GRECO, EL (Domenico Theotocopulos)


Origen bizantino y formación italiana. Su nombre auténtico fue menos afortunado que el apodo de Greco -corrupción popular de Griego- que se adjudicó en España, y que ha perseverado por antonomasia, a uno de los genios estelares en la historia de la pintura. N. en algún lugar de Creta, en 1541, pudiera ser que el 1 de octubre, festividad de un San Domenikos en el santoral griego; lugar que, por algún tiempo, se creyó ser el pueblo de Fódele, pero que hoy se supone que fuera Candía, la capital de la isla, donde en 1566 firma como testigo. Habría empezado a pintar en Creta, donde al estilo bizantino ya se iba superponiendo otro, de carácter veneciano más realista, con artistas como Miguel Damasceno. De esta primera fase del G. se conservan, por lo menos, dos pinturas ciertas: El monte Sinaí, en la Col. Hatvany, de Budapest, y el tríptico de Módena, aparte de muchas piezas atribuidas, generalmente con escaso fundamento. Hacia 155960 marcha a Venecia, engrosando la nutrida colonia griega allí residente. Como era de prever, se siente fascinado por el arte de Tiziano (v.) y se convierte en su discípulo. La expulsión de los mercaderes del templo (Washington, National Gallery) y La curación del ciego (Museo de Dresde) serán los principales testimonios del estilo de este «pregreco» en el que sólo están latentes los fermentos de su futuro y personalísimo genio. Pudo regresar en 1566 a Candía, como parece probar la signatura del documento antes mencionado. En todo caso, estaba de vuelta en Italia en la primavera o verano de 1570, cuando se dirige a Roma a buscar fortuna.
     
      Pronto conoció al miniaturista Giulio Clovio, que el 16 de noviembre del mismo año le recomienda a su protector, el card. Alejandro Farnesio, mediante una carta que se ha hecho famosa («E capitato in Roma un giovane Candiotto, discepolo di Titiano, che a mío giuditio parmi raro nella pittura...»). El G. se presentó con la carta al cardenal, en Viterbo, y hay datos suficientes para entender que fue atendido y que Farnesio le compró pinturas, una de ellas el retrato de Giulio Clovio. De la actividad romana del artista proceden no pocas pinturas, como las nuevas versiones de La expulsión del templo (versión de Minneapolis) y La curación del ciego (versión de Parma), al tiempo que no recataba sus censuras contra el arte de Miguel Ángel, coincidiendo, bien que por motivos puramente pictóricos, con la actitud de Pío V, contraria al juicio Final de la Sixtina. El G., que perseveraría en este criterio toda su vida, sorprende en este momento italiano por lo disperso de su arte, que comprende tanto el desangelado retrato de Vincenzo Anastagi (Nueva York, Col. Frick) como temas tan raros cual el del Soplón, en el Museo de Nápoles.
     
      Llegada a España: primeras obras en Toledo. Es de suponer que ya en 1575 estuviera pensando en España, y es legítima la presunción de amistad con españoles como Pedro Chacón, canónigo de la catedral de Toledo, y Luis de Castilla, hermano de Diego, deán de la misma iglesia, ambos a la sazón en Roma. La noticia del gran mecenazgo de Felipe 11 y del monasterio escurialense que requería tanta colaboración de artistas no podía ser mejor incentivo para hombre tan dado a viajar como el G. El hecho cierto es que, pasando por Madrid, en la primavera de 1577 ya se encuentra en Toledo, elección de destino que tanto puede comprenderse por la recomendación de las personas citadas y halladas en Roma como por la seguridad de que allí residía una más que regular colonia de griegos. Será ésta el mejor valimiento para un recién llegado, que no comprende una palabra de castellano. De momento, sus recomendaciones no le fallan, y el deán D. Diego de Castilla le encarga los retablos de S. Domingo el Antiguo, contratados el 8 ag. 1577 por el precio de 1.000 ducados. Y ya entonces explotó -no sería aconsejable verbo menos violento- el genio contenido del G., hasta entonces artista poco brillante, pero que ha experimentado una ruda crisis en el primer contacto con España. De este primer trabajo basta con exaltar La Asunción de la Virgen (Chicago, Art Institute), luminosa, maravillosa composición en rosa, ocre, azul y verde, para comprender que acaba de nacer un pintor nuevo, que toda su obra anterior no ha pasado de la categoría de prólogo. Aquí están la madurez, el estilo inicial del genio, su anhelo de verticalidad, su claro concepto -personalísimo- de la belleza. Esta gran pieza está firmada en 1577. No lo están los otros lienzos, entre los que destaca la pasmosa Trinidad que, en el descuartizamiento, hubo la fortuna de que pasase al Museo del Prado, siendo otra de las maravillas de esta época temprana. Los trabajos de S. Domingo el Antiguo duraron hasta 1579, simultaneándolos el G. con otro encargo muy importante, recibido de la catedral. El 2 jul. 1577 había recibido el primer plazo del total de los 3.500 reales en que se ajustaba un cuadro para sacristía, jesús despojado de sus vestiduras o, según el título que ha prevalecido, El expolio. Obra ingeniosísimamente compuesta, de modo que la túnica roja de Jesús domine el tercio central y vertical, culminando en una sentidísima cabeza. Pero también de muy extraño orden iconográfico, tanto por la injustificada presencia de las Marías como por la intromisión del carpintero que perfora el madero de la cruz. Conclusa esta maravilla, el Cabildo no gustó demasiado de ella, o hizo como que no gustaba, poniendo reparos iconográficos, uno de ellos el primeramente aducido, con lo que el artista no percibió el total de sus honorarios hasta 1581. Hoy, a la vista de. tan preclara y preciosa pintura, todas estas menudencias han de parecernos increíblemente infantiles.
     
      Obra de los mismos años ha de ser el S. Sebastiáan, de la catedral de Palencia, la obra más italianizante de toda esta etapa. Antes de acabar con estos años primeros, hay que recordar que desde su inicio, el G. había anclado en Toledo de modo definitivo, puesto que constituyó una familia. Desde 1577 estaba unido -por enlace no legalizado- con D. Jerónima de las Cuevas, ya que en 1578 nace el hijo de ambos, Jorge Manuel Theotocopuli. Los precios que cobraba por sus pinturas el G. no eran demasiado lucidos, pero los aceptaba porque tenía que vivir; y, sobre todo, tenía que cimentar en producción sólida sus viejos propósitos de aproximarse a Felipe II y al Monasterio de El Escorial. Mientras tanto pintaba sin descanso, y obras tan bellas como La Piedad (Col. Niarchos), en que todavía se descubre algún eco tizianesco.
     
      Encargos de Felipe II. El paso hacia el anhelado conocimiento del rey parece haber sido el cuadro El sueño de Felipe II, que quizá conviniera titular mejor Alegoría de la Liga santa, se entiende que contra el turco, en El Escorial. Sin documentación alguna, se juzga obra de por 1579 y, muy verosímilmente, regalo del artista. Por otra parte, pintura extraña en su simbolismo, y con injerencias teratológicas más propias de un artista pasado por lo flamenco que del que se había enterado tan bien de lo italiano. Fuere o no por mediación de esta especie de exvoto, la que se diría su verdadera filiación, el G. logra, por fin, el apetecido encargo escurialense. El 25 de abril de 1580, el rey encarga al prior que entregue al artista dinero para adquirir los colores con los que pintar un cuadro con el tema de Martirio de S. Mauricio, santo del que se guardaba una reliquia en el monasterio y que debía ser objeto de un retablo con veneración especial. Es de suponer el fervor con que el artista se dedicaría a procurar lucirse en esta pintura que podía abrirle para el futuro el anhelado favor real. Parece que la entregó el 16 nov. 1582, y, desde luego, el pago de 800 ducados fue regularmente saldado entre este año y el siguiente. En este lienzo de 4,48 X 3,01 m. llegaba el G. al ápice de su grandeza. Con su originalidad habitual, no eligió para tema principal de la composición el hecho del martirio, sino la escena en que dos legados del Emperador procuran convencer a S. Mauricio de que abjuren él y sus compañeros del cristianismo. Así, esta escena es la de un coloquio más bien sereno y amistoso, contrapesado por la representación del fondo, a la izquierda, donde ya han comenzando las ejecuciones, y por la gloria celeste de la parte superior, donde los ángeles traen coronas de martirio. Lo no descriptible es la coloración, en una gama fría de azul ultramar, amarillo intenso, rosa y verde, feliz conjunción que deja al espectador tan absorto como maravillado. En el ángulo inferior derecho, flores, un tronco quebrado, una culebra que muestra el tarjetón con la firma en griego. Es imposible acumular tanta delicia. Pero Felipe II no gustó del cuadro, y en sustitución del mismo encargó otro del mismo tema a Romulo Cincinnato, lienzo que no puede mirarse sin enfado por la injusticia cometida.
     
      Su asiento en Toledo. El entierro del señor de Orgaz. El G. había fracasado en su intento de ser pintor real, y es de presumir la congoja con que retornaría a su fiel Toledo, la ciudad que sí estimaba su obra. Por el mismo tiempo del S. Mauricio había pintado el Cristo en la Cruz con dos donantes (París, Louvre), quizá su mejor interpretación del tema, y La despedida entre Cristo y su madre (Groton, Mass., Col. Danielson), otro tema original y realizado con suma delicadeza. Pero todo parecerá menor, menor en la calidad grequense, que siempre es grandeza, ante el hecho de que tan sólo poquísimos años separen dos piezas estelares y máximas en la historia de la pintura.. De una de ellas, del S. Mauricio, acaba de proporcionarse noticia. La otra es El entierro del señor de Orgaz, en la iglesia de S. Tomé, de Toledo. El tema no era universal, sino del mayor localismo, y modesto localismo, posible. Un tal D. Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de Orgaz y notario mayor de Castilla, había favorecido al citado templo, dejándole en su testamento ciertas rentas. Y parece que, al fallecer en 1323 y ser enterrado en S. Tomé, bajaron del cielo S. Agustín y S. Esteban para ayudar al sepelio. Tan viejo, pero desusado acontecimiento fue el que motivó el encargo de una pintura que lo reprodujese, encargándose la obra al G., en 18 mar. 1586, quien acordó que la pintaría en el plazo de nueve meses. La tasación, que no se celebró hasta 1588, dio lugar a los acostumbrados regateos, y aunque dos tasadores justipreciaron el cuadro en 1.600 ducados, él se contentó con 1.200, barato precio para tal maravilla, que incluso sobresale por sus dimensiones -4,80 por 3,60-, las mayores de un cuadro español del siglo. A su aire van todas las demás excelencias. La composición es la que luego prevalecerá como sustantivamente barroca, esto es, la de una mitad inferior de tema terreno y sobre ésta, bien delimitada, otra superior, culminada en curva que no llega a ser medio punto, de ambiente celestial. Pero ambas partes, aunque separadas, formando un todo que nadie osaría disolver. Abajo, descentrado hacia la izquierda, el grupo fundamental, en el que los dos santos dichos acogen con todo amor el cuerpo del difunto para enterrarlo; el caballero, con arnés negro, refulgente, S. Agustín, mitrado, con capa pluvial, y S. Esteban con dalmática, en la que un bordado reproduciendo su martirio viene a ser cuadrito autónomo. También, un pajecillo de cuya faltriquera asoma un papel con la fecha, inverosímil y absurda, de 1579. A la derecha, eclesiásticos, y, al fondo, cortejo de caballeros, a no dudar amigos del artista, y entre los que se reconoce a Antonio y Diego de Covarrubias, así como los sacerdotes serán Andrés Núñez y Pedro Ruiz Durón. Arriba, la Gloria, con Cristo, María y S. Juan Bautista con innumerables bienaventurados, está concebida como un destello celeste, cual para equilibrar la escena del entierro, y, pese a su nerviosidad compositiva y dibujística, se reconoce como un indudable recuerdo de parecidos, pero más reposados, fulgores bizantinos de la tierra natal del G. Y es posiblemente en esta visión de gloria donde lucen las mejores calidades coloristas de todo el gran lienzo, con blancos, grises y azulados de suprema elegancia.
     
      Nuevos aspectos de su arte y evolución de su estilo. Pero con El Entierro termina la fase de máximo impulso, la de la creación de obras maestras, sustituida por la que media entre 1589 y 1596, llamada por Gómez Moreno «ciclo devoto». En él no flaquea la calidad del G., pero sí se diluye por la coyuntura de atender a muchos encargos menores, quizá por necesidad de procurarse dinero contante. Desde 1585 residía, es de suponer que costosamente, en parte de los palacios de Villena, entre el Tránsito y el río, y la manutención de esta vivienda le resultaría cara, con lo que tiene que recurrir a enviar cuadros a las Indias, un recurso con que siempre contaron los pintores españoles de los s. xvc y xvii en días difíciles. De esta etapa datan obras tan hermosas como La Sagrada Familia, una de sus versiones más bellas la de la Hispanic Society, de Nueva York; el retablo contratado en 1591 para Talavera la Vieja, del que proceden La Coronación de la Virgen y S. Andrés y S. Francisco, en el Prado, más otros cuadros antológicos. Téngase por tal La Oración del Huerto (National Gallery, de Londres). O el emotivo Julián Romero con su santo patrono, del Prado, como no podía ser menos, de una desconcertante originalidad en la representación del caballero. También muy original el S. Luis rey, del Louvre. En el capítulo de retratos individuales, continúa la maestría. Si una de las grandes piezas decanas era el popular Caballero con la mano al pecho (Museo del Prado) -individualización del hidalgo toledano, como cabía hacer otro tanto con los varios circunstantes del Entierro- la soberana de este periodo será el Retrato del card. Niño de Guevara (Nueva York, Metropolitan Museum), posiblemente ya de 1600. Este retrato, con una delectación en el granate de las galas cardenalicias, viene a ser el mejor antecedente de otra maravilla en rojos, el Inocencio X, de Velázquez (v.). Y, además de todo esto, cantidad de cuadros religiosos, mostrando cómo las clientelas toledanas, urbanas y rurales, sin distinción, reconocían al G. como mejor, único intérprete de sus cálidas preocupaciones religiosas.
     
      Es posible que el disfavor de Felipe II fuera, a la larga, beneficioso para el arte grequense. El artista no tenía que someterse a un criterio determinado y, antes bien, era él quien sometía al suyo a las diversas clientelas, es verdad que no sin litigios, a los que siempre le condujo su integridad profesional y su honrado empeño en no ser explotado. Continuó su obra, de nuevo con grandísimas categoría y ambición. En diciembre de 1596 contrata el retablo para el Colegio de Da María de Aragón, en Madrid, lo que significa que ya la capital de España se rendía ante el valor del artista toledano. Retablo que terminaría en 1600, y que es precioso indicio de hasta qué extremo se van agudizando el verticalismo, el alargamiento de miembros, la proyección hacia lo alto de cuerpos y formas. A esta retablo pertenecieron la extraordinaria Anunciación (Museo Balaguer, de Villanueva y Geltrú), el Nacimiento (Museo Nacional de Bucarest) y parece que el Bautismo de Cristo, Calvario, Resurrección y Pentecostés (Prado), obras todas programáticas del creciente periodo de exacerbación personal del artista, cada día más llamado a sus exaltados fulgores. Otro importante conjunto de los mismos años fue el encargo de la Capilla de S. José, de Toledo, realizado de 1597 a 1599, que se integraba con cuatro obras maestras y deliciosas: S. José y el Niño, Coronación de la Virgen, Virgen y Niño con S. Inés y S. Marina, y S. Martín y el pobre, las dos últimas en la National Gallery de Washington. Pinturas eminentemente grequenses, características del maestro, pero más normales, menos descoyuntadas y frenéticas que las madrileñas del Colegio de Da María de Aragón. Es posible que de ellas merezca mayor atención la última, por mostrar el curioso modo de reproducir, cara ya al s. xvii, un tema acentuadamente medieval y gótico.
     
      Otro gran conjunto es el del Hospital de la Caridad, de Illescas (Toledo), 1603 a 1605. Se trataba, aparte de la arquitectura del retablo mayor, de dos lienzos circulares, Anunciación y Nacimiento; de otro ovalado, Coronación de la Virgen, y de dos lienzos rectangulares, principales en el conjunto. Uno, S. Ildefonso, en actitud de escribir bajo una inspiración; otro, La Virgen de la Caridad. No dejó de haber el consabido pleito, mal fundado en que los caballeros adorantes mostraban en su atuendo «unas lechuguillas o (gorgueras de encaje) muy indecentes», pero más bien exageradas y ostentosas, lo que motivó que fueran repintadas, no reapareciendo hasta nuestros días. Este conjunto se da como del G. y de su hijo, pero la verdad es que no se encuentra en él flaqueza que pudiera atribuirse a una colaboración inferior. Era difícil que el G. se dejara influir por manos meramente inferiores, por muy filiales que fuesen, y el S. Ildefonso ha de tenerse por uno de los típicos aciertos del maestro.
     
      De los años siguientes, retratos tan poderosos como el que se supone representa a su amigo -también griego avecindado en Toledo- Manusso, y el que nos trae la presencia del fidelísimo Fray Hortensio Félix Paravicino (Boston). En fin, de parecida época, tres interesantísimos lienzos que demuestran el entrañable afecto del G. para con su Toledo adoptivo: es uno la Vista de Toledo, ennubarrada e impresionista, del Metropolitan Museum de Nueva York, maravilla que de encontrarse de nuevo se reputaría cosa de 1900, pues tal es su modernidad. Otro, la Vista y plano de Toledo (Museo del Greco), donde el artista tuvo la amorosa paciencia de diseñar el mapa urbano de la urbe sobre el Tajo, añadiendo una vista un poco trastocada con idea de mejorarla, lo que no deja de hacer constar. Y, en fin, una pintura sorprendentísima, la única clásica que salió de sus manos, Laocoonte y sus hijos (National Gallery, de Washington). No hay duda de que el tema fuera familiar al artista para acometer semejante obra maestra de retorcidos miembros desnudos, pero no podía realizarlo sin hacer intervenir, del modo más arbitrario posible, a su amado Toledo, con lo que el caballo de madera se dirige a una mentida Troya en la que se abre la Puerta de Bisagra. Ejemplo sin precedentes del amor del G. para con la ciudad que eternamente irá unida a su nombre. Los últimos años del G. marcaron una ascendente exacerbación de estilo, por días más rebelde a normas, incluso las que él se hubiera dictado, gozándose en turbar a los clientes y espectadores con escenas de premeditado desdibujo, con exagerados -y hoy gustosísimos- anticipos de la mayor vanguardia. Ello nos dio la Asunción de la Virgen, de S. Vicente, en Toledo, y Los Desposorios, de Bucarest, y la desconcertantemente moderna Visitación (Washington, Dumarton Oaks), y la frenética Visión del Apocalipsis, que de la Col. Zuloaga, en Zumaya, pasó, no hace muchos años, al Metropolitan Museum de Nueva York. Fue seguramente de lo último que pintara. El inmenso artista falleció el 7 abr. 1614, y fue sepultado en la iglesia de Santo Domingo el Antiguo, su primera gloria toledana, trasladándose luego sus restos a la de S. Torcaz, desaparecida. Hay amplia noticia de los funerales, de las misas y sermones que siguieron a su muerte, así como se conserva el testamento, por el que legaba todos los bienes a su hijo. Para saber de su ser físico, se considera autorretrato el de un joven secundario que aparece en La curación del ciego, de Parma, y también el retrato de hombre cercano a la ancianidad del Metropolitan, de Nueva York, noble pieza que perteneció a la Col. Beruete, de Madrid.
     
      Con todo ello, se ha trazado la biografía del G. mezclándola con el nacimiento de sus pinturas más preclaras, pero por supuesto que prescindiendo de otras que siempre deben estar presentes junto a su memoria. Esto es, los Apostolados completos, de la catedral de Toledo, del Museo del Greco, en la misma ciudad, y el de Almadrones (Guadalajara), repartido entre el Museo del Prado y tres institucionse norteamericanas; las versiones de La Verónica, cuyo mejor ejemplar juzgamos sea el de la Col. Caturla, de Madrid; las no pocas representaciones de S. Francisco, insignes, p. ej., las del Museo Lázaro Galdiano y de la Col. Blanco Soler, de Madrid. Y no corta figuración de otros temas, tanto sagrados como retratos, de los que sería imposible formular aquí lista ni siquiera aproximada. Por otra parte, ha de saberse que las atribuciones de obras ciertas han variado mucho con los años y los criterios personales de los catalogadores. De pinturas, porque ya veremos que el artista fue también escultor, el primer catalogador, Cossío, anotaba 456; Camón Aznar (2 ed.), 776, y Wethey, tan sólo 285. Así, no es fácil atenerse a un módulo totalmente comprensivo de la obra del G., pues el problema se complica mediante muchas réplicas del autor, del taller, de artistas inmediatos y de copias de muy varia posterioridad. El artista firmó siempre en griego, y por lo común con la fórmula Domenicos Theotocopoulos e poiei, nombre, apellido y, la última palabra, equivalente al faciebat latino. Otras veces, se añade la referencia de su origen, tres (cretense), y aun otra variante es la de queir Domenicos (de mano de Domenico). Pero, naturalmente, no todas sus obras ciertas han sido signadas, lo que complica el problema de las atribuciones. Ahora bien, algo hay de seguro en tal cuestión, y es que la limpidez de la pintura de un original grequense suele desafiar por su propia brillantez a todo cuanto no pase de obra de taller, de copia posterior y aun de falsificación moderna.
     
      Había en el G. un fulgor propio, nunca trasmisible, que se debe tener en todo caso por más valedero que una firma. Ese fulgor procedía de sus arrebatos de color y de sus violentos contrastes de luz, las más de las veces inverosímiles e ilógicos, mas siempre admirables en su constante calidad de hallazgo. Mucho se ha discutido, y se continuará discutiendo, acerca de sus conceptos pictóricos, y los ingredientes más comúnmente manejados han sido los referidos a su bizantinismo y a su renacentismo, ambos de difícil evaluación. Sobre los influjos que las pinturas vistas en su niñez y mocedad hubieran determinado en su obra posterior, nada se sabe en concreto, pero son patentes determinadas pruebas, como la parte celestial del Entierro. Su concepto de adhesión a la pintura militante del s. XVI es cosa mejor sabida, tanto más conociéndose su posición adversa al dibujismo rotundo y apretado de Miguel Ángel, natural en cierto modo en un hombre afecto a la pintura veneciana, tan dada al colorismo. Pero la circunstancia de que el G. no se haya encontrado a sí propio sino en Toledo, donde todos los modales de pintura renacentista eran tímidos, deberá significar que este choque le permitió prescindir de las anteriores adhesiones y posiciones contrarias para conocer el inmenso lujo de realizar su propia pintura, aisladísima, la que de modo alguno hubiera podido llevar adelante ni en Venecia, ni en Roma ni en cualquier otro lugar. Y es que se adelantaba a su tiempo en cuanto a convicciones estéticas, y sólo podría desarrollarlas a su aire en sitio donde no existiera otra escuela que la suya.
     
      De esto parece singularmente interesante la inscripción de la Vista y plano de Toledo, donde justifica las licencias iconográficas que se ha tomado: «También en la historia de Nra. Señora que trahe la casulla a San Ildefonso para su ornato y hazer las figuras grandes me he valido en cierta manera de ser cuerpos celestiales como vemos en las luces que vistas de lexos por pequeñas que sean parecen grandes». Esta declaración, formulada con tanto candor, pero también con desusada perspicacia, comporta en sí misma nada menos que un principio general y previo del impresionismo (v.) y sirve para establecer buena parte de los conceptos coloristas del G., y con más razón según él avanzaba en su carrera y se comprendía en libertad de dirigir su arte según sus libérrimos impulsos personales. Otro tanto puede asegurarse de sus distorsiones de la figura humana, progresivamente exageradas, y que se compenetran con esa mayor cada día apetencia de fulgores dispersos y violentos. Era la cumbre de un estilo, a la que se ha llegado por medio de paulatinas convicciones, y no por ninguna especie de aberraciones fisiológicas. Lo cual se recalca aquí como definitiva protesta contra todas las incalificables teorías prodigadas sobre el estilo grequense, atribuyéndolo a defectos de visión, a estados más o menos demenciales y hasta al uso de drogas, teorías a cual más torpes y que pretendían explicar lo inexplicable, es decir, el genio. Por el contrario, habría que destacar el hecho de que esta pintura fuera de serie fue la admitida y celebrada en cantidad de localidades aldeanas de tierras de Toledo, que veían en el artista el mejor intérprete de misticismos populares, a la par que espíritus tan cultos como el del Padre Paravicino celebraban esa misma pintura.
     
      El Greco, tracista y escultor. Por otra parte, el G. había traído de Italia la formación completa de artista del Renacimiento, de artífice ducho en las tres artes. Como tracista de arquitectura, él ha delineado, primeramente, los retablos de S. Domingo el Antiguo, no diversos de los del Panteón de Roma, y esa traza continuaría luego en los de Illescas y del Hospital de Afuera, de Toledo. Como escultor es más importante, adoptando los mismos criterios que mantenía para la pintura, y de los documentos consta cómo determinadas obras contratadas debían llevar lienzos pintados y tallas escultóricas, las más de éstas hoy desaparecidas. Son, pues, pocas las obras de esta técnica que han llegado hasta nosotros. La principal es el grupo de La imposición de la casulla a S. Ildefonso, en madera estofada y policromada, de la misma data de El Expolio, y formando antaño parte del retablo correspondiente. Es obra primorosa y del todo grequense. Y otras tallas ciertas, el Cristo resucitado, del Hospital de la Caridad, y las gentiles figuras de Pandora y Epimeteo, en el Museo del Prado, todo ello concordante con los modelos característicos de sus pinturas.
     
      Seguidores. Y hasta aquí el G., que al morir no dejó una escuela propiamente dicha, continuadora de su arte, ni podía dejarla, ya que en él todo era personalidad. Se sabe de su auxiliar Francisco Preboste, del que ninguna pieza puede ser recordada, y de su hijo Jorge Manuel Theotocopuli (1578-1631), conocido como arquitecto del Ayuntamiento de Toledo y autor del retablo de Titulcia, con cinco pinturas hoy muy dispersas y que, dentro del servilismo general mostrado para con la obra paterna, no quedan exentas de belleza. Con mucha mayor originalidad, buena parte de la pintura del G. contribuiría a informar la plenamente sexcentista merced a su prácticamente único discípulo, Luis Tristán (v.), al P. Juan Bautista Mayno (v.), y, más remotamente, la gestión de Diego Velázquez. Luego, se olvidó al griego, no reivindicado hasta 1908, mediante el libro de Cossío, y comenzó el baratillo de su obra, más la valoración, la admiración y la falsificación, porque todos estos bienes y males suelen juntarse en parecidos casos.
     
     

BIBL.: Es inmensa, sobre todo la menuda, pero por desgracia no ha sido recogida de modo sistemático y crítico. Obra primera y fundamental, la de M. B. Cossío, El Greco, Madrid 1908. Dos de sus capítulos, Lo que se sabe de la vida del Greco y El entierro del Conde de Orgaz, se publicaron como estudios aislados (Madrid 1914); F. DE BORJA SAN ROMÁN, El Greco en Toledo, Madrid 1910; M. BARRÉS, El Greco o el secreto de Toledo, Madrid 1914; 1. F. WILLUMSEN, La jeunesse du peintre Greco, París 1927; A. L. MAYER, El Greco, Munich 1928; M. Gómez MORENO, El Greco, Barcelona 1943; íD, El entierro del Conde de Orgaz, Barcelona 1943; J. CAMÓN AZNAR, Dominico Greco, 2 ed. Madrid 1970; P. GUINARD, Greco, Ginebra 1959; H. E. WETHEY, El Greco ty su escuela, Madrid 1967; E. DU GUÉTRAPIER, The son of El Greco, «Hispanic Notes» 111 (1943) 1.

 

J. A. GAYA NUÑO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991