GUERRA MUNDIAL, PRIMERA


Conocida también como Guerra europea o Gran Guerra, constituye el conflicto bélico de más amplia envergadura registrado en la historia hasta 1914. Aunque su centro de gravedad estuvo en Europa, ninguno de los cinco continentes, ni de los cinco océanos, se vio libre de sus implicaciones. Cuarenta naciones participaron en ella como contendientes, si bien, las repercusiones alcanzaron a muchas más; de aquí que el término Guerra mundial se considere el más adecuado, no sólo por razones de paralelismo histórico con el segundo conflicto de este nombre. En cuanto a su duración, cuatro años y tres meses, fue también muy superior a lo previsto por sus propios responsables, y bastó para segar millones de vidas y causar daños incalculables a la Humanidad.
     
      1. Los orígenes del conflicto. Los años que van de 1870 a 1914 constituyen el periodo comúnmente conocido como la belle époque, y su sistema de relaciones internacionales como la «paz armada». El desarrollo tecnológico, el reforzamiento del poder de los Estados y hasta razones de prestigio contribuyeron a armar hasta los dientes a las grandes potencias; pero, al mismo tiempo, se predicaba una paz universal, se celebraban conferencias internacionales (congreso y conferencia de Berlín (v.) en 1878 y 1885, respectivamente; congresos mundiales de la paz en La Haya, 1899 y 1907; establecimiento, en este último, de un Tribunal internacional capaz de resolver todos los litigios entre naciones); y hasta se llegó a afirmar que la cultura y civilización del hombre moderno habían logrado desterrar la guerra, como habían hecho con el tormento o con la peste.
     
      Pero la paz casi general de 1870-1914 fue, como la misma época, eminentemente «positivista», basada en convicciones pragmáticas más que en auténticos principios éticos. La fe en el progreso, la mundialización de la cultura, los intereses comunes, los circuitos económicos, que abarcaban ya continentes enteros, aconsejaban, salvo determinadas medidas proteccionistas, unas relaciones de buena voluntad de las que todos saldrían ganando. Por el contrario, una guerra, como afirmaban repetidamente los políticos británicos, tendría que ser por necesidad «un mal negocio».
     
      Sin embargo, los mismos intereses que aconsejaron durante tanto años la paz como un bien apetecible, llegaron a provocar el espejismo de una guerra que, caso de victoria, llevaría al logro de las máximas ambiciones. El reparto colonial, pese a la afirmación de Carlyle, una generación antes, de que «resta mundo por repartir para seis mil años» podía darse por liquidado en la primera década del s. xx, y los choques entre las potencias por cuestiones de competencia comercial o político-militar no tardaron en surgir. El prodigioso desarrollo industrial alemán, que trató de introducir sus productos en Marruecos, con el consiguiente celo de Francia; que financió, ante la indignación británica, el famoso ferrocarril de Bagdad, y que hasta empezó a introducirse en los mercados de la India, exacerbó los resquemores de las grandes potencias colonialistas, en especial Gran Bretaña y Francia. Por otra parte, la política expansiva del nuevo Kaiser alemán, Guillermo II (v.), avalada desde 1900 por un ambicioso programa de construcciones navales, vino a romper una especie de pacto táctico, vigente en tiempos de Bismarck y Disraeli, que dejaba al Reich alemán la hegemonía continental y al imperio británico el dominio del mundo transoceánico. También los alemanes se ganaron la enemiga de su antigua aliada Rusia, al negarse a facilitar créditos industriales a San Petersburgo, y mantener así indefinidamente la condición de Rusia como compradora de manufacturas germanas.
     
      Pero una visión puramente economista de la génesis de la I G. m. sería incompleta. Juegan también razones de prestigio, el exacerbamiento de los nacionalismos, el ansia de recuperar regiones irredentas, o revanchismos fanáticos, como el francés, latente desde la Guerra francoprusiana (v.). La primera década del s. XX registra la alternancia de incidentes prebélicos en dos focos principales: uno al SO (Marruecos) entre Francia y Alemania, y otro al SE de Europa (Balcanes) entre Austria y Rusia. Contemos la crisis de Tánger (1905-06), la de Bosnia (1908-09), la de Agadir (1911) y las Guerras balcánicas (1912-13). Mencionemos, por,último, la ruptura del equilibrio en el sistema de alianzas. Durante mucho tiempo, este equilibrio se consideró asegurado por la coexistencia, que no entrañaba una formal enemistad, entre la Dúplice (Francia y Rusia; v. ENTENTE FRANCO-RUSA) y la Tríplice (Alemania, Austria e Italia; v. TRIPLE ALIANZA). La progresiva defección de Italia, que acabó en el bando contrario, y el abandono de la neutralidad por Inglaterra, que se asoció con Francia (1904; v. ENTENTE CORDIAL) y Rusia (Triple Entente, 1907) dejaron a Alemania aislada, sin otro apoyo seguro que el del decadente Imperio austriaco. La inversión del juego de alianzas suscitó en Alemania un complejo de «gato acorralado» -el cerco hostil de los discursos de los estadistas germanosque obraría como uno de los resortes psicológicos más poderosos en el desencadenamiento del conflicto. Atendida esta maraña de circunstancias, se comprende que el incidente de Sarajevo no fue en absoluto la «causa» de la guerra, sino únicamente un detonante.
     
      2. La guerra de movimientos. El 28 jun. 1914, el archiduque Francisco Fernando, príncipe heredero del Imperio austro-húngaro, era asesinado en Sarajevo por un terrorista bosniaco, al servicio de la organización paneslavista la Mano Negra, dirigida desde Belgrado. Servia (v. SERVIA III) aspiraba a la unión de todos los eslavos del Sur bajo su bandera, y creaba continuas complicaciones a Austria en sus dominios de Bosnia-Herzegovína. El canciller austriaco, Berchtold, estimó que era preciso humillar a Servia si se quería mantener el prestigio imperial en los Balcanes. Como la política paneslavista era alentada a su vez por Rusia, Austria consultó con Alemania antes de lanzarse a la acción. Aunque el canciller germano, Bettmann-Hollweg, era pacifista, comprendió que no podía perder el único aliado que le quedaba en Europa, y prometió contener a San Petersburgo mientras Austria se entendía con Servia; confiaba que los resortes diplomáticos bastarían, como en la anterior crisis de Bosnia, en 1908, para asegurar la inhibición rusa. Aquí estuvo la fatal equivocación.
     
      Contando con el apoyo alemán, Austria declaró la guerra a Servia el 28 de julio. Rusia, para intimidar a Austria, ordenó la movilización general, no sólo contra Austria, sino también, impolíticamente, contra Alemania; medida tardía desde el punto de vista diplomático, ya que la decisión austriaca no tenía posibilidad de ser revocada. A su vez Alemania pretendió contener a Rusia con un ultimátum que, contra lo que esperaba el Kaiser Guillermo II, no evitó la movilización rusa. El 1 ag. 1914 comenzaron las hostilidades ruso-germanas. Un día más tarde, Alemania exigió a Francia (cuya responsabilidad, al azuzar a Rusia, tampoco puede negarse) la neutralidad, y se encontró con una dura respuesta de París, que a su vez ordenó la movilización general. Como los Estados Mayores fiaban el éxito de las operaciones en la rapidez del ataque inicial, los alemanes decidieron comenzar, sin más, la invasión de Francia, no sólo a través de la frontera común, sino utilizando a Bélgica para provocar un movimiento envolvente. La agresión alemana al pequeño país sirvió a Gran Bretaña, aunque sus motivos de fondo eran muy distintos, como pretexto para declarar la guerra a Alemania. Un fatal proceso en cadena había convertido la disputa austro-servia en una gran guerra europea.
     
      Las operaciones se desarrollaron en un principio con tal rapidez, que se generalizó el convencimiento de que el conflicto habría terminado antes de las Navidades. Mientras los rusos invadían Alemania por la Prusia oriental, los alemanes atacaban con todas sus fuerzas en el Oeste para aplastar a Francia. La ocupación de Bélgica les deparó una gran ventaja estratégica y les permitió poner en práctica el plan Schlieffen, consistente en envolver al ejército galo en una gigantesca conversión frontal, que iría desplegándose, como un abanico que se abre, hacia el Oeste, luego al Sudoeste, más tarde al Sur y, finalmente, al Sudeste, para aconchar al enemigo contra los Vosgos, es decir, contra la propia frontera alemana. La heroica resistencia belga retrasó la operación, pero de todas formas el 11 de agosto entraron los germanos en Lieja, el 20 en Bruselas, y el 22 atravesaban la frontera francesa. La maniobra de conversión hacia el Sur se llevó a cabo con matemática precisión, y deparó a los atacantes, a finales de agosto y principios de septiembre, los más espectaculares avances. Pero la necesidad de retirar divisiones para contener el empuje ruso en el Este, dejó a los alemanes en inferioridad numérica, y les impidió dar a su frente de ataque la amplitud prevista.
     
      En lugar de apoyarse en el mar, dejaron un espacio muerto -e1 arco del abanico-, que, a 60 Km. de París, soslayó el ataque a la capital francesa, pues se quería dar prioridad a la maniobra de cerco. Del propio París partió el contraataque del general Joffre, que embistió de flanco a un enemigo que, siguiendo el río Mame, avanzaba ya hacia el SE. La batalla del Mame (6-14 de septiembre) detuvo el avance alemán, aunque no consiguió dar la iniciativa a los franceses. El frente quedó estabilizado.
     
      Más espectacular aún fue el fracaso ruso en Prusia oriental. La propia rapidez del avance desarticuló su dispositivo, mientras el general alemán Hindenburg prefería esperar refuerzos antes de aceptar combate abierto. Cuando las tropas rusas de Samsonov se aproximaban a Kónigsberg, contraatacó de improviso y, en dos batallas sucesivas (Tannenberg, 25-29 de agosto; Lagos mazurianos, 5-12 de septiembre) aniquiló por separado a las dos fracciones en que se había dividido el ejército ruso. En unas semanas, Rusia había perdido toda oportunidad de vencer a Alemania; pero, a su vez, los alemanes, empeñados por entonces en la decisión del frente occidental, no se sentían en condiciones de invadir el inmenso país moscovita. También aquí se había pasado inesperadamente de la espectacular guerra de movimientos a la tediosa guerra de posiciones.
     
      3. La guerra de posiciones. Trincheras, parapetos fortificados, duelos de artillería e intentos fallidos de romper el frente, constituyeron desde entonces el panorama habitual de la contienda, sobre todo en el Oeste. La escasez de grandes movimientos no ahorró crueldad a la lucha, sino más bien todo lo contrario, pues los intentos de romper la situación de empate, por regla general baldíos, obligaron a ambos bandos a tremendos esfuerzos y brutales sangrías.
     
      Los alemanés hubieran quizá podido decidir la guerra en el frente occidental en 1915, debido a su superior producción de armamentos, que en una guerra de desgaste hubiera obligado a los aliados occidentales a agotar sus reservas de municiones, entonces escasas. Pero creyeron más fácil obtener una decisión final en el Este, y por aquel frente cargaron, junto con los austriacos, en la primavera de 1915. La ruptura tardó en producirse, pero al fin las tropas de los Imperios centrales pudieron recuperar Galitzia y conquistar gran parte de Polonia; la entrada de Italia en la guerra, a favor de los aliados (mayo 1915) no interrumpió la ofensiva, y el 4 de agosto cayó Varsovia. Pero el gigante ruso seguía resistiendo, y los alemanes hubieron de paralizar su avance, so pena de debilitar excesivamente sus líneas.
     
      Por su parte, los aliados trataron de forzar una decisión atacando al enemigo más débil, Turquía, que había entrado en la guerra, a favor de los centrales, en octubre de 1914; pero el desembarco inglés en los Dardanelos, después de varios meses de duros combates, terminó en un completo fracaso. Tampoco lograron nada realmente positivo los occidentales con sus ataques en los frentes franceses del Artois y Champaña. La calma del otoño de 1915 fue aprovechada por los austro-germanos para liquidar definitivamente a Servia.
     
      En 1916 se intensificó la espantosa guerra de desgaste. Esta vez, los alemanes eligieron el frente occidental, para tratar de provocar una decisión. La batalla de Verdún (febrero-junio) fue una loca carnicería en la que cada metro cuadrado costaba docenas de muertos, y concluyó prácticamente sobre las mismas líneas del comienzo, con medio millón de cadáveres por medio. Igualmente sangrienta e ineficaz fue la contraofensiva aliada del Somme (junio-julio), donde los escasos progresos territoriales obtenidos no compensaron en absoluto las pérdidas en hombres y material. En ambos bandos comenzaba a cundir el desaliento. Menudearon las deserciones entre las tropas y se tantearon ofertas de paz, que fracasaron por intransigencias de unos y otros, especialmente de los aliados occidentales, que sabían que una guerra larga acabaría agotando a sus adversarios. El conflicto prosiguió, más bronco que nunca.
     
      4. La guerra decisoria. El fracaso de los intentos de arreglo endureció las posiciones,. y deparó a la contienda un carácter de «guerra total» muy lejos de los convencionalismos bélicos de otros tiempos. Era preciso movilizar todas las fuerzas disponibles de cada bando contendiente. Se reforzaron los resortes del poder, y mientras en Alemania el nuevo jefe del Estado Mayor, Ludendorff, ejercía una verdadera dictadura, en Francia e Inglaterra ocupaban el Gobierno los hombres «duros», como Clemenceau (v.) y Lloyd George. La política, la economía, el trabajo, la vida ordinaria, todo quedó supeditado a la guerra.
     
      Los alemanes, cercados en su reducto continental por un enemigo que dominaba las comunicaciones con el resto del mundo, pensaron bloquear a su vez el abastecimiento aliado mediante la intensificación de la guerra submarina. Los sumergibles germanos, proyectados en un principio para destruir la armada británica, se habían revelado como un arma formidable contra los convoyes de buques mercantes. El 1 feb. 1917, Alemania declaraba la guerra submarina a ultranza. Todo buque, de cualquier país, que fuese avistado en las cercanías de las costas enemigas sería torpedeado sin previo aviso. Los éxitos de los submarinos fueron impresionantes -en abril hundieron casi un millón de t.-, calculándose que a fines de año habrían acabado con la flota mercante británica. Pero los torpedeamientos de buques neutrales que comerciaban con los aliados les ganaron la enemiga de medio mundo, y sobre todo de los Estados Unidos, que declararon la guerra a Alemania el 2 de abril.
     
      Ludendorff se disponía a asestar un golpe decisivo a los occidentales antes de que se hiciera efectiva la presencia norteamericana, cuando un hecho completamente nuevo vino a alterar sus planes. En febrero de 1917 había estallado la revolución en Rusia. El Imperio zarista se venía abajo y los alemanes comprendieron que la ocasión era única para acabar con el frente del Este. Toda la primavera y verano de 1917 fueron de espectaculares avances germanos en el corazón de Rusia: Letonia, Rusia Blanca y Ucrania fueron ocupadas en agosto y septiembre. Una segunda revolución, la soviética de octubre, que derribó a los republicanos de Kerenski e implantó la dictadura comunista de Lenin (v.), decidió el fin de la guerra en el frente oriental. El 15 de diciembre se llegó al armisticio, y la paz de Brest Litovsk (3 mar. 1918) deparaba a Alemania la victoria sobre Rusia. Lenin, aunque había perdido inmensos territorios, quedaba con las manos libres para hacer su revolución.
     
      También quedaban con las manos libres los alemanes para realizar un supremo esfuerzo en el Oeste. Ya en el otoño de 1917 habían dejado a Italia prácticamente fuera de combate, tras la espectacular victoria de Caporetto. El a. 1918 iba a presenciar así la decisión final de la guerra en el atormentado frente francés. Ludendorff comprendió que era preciso apresurarse, porque los refuerzos norteamericanos llegaban a Europa con más celeridad de lo que se había previsto. Todas las fuerzas germanas quedaron concentradas en el Oeste y, en un supremo esfuerzo de movilización, lograron una ligera ventaja numérica, en razón de 11 a 10, sobre sus adversarios. También contaban los alemanes con un espléndido material, fruto del esfuerzo de su industria, como los monstruosos cañones Bertha, capaces de alcanzar un centenar de Km. Frente al duro Ludendorff, se dispuso a combatir un general francés enérgico y nervioso, Foch (v.), que consiguió, venciendo toda suerte de obstáculos políticos, una férrea unidad de mando sobre franceses, británicos y norteamericanos.
     
      El 21 mar. 1918 comenzó la ofensiva final de los alemanes. La táctica de Ludendorff era la de un ataque masivo y flexible a un tiempo. El mejor dominio de las líneas anteriores había permitido siempre moverse con mayor celeridad a los defensores que a los atacantes. La experiencia demostraba que cualquier ofensiva sostenida, aun en el caso de rotura inicial del frente, quedaba detenida a los pocos días. La norma adoptada por los alemanes fue la de atacar por un solo punto hasta que la concentración enemiga dificultase el avance. Entonces, dejarían de atacar para, reagrupados, emprender días más tarde la ofensiva por un punto distinto.
     
      La primera embestida, en marzo, rompió momentáneamente el frente del Somme, y permitió un avance de 70 Km. En abril atacaron los germanos por Yprés, y en mayo por el sector del Aisne. Aquí, la ruptura del frente fue mucho más profunda, y a fines del citado mes los atacantes instalaron sus Berthas en Chateau-Thierry, a 50 Km. de París, y comenzaron a bombardear la capital francesa. La población civil huía de la gran ciudad, que parecía presta a caer en manos de los invasores; pero la cuarta ofensiva alemana, destinada a abrir por el sector de Reims un más fácil camino hacia París, mostró de pronto su agotamiento. Los aliados, que contaban ya con un millón de soldados norteamericanos, habían logrado una irreversible superioridad numérica.
     
      El 18 de julio Foch se lanzó a la contraofensiva. La batalla permaneció dramáticamente indecisa hasta agosto, en que comenzó a derrumbarse el frente alemán. Ya no podía caber la menor duda sobre la suerte final de la guerra. En septiembre, el avance aliado se hizo más fácil, mientras los italianos contraatacaban por Venecia, y los turcos se veían impotentes ante la invasión de Mesopotamia. El 16 de octubre estalló la revolución en Praga, y en pocos días el decadente Imperio austro-húngaro (v.) se vino abajo. A fines de octubre, los turcos pedían la paz, y el 3 de noviembre Austria-Hungría hacía lo mismo.
     
      Alemania, aunque dominaba todavía Bélgica y un trozo de territorio francés, se desmoronaba también interiormente. El Kaiser nombró canciller a un liberal, el príncipe Max de Baden, y alejaba a Ludendorff; pero el presidente norteamericano Wilson (v.), que pretendía dar a la guerra un sentido político, exigió la renuncia del Emperador como condición para llegar a la paz. Ya a primeros de nóviembre empezaron a registrarse alzamientos socialistas en el Norte de Alemania y la cuenca del Ruhr. Guillermo 11 huyó a Holanda, mientras un Gobierno provisional socialista solicitaba de los aliados el armisticio, que se firmó el 11 nov. 1918.
     
      5. Conclusión. La I G. m. fue uno de los traumas más graves sufridos hasta entonces por la Humanidad. Surgida de una alocamiento que casi nadie comprendió, en un momento en que casi todas las potencias de Europa estaban dirigidas por políticos pacifistas, fue un tremendo error de cálculo, aparte sus injustificables motivaciones desde el punto de vista ético, que pronto desengañó a todos. Pero el prurito del honor y del prestigio nacional obcecó a los contendientes hasta el punto de que, aun reconociendo muchas veces la carencia de sentido de aquella lucha, no sólo no permitió una reconciliación a tiempo, sino que condujo a una paz (v. VERSALLES) basada en la venganza y el odio, que no haría sino acumular afanes de revancha en el bando vencido, y facilitaría el camino de un segundo conflicto, todavía más grave, una generación más tarde.
     
      Diez millones de muertos, de 70 millones de hombres movilizados, 20 millones de heridos, ocho naciones invadidas, 12 millones de t. de buques enviadas al fondo del mar y 400.000 millones de dólares, cuentan entre las pérdidas materiales. Las morales, imposibles de recoger en estadísticas, fueron sin duda más graves aún. Toda la confianza del hombre de Occidente en sí mismo, denominador común de la era del positivismo y la belle époque, se derrumbó catastróficamente. La angustia llenó los campos de la filosofía, la literatura y el arte. El mundo no había de vivir ya un momento de apacible seguridad y de confianza en el futuro; la II G. m. (v.) habría de ser más dura aún que la I, pero ya no cogería a nadie de sorpresa.
     
     

BIBL.: La mayor colección de trabajos sobre el tema está recogida en la colección periódica «Revue d'histoire de la guerre mondiale», publicada en 17 vol., París 1926-39. V. t.: P. RENOUVIN, G. HARDY y E. PRECLIN, La paix armée et la grande guerre, París 1960; C. R. CRUTWELL, A History of Great War, Oxford 1936; F. DEBYSER, Chronologie de la guerre mondiale, París 1938; A. DUCASSE, 1. MEYER y G. PERREUX, Vie et mort des Français, 1914-1918, París 1959; J. VON KURENBERG, The Kaiser: a Life of Wilhelm II, Londres 1954; G. LUDENDORFF, Memorias de guerra, Barcelona 1920; A. FOCH, Mémoires pour servir à L'histoire de la guerre, París 1930.

 

J. L. COMELLAS GARCÍA-LLERA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991