GUERRA CIVIL ESPAÑOLA (1936-39)


Contienda que tuvo lugar entre el 18 jul. 1936 y el 1 abr. 1939, entre el bando nacional dirigido por el general Franco (v.) y el bando republicano o rojo simbolizado por el Frente Popular. Fue la guerra interior más grave de la Historia de España.
     
      1. Orígenes y fuerzas actuantes. El alzamiento de las fuerzas nacionales (tanto militares como civiles) se dirigió contra el anárquico régimen del Frente Popular, vigente desde las elecciones de 16 feb. 1936, y caracterizado por el desorden y la violencia, principalmente de carácter social; régimen que estaba haciendo, ya, de hecho, imposible la convivencia entre los españoles. Pero en realidad, el objeto de lo que luego se llamaría Movimiento Nacional (v.) era mucho más amplio, y se proponía acabar con la etapa inaugurada por la Segunda República (v.) e incluso con los excesos del parlamentarismo y de la demagogia, vigentes en España desde mucho antes, y, que habían caracterizado la vida dei país por las luchas políticas, la falta de una administración continuada y eficaz, el fallo de la autoridad y la frecuencia de los desórdenes. Los sublevados el 18 jul. 1936, con todas las diferencias ideológicas que pudieran separarles, pretendían sustituir aquella situación por un régimen fuerte, estable y realizador.
     
      Al conflicto político se unía el conflicto social, larvado en una defectuosa distribución de la riqueza del país, y agudizado por la crisis económica de 1930, que los ineficaces y divididos gobiernos de la República no habían hecho más que agravar. Este hecho fue de los que más contribuyeron a proporcionar a la guerra su carácter manifiesto de gran historia de masas. Hay que señalar, por último, la faceta religiosa del conflicto. La reacción defensiva de la población católica, la gran mayoría del país, frente a la política antirreligiosa de la República en el periodo 1931-33, y en 1936, desde la victoria del Frente Popular, constituyó un factor de decisiva importancia, hasta el punto de que si no se tiene en cuenta, resulta científicamente imposible una adecuada comprensión del hecho histórico del Alzamiento.
     
      Entre las fuerzas que integraron el alzamiento hemos de contar: a) Los militares, descontentos en su casi totalidad de la anarquía imperante, y que fueron quienes, en una gran mayoría de puntos, tomaron la iniciativa del golpe. b) Los falangistas, grupo poco numeroso, reclutado entre los jóvenes de la clase media, pero muy combativo, y que imprimió en gran parte su carácter e ideología al Movimiento Nacional. La Falange (v.), que amalgamaba elementos de la tradición española con las ideas totalitarias al uso, contaba con una corriente de renovación social en el elemento jonsista. c) Los carlistas y requetés, muy renovados en los últimos tiempos, antiliberales por excelencia y partidarios de la monarquía tradicional, que tenían su centro principal en los ambientes rurales y aun urbanos del Norte, especialmente' Navarra. d) Los grupos políticos de derecha, como las Juventudes de Acción Popular, Renovación Nacional, etc.; que aun disueltos como tales partidos por el carácter unitario del Movimiento, participaron de hecho en él, y apoyaron en gran parte al régimen de Franco. Y, finalmente, e) amplios grupos de opinión, sobre todo entre las clases media y alta, pero también elementos modestos del artesanado y campesinado, sobre todo de la Meseta superior, Alto Ebro y Norte; y, en su conjunto, la gran masa católica del país.
     
      En el bando republicano o rojo se integraron tres elementos muy distintos, pero cuyos intereses confluyeron momentáneamente: a) Los grupos políticos de izquierda, minoría intelectual y parlamentaria, que no estaba dispuesta de ningún modo a consentir en España la imposición de un régimen fuerte, y menos si quienes lo instauraban eran los militares. b) Entidades sindicales y organismos de la protesta social, que veían en el bando republicano un campo más propicio a la demagogia y a la agitación; entre estos grupos se contaban los socialistas (en gran parte ya integrados en la vida política oficial), los anarquistas (muy numerosos, pero desigualmente organizados) y los comunistas (reducida minoría, pero muy influyente, por su perfecta organización y disciplina); además de la fracción trostkista y disidente del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista). Y c) los movimientos separatistas, especialmente catalanes y vascos, que podían encontrar en la República un ambiente más idóneo (hasta por razón de la propia debilidad del régimen) para sus aspiraciones autonomistas; en tanto que en el bando nacional prevalecía la idea de la indivisible unidad de la patria.
     
      2. El alzamiento. La iniciativa, en casi todas partes. la llevaron los militares, entre los cuales una organización secreta, la UME (Unión Militar Española), había difundido los proyectos insurreccionales. El 17 de julio se levantaron las guarniciones del norte de África, a cuyo frente se puso en seguida el general Franco, destinado a la sazón en Canarias; y los días 18 y 19 lo hicieron las fuerzas de la Península. El golpe no fue unánime, ni tuvo éxito en todas partes; pero desde el primer momento se le unieron elementos de la población civil -requetés en Navarra, falangistas en Castilla la Vieja, voluntarios-, que contribuyeron a proporcionarle un carácter de movimiento popular.
     
      Retrasos o vacilaciones provocaron el fracaso de los sublevados en Madrid y Barcelona, hecho que aseguró para el Gobierno republicano toda la Meseta sur y Cataluña. Valencia y Bilbao fueron también conservadas, en tanto que el alzamiento triunfaba en Zaragoza y Sevilla, donde consiguieron imponerse, respectivamente, los generales Cabanellas y Queipo de Llano. La fortuna o el acierto personal decidieron en muchos casos el lance, mientras que en otros el resultado se mostró conforme a ciertos predominios políticos de la zona. El parecido que guarda el mapa de la distribución de fuerzas con el de las elecciones de 1936, demuestra que el orden de éxitos o fracasos no se debió a un simple azar.
     
      Después de unos cuantos días de horrible confusión, se echó de ver que el alzamiento no había triunfado en toda España, pero tampoco el Gobierno había conseguido restablecer la situación. En el primer bando estaban Galicia, León, Castilla la Vieja, Navarra, la mayor parte de Aragón y la Baja Andalucía, junto con Baleares y Canarias. Seguían fieles a la República Castilla la Nueva, casi toda Extremadura, la Alta Andalucía (menos Granada), Murcia, Valencia, Cataluña y la franja cantábrica, de Vascongadas a Asturias. En un esquema general, podría decirse que formaron la España nacional las regiones donde predominaba la pequeña y media propiedad agraria y la industria artesana; por el contrario, formaron en el bando republicano las zonas de industria media y pesada, o de propiedad latifundista. Estas condiciones favorecieron al bando republicano, que controlaba las ciudades importantes del país, la casi totalidad de la industria de interés estratégico y prácticamente toda la minería, aparte de los recursos inmensos del Estado, desde las reservas del Banco de España hasta la mayor parte de la Escuadra, la aviación y los elementos mecanizados.
     
      3. De la guerra de movimientos a la estabilización. Pronto se vio que el golpe del 18 de julio ni se había impuesto totalmente ni había fracasado. Quedaban enfrentados dos bandos, ninguno de los cuales estaba dispuesto a rendirse. Aunque ni unos ni otros la habían previsto, se imponía una trágica e incierta guerra civil.
     
      La virtual superioridad de recursos del gobierno republicano quedaba compensada por la defección del Ejército. Aproximadamente el 70% de la oficialidad se había sumado al Movimiento, y entre los elementos que por razón de las circunstancias seguían a disposición del Gobierno en Madrid, por lo menos la mitad eran de fidelidad dudosa, cuando no ocultamente hostiles. La guerra, como tal, parece que la hubiera ganado sin dificultad el Ejército sublevado, si el Gobierno republicano, tras unas horas de dramática incertidumbre, no se hubiese decidido a armar a las milicias sindicales. Aquella medida ponía a su disposición contingentes numerosos, aunque desorganizados y carentes de mandos idóneos.
     
      Las operaciones se llevaron al principio con rapidez. El general Mola (v.), desde Navarra, conseguía alcanzar el Cantábrico por Irún, y controlar, frente a Madrid, los pasos de Somosierra. En el Sur, el general Franco, establecido en Sevilla, al frente del ejército de Marruecos, el mejor organizado que entonces tenía España, lanzó una ofensiva sobre Extremadura, que le deparó la ocupación de Badajoz el 14 de agosto, y el 3 de septiembre el contacto con los ejércitos del Norte. Las dos zonas nacionales quedaban fundidas en una. Comenzó entonces la ofensiva sobre Madrid, siguiendo la línea del Tajo. El 27 de septiembre era liberado Toledo, en cuyo Alcázar el coronel Moscardó y un puñado de hombres habían resistido un asedio de dos meses con increíble heroísmo. Pero aquella operación retrasó el avance directo sobre Madrid, que no comenzó hasta primeros de octubre, ante una creciente resistencia. Por iniciativa de la Unión Soviética se constituyeron unas brigadas internacionales de voluntarios, lanzadas a la lucha cuando las tropas de Franco habían alcanzado el Manzanares y ocupaban la Ciudad Universitaria. El frente quedó estabilizado, y de la guerra de operaciones rápidas se pasó a una tediosa guerra de posiciones. Su desenlace, en noviembre de 1936, era poco previsible.
     
      4. Dos tácticas contrapuestas. La intervención extranjera, aparte las molestas implicaciones que significó para ambos bandos, no sirvió más que para endurecer y prolongar el conflicto. Era preciso que los Gobiernos de Burgos y Madrid reorganizasen sus fuerzas, aclarasen sus posiciones, y, sobre todo, se preparasen a una guerra larga, que no estaba prevista ni por unos ni por otros. Fue entonces cuando Franco (nombrado Jefe de Estado y Generalísimo el 1 oct. 1936) decidió sustituir la idea de Movimiento, en cuanto golpe de Estado o revolución nacional, por la de Liberación, que suponía, según él mismo declaró a los diplomáticos extranjeros, un «ritmo lento» en el proceso, para hacer cundir el desengaño en el anárquico bando enemigo, y «rescatar, junto con la última ciudad, la última alma».
     
      Los meses finales de 1936 y los iniciales de 1937 fueron de actividad política tanto o más que de actividad militar. En lo interior, unos y otros procuraron agruparse y formar ante el enemigo un bloque unido, misión que triunfó, tras salvar ciertas asperezas, en el bando nacional, y que fue coronada por el decreto de Unificación de 19 abr. 1937; en tanto que en el bando rojo, la brecha abierta entre comunistas y socialistas de un lado y anarquistas del otro, no sólo fue cerrada, sino que se acentuó aún más, degenerando en una especie de subguerra civil por la primavera de 1937. El gobierno de intelectuales republicanos estaba ya totalmente superado y hasta suplantado por la dictadura de los dirigentes sociales. En el campo exterior se buscaba la ayuda extranjera. El equipamiento militar o industrial del país no estaba entonces en condiciones de subvenir a una guerra organizada de larga duración. La llegada de las brigadas internacionales obligó a Franco a recibir, aunque sin demasiado entusiasmo, un cuerpo de voluntarios italianos. Pero lo que más necesitaban unos y otros era material, que los republicanos adquirieron en Francia y Rusia, y los nacionales en Alemania e Italia. La guerra amenazó con degenerar en un conflicto internacional, hasta que el Comité de No Intervención reunido en Londres limitó, sin suprimirlas, las ayudas extranjeras.
     
      En estas condiciones, era difícil romper la igualdad de fuerzas. Los republicanos lo intentaron mediante el desencadenamiento de ofensivas concentradas, con acumulación de medios masivos en hombres y material sobre un solo sector, para provocar la ruptura del frente y el despliegue sobre la retaguardia enemiga. Los nacionales, en cambio, adoptaron una táctica en principio menos ambiciosa: las ofensivas cortas sobre objetivos limitados, aprovechando aquellos lugares y momentos en que eventualmente tuviesen superioridad. La experiencia demostró en esta táctica una visión más realista; además, los nacionales contaban con el apoyo de la mayoría de la población.
     
      Durante la primavera de 1937, los nacionales cayeron sobre Málaga en una operación sorpresa, y estrecharon el cerco de Madrid en dos ataques por el Jarama y La Alcarria, que resultaron poco rentables. A partir de entonces, dedicaron su atención al frente Norte, aislado del resto de la zona roja. En mayo comenzó la ofensiva de Vizcaya, que culminó el 19 de junio con la conquista de Bilbao. Las fuerzas nacionales habían penetrado ya en la provincia de Santander, cuando el mando rojo desencadenó la primera de sus ofensivas en gran escala, en julio de 1937. Se desarrolló en el sector de Brunete (Madrid), y su objetivo era desarticular todo el frente nacional del Centro, mediante una penetración en cuña, en la que jugarían un papel fundamental los tanques recién llegados de Rusia. La penetración se produjo, en efecto, pero los nacionales conservaron las charnelas de los flancos, con lo que amenazaron estrangular la cuña enemiga. Así, la ofensiva se transformó en una tremenda batalla de desgaste, en la que los rojos fracasaron en su intento de ensanchar la base, tras sufrir grandes pérdidas en hombres y material.
     
      Liquidada la crisis de Brunete, las fuerzas nacionales reanudaron sus acciones en el Norte, penetrando en Santander el 26 de agosto. Aquel mismo día lanzaron los republicanos la segunda de sus grandes ofensivas, esta vez en el sector del Ebro, con el propósito de conquistar Zaragoza, y seguir penetrando hasta donde fuera posible. La heroica defensa del pueblo de Belchite, en la que participó la población civil, permitió a los nacionales ganar tiempo, y retirar tropas de otras zonas para concentrarlas urgentemente en el Ebro; Zaragoza peligró, pero quedó a salvo, y la situación restablecida. A primeros de octubre, los nacionales pudieron coronar, en otra corta y feliz ofensiva, la liquidación del frente Norte, con la conquista de la mitad oriental de Asturias, postrer reducto de los rojos en el Cantábrico. La última operación fue la conquista de Gijón, el 21 de octubre.
     
      La adquisición de la franja cantábrica significaba una enorme ventaja económica y estratégica para el bando de Franco. Para compensarla, quisieron lanzar los republicanos una gran ofensiva de invierno sobre un sector realmente absurdo como el de Teruel. Sin embargo, y precisamente por la escasa capacidad operativa de la zona, los nacionales perdieron por primera vez una capital de Provincia. Teruel, después de heroica resistencia, fue conquistada por los rojos en enero de 1938, para caer en febrero en manos de los nacionales, no sin que sus enemigos se hubiesen defendido con idéntica bravura. El frente quedó una vez más estabilizado.
     
      5. Las batallas decisivas. El balance de 1937 arrojaba una cierta ventaja para el bando nacional, gracias al éxito de sus ofensivas limitadas, en tanto que las aparatosas intentonas republicanas habían fracasado. Pero la ventaja táctica de Franco era aún superior a lo que aparentaban los resultados de las operaciones, merced al mayor desgaste de sus enemigos. En 1938, su superioridad en medios, en organización y en cohesión de fuerzas era ya evidente.
     
      Para la primavera de aquel año inició una ofensiva general en Aragón, que pudo ser decisiva. Por primera vez, Franco se lanzaba a una operación de gran envergadura, que no se ceñía ya a la táctica de objetivos limitados, pero el éxito parecía tan asegurado como en los casos anteriores. Comenzó la ofensiva en marzo, en el sector del Bajo Ebro (Caspe y Alcañiz), para desviarse luego hacia la cuenca del Segre, penetrando en Cataluña. Lérida cayó el 3 de abril. Pero Franco prefirió dejar para más tarde la conquista del bastión catalán, y giró de nuevo, inesperadamente, al Sur, penetrando en la región valenciana. El 15 de abril las tropas nacionales alcanzaron el Mediterráneo por Vinaroz: la zona roja quedaba partida en dos. El avance siguió, a lo largo de la costa, hacia Valencia, aunque a un ritmo más lento, debido al cansancio de los nacionales, y a la concentración de las fuerzas rojas, cada vez más en manos de Rusia, en tanto que Francia e Inglaterra se retraían en su ayuda. El 14 de junio entraron los nacionales en Castellón, y a primeros de julio en Nules. El avance iba haciéndose progresivamente más lento. La guerra, pese a los grandes éxitos nacionales, no estaba aún decidida, y las posibilidades de un conflicto mundial, entonces en puertas, daban pie a toda clase de conjeturas sobre el porvenir.
     
      En julio, realizaron los rojos su último y desesperado intento por recobrar la iniciativa. o cuando menos, por restablecer la estabilización bélica, en espera de los acontecimientos internacionales. La batalla del Ebro, impuesta en su planteamiento estratégico por el mando ruso, fue dirigida, sin embargo, por un buen táctico español, el general Vicente Rojo. El ataque partiría de Cataluña, penetrando hacia Aragón por el sector de Gandesa, y tratando de unir de nuevo las dos zonas republicanas. El factor sorpresa le permitió ciertos éxitos iniciales; pero luego, repetida la suerte de Brunete, el Ebro se convirtió en una gigantesca batalla de desgaste, que, sin apenas movimiento del frente, se prolongó por espacio de tres meses y medio. Los nacionales sufrieron grandes pérdidas, pero lo mejor del ejército rojo quedó aniquilado.
     
      Para Navidades pudo Franco rehacer sus efectivos y lanzarlos sobre Cataluña, que cayó casi sin resistencia. El desengaño, el hambre y la desunión habían cundido en aquella república semiautónoma. El 14 en. 1939, era liberada Tarragona, el 26 del mismo mes caía Barcelona sin necesidad de disparar un tiro, siendo los nacionales bien recibidos por la gran mayoría de la población. Otro tanto ocurrió en Gerona el 5 de febrero. Cuatro días más tarde, era alcanzada la frontera francesa. La guerra, virtualmente, había terminado. Y, sin embargo, Franco, fiel a su táctica de siempre, prefirió esperar, hasta que el resto del territorio enemigo, Meseta sur y Levante, cayese por sí solo, como un fruto maduro. El caos se adueñó de la zona roja, los políticos huían al extranjero, llevándose de paso las reservas del Banco de España, y en las calles de Madrid luchaban a tiros militares y comunis,las. La ofensiva general, iniciada el 26 de marzo, no encontró resistencia en ninguna parte. El 28 fue liberado Madrid; el 30 Valencia; y el 31, Murcia y Almería. El 1 de abril la guerra había terminado.
     
      6. Balance. La cifra, tantas veces repetida por el tópico, de «un millón de muertos», resulta exagerada, y hoy los historiadores de la guerra estiman que debe reducirse en varios cientos de miles. Concretamente, Ramón Salas, después de- rrlinuciosas investigaciones recogidas en su obra Pérdidas de la Guerra, da estas cifras: muertos en la guerra, 268.500 -incluidos 25.500 extranjeros y 15.000 paisanos-, de los cuales, 160.500 murieron en campaña, 75.500 de ellos del bando vencedor; los ejecutados o asesinados durante la guerra fueron 108.000 personas, de ellas 72.5.00 en zona republicana. Hasta aquí las documentadas cifras de Ramón Salas. También unos pocos fallecieron a causa del hambre, el frío y las migraciones. La fuerte proporción de «víctimas políticas», normal en toda guerra civil, obedeció aquí en gran parte a la liberación violenta de odios acumulados; muchas de estas acciones fueron obra de autoridades subalternas, o de comités de barrio o locales, donde los resentimientos personales se mezclaron con motivos ideológico-políticos, o con una subjetiva aplicación de los códigos de justicia.
     
      Hubo además ca. de seis heridos por cada muerto en campaña, es decir, de 800.000 a 900.000, 162.000 personas en exilio permanente desde 1940 y unos 250.000 edificios destruidos. Salvo en el inicio, sólo se luchó en un tercio de España, pero la dureza de las operaciones en las zonas de combate causó tremendas destrucciones. Las pérdidas materiales, en conjunto, fueron inmensas, y ha sido obra de una generación entera el resarcirlas.
     
      Capítulo aparte merece la persecución religiosa, que tuvo lugar en su casi totalidad, en la zona republicana, y que encierra uno de los rasgos más característicos de la contienda (v. 7). Muchos de los asesinatos fueron cometidos más por motivos antirreligiosos que por motivos políticos; algunos autores cifran la proporción de los primeros en un 80% en Asturias, un 75% en Andalucía y un 60% en Levante. Fueron asesinados varios obispos, numerosos sacerdotes y religiosos y católicos en general. El martirio sufrido con serenidad y heroísmo por la simple razón de ser católico mostró la faceta de una Iglesia que conservaba en muchos de sus hijos las mejores virtudes cristianas. Al furor antirreligioso, casi irracional, de la izquierda social y de las masas carentes de formación habría que añadir el anticlericalismo, un poco esnobista, de la izquierda política, es decir, de las minorías dirigentes del régimen republicano, que si no dirigieron los asaltos a las iglesias indirectamente los fomentaron y poco o nada hicieron por impedirlos.
     
      En cuanto a sus consecuencias morales, las opiniones, como es lógico, no pueden ser más diversas. El triunfo de los vencedores difundió la idea de cruzada, de victoria sobre el comunismo internacional, y de reencuentro de los españoles con su propio destino; en tanto que los vencidos, concretamente los exiliados, crearon una literatura en torno a la «ocasión perdida» por parte del pueblo español, para hacer de una vez la revolución que creían necesaria. Más tarde, con el paso del tiempo, se ha ido abriendo lugar en la propia España una visión, según la cual la guerra fue como una catástrofe sin sentido, como una «extraña enfermedad» que, de pronto, sufrieron los españoles. Tal visión, fruto de un incompleto conocimiento histórico de la coyuntura de 1936, puede representar un tópico u obedecer a una intencionalidad tan deformante o más que el triunfalismo precedente. Las motivaciones históricas de la guerra están bastante claras, y no puede prescindirse del hecho de que, a su tiempo, gran parte de los españoles de uno y otro bando juzgaron preferible la guerra a la perduración de los males o injusticias que estaba padeciendo el país.
     
      La contienda fomentó los odios e incomprensiones entre hermanos, y presenció actos de vesania, crueldad y vandalismo; también constituyó una espléndida muestra de altas virtudes -heroísmo, abnegación, generosidaddel pueblo español. Hay hechos que no deben ser olvidados, sino recordados por su elevadísimo valor ejemplar. La guerra causó inmensas desgracias, aunque acabó con muchos males del país, y confirió a los españoles un ansia de renovación que no es fácil que se extinga. Uno de su frutos ha sido, por de pronto, el periodo de paz más prolongado que recuerda la historia de España como nación.
     
      I. L. COMELLAS GARCÍA-LLERA.
     
      7. Persecución religiosa. En la problemática sociopolítica en torno a la Guerra civil en que desembocó la II República Española (1931-36) hay un hecho evidente: la cruel persecución religiosa planificada, alentada y consumada durante la contienda, en la zona de dominio republicano-marxista.
     
      Los hechos consumados. Durante el trienio de enfrentamiento militar 12 obispos y un administrador apostólico fueron asesinados. Regían las diócesis de Sigüenza (Dr. Narciso Esténaga Echeverría), Barbastro (Dr. Florentino Asensio Barroso), Cuenca (Dr. Cruz Laplana Laguna), Lérida (Dr. Salvio Huix), Segorbe (Dr. Miguel Serra Sucarrats), Jaén (Dr. Manuel Basulto Jiménez), Almería (Dr. Diego Ventaja Milán), Guadix-Baza (Dr. Manuel Medina Olmo), Barcelona (Dr. Manuel Irurita Almandoz), Teruel (Dr. Anselmo Polanco Fontecha), Auxiliar de Tarragona (Dr. Manuel Borrás Farré) y Orihuela (adm. apost., Dr. Juan Ponce Pozo). Padecieron encarcelamiento los prelados de Tarragona (Card. Vidal y Barraquer), de Ibiza y Santander. Pudieron huir, perseguidos e impedidos en su ministerio, los demás prelados cuyas sedes quedaron bajo el dominio republicano. Fueron muy pocos los que permanecieron ocultos dentro de sus diócesis, reorganizando la vida eclesial desde la clandestinidad. El total de sacerdotes seculares asesinados, incluidos los clérigos en periodo de ordenación, según cómputos aproximados se elevó a 4.317. Los religiosos varones (sacerdotes y legos) alcanzaron la cota de 2.489 víctimas. Las religiosas asesinadas fueron 283. Seminaristas sacrificados se han podido computar hasta 249. Es difícil, entre las innumerables víctimas de condición seglar, discernir aquellas cuya inmolación fue ocasionada, como determinante principal, por la saña antirreligiosa. En muy alto porcentaje su habitual vinculación con la Iglesia y los pastores fue ya motivo inicial de odio y persecución. Todo este holocausto se consumó en poco más de seis meses de anarquía militante. Como índice de una ideología persecutoria, resulta especialmente significativa la saña en la destrucción de templos, imágenes, signos y objetos de culto. Difícilmente se encontrará en la Historia de la Iglesia una acción materialmente tan devastadora, consumada con el intento deliberado de eliminar la dimensión religiosa de la vida social y política. Sólo de templos saqueados, incendiados o arrasados se pueden calcular, en cifras aproximadas, hasta 20.000. Esta destrucción iconoclasta tuvo lugar, en su casi totalidad, durante los primeros meses de dominio rojo en las zonas republicanas.
     
      Antecedentes ideológicos sectarios. La persecución cruenta se consumó por españoles, bajo la tolerancia, la impotencia y, frecuentemente, la consigna explícita de autoridades detentadoras del poder en un país tradicionalmente católico. El hecho evidencia una apostasía previa de amplios sectores del pueblo español. Sus antecedentes más inmediatos se encuentran en la ideología determinante de la República española; pero son fruto de una constante antirreligiosa y anticlerical incubada en España desde las Cortes de Cádiz (1812). El liberalismo decimonónico originó en la política española una crisis en las relaciones entre Iglesia y Estado (v. ESPAÑA VIII). El problema religioso había sufrido, así, más de un siglo de politización, fenómeno en el que la masonería (v.) siempre puso especial empeño. Todas las revueltas políticas del s. xix hubieron de repercutir cruenta o incruentamente en las relaciones del Estado con la Iglesia y, a su vez, las reacciones políticas siempre tuvieron una perspectiva más o menos acentuada de carácter religioso o antirreligioso. Como ensayos sociorreligiosos de la proscripción política de la Iglesia cabe citar el pronunciamiento de Riego (1820), el «pecado de sangre» (1834), desamortización y matanza de frailes (1835), gobierno de Espartero (1840-43), segundo mandato de Espartero (1854-56), 1 República (1868-70), sesión de Cortes llamada de «las blasfemias» (26 abr. 1869). Y, ya en el s. XX, la «ley del candado» (1910) y la semana trágica de Barcelona (1917). En esta línea política de dirigismo anticlerical y de irreligiosidad asumida por varios movimientos políticos y explotada por ciertas propagandas redencionistas de las lacras sociales del pueblo, es preciso situar la intención y el proyecto abiertamente persecutorios del régimen instaurado el 14 de abr. 1931.
     
      Jurisprudencia persecutoria. Laicismo, como ideología política, y «quema de conventos», como consigna iconoclasta, hacen acto de presencia desde los mismos orígenes de la II República. Aproximadamente un centenar de templos habían sido incendiados en el primer mes de régimen republicano (11 mayo 1931) al amparo de una actitud pasiva de las autoridades. La Revolución de Asturias (5-14 oct. 1934) significó un nuevo ensayo, esta vez con víctimas (34 clérigos asesinados y 58 templos destruidos). La Constitución de la República estuvo condicionada por las directrices masónicas contenidas en los boletines de la Gran Logia Española y del Gran Oriente Español, en los asuntos referentes a relaciones constitucionales entre Iglesia y Estado. En las propias Cortes el problema religioso originó la primera crisis ministerial (dimisión de Alcalá Zamora, 15 oct. 1931). Para esta fecha ya había sido expulsado de España el Cardenal Primado (14 jun.). La legislación subsiguiente mantuvo a menudo una tónica de hostilidad contra la Iglesia y los valores cristianos de la sociedad: disolución de la Compañía de Jesús (23 en. 1932), ley del divorcio (24 feb. 1932), secularización de cementerios (30 en. 1932), laicismo escolar (Gaceta, 9 mayo 1931 y 14 en. 1932), ley de Confesiones y Asociaciones religiosas (2 jun. 1933), disolución del Cuerpo Eclesiástico castrense (9 mar. 1932). Así el Frente Popular (16 feb. 1936) se encontró con unas masas impregnadas por el odio anticlerical y decididas a consumar su obra.
     
      Prejuicios críticos. El fenómeno innegable de la persecución religiosa ha sido cuestionado. Ha podido influir en ello el carácter de «cruzada» con que se presentó al exterior la liberación política y militar de la nación. Es probable que, de haber triunfado la República frentepopulista, habría quedado más nítido el hecho de la auténtica persecución religiosa.
     
      1. ORDÓÑEZ MÁRQUEZ.
     
     

BIBL.: Cuadernos bibliográficos de la guerra de España, dir. V. PALACIO ATARD, Madrid 1966 ss.; R. DE LA CIERVA y OTROS, Bibliografía general sobre la guerra de España, Barcelona 1968; M. AZNAR, Historia militar de la guerra. de España, Madrid 1958-63; J. M. MARTÍNEZ BANDE, Monografías de la guerra de España, 16 vol., Madrid 1968-80; J. M. GÁRATE CÓRDOBA, Partes oficiales de guerra 1936-39, 2 vol., Madrid 1977-78; R. SALAS LARRAZÁBAL, Historia del Ejército Popular de la República, 4 vol., Madrid 1973; íD, Pérdidas de la Guerra, Barcelona 1977; GEORGES-ROUX (seud.), La guerra civil española, Madrid 1964; H. GUNTHER DAHMS, La guerra española de 1936, Madrid 1966; 1. M. GÁRATE CÓRDOBA, La guerra de las dos Españas, Barcelona 1976; C. SECO, La República. La guerra. La España actual, en Gran Historia de los pueblos hispánicos, VI, Barcelona 1962; D. SEVILLA ANDRÉS, Historia política de la zona roja, Madrid 1963; A. MONTERO, Historia de la persecución religiosa en España, Madrid 1961; J. ORDÓÑEZ MÁRQUEZ, La apostasía de las masas U la persecución religiosa... (1931-1936), Madrid 1968; U. MAssimo Mlozzi, Storia della Chiesa Spagnola (1931-1966), Roma 1967; E. COMíN COLOMER, Historia secreta de la II República, Madrid 1955; 1. DONATO, Carácter antirreligioso y persecutorio de la revolución de 1936 a 1939 y causas específicas del martirio, Barcelona 1944; A. ALBORNOZ, La política religiosa de la República, Madrid 1935; 1. ESTELRICH, La persécution religieuse en Espagne, París 1937; A. GALTER, Libro rojo de la Iglesia perseguida, Madrid 1956; I. GOMÁ, Pastorales de la guerra de España, Madrid 1955; A. GRANADOs, El cardenal Gomá, Madrid 1969; R. MUNTANYOLA, Vidal i Barraquer, el cardenal. de la paz, Barcelona 1971.

 

J. L. COMELLAS GARCÍA-LLERA J. ORDÓÑEZ MÁRQUEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991