que trasciende al individuo humano concreto, pero que en
realidad lo aniquilan y destruyen (v. TOTALITARISMO). Desde una perspectiva
diversa, pero complementaria se puede advertir que, habiendo perdido el sentido
de la trascendencia (v.), el pensamiento idealista cae inevitablemente en un
historicismo (v.), permisivista o totalitario según los casos, pero siempre
nihilista, ya que priva de su valor al presente en nombre de un futuro tan
caduco y efímero como el presente que niega.
El resultado de todo eso es la muerte del hombre, es decir, la pérdida de la
conciencia de su auténtico valor y su disolución en el flujo de un acontecer
presentado como carente de sentido. La lección que se deduce de los procesos
históricos a los que acabamos de hacer referencia puede resumirse en pocas
palabras: un h. sin Dios acaba inevitablemente en un antihumanismo. El hombre
está en efecto ordenado a Dios y hecho para participar de un modo u otro en su
eternidad, y si se corta esa relación a lo eterno se destruye toda profundidad y
todo contenido en la existencia humana (v. HOMBRE; GRACIA SOBRENATURAL;
SALVACIÓN; NATURALISMO).
4. Humanismo y cristianismo. Se pueden expresar las relaciones entre h. y
cristianismo diciendo que el cristianismo se opone obviamente al h. ateo, pero,
siendo ese h. la destrucción del hombre, se presenta por eso mismo como la
salvación del hombre y como el verdadero y auténtico humanismo. Dicho en otras
palabras, la fe cristiana no niega al hombre, sino que lo salva: le hace
reconocer su grandeza y la potencia al infinito al revelarle que está llamado a
participar en la vida divina. Se puede en efecto definir el h. como el
ennoblecimiento del hombre, la realización del tipo humano ideal, el esfuerzo
por hacer al hombre más plenamente humano, manifestando su grandeza nativa y
desarrollando las virtualidades contenidas en su ser La palabra h. es por eso
mismo un vocablo que podemos calificar de segundo grado: no revela por sí mismo
su propia significación, sino que presupone e implica toda una antropología y
toda una metafísica de las que depende el sentido que deba atribuírsele en cada
caso.
Desde esta perspectiva podemos decir que caben dos posiciones extremas: a) la
afirmación del hombre como ser que obtiene su perfección de la relación con el
mundo; postura que puede teñirse en ocasiones de acentos fáusticos y exaltados,
pero que en realidad concibe al hombre como mero elemento del cosmos y acaba
negándolo como persona (v.) (como sucede de hecho en el panteísmo y estoicismo
antiguos, en el marxismo, en el positivismo, etc.); b) la visión del hombre como
ser para Dios, del que el hombre recibe su perfección y su acabamiento; posición
ésta que es la única capaz de dar razón adecuada del ser humano.
Nos encontramos aquí ante el núcleo central del mensaje cristiano sobre el
hombre. En la S. Escritura el hombre es constantemente visto por su referencia a
Dios: « la antropología bíblica no es concebible más que como una sección de la
teología propiamente dicha» (C. Spicq, o. c. en bibl. 111). Ese dato es
comentado en ocasiones señalando que las Escrituras adoptan una perspectiva
religiosa; advertencia obvia, pero que puede engendrar graves confusiones si con
ella se pretende insinuar una divergencia de orientación entre la perspectiva
religiosa y la filosófica, ya que en realidad la única descripción
filosóficamente acertada del hombre es la que lo concibe como ordenado a Dios.
El hombre es ciertamente un ser político y un animal racional, por recordar
algunas de las definiciones más comunes, pero, más radicalmente, es un ser
teológico. La relación trascendental del hombre a Dios no es algo yuxtapuesto a
su humanidad, sino constitutivo del propio ser humano.
«Dios no es solamente para el hombre -ha escrito De Lubac- una norma que,
dirigiéndolo, lo endereza; es el Absoluto que lo funda, el Amante que lo atrae,
el Másallá que lo eleva, el Eterno que le otorga el único clima en el que puede
respirar; es, por decirlo de algún modo, esa tercera dimensión en la que el
hombre encuentra su profundidad» (o. c. en bibl. 64). Si usamos, pues, la
palabra alienación para indicar el estado en que el propio hombre se ha
desposeído de su propio ser para entregarlo a una realidad ilusoria, habrá,
pues, que afirmar, como hace la Escritura, que ese estado no es otro que el de
la lejanía y el apartamiento de Dios (sobre el vocablo alienación en la S.
Escritura, cfr. Ez 14,7; Eph 2,12; 4,18; Col 1,21).
La Revelación cristiana, el anuncio de la buena nueva del amor de Dios hacia los
hombres y de su entrega y comunicación supremas, tiene por eso carácter de luz,
de vida, de liberación, ya que no sólo hace conocer al hombre su auténtica
dignidad y su libertad frente al destino o .al determinismo cósmico, sino que le
abre perspectivas insospechadas de divinización. «Vuelve a tu corazón -invita un
antiguo autor latino, expresando esta sensación de libertad que deriva de la
fe-. Fuera eres un animal, hecho a imagen del mundo; y por eso eres considerado
menor que el mundo. En tu interior eres hombre, hecho a imagen de Dios, y, por
tanto, puedes ser deificado» (Isaac de la Estrella, Sermo 2: PL 194,1695). La
humanitas que revela el cristianismo es la que deriva de conocerse capaz de Dios
y llamado a participar de Él, en una palabra, «el orgullo de saberse hijo de
Dios» (cfr. J. Escrivá de Balaguer, Camino, no 274).
No es necesario detenerse mucho para advertir que hay un estrecho parentesco
entre esta visión del hombre y la humildad: «la piedra de toque para distinguir
el endiosamiento bueno del malo es la humildad» (Escrivá de Balaguer, Carta, 24
mar. 1931). Eso es obvio desde la perspectiva específicamente cristiana, que
implica la elevación a un fin sobrenatural y absolutamente gratuito; pero es
igualmente verdadero en cualquier sentido: el hombre se realiza no a partir de
sí mismo, y por el simple desarrollo o despliegue de fuerzas o cualidades
inmanentes en su naturaleza, sino en la medida en que se une a un bien que le
trasciende, es decir, que supera toda medida intramundana. De hecho desde los
mitos platónicos o la conocida observación de Aristóteles según la cual no
proponer al hombre más que lo humano es traicionarlo y querer su perdición,
hasta el «humano, demasiado humano» de Nietzsche, toda la historia de la
Filosofía está surcada por la percepción más o menos clara de la condición
problemática del hombre, y de la necesidad de superar la propia personal medida
humana.
La Revelación cristiana, al poner el acento en el valor insustituible de cada
persona (v.) y al abrir las perspectivas del misterio insondable de Dios,
reforzó esa percepción e hizo sentir con especial fuerza la limitación del ser
meramente hombre. Al mismo tiempo, al proclamar la verdad de la creación (v.) y
la radical distinción entre Creador y creatura, permitió llegar a una
comprensión adecuada de esa realidad, evitando el escollo de la exaltación
imanentista y tendencialmente atea del hombre. El conocimiento de la condición
de creatura permite en efecto advertir que la dignidad y el valor humanos no son
un absoluto, y eso no porque no sean reales o porque predominen en el hombre la
corrupción y el pecado, sino porque todo su bien lo tiene recibido de Dios, en
cuyo amor se funda todo lo existente. El hombre se realiza en cuanto hombre
cuando, reconociendo su condición de creatura, se abre al don de Dios, y aprende
por consiguiente a conocer y a amar toda la realidad desde la perspectiva que el
amor divino le descubre.
Tocamos aquí un límite o ambigüedad implícita en la misma palabra h., que
explica varias de las discusiones habidas en torno a ella, ya que parece evocar
la idea de una perfección autónoma del hombre, es decir, a partir de sí y
centrada en sí. A la luz de cuanto llevamos dicho es claro que esa idea encierra
un equívoco mortal, ya que una dignidad autónoma del hombre no existe, y
pretenderla es, por tanto, destruir la verdadera dignidad humana. La realización
del hombre implica ir más allá del hombre, y es, por tanto, una realidad de
orden moral y teologal, que culmina en la adoración y la obediencia a Dios, en
las que y por las que el hombre encuentra su propio ser.
Una antropología adecuada implica, por tanto, un realismo de la inteligencia,
por la que el hombre al conocer al otro en cuanto otro es colocado en situación
de poder trascenderse a sí mismo, y a toda la creación hasta llegar al Creador:
y un reconocimiento de la centralidad del amor, ya que el conocimiento por el
que el hombre se eleva y salva no es aquel conocer en el que se recrea
egocéntricamente, sino el conocimiento que engendra amor, olvido de sí y
entrega. Realidades todas ellas a las que la vocación (v.) sobrenatural a la que
el hombre está de hecho llamado da un énfasis especial, ya que al abrir
perspectivas insospechadas de perfección y de bienaventuranza, requiere fe en la
palabra de Dios, esperanza en su acción salvadora, y un amor llevado hasta la
entrega plena a una voluntad cuyos designios no siempre se conocen con plenitud,
pero que se sabe que es la expresión del Amor paterno e infinito de Dios.
Esa actitud de fe y de entrega, inseparables de la vocación humana, adquieren su
fisonomía precisa, si tenemos presente que el hombre se encuentra en camino, y
en un camino que tiene su punto de partida en una situación de pecado. Situado
en el tiempo pre-escatológico, y viviendo, por tanto, su salvación en la
esperanza (v.), el cristiano -como todo hombre- conocerá de un modo u otro la
experiencia de la crisis, del choque entre valores, y tendrá, por consiguiente,
que vivir el sacrificio y la renuncia. Pero ese no que toda renuncia implica no
es nunca en el cristiano la palabra fundamental, ni la expresión de un nihilismo
antropológico, sino el reflejo de un sí, la prolongación de la «afirmación
gozosa» del don de Dios (Escrivá de Balaguer), y, por tanto, anticipación de un
estado nuevo en el que nada auténticamente humano se ha perdido, sino que se
reencuentra asumido, perfeccionado y trascendido en el don que Dios hace de Sí
mismo al hombre (v. ASCETISMO 11, 4). Por eso «el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Conc. Vaticano ll, Const. Gaudium
et spes, n° 22), ya que en Cristo, muerto y resucitado, conocemos las
consecuencias de nuestro pecado y la realidad de nuestra salvación, la plenitud
de la gloria y la necesidad del dolor y de la muerte como camino hacia una vida
que es la participación en la misma vida de Dios.
Para completar la exposición, parece necesario hacer algunos comentarios en
torno a la expresión h. cristiano. Surgida frente a las acusaciones dirigidas al
cristianismo por el anticlericalismo ilustrado, esa fórmula quiere expresar
fundamentalmente que el cristianismo no patrocina la aniquilación del hombre, ni
es antihumano (v. i, le). En ese sentido no cabe dudar de su legitimidad, ni
incluso de su utilidad; no han faltado, sin embargo, quienes han señalado -y con
razón- los equívocos a que ese modo de hablar se expone. De una parte repercute
en él la ambigüedad ya señalada con respecto al término h. en general, ampliada
aquí porque el cristianismo (v.) es mucho más que un simple mensaje sobre el
hombre o que la coronación y el perfeccionamiento de una doctrina y de una moral
deducidas de la pura naturaleza humana: es el misterio de la comunicación
gratuita y sobrenatural de Dios, que trae consigo una novedad plena; y en ese
sentido, más que de h. habría que hablar de trashumanismo o de superhumanismo,
o, mejor aún, imitar a la tradición patrística y hablar de divinización o
deificación del hombre. De otra parte, esa expresión, semánticamente, presenta
al cristianismo como un h. entre otros, dando así la impresión de que puede
darse de hecho una plena humanización que sea totalmente ajena a Dios y al
designio salvador, o que el cristiano debe alcanzar una humanización añadida a
su fe y situada al margen de ella. Todo lo que equivale, de un modo u otro, a
yuxtaponer el hombre y el cristiano y a romper la unidad del plan divino.
El fin sobrenatural no se yuxtapone a una finalidad natural, que permanecería
plenamente autónoma e independiente, aunque en su orden, sino que coloca a todo
el hombre en una situación radicalmente nueva, en la que los deseos de
felicidad, de fraternidad, de belleza, de perfección ínsitos en la naturaleza
humana son llevados a un grado de realización supremamente profundo por la
comunicación que Dios hace de Sí mismo en la gracia y de modo pleno, en la
visión beatífica (V. CIELO III). Fin natural y fin sobrenatural no se
contraponen como dos fines últimos existencialmente contemporáneos, sino -según
la perspectiva y la terminología que se adoptecomo un fin último hipotéticamente
posible y el fin que de hecho se da, o como el fin último del hombre descrito
genéricamente y el fin al que Dios ha llamado al hombre en el estado en que de
hecho ha decidido crearlo, y que perfecciona y eleva (y, en su caso, sana),
aunque, obviamente, sin destruirla, la naturaleza humana con todas sus fuerzas y
cualidades. Dicho con otras palabras, la Revelación cristiana enseña que el
hombre ha sido elevado a un fin sobrenatural y absolutamente gratuito, pero eso
no implica en modo alguno que se haya constituido «otro mundo» paralelo al mundo
humano: el cristianismo no es la revelación de «otro mundo», sino la revelación
del fin al que Dios ha ordenado el único mundo y de las condiciones y
circunstancias que rigen el camino hacia ese fin. Lo que la fe da al cristiano
no es un mensaje esotérico, sino el conocimiento del sentido radicalmente pleno
y real del existir en ese mundo en el que vive y del que habla todo hombre (V.
MUNDO 111, 1).
Se deformaría por eso la realidad si se interpretara ese dato cristiano en
términos de fuga a mundo (a no ser que por mundo se entienda el mundo del
pecado) o de desprecio de lo humano (a no ser que por humano se entienda lo
propio del hombre en cuanto esclavo del pecado). Lo que la fe cristiana implica
es la distinción entre «mundanidades» o maneras de entender el mundo y la
historia (cfr. T. Moretti-Constanzi, La f ilosof la pura, Bolonia 1959, 35-40,
194-201), y el consiguiente convencimiento de que no cabe más juicio radical y
último sobre la historia que el que se realiza desde la perspectiva de la vida
eterna, es decir, desde la perspectiva de la salvación y la condenación.
Ciertamente se puede ser un buen médico, un buen artesano o un buen profesor
estando alejado de Dios, y el hombre en pecado puede poseer cualidades incluso
morales, pero se trata de cualidades que adquirirán su pleno sentido sólo si se
ordenan a la conversión y a la fe; en caso contrario, serán reabsorbidas por la
realidad dramática de la condenación. Lo que equivale a afirmar no ya que existe
un h. cristiano sino más bien que el único h. en sentido pleno y radical es el
cristianismo como mensaje de salvación y economía de gracia. Y que el verdadero
hombre es aquel que realiza en su vida la verdad de Dios para con él, es decir,
el santo que se enfrenta con la vida y con la historia reconociéndolas como el
momento de la decisión de cara a la eternidad, y que sabe, por tanto, asumir la
propia situación, con todos los valores que presuponga e implique (rectitud
humana, afán de justicia, alegría del vivir, gusto por la amistad, amor a la
belleza...), según el espíritu de Cristo, y, por tanto, no buscándose a sí mismo
sino con actitud de amor, de desprendimiento, de entrega (v. SANTIDAD IV).
V. t.: HOMBRE; GRACIA SOBRENATURAL; MUNDO III; HISTORIA VI; CRISTIANISMO;
ASCETICISMO 11, 4.
J. L. ILLANES MAESTRE.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991