Historia. Teología de la Historia.
l. Los inicios de la Teología de la Historia. 2. San Agustín y la «Ciudad de
Dios». 3. Los diversos aspectos de la reflexión sobre la Historia desde la Edad
Media hasta el siglo xvlu. 4. De la Filosofía de la Historia a la situación
actual. 5. Hacia una definición de la Teología de la Historia.
La expresión Teología de la H. es de origen relativamente reciente. Cuando
Voltaire (v.) publica en 1756 su Essai sur les moeurs el l'esprit des nations
con el intento de explicar la h. humana sin recurrir, o rechazando abiertamente,
la idea de Providencia (v.), acuña- para ese fin un nuevo nombre: Filosofía de
la Historia. Es sólo de rechazo como surge la expresión que ahora analizamos:
Teología de la Historia. Con ella se designa la reflexión sobre el acontecer
humano y cósmico a la luz de la Revelación. Es obvio por otra parte que lo nuevo
son las palabras: la realidad a la que se refieren es tan antigua como el
cristianismo. Más aún la reflexión sobre la H., considerando a ésta como un
conjunto unitario cuya evolución puede trazarse, ha nacido por influencia de las
ideas cristianas; si ha existido una Filosofía de la H., es porque
precedentemente había existido una Teología de la Historia.
La descripción que acabamos de hacer de la Teología de la H. es intencionalmente
vaga. Porque si bien es pacíficamente admitido por todos los autores que una
reflexión sobre la H. es consustancial al cristianismo (v. 1, 2), sobre las
características, tono y conteliido de esa reflexión reina la más absoluta
disparidad de opiniones. De ahí la dificultad para definir la Teología de la
Historia. Intentaremos llegar a una descripción de su realidad, resumiendo el
estado de la cuestión tal y como ha llegado a nuestros días.
1. Los inicios de la Teología de la Historia. Basta abrir las S. E. y leer
algunas de sus páginas para advertir que la h., el sucederse de los
acontecimientos, ocupa un lugar central, hasta el punto de que puede decirse no
ya que Dios se revela con ocasión de la h., sino que se revela en la historia.
Dios asume la h. humana (v. REVELACIÓN 11 y Itl). Pero, además, esos
acontecimientos salvíficos dicen referencia a la totalidad del acontecer. El
universo surge, y surge en el tiempo (v. CREACIóN), como consecuencia de la
decisión divina de comunicar su bondad y llamar a los hombres a participar de su
Reino (v. REINO DE DIOS). Y habrá también un fin, o instauración de un estado
definitivo, caracterizado precisamente por la plenitud de ese Reino (v. PARUSIA;
MUNDO 111, 2).
Todo lo que sucede existe en orden a la salvación y ha de ser juzgado con
respecto a ella. La h. es historia sulutis. El acontecer se presenta así no como
un simple sucederse de situaciones, ni como una repetición de ciclos siempre
iguales, sino como el construirse de una realidad plena de sentido,
finalísticamente orientada.
Constituye casi un lugar común señalar la diferencia entre esta concepción
bíblica, y las ideas grecorromanas sobre el tiempo (v.). Para el griego o el
romano de la época anterior al cristianismo, la reflexión sobré el acontecer
está dominada por la creencia en el eterno retorno, en el repetirse cíclico de
los acontecimientos. De esa manera el estudio de la h. es concebido como el
estudio de los ejemplos que nos dan nuestros predecesores, con el intento de
descubrir las leyes que rigen el movimiento de las sociedades, para así aprender
a adecuar la propia conducta al ritmo exigido por la naturaleza. La h. es
considerada como magistra vitae. En una visión cristiana algunos de esos
elementos continúan teniendo su lugar, pero no constituyen en modo alguno el
centro de la reflexión. Si el acontecer no es un repetirse de ciclos, sino un
proceso único, cada suceso tiene un valor en sí. Podrá ciertamente tener también
valor de ejemplo o advertencia para otros, pero lo importante es que en sí mismo
anuncia la eternidad y de alguna manera permanecerá en ella.
Esas consideraciones constituyen el núcleo de toda reflexión teológica sobre la
Historia. Pero para entender la Teología de la H. tal y como de hecho ha nacido
y se ha desarrollado, hay que tener en cuenta otra dimensión del problema. Si
todo acontecimiento tiene un sentido y se ordena de alguna manera a la situación
escatológica, ¿no le será posible al hombre desentrañar ese sentido y valorar
así cada acontecimiento según su contribución a la edificación del Reino? La
posibilidad de formularse esta pregunta es tanto más fácil si se tienen en
cuenta otros aspectos del mensaje bíblico. Está en primer lugar el hecho de que
los libros del A. T. nos narran la h. de un pueblo concreto y en ellos los
diversos acontecimientos son interpretados según su contribución al plan de Dios
sobre ese pueblo. A su vez toda la Antigua Alianza (v. ALIANZA It) se ordena a
preparar la venida de Cristo, que constituye la plenitud de los tiempos (Gal
4,4). Más aún, incluso después de Cristo sigue habiendo lugar para la profecía:
S. Pablo habla de lo que representará la conversión total del pueblo judío (Rom
11), el Apocalipsis de S. Juan parece trazar un cuadro del desarrollo histórico,
Cristo mismo ha hablado de los signos que precederán a su segunda venida (Mt
25,32-33). Sea cual sea el sentido exacto de todos esos textos bíblicos, lo que
importa de momento es que podían constituir, y de hecho constituyeron, una
invitación a intentar describir la fisonomía concreta del acontecer, a trazar un
panorama detallado de la h. determinando las diversas etapas que la componen.
Los autores de los primeros siglos cristianos que intentan esa tarea se mueven
fundamentalmente en, dos direcciones:
a) La primera, y más antigua, es la que basándose en los cap. 20 y 21 del
Apocalipsis (v.) e interpretándolos según las ideas de la apocalíptica del
tardío judaísmo, divide la h. humana en una serie precisa de periodos. Se llega
así al kiliasmo o milenarismo (v.) según el cual, después de un tiempo de
persecuciones y padecimientos, surgirá un reino terreno que durará mil años, en
el que gobernará Cristo con los santos y durante el cual el Príncipe de los
demonios estará encadenado e incapacitado para actuar; después será soltado el
demonio y recomenzará la lucha, hasta que, vencido el diablo de nuevo, vendrá la
resurrección final, el juicio definitivo y la formación de los nuevos cielos y
la nueva tierra. Estas ideas, en las que se mezcla la esperanza de una parusía
inminente con la zozobra que producían las persecuciones imperiales, surgen en
época muy primitiva (v. PAPÍAS DE HIERÁPOLIS). Suponen una anticipación de la
situación escatológica introduciéndola en el tiempo, y traen consigo una actitud
de espíritu exaltada y anhelante. Su difusión fue grande, y sus formas bastante
variadas. Una de ellas merece especial mención: el montanismo (v.) porque en él
la expectativa de los mil años se une con la idea de las venidas del Espíritu
Santo; rasgos éstos que tienden a reproducirse en otros periodos históricos.
b) La otra dirección son las reflexiones y comentarios ocasionados por la
existencia de la cultura y del poder romanos. El problema de juzgar, desde una
perspectiva cristiana, lo que suponen la cultura y la h. de Roma, se presentó
desde el primer momento a las generaciones cristianas y constituye de hecho uno
de los temas fundamentales de los escritos de los llamados Padres (v.)
apologistas. Pero, después del Edicto de Milán del emperador Constantino (v.),
con el ambiente de paz religiosa que introduce, el tema cobra un nuevo aspecto,
y la interpretación de la h. romana, como una preparación de la implantación
definitiva de la Iglesia, se presenta como enormemente seductora. Esa tendencia
aparece clara en las obras del historiador Eusebio de Cesarea (v.) (desde la
Crónica y la Historia eclesiástica, hasta la Vita y las Laudes Constantini),
pero quizá el texto más gráfico lo constituyan las palabras escritas entre el
385 y el 388 por el poeta Prudencio (v.), y en las que une y entrelaza la pax
romana con la pax cristiana: «¿qué sitio habría para Dios en un mundo salvaje o
en corazones humanos divididos, como antaño, cuando cada uno defendía sus
derechos a su manera? Pero cuando, apoderándose del poder, el espíritu reprime
desde lo alto las rebeldías del corazón y sus fibras rebeldes, cuando están
sometidas todas las pasiones al único yugo de la razón, cuando la vida se hace
también estable, y, recibiendo de Dios una sabiduría asegurada, se somete a un
solo dueño, entonces, Gran Dios, tu hora ha llegado: ¡penetra estas tierras,
reunidas para siempre! Está preparado para recibirte, ¡oh Cristo!, este mundo de
esperanza que se une en sus dos lazos, la paz y Roma» (Contra Symmachum, I í PL
60,228-230).
La actitud que revelan estos textos es opuesta a la milenarista, ya que no
suponen un intento de pronosticar el futuro, sino que es una interpretación del
pasado; y de hecho el gusto por la cronología y la atención al dato concreto
propias de Eusebio fueron, en el terreno intelectual, una de las causas de la
decadencia de las ideas milenaristas. No obstante, tienen un rasgo en común: dar
una importancia especial, en el plano de la salvación, a algunos acontecimientos
históricos, aplicando categorías bíblicas a realidades de las que la Biblia no
habla directamente. La idea de que el Imperio romano había sido querido por Dios
como una preparación de la Iglesia perseveró incluso después de la desaparición
del Imperio; más aún, se puede decir que el sustrato intelectual que puede
desprenderse de ese convencimiento (el vincular la posibilidad de la existencia
histórica del cristianismo a una determinada estructura político-social), es
algo que perdura en nuestros días.
2. San Agustín y la «Ciudad de Dios». Suele decirse a veces que S. Agustín (v.)
es el fundador de la Teología de la Historia. Afirmación equívoca, porque, como
hemos mostrado, la reflexión sobre la H. se inicia ya en los siglos que le
preceden. Es innegable, sin embargo, que esa reflexión es realizada por S.
Agustín con una conciencia del problema y con una profundidad desconocidas hasta
entonces. La ocasión misma que provocó la redacción del De Civitate Dei es punto
de referencia importante para conocer su espíritu. El saqueo de Roma llevado a
cabo por Alarico (v.) en el 410, conmovió al Imperio. Al responder a las
críticas que los restos de la intelectualidad pagana dirigían al cristianismo,
S. Agustín muestra al mismo tiempo su aprecio por Roma y su capacidad de
distanciarse de ella. Frente a los cristianos que habían idealizado el Imperio,
S. Agustín reacciona desvinculando la h. de Roma de la H. de la salvación. La
existencia del Imperio y su paz han podido contribuir a la difusión del
cristianismo, pero su pervivencia o su desaparición no son de por sí
acontecimientos trascendentales para el desarrollo del plan salvífico. «En lo
concerniente a la presente vida de los mortales, que se vive en un puñado de
días y se termina, ¿qué importa bajo el imperio de quién viva el hombre que ha
de morir, si los que imperan no obligan a impiedades e injusticias?» (De
Civitate Dei, 1. 5,c. 17, n. 1).
Esa afirmación neta del carácter peregrinante de la vida humana sobre la tierra
supone reafirmar con fuerza que el drama de la h. humana es trascendente y sus
dimensiones van más allá de lo empírico, puesto que son la expresión del destino
eterno. De ahí la imagen de las dos ciudades, sobre la que se edifica toda la
reflexión agustiniana sobre la Historia. «Dos amores fundaron dos ciudades, a
saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios
hasta el desprecio de sí propio, la celestial» (De Civ. Dei, 1. 14, c. 28). La
H. es la h. de la contraposición entre esas dos ciudades místicas, o, para
hablar con más propiedad, es la h. de la acción de Dios por la que va
construyendo su ciudad, llamando y salvando a los elegidos.
La h. de las dos ciudades trasciende lo empírico de la manera más absoluta. Su
inicio se sitúa en los comienzos mismos de la creación, antes de la aparición de
la especie humana. Es en la decisión que dividió a los ángeles en buenos y malos
donde se sitúa la fundación o comienzo de las dos ciudades; los ángeles malos
tientan al hombre apenas creado, y con el pecado de Adán y Eva y la promesa de
la Redención, las dos ciudades inician su caminar terreno (cfr. libros 11 a 14).
Al trazar este desarrollo histórico, S. Agustín es muy parco y fija su atención
sobre todo en la h. de la Ciudad de Dios. Siguiendo la cronología tradicional,
divide la h. en varios periodos: desde Caín y Abel hasta Noé; desde el diluvio
hasta Abraham; desde Abraham hasta la monarquía israelita; desde David hasta la
cautividad de Babilonia; desde esa fecha hasta Cristo. Durante las dos primeras
etapas, S. Agustín mezcla los acontecimientos de la h. bíblica con los
correspondientes a las ciudades de la tierra; al llegar a Abraham, se centra en
Israel, y sólo luego, una vez llegado a Cristo, vuelve atrás para mostrar el
paralelismo cronológico de la h. de Israel con la de los Imperios paganos,
especialmente Babilonia y Roma (cfr. libros 15 a 18).
Después de Cristo ya no habrá lugar a nueva distinción de etapas, sino que,
cuando llegue el día, la h. se cerrará con el juicio final, sin etapa intermedia
alguna (S. Agustín combate expresamente el milenarismo). La h. desemboca en la
eternidad: el fin de la Ciudad de Dios es el Cielo; el de la Ciudad terrena es
el infierno (cfr. lib. 19 a 22).
Tal es, reducido a .sus líneas más elementales, el esquema que sigue S. Agustín.
Su simple exposición muestra ya claramente que no ha pretendido darnos una
explicación de la H. en sí misma, sino más bien la de mostrar las líneas
maestras del plan salvífico de Dios. Todo el acontecer intrahistórico está
suspendido de momentos suprahistóricos de los que depende su sentido: la
creación, el juicio final y la resurrección de los cuerpos, y, entre ese
comienzo y ese final, la Encarnación del Verbo, que da su contenido a la
totalidad de la existencia. Todo lo que pueda suceder entre el principio y el
fin tiene importancia en la medida que supone aceptación o rechazo de la gracia
por la que Dios llama. La H. es la h. de la lucha entre la fe y la impiedad, el
amor y el egoísmo.
Las ideas de S. Agustín constituyen un punto de referencia imprescindible para
todo el que quiera reflexionar sobre estos temas, y de hecho el pensamiento
posterior ha estado condicionado incluso por sus palabras. De ahí que sea
oportuno clarificar algunos aspectos. Es importante, sobre todo, no perder de
vista que la Ciudad de Dios y la Ciudad terrena, según S. Agustín, son dos
realidades místicas, que no se identifican con ninguna sociedad empíricamente
constatable. Entre la Ciudad de Dios y la Iglesia o comunidad cristiana
existente en la tierra hay múltiples nexos y relaciones, pero no se identifican
del todo: hay cristianos que serán infieles a la fe y que, por tanto, no forman
parte de la Ciudad de Dios, y, viceversa, hay no cristianos que acabarán
recibiendo la fe y que, por tanto, han de ser considerados como verdaderos
conciudadanos de los santos (cfr. De Civ. Dei, 1. l, c. 35). La distinción es
aún más neta si nos referimos a la Ciudad terrena y los diversos imperios o
sociedades que han existido y existirán a lo largo de la historia. Todo depende
del fin con el que se organicen las sociedades; si se organizan en servicio del
verdadero bien, pueden contribuir a los fines de la Ciudad de Dios; si se
orientan al falso bien, al egoísmo, se incorporan a la Ciudad terrena, se hacen
siervos del diablo. Los confines entre la Ciudad de Dios y la Ciudad del diablo
son netos y marcados (su fundamento último está en el conocimiento divino por el
que distingue a los salvados y a los réprobos), pero no son empíricamente
determinables. Durante su caminar terreno, el hombre debe respetar los secretos
de Dios: todo intento de emitir un juicio humano sobre la h. que tenga la
pretensión de ser al mismo tiempo el juicio de Dios queda radicalmente excluido
pote] obispo de Hipona, porque las dos ciudades están mezcladas, permixtae,
desde el comienzo hasta el fin del mundo (De Civ. Dei, 1. 18, c. 54, n. 2 ss.).
Este rigor teológico y este sentido de los límites de nuestro conocimiento no
serán siempre respetados en lo sucesivo. Hay que reconocer que, en parte, es
responsable de ello el propio S. Agustín. En primer lugar, por la oscilación de
la terminología (la expresión civitas terrena es aplicada unas veces, en sentido
místico, a los sin fe, otras, en cambio, a sociedades humanas); en segundo
lugar, y sobre todo, porque ha dejado un aspecto del problema sin resolver:
¿cuál es el sentido y la razón de ser de las sociedades humanas temporales? La
opinión de S. Agustín puede resumirse diciendo que las sociedades se justifican
en la medida en que consiguen realizar una cierta paz y justicia, de la que se
aprovechan todos los hombres, tanto los malos como los buenos (cfr. De Civ. Dei,
1. 19, c. 26). Una tal doctrina está expuesta a caer en una actitud de despego
frente a lo temporal, considerado como mera ocasión de prueba, y deja sin
verdadera justificación a la vida cívica. Ese vacío incluye en potencia algunas
crisis que se producirán más adelante.
3. Los diversos aspectos de la reflexión sobre la Historia desde la Edad Media
hasta el siglo XVIII. La exposición precedente presenta una gran parte de los
datos del problema. Por eso, en lugar de seguir un orden cronológico estricto,
podemos proceder según corrientes generales de pensamiento. Se puede decir, en
efecto, que a partir de la Edad Media la reflexión cristiana sobre la H. sigue
dos líneas diversas.
a) La costumbre de dividir la H. en etapas, una de las cuales se inicia
cronológicamente con Cristo, si se la traslada del terreno teológico en que la
ha situado S. Agustín, al de la inmanencia histórica, está expuesta a desembocar
en un simplismo político-cultural, que identifique entre sí la h. apariencial
con la trascendente. Así sucede efectivamente, incluso desde la misma época de
Carlomagno, si bien de una manera larvada. La encontramos, en cambio, netamente
formulada en el Chronicon, escrito por el obispo cisterciense Otto de Freising
en 1145. Su idea era escribir una Historia siguiendo el esquema agustiniano de
las dos ciudades, pero al llegar el momento de comentar el desarrollo del
Imperio cristiano advierte que «puesto que no sólo todos los pueblos, sino
también todos los emperadores, salvo un pequeño número, han sido católicos y
ortodoxos, me parece que he escrito la historia no de dos ciudades, sino
prácticamente la de una sola, a la que llamo Iglesia. Aunque muchos de los
elegidos y de los réprobos se encuentran en la misma casa, no puedo decir ya,
como he dicho antes, que esas ciudades sean dos: debo decir que propiamente
forman una sola ciudad, aunque el grano esté mezclado con la paja» (prólogo del
libro 5, ed. Hofmeister, 228).
Esta tendencia a identificar la Iglesia con la República cristiana o Cristiandad
-es decir, la organización social de unos pueblos confesionalmente cristianos-
inspira muchas de las obras escritas con ocasión de la pugna entre el Papado y
el Imperio, y pasa luego a la teoría del derecho divino de los reyes, tal y como
la encontramos en las monarquías absolutas. La obra más representativa en esta
línea es el Discours sur l'histoire universelle (1681) de J. B. Bossuet (v.). El
libro está dividido en tres partes. En la primera traza el esquema general de
las épocas y edades en que divide la h. del mundo (la h. de Grecia, Roma,
Israel, Egipto, Asiria y Persia); las fechas fundamentales son: el 4963 a. C. (o
4004, según otra cronología), fecha de la creación del mundo; el 1754 a. C., año
de la fundación de Roma, y el año 1 en que tuvo lugar el nacimiento de Cristo; a
partir de ese momento se inicia la edad definitiva. En la segunda parte estudia
el destino del pueblo judío. En la tercera considera el desarrollo de los reinos
mundanos; Bossuet piensa que el imperio universal ha pasado de Egipto a Roma, en
la que continúa residiendo; la obra se cierra con la descripción de la creación
del Imperio romano de Occidente con Carlomagno y la afirmación de que la
monarquía francesa es la heredera legítima de ese Imperio.
Desde un punto de vista teológico, el fundamento de la obra lo constituye la
idea de Providencia. Bossuet reacciona frente al movimiento de los «libertinos»
(antecedente remoto del racionalismo de la Enciclopedia) que, argumentando a
partir de los cambios históricos y del caos que aparentemente reina en el
sucederse de los acontecimientos, pretendía negar la realidad de un gobierno
divino de fa historia. Frente a ellos, Bossuet recuerda que el aparente desorden
de las cosas desaparece si sabemos situarnos en el verdadero punto desde el que
deben ser consideradas: el juicio de Dios, que premiará los bienes, y corregirá
y castigará los males (cfr. Sermón sobre la Providencia, en Sermons choisis,
Oeuvres complétes, París 1864). La consecuencia inmediata de esa perspectiva es
la afirmación del carácter relativo de todo lo humano. Y Bossuet efectivamente
insiste mucho en ello: los reinos pasan, nacen, crecen y decaen, mientras que la
sabiduría de Dios permanece siempre.
Pero Bossuet no se detiene ahí. Las intenciones apologéticas de su obra así como
su gusto y su fina capacidad de análisis de los sucesos históricos en sí mismos,
le llevan a la convicción de que es posible obtener un conocimiento claro del
significado de la h. visible, es decir, de la perceptible por un historiador y
susceptible de ser consignada en los libros. Tal es el sentido del esquema de
las épocas y edades, antes señalado, así como de los múltiples párrafos -tanto
del Discours como de otras obras suyas- en los que Bossuet pretende desentrañar
las razones por las que Dios ha permitido o querido determinados hechos: por qué
ha nacido el Islam, por qué quiso Dios que los reinos de Francia y de Gran
Bretaña fueran distintos, enviando para eso a Juana de Arco, etc.
La obra de Bossuet constituye la última manifestación importante de una
determinada manera de reflexionar sobre la H., de ahí que constituya un punto de
referencia de gran interés en nuestros días. Pero antes de comentar este punto,
es necesario seguir el desarrollo de la otra línea de pensamiento que
anunciábamos.
b) Se ha hablado con relativa frecuencia de un «medioevo subterráneo» que da a
esa época histórica una fisonomía mucho más compleja que la idealizada por
cierta literatura. De hecho, y por lo que se refiere a la reflexión sobre la H.,
es posible seguir la traza, a lo largo de todos los siglos medievales, de ideas
que, de una manera más o menos directa, están emparentadas con las antiguas
concepciones milenaristas o montanistas.
Una figura merece especial mención: el abad cisterciense Joaquín de Fiore
(1130-1202; v.). En él encontramos también una división de la h. en épocas o
edades (estados, como él las llama), pero cuya orientación no nos remite al
pasado, sino al futuro. En esquema se presenta como basado en la Trinidad; hay,
pues, tres épocas con caracteres y notas peculiares. La primera es la edad del
Padre, y se inicia con Adán, para producir sus frutos más importantes con
Abraham; es la época del A. T., en la que reinaba la Ley, que engendra la
esclavitud y duró hasta la proclamación de la Ley Nueva. La segunda época o del
Hijo comienza a anunciarse con el profeta Eliseo y el rey Osías, y llega a su
cumplimiento con Cristo y la liberación de la esclavitud de la Ley. La tercera
época o del Espíritu Santo, que será de perfecta libertad, empezó a anunciarse
con S. Benito y llegará a su plenitud en un momento futuro. Basando sus cálculos
en algunos textos bíblicos (Mt 1,17 y Apc 11,3 y 12,6), Joaquín calcula que la
tercera época se introduciría plenamente en torno a 1260; en ese año aparecerá
un novus dux que renovará la religión cristiana, de tal manera que la comunidad
cristiana se construirá como una perfecta comunidad monástica de santos (el
monje es, para el abad de Fiore, el prototipo de la tercera edad, como el
sacerdote lo ha sido de la segunda, y los casados lo fueron de la primera).
Joaquín de Fiore no se consideró nunca un profeta, sino más bien alguien que
poseía la inteligencia de las Escrituras, y de hecho colocó el inicio de la
tercera edad en un momento posterior a su propia vida, y se consideró a sí mismo
como un hombre de la segunda edad. De ahí que no sacó consecuencias prácticas de
sus ideas. Los intentos de aplicación de las ideas de Joaquín tuvieron lugar a
mediados del s. xiii sobre todo por obra de los franciscanos llamados
«espirituales», y culminaron con su condena por parte de la jerarquía de la
Iglesia. La importancia del abad de Fiore está en su modo de enfrentarse a la
H., viendo en ella no un simple sucederse de momentos'y situaciones, ni tampoco
en un mero interim o expectativa de la segunda venida de Cristo, sino un cursus
teniporis, un desplegarse de acontecimientos cada uno de los cuales se presenta
como cumplimiento de lo anterior y comienzo de lo futuro.
Si no en toda su amplitud, algunas de las ideas del joaquinismo continuaron
perviviendo, después de la crisis de mediados del s. xiti. La eclesiología que
podían provocar influye en el inicio y el desarrollo del protestantismo, y
rasgos de mesianismo de tipo más o menos milenarista o apocalíptico se
encuentran de hecho en bastantes de los movimientos que surgen después de la
Reforma. Especial mención merece el puritanismo, ya que su tendencia a
identificar la Iglesia con la comunidad social en su conjunto y el uso
indiscriminado de fórmulas del A. T. ha llevado más de una vez a la afirmación
de que una nación o sociedad concreta puede presentarse como el «pueblo elegido»
por Dios, dotado de una misión al mismo tiempo trascendente e intrahistórica
(estos rasgos se observan muy claramente en la figura de Oliver Cromwell:
1599-1658; v.) (v. PURITANOS).
4. De la Filosofía de la Historia a la situación actual. Todos los autores y
movimientos que venimos señalando tienen un rasgo en común: intentan interpretar
la H. desde categorías religiosas y, más específicamente, cristianas. El s.
xviII marca un cambio radical que puede simbolizarse en la obra de Voltaire que
citábamos al principio: el intento de explicar la H. desde ella misma, sin
recurrir a Dios. Voltaire mismo era claramente consciente de ello; su obra
quería ser una continuación y una crítica del Discours de Bossuet y de la idea
de Providencia, y el término Filosofía de la H. tiene en él -y en los demás
autores de ese siglo- un sentido netamente polémico. Resumiendo la posterior
evolución de esas ideas, podemos afirmar que se mueven en torno a dos líneas
fundamentales:
a) Por una parte, desembocan en una descripción del curso de los fenómenos,
intentando desentrañar los nexos causales, determinar las constantes históricas,
describir el desarrollo de los procesos; en suma, se desea llegar a la
formulación de las leyes del cambio histórico, abstrayendo del problema del
sentido o fin último de los acontecimientos.
b) Por otra parte, da lugar a un intento de juzgar la H. en su conjunto desde un
fin intramundano: el proceso civilizador, el desarrollo del hombre, la
estructuración social, etc. La idea o mito del Progreso pasa a ser así la clave
de la interpretación histórica. Esta segunda línea estaba destinada a dar su
tono a la reflexión sobre la H., y de hecho el nombre de Filosofía de la H. (v.
v) evoca hoy ese intento de dar una visión de conjunto del acontecer,
desentrañando su sentido. La filosofía romántica alemana, y especialmente Hegel
(v.), suponen el esfuerzo máximo en esa línea, Marx (v.), de acuerdo con su
afirmación fundamental sobre el carácter práctico de la filosofía (hasta ahora
los filósofos se han contentado con pensar la H.; es necesario, en cambio,
construirla), transforma esa visión en un proyecto revolucionario. Con un
espíritu y una actitud muy diversas a los de la filosofía alemana -más aún,
opuesta a ella- el positivismo (v.) francés coincide en afirmar un crecimiento
histórico hacia una meta intraterrena: la artificiosa ley de los tres estadios
de Comte (v.) expresa ese pensamiento con claridad.
La segunda mitad del s. xtx y la primera mitad del xx presencian, sin embargo,
la crisis de todos esos planteamientos. Desde una perspectiva intelectual,
diversos filósofos alemanes critican las bases de la empresa hegeliana. La
filosofía crítica de la H., cuyo representante de más relieve es Wilhelm Dilthey
(v.), hará ver los límites del conocimiento histórico. A partir de ahí, se
desemboca en el historicismo (v.) o relativismo histórico, que afirma la
imposibilidad de llegar a ninguna afirmación absoluta a partir del estudio
empírico del acontecer. Por esa misma época, pensadores de diversas
proveniencias -Kirkegaard (v.), Nietzsche (v.), Burckhart (v.), por citar a los
principales- denuncian las carencias espirituales y la ingenuidad del mito del
progreso. Nuestro s. xx presencia además una serie de fenómenos que refuerzan
esas intuiciones: dos guerras mundiales, las Filosofías de la H. reducidas a
cobertura ideológica de regímenes dictatoriales, la ampliación de nuestro
horizonte etnográfico y astronómico que muestra la pequeñez física -del fenómeno
humano, la crisis de una civilización incapaz de proponerse a sí misma un
objetivo que explique su existencia. Todo eso crea una situación de crisis,
abierta tanto al escepticismo, como a un misticismo espiritual o político, pero,
en cualquier caso, alejada de las pretensiones de absoluta seguridad
racionalista que caracterizaron a la época precedente.
En esta coyuntura cultural, era lógico que la Teología se sintiera invitada a
plantearse el problema de la H., y a recoger la herencia que la Filosofía le
dejaba. Y, en efecto, si se repasan las publicaciones aparecidas a partir del
segundo tercio del s. xx, se verá que se multiplican los estudios en este
sentido. Este dato cobra mayor relieve si tenemos presente que, durante toda la
época de las filosofías de la H., el tema del acontecer permaneció en cambio
extraño a la Teología. La actitud defensiva, que adopta la mayor parte de los
autores de la época, junto con el intelectualismo e individualismo que amenazan
al trabajo teológico, impiden abordar de manera frontal el tema que planteaba la
Filosofía. La preocupación por el tema de la h. es así un signo del renacer
teológico reciente, y manifiesta el intento de superación de algunas de las
deficiencias de la Teología precedente. En 1938, Henri De Lubac (v.) publica su
Catholicisme con la intención de poner de manifiesto los que llama aspectos
sociales del dogma; el capítulo quinto está destinado al tema cristianismo e
historia: «sólo el cristianismo -escribe- afirma a la vez, indisolublemente, un
destino trascendente para el hombre y un destino común de la humanidad. De ese
destino, toda la historia del mundo es la preparación. Desde la creación hasta
la consumación final, a través de las resistencias de la materia y de las
resistencias más graves de la libertad creada, pasando a través de una serie de
etapas, la principal de las cuales está marcada por la Encarnación, se va
cumpliendo un único designio divino» (o. c. en bibl. 98).
La recuperación de esta dimensión cósmica, total del cristianismo, es
probablemente el fruto más importante del renacer de la Teología de la H.; la fe
cristiana es claramente presentada como la revelación del sentido de la creación
entera, su mensaje de salvación tiene necesariamente resonancias universales. De
esta forma, la Teología de la H. venía a confluir en el movimiento de ideas
nacido en torno al desarrollo de la espiritualidad laical (v. LAICOS II;
ESPIRITUALIDAD II), y se aprovechaba del resultado de los estudios bíblicos, que
habían puesto de relieve la peculiaridad del mensaje escriturístico sobre el
tiempo.
Hablar sólo de este aspecto sería, sin embargo, falsear el panorama. Porque un
examen de los diversos ensayos sobre este tema pone de manifiesto que, aparte
del acuerdo en algunos puntos fundamentales, los diversos autores, al intentar
perfilar más detalladamente el contenido de la Teología de la H., se separan
profundamente, en torno a dos posturas fundamentales:
a) Algunos -como, p. ej., 1. Daniélou (v.) y L. Bouyer-, preocupados sobre todo
de mostrar la trascendencia del cristianismo con respecto a las culturas que se
suceden en la h. y de precaver frente a un optimismo ingenuo, insisten en la
discontinuidad entre el tiempo y la situación escatológica, en la gratuidad del
Reino. De esa manera concluyen que la h. humana, la h. profana, está sí en
relación con el Reino, pero -es una metáfora de Daniélou- como el sarmiento lo
está con el racimo; cuando la viña ha dado su fruto, el sarmiento puede
considerarse superado, es algo de lo que se prescinde y se arroja fuera. Aunque
manifieste una actitud que refleja una época anterior a la que consideramos
ahora, puede mencionarse también, en esta línea, a Karl Barth (v.), que, de una
manera mucho más tajante, afirma una discontinuidad absoluta entre el Reino y el
mundo.
b) Otros -como, p. ej., L. Malevez, G. Thils (v.) e Y. M. Congar (v.)- tienden,
en cambio, con fuertes diferencias de matiz por lo demás, a subrayar el carácter
de preparación y anticipación que el tiempo tiene con respecto a la eternidad.
La totalidad de lo que existe en el tiempo -es decir, la Iglesia y el Mundo, la
H. sagrada y la H. profana- está de algún modo ordenado al Reino. La tendencia a
afirmar no una ordenación, sino una continuidad absoluta se manifiesta también
en algunas teorías; así, p. ej., en la visión evolucionista de Teilhard de
Chardin (v.) o en la eclesiología política de M. I. Montuclard.
Esta diversidad de posturas obedece no sólo a la complejidad del tema, sino que
pone de manifiesto una crisis del mismo modo de plantear la cuestión. De hecho,
algunos de los autores mencionados -Thils y Congarexponen sus opiniones después
de. hacer un balance de los intentos precedentes, e intentando encontrar una vía
sintética. Pero en realidad el problema es más profundo, y se advierte que la
Teología de la H. se encuentra en una situación crítica. Llegados a este punto
conviene poner de relieve un dato implícito en el desarrollo de las ideas que
hemos resumido en los apartados anteriores. A partir del s. xvitt, la Filosofía
de la H. sucede a la Teología de la H., y lo hace, decíamos, con el intento de
sustituir una visión providencialista por una visión inspirada en el
racionalismo. Sin embargo, no sería exacto pensar que, siendo ese salto
consecuencia de una apostasía o falta de fe, basta recuperar la fe para que el
edificio intelectual se reconstruya ipso facto. En realidad, la crisis de la
Filosofía de la H. arrastra consigo la crisis de la Teología de la H., tal y
como había sido entendida por muchos teólogos occidentales, porque entre las dos
hay una continuidad.
El mismo Dilthey ha observado que en el modo de concebir la H. por Bossuet se
contiene un principio de secularización, ya que lo absoluto resulta proyectado
en lo relativo y lo trascendente en lo empírico (Einleitung in die
Geisteswissenschaften, 1883). Una observación parecida cabe hacer con respecto a
las ideas de Joaquín de Fiore o al milenarismo en general; por lo demás, Lessing
(v.) remite expresamente al joaquinismo cuando, en su Die Erzeihung des
Menschengeschlechts (1780), habla de la llegada de los hombres, mediante la
instrucción y la educación, a una edad de plenitud humana.
La Filosofía de la H., tal como la conoció el s. xix, nace de una secularización
de ideas cristianas, de la transposición del fin escatológico a un plano
inmanente y temporal. El desarrollo de los acontecimientos ha demostrado la
íntima contradicción que supone un tal intento. Pero, si esa secularización
tiene su inicio en la forma en que los pensadores de épocas anteriores habían
concebido la Teología de la H., es obvio que la Teología no podrá abordar el
tema sin hacer previamente una crítica del desarrollo del pensamiento cristiano
sobre estas cuestiones.
5. Hacia una definición de la Teología de la Historia. Para un cristiano, la h.
tiene. un sentido; es realmente una h. y más concretamente una historia salutis.
La fe cristiana excluye en primer lugar toda visión cíclica del acontecer para
describirlo en cambio como una sucesión de eventos, individuales e irrepetibles,
orientados hacia la consumación final. Excluye también, y con la misma fuerza,
toda filosofía del absurdo y toda interpretación que vea la existencia humana
abocada a la nada o a la destrucción; la última palabra no la tienen el mal o el
pecado, sino la gracia y la voluntad salvadora de Dios. Ese convencimiento
afecta no sólo a la totalidad del acontecer, sino a cada acontecimiento en
concreto; la fe da al cristiano el conocimiento de que, por muy oscura y
dolorosa que sea una situación, en ella se contiene una llamada de Dios y, por
tanto, la promesa de la gracia para saber manifestar allí el amor, que es la
esencia de la ley cristiana.
Ahora bien, ¿es eso todo lo que puede y debe decirse?, ¿el pensamiento cristiano
debe limitarse, con Karl Barth, sobre todo el Barth de los primeros tiempos, a
afirmar una serie de eventos o acontecimientos, cada uno de los cuales desemboca
directamente en la eternidad, pero negando toda continuidad, toda permanencia de
la Palabra de Dios en los efectos que produce? O, por decirlo con otras
palabras, ¿la h. debe ser considerada solamente como una ocasión de prueba y de
sufrimiento? La verdad es que los textos bíblicos nos hablan, sin embargo, de
edificación, de construcción, de crecimiento; las parábolas de Cristo sobre el
Reino no tienen un sentido puramente actualista. Existe un tiempo histórico y
ese tiempo no es vacío e inútil, sino que desempeña una función imprescindible
para la realización plena del plan divino de salvación.
Esa perspectiva es fundamental; sin embargo, es importante entenderla con el
sentido que exactamente tiene. Porque, si bien nos dice que algo se construye,
no nos dice en modo alguno cómo y de qué manera se construye. Todo intento de
descifrar el misterio de la h. está condenado al fracaso; ese conocimiento sólo
puede ser obtenido desde Dios y, por tanto, está reservado al fin de los
tiempos, al juicio final; durante el acontecer humano vige con toda plenitud la
advertencia de Cristo: «nonest vestrum nosse tempora» (Act 1,7).
Lo dicho pone de manifiesto la íntima contradicción en que incurre toda
filosofía de la H., en el sentido hegeliano de la palabra. Porque, en primer
lugar, la idea de un curso histórico nace de la fe y reposa en ella y es, por
tanto, sólo a la luz de la fe como podría intentarse una lectura de la h. Pero,
además -y aquí nuestra crítica afecta también a las teologías de la H. de tipo
clásico-, el intento de desentrañar por entero el sentido de los acontecimientos
supone una extrapolación indebida del dogma cristiano. Si es la fe la que nos
permite leer la h., no podremos leerla más que en la medida exacta en que la
Revelación nos facilita algún conocimiento sobre ella. Y la Revelación da al
cristiano todos los elementos para poder conocer cuál debe ser su conducta ante
los acontecimientos, es decir, qué pide Dios de él a través de los cambios y
situaciones que se suceden a su alrededor, pero sobre el lugar exacto que los
acontecimientos de la h. humana ocupan en el plan divino y el por qué han sido
queridos o permitidos por Dios, la revelación permanece en silencio; eso es algo
que permanece oculto a los ojos del cristiano.
Si se examinan de cerca las teologías de la H. de tipo clásico se advierte en
seguida que carecen de todo apoyo empírico. Lo que hace en realidad un Bossuet,
p. ej., no es demostrar empíricamente cuál es el sentido en el que la
Providencia orienta la h., sino al contrario proyectar sobre la h. una idea de
Providencia previamente aceptada. Sólo que, al dar como demostración lo que es
sólo una ejemplificación y al pretender decir más de lo que contiene la
Revelación, se cae en un equívoco que, si no se resuelve, puede conducir a la
absorción de la fe en la inmanencia, que es lo que de hecho ha sucedido.
La distinción introducida por algunos autores alemanes entre Geschichte e
Historie, o, en otras lenguas, entre h. e historiografía, apunta a un dato
verdadero: la descripción del acontecer empírico no nos dará nunca
el-conocimiento del sentido absoluto del conjunto de ese acontecer. O, por
decirlo con una terminología distinta, pero equivalente en el fondo; la h. es el
historiador y su historiografía; toda visión global de la H. no es en el fondo
más que la proyección de una fe, y su valor no es el de darnos un conocimiento
que desentrañe el sentido concreto del acontecer pasado y futuro, sino el de
manifestarnos con qué actitud debemos enfrentarnos con nuestro presente.
Lo dicho hasta ahora pone de relieve, a nuestro juicio, que el núcleo del
problema de la Teología de la H. está en deslindar las dos cuestiones que,
históricamente, han tendido a mezclarse: ¿qué sentido tiene el tiempo en su
conjunto?, y ¿qué sentido tienen los acontecimientos singulares?; preguntas que,
a su vez, connotan dos perspectivas diversas según que se hable de la existencia
en sí de un sentido, o se afirme la cognoscibilidad de ese sentido por el
hombre. En resumen, se trata de determinar si la finalidad de una Teología de la
H. es llegar a una visión anticipadora del futuro, pretendiendo desentrañar el
sentido de los acontecimientos; o si, por el contrario, su objetivo debe ser el
de situar al cristiano ante el tiempo y las diversas situaciones que le depare
el acontecer, de manera que asuma en todo momento la actitud cónsona con su
vocación y misión divinas.
A partir de la época medieval, los autores que han tratado esta temática se han
orientado en gran parte por el primer camino. Es esa forma de concebir la
Teología de la H. la que prepara el origen de las filosofías de la H. del s. xlx,
y la que es puesta en discusión por la crisis de estas últimas. Mientras esto no
se advierta con claridad, la reflexión se encaminará por un callejón sin salida
y se irá empobreciendo progresivamente; como lo muestra la contraposición entre
progresismo e integrismo y la esterilidad intelectual a la que ha dado lugar.
Pero sería un error igualmente grave pretender resolver la crisis renunciando a
la H. como tema de la Teología; sería recaer en el individualismo y el pietismo
de la época precedente a la nuestra. Son numerosos los pensadores cristianos que
se han esforzado por perfilar las características de una Teología de la H.
epistemológicamente consciente de sí misma y de su propia evolución. Desde
planteamientos bastante diversos se observa, sin embargo, una confluencia de
fondo entre autores como K. Lówith, H. 1. Marrou, X. de Zubiri (v.), R. Niebuhr
(v.), T. Moretti-Costanzi, P. Ricoeur, H. Butterfield.
Quizá se pueda decir que el camino que se abre ante los estudios de Teología de
la H. equivale a una reflexión en profundidad sobre la concepción bíblica del
tiempo y del' mundo (v.), así como una reconsideración crítica de la
problemática agustiniana y sus implicaciones.
V. t.: PROVIDENCIA II; ESCATOLOGÍA II-111; SALVACIÓN 111; TIEMPO IV; HUMANISMO
IV.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991