l. Introducción. Caben dos posturas extremas, poco aceptables ambas, a la
hora de juzgar el esquema de creencias de los antiguos griegos: una, la
que hace del mundo espiritual helénico el eje y centro de todo y que, en
el plano religioso, llevaría a considerar la religión griega como una idea
difícilmente superable; otra, la que juzga el hecho religioso griego desde
un prisma demasiado exclusivista y postula la ausencia de una auténtica fe
religiosa insistiendo en la carencia de un Dios único, providente, y de
una teoría de la salvación al alcance de todos. En realidad, y ésta es la
actitud de los más prestigiosos especialistas, la religión griega sólo
puede comprenderse situándola en el ámbito ideológico, social y político
que constituye su marco histórico. En principio, era la griega una
religión naturalista en la que unos dioses dominaban los distintos
fenómenos naturales y otros presidían las diversas ocupaciones y actitudes
del hombre. Como señala M. P. Nilsson, religiones de este tipo son propias
de muchos pueblos primitivos, pero lo verdaderamente problemático en G. es
su desajuste con una cultura intelectual elevada, su inserción en un
pueblo civilizado. En efecto, a lo largo y ancho de los varios siglos de
historia de la G. antigua, el panorama de creencias religiosas
experimentará una constante evolución, en la que serán fuerzas activas de
influencia y sentido diversos la poesía, los cambios sociales y
económicos, la historia política, la filosofía, la apertura de nuevos
horizontes geográficos, etc.; evolución que culminará en la descomposición
de la vieja religión y el planteamiento de nuevas direcciones hasta la
victoria del cristianismo y la inserción de G. en la civilización
medieval.
Dos factores predominantes determinan, al parecer, la religión
primitiva de G.: el elemento indoeuropeo, de un lado, congénito a la raza
griega; y el factor prehelénico, por otra parte, rico en matices extáticos
y místicos, anterior a la llegada de las estirpes helénicas y que se hará
notar fuertemente como elemento de sustrato. Estas son para Petazzoni las
dos fuentes cuya existencia explica el juego de fuerzas de la primitiva
religión griega. Fuentes que Nilsson traduce en un juego de lejanía y
proximidad respectivamente del hombre con respecto a la divinidad y que
constituye el eje de toda la evolución religiosa del helenismo.
2. Civilización minoica. Ese factor prehelénico a que nos hemos
referido y que explica un buen capítulo de la historia religiosa de G.
puede detectarse en interesantes aspectos de la religión de Creta (v.),
escenario de la llamada cultura minoica (v. EGEA, CIVILIZACIÓN), que
conoce su máximo esplendor entre 1700 y 1400 a. C. Religión que sólo
podemos conocer a través de los restos arqueológicos (v. III) y de la
confrontación con civilizaciones afines, puesto que la escritura cretense
no ha sido descifrada todavía. Lo esencial de la religión minoica
consistía, al parecer, en la exaltación de la fertilidad de la Tierra
Madre (V. DIOS II, 2; TIERRA), la Gran Diosa mediterránea que volvemos a
encontrar en culturas afines a la cretense. Personificación de las fuerzas
de la Naturaleza, de la fuerza generadora del mundo vegetal y animal,
reina de la vida y de la muerte, de la fertilidad como de la vida de
ultratumba, con ella deben relacionarse las representaciones pictóricas y
esculturillas de terracota de personajes femeninos, cuyo tipo más
generalizado presenta senos desnudos, larga falda de volantes y una
serpiente (v.) tan característica en concepciones de tipo telúrico (V.
MISTERIOS, RELIGIONES DE LOS). El sarcófago pintado de Hagia Tríada
muestra una representación de ofrendas y libaciones al difunto, lo cual
revela la idea de que el muerto sigue una vida material en el más allá.
Por lo demás, la abundancia de descripciones de juegos y acrobacias de
tipo deportivo podría atestiguar un precedente del gusto griego posterior
por la competición deportiva. Más importante es la existencia de un
incipiente ritual del ciclo de la vegetación, en relación con una
divinidad masculina nacida de la Gran Diosa y cuya muerte, seguida cada
año del consiguiente renacimiento, constituiría un buen precedente de los
mitos referentes a la muerte y ulterior florecimiento de la Naturaleza.
Tradición constatada después en la base misma de los misterios de Eleusis
(v.).
3. Civilización micénica. Hacia 1600 a. C. aproximadamente irrumpe
en territorio helénico la primera oleada de gentes propiamente griegas;
ocupan la G. continental y se extienden por las islas (Creta inclusive) y
Asia Menor. Son los aqueos (v.), de raza indoeuropea, y Micenas (v.) será
uno de sus principales enclaves; de ahí el nombre de «micénica» con que se
conoce la civilización que desarrollan a lo largo de unos cuatro siglos.
Todos los indicios coinciden en testimoniar una auténtica simbiosis de
elementos indoeuropeos y minoicos en la religión de este periodo.
Forzosamente el pueblo inmigrante hubo de asimilarse en una cultura
superior como la minoica. En todo caso, es característica de esta cultura
la presencia de notables sepulcros -de tipo diverso según las épocas- en
relación con un culto funerario importante y de carácter heroico cuando de
personajes singulares se trata. Por otro lado, las llamadas tablillas
micénicas ofrecen la lectura de nombres de tanto relieve en el panteón
helénico posterior como Zeus, Atenea (v.), Dioniso (v.) y algunos más. De
la lectura de las tablillas pueden desprenderse además algunos aspectos
del culto, como la existencia de comidas sacrificiales, de un clero
especializado y de un calendario ritual; asimismo consta que el rey
desempeñaba funciones religiosas de primer orden.
Hacia 1200 a. C. desaparece violentamente del panorama histórico la
civilización micénica. Esta desaparición puede guardar relación con la
llegada de los dorios (v.), la última oleada de raza indoeuropea que
penetra en G. Siglos de oscuridad siguen a su venida y un periodo de
crisis en la evolución histórica del mundo griego. Hasta la aparición de
las primeras manifestaciones de la poesía griega, poco sabemos del
panorama de creencias que domina G. Parece ser, eso sí, que los dorios
aportan la incineración de los muertos y la construcción de templos (hasta
entonces sólo se construían pequeños santuarios de la divinidad en rocas,
árboles y en el interior de las casas o palacios), hecho importante porque
supone, por una parte, una trasposición sociológica del culto, que pasa de
privado a público; y, por otro lado, un triunfo de la concepción
antropomórfica de la divinidad (V. ANTROPOMORFISMO), al proporcionársele
un lugar de residencia a la manera humana.
4. Homero y Hesíodo (v. XII). A partir de aquí, es inevitable seguir
el proceso evolutivo de la religión griega a través de los textos
escritos. Y para comienzo, los poemas homéricos. Reflejan éstos, de una
parte, una tradición de época micénica y son, en efecto, aqueos los héroes
griegos de los poemas. Pero, por otro lado, su elaboración entre gente
jonia de la costa asiática se refleja indudablemente en el mundo que la
Ilíada y la Odisea nos presentan. El contacto de los inmigrantes jonios en
la costa de Asia Menor con nuevas costumbres, con nuevas mentalidades,
hubo de despertar su conciencia helénica, de forma que su espíritu claro y
ordenador se impusiera en el confuso mundo de divinidades ctónicas y
rituales orgiásticos de los ciclos vegetativos. Así, pues, un mundo más
ilustrado, en el que apenas hay sitio para la superstición, es el que
encontramos en Homero (v.). El canon de 12 dioses olímpicos (v. OLIMPO),
que ha de presidir el panteón helénico, aparece prácticamente establecido
en la Ilíada. Son dioses de forma humana que sienten como los hombres, a
quienes superan en fuerza y en inteligencia. Cuando un hombre realiza una
acción fuera de lo común, automáticamente ello se atribuye a la presencia
de la divinidad. Pero un abismo separa a estos dioses de los hombres: su
inmortalidad, que nutren comiendo ambrosía. Viven felices en el Olimpo y
ápenas el hombre puede encontrar en ellos protección ni consuelo. Están
organizados en forma semejante a las cortes feudales de época micénica,
con un primus inter pares que es Zeus (v.). La actuación de esta familia
divina garantiza el orden (que depende, eso sí, de un destino superior e
inaccesible), vigila su cumplimiento y castiga su transgresión; aunque en
su comportamiento individual no difieren de los hombres e incluso, como se
ha observado con frecuencia, a veces se comportan con menos nobleza y más
crueldad que los héroes de los poemas. En definitiva, dos hechos
importantes desde el punto de vista religioso se apuntan en Homero: por un
lado, el tono aristocrático de unos dioses lejanos y la ausencia de
alusiones a cultos de índole popular cuales aparecerán en época
poshomérica; cultos primitivos de índole mágica o mística que,
evidentemente, no son ajenos a esta época, pero que han sido eliminados de
los poemas en el esquema luminoso de la religión de estos colonos jonios.
Un segundo hecho a notar, la ausencia de una mínima interiorización del
sentimiento religioso en el hombre homérico, imposibilitado, por lo demás,
para sujetarse a una norma moral que ni los dioses siguen y que sólo
consiste en el capricho de los mismos.
Hesíodo (v.) refleja un mundo muy distinto. Cronológicamente
posterior a los poemas homéricos, produce en cambio la impresión de ser
anterior a los mismos. Y es que la experiencia del poeta beocio es la de
una sociedad campesina, apegada a su tradición y a los problemas concretos
de cada día. En Los trabajos y los días encontramos normas prácticas para
la vida humana que trascienden en ocasiones a la esfera moral y
constituyen un buen precedente de la corriente legalista tan
característica algún tiempo después. Propugna la práctica de la justicia,
derecho que Zeus ha otorgado al hombre y que constituye el fundamento de
su vida social; una justicia al nivel humano de problemas muy concretos,
aunque goce de la protección de la divinidad. La concepción hesiódica de
Zeus difiere de la imagen homérica y nos muestra un dios decididamente más
poderoso y, sobre todo, personalización de una fuerza moral y padre de
Dike, la Justicia. Por lo demás, en la Teogonía toman forma definitiva los
mitos referentes al origen de los dioses y sus luchas hasta el
establecimiento de la generación olímpica (v. t. ZEUS; CRONOS).
5. La época arcaica. Si el periodo subsiguiente a las invasiones
dorias había visto el florecimiento de la poesía épica, los siglos
posteriores a los poemas homéricos presencian un status político, ya
preludiado en la Odisea, en el que la monarquía ha sido sustituida por la
aristocracia en la dirección política de las ciudades griegas (v. IV, A).
Ciudades amuralladas que han surgido del agrupamiento de las gentes
inseguras en aquellos años pasados de invasión y que serán escenario de un
notable desarrollo económico con la aparición de la industria y el
comercio, en íntima relación con una decidida labor colonizadora. De un
lado, pues, este nuevo mundo en gestación recibe la herencia ideológica de
una aristocracia que preconiza unas virtudes «de nacimiento» no adquiridas
y monopoliza así la capacidad de pensar, de dirigir o de hacer justicia.
Frente a esa nobleza, las clases inferiores, cuyo nivel medio había subido
con el desarrollo económico, siente la necesidad de un reajuste en aquel
orden de valores. El individuo toma conciencia de tal y la tensión social
va a presidir la vida de las ciudades griegas en esta época que viene a
comprender los s. VII, VI y comienzos del V a. C.
En el plano religioso, las consecuencias son directas. Por motivos
diferentes, la sensación de inseguridad era común a los dos bandos en
pugna, que no encontraban una norma de conducta ni un horizonte definido.
En relación con ello está la idea de limitación humana ante la fuerza
suprema de los dioses, que será uno de los polos dominantes de la época.
Hay un abismo insalvable entre dioses y hombres que es inútil intentar
superar. El hombre siente una imperiosa necesidad de estar en paz con los
dioses, precisamente por temor a los mismos; tal necesidad está bien
satisfecha por la religión de tipo ritual y legalista que preconiza el
oráculo de Delfos (v.), verdadero centro religioso de la época, de
considerable trascendencia en el decurso histórico de la misma porque a él
acudían las ciudades griegas cuando se trataba de elaborar una
constitución, de fundar nuevas colonias o de tomar cualquier decisión
importante. Ello tiene notable trascendencia: en definitiva, las leyes
humanas, en trance de elaboración en estos años y reivindicadas por unas
clases inferiores que ascienden en la escala social, se apoyan así sobre
una base religiosa y la norma jurídica se asienta en las vigentes
necesidades morales. Apolo era el dios de Delfos y esta religión apolínea,
de corte aristocrático, prescribía la prudencia en el sentido de no desear
superar los propios límites humanos; y exigía además una continua
observancia de determinados preceptos rituales, con lo que garantizaba esa
«paz con los dioses» a que antes aludimos. Este resignarse a la acción de
los dioses que, por supuesto, nada satisfacía el ansia del individuo por
el contacto con la divinidad, llevaba al pesimismo o, cuanto menos, al
quietismo; hasta que surgió el planteamiento: ¿es justa la divinidad?,
¿existe una justicia divina? La crítica a los dioses y la descomposición
de aquel esquema llegarán por sí solas en la época clásica, algunas
décadas más tarde.
Esta religión apolínea era en cierto modo una religión a la medida
de la comunidad política, una religión de la ciudad (v. RELIGIONES
ÉTNICO-POLÍTICAS); y la lírica arcaica ofrece claros ejemplos de un
notable sentimiento «ciudadano». Pero frente a esta «conciencia política»
el tono de la época estaba matizado por un fuerte individualismo, como más
arriba señalábamos; y una religión como la delfia difícilmente podía
satisfacer al individuo, deseoso de un acercamiento a la divinidad. El
hombre buscaba satisfacer su vacío religioso, fuera de los fríos moldes de
una religión colectiva. De ahí el extraordinario incremento que adquiere
en esta época el culto a Dioniso (v.), dios de origen oscuro, pero no
indoeuropeo, de raigambre popular y que, aunque conocido por Homero, no
figuraba siquiera en el canon tradicional de 12 dioses olímpicos. La
religión dionisiaca pretendía, mediante ritos orgiásticos, en los que las
ménades o bacantes danzaban en las montañas a la luz de las antorchas
hasta entrar en estado de éxtasis, una unión mística con el dios,
materializada en la comida de carne cruda de un animal previamente
descuartizado. Al parecer, esta corriente mística que tanta importancia
debió de tener para que el oráculo de Delfos tuviera que acoger en su seno
el culto dionisiaco (v. DELFOS), está justificada por un sustrato de
elementos extáticos anteriores a la llegada de los griegos, cuyo carácter
indoeuropeo era bien lejano a estas efusiones primitivas. Lo cierto es que
tal corriente mística encuentra su cauce en el culto a Dioniso y que esta
religión dionisiaca entra en conflicto con la religión apolínea de Delfos.
Y este dualismo Apolo-Dioniso que Nietzsche ponía en la base del
sentimiento trágico griego, explica bien la dinámica espiritual de esta
época arcaica griega, de signo tan marcadamente religioso. Dualismo que
corresponde, en cierto modo, al binomio ciudad-individuo y que está en
íntima relación con esa tensión legalismo-misticismo con que Nilsson
explica la evolución de la religión helénica.
La corriente legalista aludida llena la vida políticosocial de este
periodo. Es la lucha por el establecimiento de una norma legal justa, al
servicio de todos y no de una minoría; y tiende a dar a cada cual lo suyo.
En el ámbito religioso se traduce en un deseo de conseguir el favor de la
divinidad, precisamente dando a ésta aquello que «en justicia» le
corresponde. La doctrina que lleva a sus últimas consecuencias esa
tendencia es el pitagorismo, que toma la forma de una escuela filosófica y
recibe su nombre del fundador de la misma, Pitágoras (v.). En efecto, los
pitagóricos organizaban su vida con arreglo a una serie de prescripciones
tan concretas como severas.
También el orfismo (v.) es, en apariencia, un compendio de normas y
de prácticas ascéticas. Pero, en realidad, va bastante más lejos porque
reúne en esencia las principales aportaciones de la religiosidad arcaica.
Así, mientras en el aspecto ritual se incluye, como hemos dicho, en el
marco legalista, por otra parte su doctrina es de carácter místico y
supone una reacción contra la religiosidad colectiva. El orfismo toma su
nombre de Orfeo, poeta mítico hijo de Apolo y bajo cuyo nombre circulaban
poemas numerosos. El dios de los órficos es el propio Dioniso que aquí
recibe también el apelativo de Zagreo. Según la mitología órfica, cuando
Zeus quiso entregar el poder del mundo a su hijo Dioniso, todavía niño,
éste fue devorado por los Titanes. Salvado por Atenea el corazón del niño
y entregado a Zeus, de él pudo ser creado el nuevo Dioniso. Zeus fulminó
con su rayo a los Titanes y de sus cenizas nacieron los hombres. Esta
antropogonía órfica trata de explicar la doble naturaleza, buena y mala,
del hombre, quien, por un lado, posee algo del Dioniso primitivo y, por
otra parte, saca a relucir su naturaleza titánica en sus malas acciones.
La interpretación órfica de la relación entre cuerpo y alma presenta
aspectos interesantes: el alma es la parte divina del hombre y el cuerpo
su prisión. Cuando, tras sucesivas purificaciones (de ahí las numerosas
prescripciones que regulaban su conducta), el alma se ha liberado de su
naturaleza titánica, puede pasar a la eterna felicidad. Recoge así el
orfismo la idea de la existencia de un lugar de premio (el Elision ya
descrito por Homero), como la idea de la existencia de un lugar de castigo
para las almas que no se hubieran purificado de sus culpas. Por otra
parte, los órficos, al igual que los pitagóricos, asimilaron la teoría de
la trasmigración de las almas o metempsícosis (v.), con lo que las
oportunidades de purificación de las almas aumentaban con sus diferentes
«estancias» hasta que se las consideraba suficientemente probadas para su
premio o castigo. Entre las posibilidades del misticismo dionisiaco y las
del ritualismo apolíneo, el orfismo ofrecía una síntesis organizada de las
dos tendencias. Pero cuando el optimismo desencadenado años después tras
la victoria sobre los persas haría triunfar el luminoso mundo de la
religión tradicional, el orfismo fue desterrado por lo primitivo y oscuro
de sus formas rituales (escandalizaba entre otras cosas la prohibición de
matar animales y comer su carne, cuando tan arraigado en el culto griego
estaba el sacrificio animal y consiguiente banquete sacrificial) y lo
artificioso de sus explicaciones mitológicas. En cambio, sólo algunos
espíritus selectos habían entrado en los rasgos más sustanciosos de su
doctrina, en tanto que lo que quedaba del orfismo, al menos de momento,
iba a ser su aspecto exterior y precisamente entre los sectores inferiores
de la sociedad.
Otro aspecto interesante de la época arcaica griega es la aparición
de religiones mistéricas. Es en el s. VI a. C. cuando el antiguo culto
agrario a la diosa Deméter se convierte en los famosos «misterios» de
Eleusis (v.). Estos misterios (v.) eran un conjunto de doctrinas y ritos
tendentes a descubrir al iniciado en ellos los secretos de la vida y de la
muerte, o sea, del más allá. La presencia de este tipo de religiones
mistéricas se relaciona, según Alvarez de Miranda, con una crisis de la
religión nacional. Precisamente el apogeo transitorio de esa religión
nacional, tras la victoria sobre los persas y con los logros del s. V,
retardará el incremento de las religiones mistéricas en G., que van a
caracterizar en cambio el mundo helenístico, una vez que la descomposición
de aquella religión nacional haya sido un hecho. No obstante, el prestigio
de los misterios de Eleusis fue. tal que, excepcionalmente, no fueron
excluidos del cuadro de cultos oficiales de la religión de la polis
durante el periodo clásico.
6. La época clásica. La idea arcaica plenamente desarrollada ya en
Heródoto de que la hybris humana (o sea, la insolencia de querer superar
los límites del hombre e incluso la simple conciencia de la propia
felicidad) tiene su correlato en la némesis o vengativa réplica por parte
de los dioses y que constituía una aplicación en el plano religioso del
principio de «isonomia» o justo reparto, tuvo a comienzos del s. V a. C.
una grandiosa confirmación: la derrota de los persas, de la que fueron
ejecutores los griegos. La victoria griega coincide con el triunfo de un
principio de cohesión en el orden políticc que es la ciudad-estado, la
polis. A la victoria, que fue considerada una victoria de la polis
dirigida por sus dioses, sigue un periodo de optimismo y en la euforia del
mismo ya no tienen cabida aquellas actitudes místicas y ascéticas de las
décadas anteriores. Es el gran momento de los dioses olímpicos y la
constitución de una «religión nacional» (V. RELIGIONES ÉTNICO-POLÍTICAS)
se muestra ahora en toda su significación. Patriotismo y religión marchan
juntos. Se celebran solemnes manifestaciones piadosas, se organizan
grandes Juegos, se erigen imponentes monumentos. Un poeta del momento como
es Esquilo (v.) puede ser el reflejo espiritual de estos años de la
victoria y una concepción optimista de la divinidad domina su obra: el
Zeus esquíleo es todopoderoso, es el Destino mismo y reparte a cada cual
lo suyo. Los dioses son la encarnación de la suprema justicia. Pero al
cabo de los años resultará que las ciudades-estado de G. van a utilizar
aquellas manifestaciones de religiosidad colectiva al servicio de sus
intereses políticos como una pura forma de propaganda. Por otra parte, la
espiritualidad del individuo seguía un camino distinto: en el campo, como
en las ciudades, tenían vigencia todavía primitivas prácticas
supersticiosas. Las almas, necesitadas de protección y consuelo, acudían a
divinidades menores, más asequibles a ellas. Los grandes dioses apenas
contaban; éste es el momento, en cambio, de una divinidad de segundo orden
como Asclepio, hijo de Apolo y que, según el mito, había sido iniciado en
los secretos de la medicina por el centauro Quirón. Su centro de culto más
importante fue Epidauro, adonde las gentes acudían en peregrinación para
solicitar la aplicación de los poderes curativos del dios.
En definitiva, la religión de la polis acabó por convertirse en algo
puramente artificial, ajeno a un auténtico sentimiento religioso y quedó
reducida al aspecto exterior de un culto con el que se pretendía una
protección colectiva por parte de la divinidad. Por lo demás, es
significativo que el oráculo de Delfos fuera cada vez menos consultado y
es que la fe del pueblo en el mismo no era la de antes. Además, Delfos
degenera cada vez más en instrumento político al servicio de las potencias
dominantes: primero de Atenas, luego de Esparta, después de Beocia, y,
finalmente, de Filipo de Macedonia. Por otra parte, el escepticismo
vigente en el ámbito religioso tiene hondas raíces filosóficas. El
movimiento de Ilustración había comenzado un siglo antes en las
cosmopolitas ciudades jonias de Asia Menor y es ahora cuando sus
consecuencias encuentran terreno abonado y se hacen sentir de un modo más
directo. Los filósofos jonios se habían preguntado sobre el origen del
mundo según criterios físicos y pensaban, por caminos distintos -Tales
(v.), Anaximandro (v.), Anaxímenes (v.), Heráclito (v.)-, en una sustancia
única de la que proceden los distintos elementos de la materia y que
evoluciona por sí misma (v. XI). Más tarde Jenófanes y Parménides (v.)
intentarían definir la existencia de un principio supremo, un Dios,
asequible a la razón. La corriente racionalista estaba ya iniciada. Pero
son los sofistas (v.) quienes hacen verdadero impacto en el siglo
ateniense. Enseñaban éstos el arte de la palabra (tan importante en una
época en que el hombre es «político» por naturaleza), su influencia fue
muy notable y pretendían ser capaces de convertir en el más fuerte el
argumento más débil, mediante el arte de la discusión, con lo cual se
afirmaba la vanidad de cualquier aserto. Todo era relativo y la ausencia
de valores absolutos determinaba, en el plano religioso, un escepticismo
completo. Lo único en verdad evidente era la Naturaleza y aquí se apoyaban
mutuamente la sofística y la filosofía naturalista jonia. Los dioses no
eran ni comprensibles ni necesarios para explicar el origen y desarrollo
del mundo; en suma, había que eliminarlos. Los sofistas, en efecto,
distinguían entre lo que existe «por naturaleza» y lo que existe «por
convención» humana; religión y polis eran incluidas en el segundo apartado
y constituyeron el blanco principal de sus ataques. Así, para Critias el
nacimiento de la religión viene determinado por la necesidad de orden en
la sociedad humana, para Demócrito por el miedo que la contemplación de
los fenómenos naturales produce en el hombre. Pródico, Jenócrates y otros,
con argumentos diversos, insisten también en el origen estrictamente
humano del hecho religioso. En definitiva, el ateísmo hizo presa de la
gente culta y también el vulgo debió de respirar estos aires ilustrados,
si se piensa en el éxito de algunas burlas a cuestiones religiosas que
encontramos en comedias de Aristófanes. Pero, con todo, las formas
externas de la religión tradicional se siguieron manteniendo. La larga
serie de procesos religiosos que a finales del s. v y comienzos del IV a.
C. tuvieron lugar en G. (Alcibíades, Anaxágoras, Sócrates, Aristóteles) se
basan en acusaciones de delitos contra el aspecto exterior y práctico de
la religión, no contra el doctrinal. Aunque, por lo demás, en todos esos
procesos late siempre un motivo político.
7. La época helenística. Tras los años de confusión que siguieron a
la guerra del Peloponeso, Macedonia se hizo con el dominio del mundo
griego. Alejandro Magno (v.) abre con sus conquistas los horizontes del
helenismo. Muere el año 323 a. C., fecha que suele tomarse como principio
de la época helenística (v.), cuyo final, en sentido estricto, coincide
con la anexión del mundo helénico a Roma el año 146 a. C. Pero en realidad
la personalidad del helenismo supera esta fecha de la conquista romana y
perdura varias décadas más. Desde el punto de vista religioso pueden
distinguirse asimismo dos épocas distintas: una primera en la que culmina
la disolución de la antigua religión, y otra en la que sobre nuevas bases
se intenta construir una nueva religiosidad. Son las dos grandes crisis de
la religión helenística a que alude Nilsson.
La primera época helenística constituye un periodo de crítica de las
principales aportaciones de la G. clásica. En el ámbito religioso, la
crítica de la religión tradicional sigue cada vez con más fuerza desde
Evemero, quien afirma que los dioses no son sino hombres muy antiguos
divinizados, hasta Teofrasto, que califica de injusto e impío el
sacrificio animal. Faltan auténticos reformadores y la incredulidad hace
presa de los intelectuales. El historiador Polibio (v.), por su parte,
opina que la religión no debe ser desterrada, sino que es necesaria como
disciplina de la masa; no cabe más fría y sutil incredulidad. Los cambios
de fortuna en un mundo de tanto movimiento eran frecuentes y un principio
abstracto, la Tyche -Fortuna-, sustituye ahora a aquel Destino que siempre
había sido relacionado con los dioses. En este nuevo mundo cosmopolita y
materialista, se había agravado la soledad del individuo y la religión ya
no daba solución satisfactoria a sus problemas. En este sentido la
religión es sustituida por la filosofía a través de dos escuelas: el
estoicismo (v. ESTOICOS) y el epicureísmo (v EPICÚREOS). Uno y otro se
dirigían al individuo, pero de maneras diversas: el primero para
aconsejarle el cumplimiento del deber y la firmeza ante los avatares de la
vida. El segundo para prescribirle el placer y una tranquilidad sin
ambiciones. Así la filosofía, a falta de un sentimiento religioso vivo,
señalaba al hombre culto un norte y un horizonte para su conducta, pero no
era camino adecuado para el hombre corriente, ajeno a la especulación
filosófica, que buscaba salida en las religiones mistéricas cuando no en
la superstición o la magia. Los misterios de Eleusis siguen en vigencia y
al contacto con nuevas civilizaciones se importan de Anatolia y Egipto
cultos mistéricos de Cibeles, Isis, Attis, etc. El hombre, abrumado por el
miedo al «más allá», buscaba en la «iniciación» a estos misterios
asegurarse una vida feliz en el mismo (v. SAMOTRACIA, MISTERIO DE;
INICIACIÓN, RITOS DE).
El incremento de los «misterios» se hará notar en los años
siguientes y constituye un capítulo más de esa afanosa búsqueda de la
divinidad que caracteriza la crisis religiosa subsiguiente a la disolución
definitiva de la religión tradicional y a la decadencia política de los
estados helenísticos hacia el 200 a. C. La búsqueda de una verdad
definitiva se había planteado ya desde Sócrates (v.) y de maneras
distintas pero luminosas ambas por Platón (v.) y Aristóteles (v.), para
continuar ahora tan confusa como inquieta. La astrología (v.), p. ej., va
a deslumbrar al hombre helenístico por la precisión y matemática realidad
del movimiento de los astros; se pensó que el mismo determinismo que los
regía afectaba también a los movimientos humanos y que éstos podían ser
previstos estudiando el movimiento astral. Por otra parte, el vulgo, ajeno
a estos planteamientos, se maravillaba también del orden del Universo y
divinizaba las fuerzas planetarias, con lo cual la astrología se hizo
popular en todos los frentes (v. ASTROLATRÍA). De todas formas, la
contemplación del Universo había de tener una consecuencia trascendental:
la idea de que aquel orden maravilloso debía de tener un rector supremo.
Unido esto a la experiencia de los sistemas monárquicos de la tierra y a
las conclusiones de la filosofía sobre la necesidad de un Dios único como
principio supremo, quedaba trazado el camino hacia el monoteísmo, ya
favorecido por la tendencia helenística al sincretismo de los distintos
dioses (v. TEOCRASIA). Al final de un largo recorrido, el hombre griego
había buscado la Verdad, casi la había intuido y del cristianismo iba a
recibir la solución definitiva (v. ix).
V. t.: APOTEOSIS; ASCETISMO I, 4; BAUTISMO I; DELFOS II; DELOS II;
DIONISOS; OLIMPO; TEOCRASIA II; ZEUS.
BIBL.: M. P. NILSSON, Geschichte
der griechischen Religion, 2 vol., Munich 1955; O. KERN, Die Religion der
Griechen, 3 vol., Berlín 1923-38; H. J. RoSE, La antigua religión griega,
en Historia de las Religiones, dir. E. O. JAMES, 3 vol., Barcelona 1963;
M. P. NILSSON, Historia de la religiosidad griega, 2 ed. Madrid 1969; R.
PETAZZONI, La religion dans la Grèce antique, dès origines à Alexandre le
Grand, París 1953; A. HOs, Las religiones griega y romana, Andorra 1963;
L. R. FARNELL, Cults ot the Greek States, 5 vol., Oxford 1896-1909; U. vox
WILAMOWITZMÖLLENDORF, Der Glaube der Hellenen, 2 vol., Berlín 1931-32; P.
GRIMAL, Diccionario de la mitología griega y romana, Barcelona 1966; J.
ALSINA, La mitología, Barcelona 1962; G. MURRAY, Five Stages of Greek
Religion, Boston 1955; FONDATION HARDT (Entretiene sept. 1952), La notion
du Divin depuis Homère jusqu'à Platon, Ginebra 1954; A. J. FESTUGIÈRE,
Personal Religion among the Greeks, Cambridge 1954; J. ALSINA, Nuevos
métodos en el campo de la religión y de la mitología griegas, «Emerita» 25
(1957) 279-310; J. S. LASSO DE LA VEGA, Ideales de la formación griega,
Madrid 1966; ID, Religión homérica, en Introducción a Homero, Madrid 1963;
M. P. NILSSON, The Mycenaean Origin of Greek Mythology, California y
Cambridge 1952; ID, The Minoan-Mycenaean Religion and its Survival in
Greek Religion, 2 ed. Lund 1950; W. K. C. GUTHRIE, Early Greek Religion in
the Light of the Decipherment of Linear B', «Bulletin Institute Classic
Studies», n° 6, Londres 1959, 35 ss.; W. SCHADEWALDT, Der Gott von Delphi
und die Humanitütsidee, Atenas 1965; A. ÁLVAREZ DE MIRANDA, Las religiones
mistéricas, Madrid 1961; L. GERNET-H. BOULANGER, El genio griego en la
religión, México 1960.
J. L. PÉREZ IRIARTE.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
|