1. Romanos y bretones. Aunque no se tenga conocimiento cierto de que
alguien arribara a las costas británicas en el I siglo d. C., con el
encargo expreso de predicar el Evangelio, es de suponer que también a esta
provincia romana llegaran algunos de los primeros cristianos que se habían
extendido por el resto del Imperio. La primera noticia que da el Venerable
Beda (v.) en su Historia Eclesiástica es de Lucio, rey de los bretones que
ocupaban la parte sur de la isla, el cual escribe una carta al papa
Eleuterio en 156, pidiendo hacerse cristiano. Desde entonces, y por
espacio de siglo y medio, un gran número de cristianos practicaron su fe
sin sufrir ninguna de esas persecuciones que tuvieron lugar en otras
partes del Imperio. Sin embargo, la décima persecución, en tiempos de
Diocleciano, se dejó sentir en G. B. a principios del s. iv cuando muchos
murieron por su fe. El mártir famoso fue S. Albano de Verulam, que aunque
no había sido bautizado, prefirió morir antes que delatar a un presbítero
que se había ocultado en su casa (22 jun. 305). Entre otros también se
veneran los S. Aarón y Julio que sufrieron el martirio en Chester. La
persecución cesó en 307 y de nuevo los cristianos británicos gozaron de
paz hasta mediados de siglo, cuando el arrianismo hizo estragos en la
isla. En 410, Constantino reclamó sus legiones, por lo que los bretones
quedaron indefensos ante los pictos del norte y los escotos que habitaban
la isla vecina (la actual Irlanda). Por lo que se refiere a la fe, también
entonces llegaron los efectos de la herejía comenzada por el monje
británico Pelagio (v.) y que en cierto modo contiene muchos de los
elementos deformadores del pensamiento y de la fe que aparecerán más tarde
en algunos pensadores británicos: un naturalismo pragmático (v. vi). El
papa Celestino I pidió a S. Germán (v.), obispo de Auxerre, que confirmará
a los bretones en la fe, y sus visitas en los años 429 y 447 contribuyeron
grandemente a fortalecer y unificar sus creencias.
2. Anglosajones y daneses. El s. V vio la llegada de los pueblos que
darían el nombre a Inglaterra, tierra de los anglos. Este nombre genérico
incluía también otros pueblos afines, como los sajones, que al cabo de los
siglos se distribuirían la tierra de los bretones, excepto al oeste
(Gales, donde éstos se refugiaron) y el norte (Escocia, donde
permanecieron los antiguos pobladores pictos). Los anglosajones invasores
persiguieron implacablemente a los cristianos, y, aunque los bretones
conservaron su fe, su jerarquía, y varios de los monasterios en lugares
menos accesibles, no supieron o no quisieron convertir a los odiados
conquistadores. El monje bretón S. Gildas, en su De Calamitatae et
Conquestu Britaniae, escrito en el s. v1, describe la crueldad de los
invasores paganos. El Venerable Beda, monje inglés, un siglo y medio más
tarde, ve en esta crueldad un castigo de Dios a los bretones, por no haber
predicado el Evangelio a los anglosajones.
La conversión de los anglosajones se debió a la intervención directa
de Roma, y en particular a S. Gregorio Magno (v.), quien envió a S.
Agustín de Canterbury (v.) y S. Paulino de York (v.) en 596. A S. Agustín
se debe la conversión del rey S. Etelberto (v.) y de los reinos del sur
-aunque no de un modo definitivo-, y a S. Paulino la del rey Edwin en York
en 627. Éstos fueron los primeros frutos, pero con las reyertas internas y
apostasías que se siguieron, los papas posteriores enviaron otros
apóstoles que hicieron posible la conversión definitiva de estos pueblos
bárbaros. El papa Honorio envió a Birinio en 635, y cuando Teodoro de
Tarso (v.) se estableció en Inglaterra en 665, puede decirse que fue el
primer arzobispo de Canterbury a quien todos los otros obispos de
Inglaterra obedecieron. También es digna de mención en este período la
actividad misionera de los monjes irlandeses (v. IRLANDA, REPÚBLICA DE V),
convertidos al cristianismo anteriormente por influencia británica y
escocesa. En particular, el gran apóstol del norte de Inglaterra fue S.
Aidan (m. 651). A pesar de las luchas internas, y más tarde de las
invasiones de los daneses, las islas Británicas fueron en los siglos
posteriores una fuente de espiritualidad que contribuyó a mantener la
cultura de Occidente por medio de monjes como el Venerable Beda (m. 735;
v.) y Alcuino de York (m. 804, v.), y de allí partieron al continente
europeo misioneros como S. Bonifacio (m. 755; v.), adoptando a la vez una
actitud de tradicional adhesión al Pontificado Romano (v. IX).
A finales del s. VIII aparecen de nuevo hordas paganas que
descienden sobre las islas Británicas: son los piratas daneses que a lo
largo de los s. IX y X serán un problema central para Inglaterra. Los
distintos reinos anglosajones, uno a uno, fueron dominados por los
daneses, pero con la ayuda e influencia espiritual de focos de cristiandad
como York, Glastonbury y Canterbury, el país preservó la fe. En este
período sobresale Alfredo, rey de Wessex, que vivió en la segunda mitad
del s. IX, y a quien se debe que las leyes y la cultura del país se
modelarán según normas católico-romanas. Un segundo periodo de relativa
paz es el del rey S. Eduardo el Confesor (v.) cuyo reinado (104366) media
entre la época danesa y la conquista de Inglaterra por los normandos. En
este siglo, con la ayuda de S. Eduardo, y por inspiración de su sobrina S.
Margarita (v.), reina de Escocia, este país se convirtió en un verdadero
reino cristiano.
3. Reyes normandos y sucesores. Problemas de Iglesia y Estado. La
influencia normanda en la iglesia de Inglaterra, precedió a la conquista
de 1066, pues S. Eduardo el Confesor, confió durante su reinado altos
puestos a prelados de Normandía, donde se había educado de joven en la
corte de su tío. Pero fue con Lanfranco y después con su discípulo S.
Anselmo (v.), ambos de la famosa abadía normanda de Bec, con quienes la
sede de Canterbury (v.) contribuyó a una verdadera reforma del clero y de
los monasterios de toda Inglaterra. Una vez más, la unión con Roma quedó
sellada con la aprobación de la conquista de Guillermo I por parte de
Alejandro II. Un factor que tendría luego importancia en el desarrollo
político y religioso de Inglaterra, fue la llegada del primer grupo de
judíos, protegidos por Guillermo I, y que se establecieron en barrios
especiales, principalmente en Londres y York. Ellos serían los que
financiarían, no sólo los ejércitos del rey que mantendrían sometida
Inglaterra y sus dominios, sino también las numerosas catedrales, iglesias
y abadías que se construyeron con el nuevo impulso religioso que se hizo
notar entonces en la Europa occidental.
A pesar de la aparente unidad de estos reinos cristianos, la
excesiva vinculación de la Iglesia con respecto al Estado provocaría
dolorosos conflictos. El monarca se consideraba investido de la misión
divina de gobernar la sociedad cristiana, con unas atribuciones que se
extendían a clérigos y obispos. En 1080, cuando Lanfranco ocupaba la sede
de Canterbury, el celo reformador de Guillermo I evitó mayores
diferencias, al negarse este rey a jurar vasallaje al papa S. Gregorio VII
(v.). Pero en tiempos de Guillermo II y de S. Anselmo, la codicia del rey
y la santa intransigencia del primado provocaron la primera de las
confrontaciones que se repetirían a lo largo de los siglos feudales. Con
la muerte de Guillermo II y el acceso al trono en 1100 de Enrique I, que
prometió no aprovecharse de las sedes vacantes, las tensiones se
apaciguaron. Pero aún quedaban problemas por resolver, como era el de las
investiduras (v.), el derecho de apelación al Papa en cuestiones
eclesiásticas y la admisión en Inglaterra de legados papales. Aunque, en
1106, la solución de Ivo de Chartres (v.) al problema de las investiduras
fue aceptada en la abadía de Bec por Enrique y por Anselmo, esto sólo
sirvió como teórico asentamiento de principios, pues en la práctica el rey
siguió controlando estrechamente la Iglesia de Inglaterra.
En las guerras entre los aspirantes al trono que se sucedieron a la
muerte de Enrique I (1135), es de hacer notar que fue la autoridad (aunque
confundiendo el poder espiritual con el temporal) de los sínodos
nacionales de obispos la que, bajo el arzobispo Teobaldo de Canterbury,
nombró a Enrique II (v.), nieto de Enrique I, como rey de Inglaterra
(1154-89). En palabras de S. Tomás Becket (v.), que sucedería a Teobaldo
como arzobispo de Canterbury, «a la Iglesia debe Enrique su corona, e
Inglaterra su salvación».
El reinado de Enrique II coincide con el renacimiento intelectual
del s. XII, en el que se establecen las leyes para una mejor
administración de la justicia, basada en el poder centralizador del rey,
que se extendía a todos sus súbditos. En Inglaterra, las reformas de
Enrique II (además de tener el propósito de conseguir la unidad política,
incrementar la recaudación de fondos y reforzar así el poder del rey),
iban también dirigidas hacia el control de todos los bienes y personas
eclesiásticas, mediante su sujeción a la ley común del reino. La valerosa
resistencia de Tomás Becket le llevó al martirio, pero los efectos de su
asesinato tuvieron un alcance incalculable, debilitando el poder del rey
ante la Iglesia y el pueblo. En tiempos de Enrique II se dieron los
primeros pasos en la larga historia de la dominación de Irlanda por parte
de los reyes de Inglaterra, que tanta trascendencia ha tenido para la
Iglesia católica en esas islas. Gracias a la invocación de la autoridad
del Papa y con la colaboración de la jerarquía irlandesa se llegó a
aceptar la soberanía inglesa, dentro del complejo sistema feudal. Eran los
tiempos de las cruzadas (v.), y Ricardo I (v.) se distinguió en la tercera
de ellas, manteniendo buenas relaciones con el Papado; pero el otro hijo
de Enrique II, Juan sin Tierra (v.), entró en conflicto con Roma, por
cuestiones relativas al nombramiento del arzobispo de Canterbury, y en
1208 Inocencio III puso a toda Inglaterra en entredicho, que sólo se
levantó en 1214. Esto y la pérdida de muchas de las posesiones inglesas en
Normandía, debilitarían de tal forma la monarquía, que el 15 jun. 1215 el
rey tuvo que aceptar la Carta Magna (v.), que fijaba los límites del poder
real, y ha sido considerada como la base del Parlamento inglés. Este
acuerdo fue en cierto modo un triunfo de los nobles (apoyados por el
arzobispo de Canterbury) en contra del rey (apoyado, en esto, por el
Papa).
Durante todo el s. XIII veremos a los papas colaborando con la
monarquía inglesa, primero por medio del legado papal Gualo, quien levantó
un ejército para establecer al joven rey Enrique III (v.) contra las
aspiraciones de los franceses. Más tarde será Enrique el único monarca en
Europa dispuesto a ayudar al Papa para la reconquista de Sicilia, aunque
sus luchas en Gales, Escocia y Francia, y la presión de los barones no se
lo permitieron. En tiempo de Enrique III, y en el de su hijo Eduardo I
(v.), el Parlamento, o asamblea del rey, lores y comunes, se va
estableciendo con la eficaz colaboración de obispos y clérigos. En este
siglo se construyen elegantes catedrales de estilo gótico (v. IX), como
las de Salisbury, Wells y Lincoln, que dan testimonio, junto con la gran
variedad de parroquias y abadías, de la vitalidad de la Iglesia. La
financiación de las catedrales y de los grandes castillos necesarios para
defender las fronteras de Gales y Escocia, provienen de la comunidad
judía, que gozaba de la protección real; pero llegó el momento en que el
monopolio de la usura provocó la ira de los nobles y del pueblo, que en
1290 lograron su expulsión, la cual en algunos casos revistió más bien la
forma de exterminio. En la Univ. de Oxford, a finales de siglo, se
establece la escuela franciscana, con su acento puesto sobre las ciencias
físicas y su espíritu en cierto modo revolucionario. La tradición de
Rogerio Bacon (1214-92; v.), Duns Escoto (1266-1308; v.) y Guillermo de
Ockham (v.), aunque discontinua, prepara el camino para las herejías de
John Wiclef (v.) en el s. XIV. Sus sucesores en Inglaterra son los
lolardos. Las herejías de Wiclef fueron condenadas en 1382, pero su
influencia sobre Huss (v.), traería gravísimas consecuencias para Bohemia.
El Papado, en este periodo exiliado en Aviñón (v.), o en cisma (v. CISMA
III), o amenazado por el conciliarismo (v.), no ejerce gran influencia.
Durante este tiempo, la Iglesia llevó a cabo una organizada actividad,
pero la autoridad moral del Papado ya no recobraría su antiguo prestigio
en Inglaterra. En 1351 se había establecido el Estatuto de Provisores, por
el que el Papa había de nombrar obispo a quien el rey presentara,
evitándose que los tributos impuestos por los legados franceses sobre
clérigos ingleses se utilizaran para subvencionar ejércitos enemigos. Otro
estatuto importante establecido en 1353, es el de Praemunire, que prohíbe
llevar a un súbdito del rey a un tribunal distinto del real. Mientras las
relaciones fueron amistosas, no siempre se aplicaron estas leyes, pero la
ley daba al monarca un poder casi absoluto en materias eclesiásticas.
4. La ruptura con Roma. Persecución de los católicos. El 15 nov.
1501 el príncipe Arturo contrajo matrimonio con Catalina de Aragón, pero
m. el 4 abr. 1502 sin que se consumara el matrimonio. A nadie extrañó que,
al morir Enrique VII (v.) y sucederle su segundo hijo, Enrique VIII (v.),
éste se casara con Catalina el 3 jun. 1509, habiéndose obtenido
previamente del papa julio II una dispensa del impedimento de afinidad. La
validez de este segundo matrimonio sólo fue puesta en duda en 1527, cuando
el rey, sabiendo que Catalina ya no tendría más hijos, se dejó seducir por
Ana Bolena (v.) y acudió a la Santa Sede, que nombró dos cardenales para
que, en Londres, realizasen una investigación del problema planteado.
Catalina apeló a Roma, y en 1531 el rey se separó de la reina; al año
siguiente, la muerte del arzobispo de Canterbury dio la ocasión a Enrique
de nombrar arzobispo a Cranmer, el capellán de los Bolena, con el
consentimiento papal, pero con propósito de precipitar los
acontecimientos. Efectivamente, en enero de 1533 el rey atentó un
matrimonio privado con Ana Bolena, solemnizado públicamente en abril. En
mayo, el arzobispo Cranmer declaró inválido el primer matrimonio de
Enrique.
En julio, el papa Clemente VII declaró nulo este segundo intento de
matrimonio y excomulgó al rey. En septiembre, Ana dio a luz a Isabel I
(v.) y por ley del Parlamento se estableció que la línea de sucesión sería
la de los descendientes de Ana Bolena. Por las mismas fechas en que fue
promulgada esta ley (23 mar. 1534), Clemente declaró válido el matrimonio
y las dispensas papales otorgadas para el enlace de Enrique VIII con la
reina Catalina. Finalmente, en junio del mismo año fue promulgada la ley
de Supremacía, por la que se declaró al rey Cabeza Suprema de la Ecclesia
Anglicana.
La ley de Sucesión daba poderes al Monarca para exigir a todos los
súbditos un juramento de observar lo que en ella se establecía. Sólo S.
Tomás Moro (v.) y S. Juan Fisher (v.), y algunos otros clérigos (v.
INGLATERRA, MÁRTIRES DE) se negaron a prestar juramento, dándose cuenta de
que esto suponía atentar contra la autoridad del Papa, jefe supremo de la
Iglesia católica. Para comprender la situación, conviene recordar que
muchos obispos, procedentes de ambientes cortesanos, tenían una ambigua
personalidad, en la que se entrecruzaba lo civil y lo eclesiástico. Los
abades (con excepción de los cartujos) también capitularon por razones de
interés o ignorancia, y el pueblo siguió el ejemplo de sus pastores, sin
darse cuenta de la trascendencia de ese paso. Cuando se saquearon los
monasterios en 1536, hubo rebeliones populares y lo mismo sucedió en 1547
cuando en el reinado de Eduardo VI, se suprimió la misa en latín; pero el
poder real bastó para contenerlas. A la muerte de Eduardo, María, la única
hija del matrimonio de Enrique VIII y de Catalina de Aragón, reinó por
cinco años (1553-58), e Inglaterra volvió al catolicismo. Sus consejeros
fueron en gran parte los de Enrique VIII, más interesados en preservar la
dinastía, que la religión. La boda de María Tudor con Felipe II (v.) de
España, la violenta represión llevada a cabo en Londres contra algunos
herejes, no la hicieron popular, y la opinión pública fue identificando
cada vez más el catolicismo con la causa de los enemigos del reino. El
cardenal Pole (v.), que volvió de Roma para ocupar la sede de Canterbury,
tampoco logró enderezar la situación.
Al morir María sin sucesión, fue proclamada reina Isabel, la hija de
Ana Bolena, el 17 nov. 1558, produciéndose una profunda reacción
anticatólica, en parte espontánea, pero en parte hábilmente espoleada por
los consejeros de la reina y en particular por Guillermo Cecil. La Iglesia
Anglicana rompió de nuevo con Roma, estableciéndose una liturgia inglesa,
en línea con el Common Prayer Book (v.) de sabor calvinista, que se había
aprobado en el reinado de Eduardo VI. En 1571 se promulgaron los 39
artículos de la fe anglicana, en términos bastante amplios, buscando una
vía media entre las supuestas «supersticiones e idolatrías de Roma» y las
herejías de Lutero y Calvino. Se volvió a promulgar la ley de Supremacía,
aunque no se exigió su cumplimiento bajo pena de muerte. Ninguno de los
obispos la aceptaron, por lo que fueron desposeídos de sus sedes. La
mayoría de los nobles no ofrecieron resistencia, deseosos de retener los
bienes confiscados a los monasterios. La verdadera fe se mantuvo en
regiones aisladas, pero los que sólo buscaban una religión rutinaria,
pronto se conformaron con el anglicanismo (v.), o Iglesia Establecida. En
cambio los que confesaron su fe católica se vieron desposeídos de sus
bienes, privados de su poder e influencia, y el catolicismo fue perdiendo
terreno. En Escocia se estableció el presbiterianismo (v.), de carácter
calvinista, por influencia de john Knov (v.), antiguo clérigo católico que
se había adherido a la causa del protestantismo en Francia. En 1568, María
Estuardo (v.) huyó de Escocia y se refugió en Inglaterra. Como nieta de la
hermana de Enrique VIII, era una posible heredera del trono y practicaba
la religión católica. Inevitablemente se formó en torno suyo un foco de
conspiración católica, que fue también hábilmente utilizada por Guillermo
Cecil para inculcar en la mentalidad británica, junto a la leyenda negra
contra Felipe II, la identificación entre católico y enemigo del reino, y
la consideración del Papado como poder extranjero. En 1559 se había
prohibido a los católicos ocupar cargos públicos y en 1563 la prohibición
se extendió al ejercicio del magisterio. Los sacerdotes católicos iban
muriendo y los seminaristas no podían estudiar en Inglaterra. En 1568, el
card. Allen fundó un seminario inglés en la Univ. Católica de Douai,
inaugurada 6 años antes por Felipe II. En 1570, el papa Pío V en su Bula
Regnan in Excelsis, excomulgó a la reina Isabel, lo que se aprovechó para
incrementar la propaganda anticatólica.
España era el reino enemigo y representaba el catolicismo. Los
seminaristas que estudiaban en Douai, Roma y más tarde en Valladolid eran
presentados como traidores. A partir de 1574, al ir ordenándose
sacerdotes, empezaron a llegar con gran celo misionero a las costas
británicas, manteniendo la fe y desarrollando una heroica labor
apostólica, que en muchos casos fue coronada por el martirio. Cuando María
Estuardo fue decapitada en 1587 por razones políticas y religiosas, se
impusieron nuevas leyes por las que se condenaba a muerte a todo el que
protegiera a sacerdotes o se convirtiera a la fe católica. La Armada
Invencible que enviara Felipe II no llegó a desembarcar en Inglaterra,
pero su amenaza contribuyó a crear en los ingleses una mayor conciencia de
nación protestante, en la que el puritanismo (v. PURITANOS) cobraría gran
influencia en el s. XVII. Ya bajo los Estuardo, la causa del catolicismo
sufrió un rudo golpe con el fallido complot para volar el Parlamento -la
Conspiración de la pólvora (5 nov. 1605)- en el que el personaje principal
era el aventurero católico Guy Fawkes. Entre 1599 y 1621 el Papa nombró
tres arciprestes, que, sucesivamente, gobernaron la perseguida Iglesia en
Inglaterra. En la relativa tranquilidad de que gozó el último de ellos,
Guillermo Harrison, se propuso realizar una incipiente restauración de la
Jerarquía. En 1623 fue establecido un Vicariato Apostólico a cargo de
Guillermo Bishop, quien designó un Deán con su Cabildo para que pudiera
suplir al Obispo Vicario en caso de ausencia; esta organización perduró
hasta 1688.
Carlos I (v.) subió al trono el 27 mar. 1625 y estaba casado con la
hermana menor de Luis XIII de Francia, que aun siendo católica, había sido
preferida, por motivos políticos, a una infanta española. Desde el
comienzo de su reinado se mostró menos anticatólico, y esto, unido a un
resurgir del catolicismo, dio lugar a una alianza entre los anticatólicos
y las fuerzas antimonárquicas, de carácter burgués y puritano. El 22 ag.
1642, Carlos I levantó su estandarte en Nottingham contra las fuerzas
parlamentarias, y la causa de los católicos se identificó con la del rey,
ya que no se permitía a ningún católico ser miembro del Parlamento. El
triunfo parlamentario y la ejecución del rey fue un nuevo revés para el
catolicismo. Durante el gobierno de Cromwell (v.) los católicos y los
monárquicos fueron perseguidos, sobre todo en Irlanda. Con la restauración
de la monarquía en 1660, los católicos sintieron algún alivio, pero sin
poder ocupar puestos de influencia. Por mediación de la reina, Catalina de
Braganza, Carlos II (v.) favoreció a sus amigos católicos, pero no al
catolicismo. Los últimos mártires murieron por injusta denuncia de un tal
Titus Oates, y aunque éste fue condenado como perjuro, la idea de un
catolicismo subversivo envenenó nuevamente a la opinión popular. Carlos II
m. el 6 feb. 1685, después de ser recibido en la Iglesia católica. Su
hermano Jacobo que le sucede profesa abiertamente la fe católica, igual
que su esposa, María de Módena. Con Jacobo II (v.) comienza la larga lucha
por la Tolerancia Religiosa en Inglaterra (v. v).
5. Emancipación del catolicismo. El 4 abr. 1687, Jacobo II proclama
su Declaración de Indulgencias, estableciendo la igualdad de todos ante la
ley, sin distinción de credo religioso. Pero esta proclamación no llegó a
ser ley, pues fue interpretada ante la presencia de un nuncio papal en
Londres, y la actitud de Jacobo favorable hacia el catolicismo, como un
ataque a la gran mayoría protestante del país. Con la noticia del
nacimiento de un heredero el 10 jun. 1688, las fuerzas políticas inglesas
se confabularon para derrocar al monarca católico, llamando a Guillermo de
Orange, el entonces campeón del protestantismo, casado con María, una de
las dos hijas protestantes de Jacobo II. A fines de ese mismo año, Jacobo
se vio forzado a abandonar Londres y vivir en el exilio en Francia.
Mientras tanto, se había reorganizado la Iglesia católica y el papa
Inocencio XI había creado cuatro Distritos o Vicariatos, cada uno con un
obispo, en Londres, Centro, Oeste y Norte. En el reinado de Guillermo y
María, que duró hasta el fin de siglo, los católicos de nuevo fueron
oprimidos. Pero ahora, frente a la Iglesia Establecida, se alzaban también
los elementos puritanos y presbiterianos (que se calificaron como
Noncomformists) y nuevas tendencias naturalistas y racionalistas,
sustancialmente opuestas a la doctrina cristiana. En 1700, el Parlamento
prohibió que la línea católica de descendientes de Carlos I pudiera ocupar
el trono. Se aceptó, sin embargo, a los Hannover descendientes de Isabel,
hermana de Carlos I. Pero es precisamente en este periodo cuando comienza
lentamente la verdadera emancipación de los católicos de un modo humilde e
insospechado. En la segunda mitad del s. xviii comienza el mejoramiento de
las condiciones, que coincide con una decadencia general del fervor
religioso y de la vida moral del país. Los sistemas políticos y
filosóficos, culturales y científicos ya no estaban ahora tan ligados a la
religión como en épocas anteriores. Pero desde 1758 a 1781, la actividad
del obispo Ricardo Challoner, en el Vicariato de Londres dejó una honda
huella. Además de solucionar el problema interno de los clérigos regulares
que atendían parroquias, estableció dos colegios para católicos y escribió
numerosos libros de gran valor apostólico y doctrinal. Entonces, el número
de católicos y de vocaciones había alcanzado su más bajo nivel, por la
indiferencia general y la influencia del racionalismo. En el anglicanismo
(v.) siempre habían coexistido tendencias más o menos próximas al
catolicismo original. La High Church conservó los sacramentos y la
liturgia, pero, en el s. XVIII, los «latitudinarios» se apartaron mucho de
esta teología, establecida en el siglo anterior. El predicador John Wesley
(1703-91; v.) desarrolló una asombrosa actividad evangelizadora y tuvo
gran número de seguidores que, contra los deseos de Wesley (quien siempre
se consideró anglicano), formaron un movimiento cristiano de estampa
netamente calvinista, que vino a llamarse metodismo (v.).
El reinado de Jorge III comenzó en 1760, siendo el primero de los
monarcas reconocidos de jure por la Santa Sede, una vez muerto el último
superviviente Estuardo en 1765. Los católicos admiraban a este rey por sus
principios cristianos, pero su conciencia no le permitió hacer concesiones
a la Iglesia católica por creer que ello iría en contra de su juramento de
coronación. Promulgó en cambio dos leyes -Relief Acts-, una en 1778 por la
que se permitía a los católicos comprar tierras y otra en 1795 por la que
se abolía la persecución del clero católico, con tal que jurase lealtad al
rey. Sin embargo, en los años que median entre las dos fechas, los
católicos tuvieron que sufrir las consecuencias de una reacción
anticatólica (los motines de Gordon) y disensiones internas. La tendencia
galicana de muchos católicos en el s. XVIII prefería desentenderse de la
acción directa de la Santa Sede, y esto retrasó la emancipación oficial y
la restauración de la jerarquía. El obispo John Milner del Vicariato
central, luchó eficazmente contra este espíritu galicano. La inmigración
de irlandeses, que comenzaron a llegar a Inglaterra para buscar trabajo,
suministró una buena base para la reorganización de la Iglesia católica,
reforzada por los innumerables sacerdotes y religiosos huidos de Francia
en tiempos de la Revolución. También un clima de mayor tolerancia
permitiría el establecimiento de conventos de religiosas dedicadas a la
enseñanza. Después de las guerras napoleónicas, los católicos, con apoyo
de fuerzas liberales, que en otros países fueron enemigas, lograron la ley
de la Emancipación. La Catholic Relief Bill de 1829 daba derecho a los
católicos a votar y ocupar puestos en el Parlamento. Esto también se logró
en parte por la Union Bill de 1800, por la que los irlandeses obtuvieron
una completa libertad para practicar la fe. Los efectos de esta liberación
política se hicieron notar lentamente, y al estar ya repartidos los
católicos entre los dos grandes partidos tradicionales, nunca se formó un
grupo político católico, mientras que los obispos siguieron, como hasta
entonces, dedicados a su labor espiritual, administrativa y pastoral.
6. Católicos tradicionales, irlandeses y conversos. A la Iglesia
católica del s. XIX venían a confluir dos corrientes, poco relacionadas
entre sí: los católicos tradicionales, que mantenían contacto con el
catolicismo francés y alemán, establecidos en el campo y pertenecientes en
su mayoría a la alta sociedad; y los católicos de la creciente masa
obrera, reforzados de continuo por la inmigración irlandesa, aun antes de
los años de «la gran hambre» (1841-45). Los católicos tradicionales eran
los sufridos sucesores de los que durante tres siglos perseveraron en la
fe, educándose en el extranjero, pagando multas, viviendo casi aislados de
la sociedad, pero paradójicamente con una gran conciencia patriótica.
Veían el catolicismo no como algo importado de Roma o de Irlanda, sino
como la religión verdadera heredada de sus antepasados. Cuando a
principios del s. XIX los jesuitas volvieron a Inglaterra fueron bien
acogidos entre esas familias de mayor influencia, mientras que los
Vicarios Apostólicos no les dieron demasiadas facilidades. El Colegio de
Stonyhurst que la Compañía fundó al estilo de los famosos Public Schools,
es un ejemplo del catolicismo inglés de las clases más acomodadas. La
influencia humilde pero eficaz de los inmigrantes irlandeses se dejó
sentir en las grandes ciudades y centros industriales, donde se produjo un
gran incremento de la población católica y muchas vocaciones de sacerdotes
y religiosos. Con la ascensión de Victoria (v.) al trono en 1837, la reina
se convirtió en un símbolo de G. B., con la unión y la adhesión del pueblo
y de la clase gobernante, sin distinción de raza o credo. Se llevaron a
cabo reformas sociales que tuvieron gran repercusión en la religión
anglicana. La boda de la reina con Alberto de Sajonia-Coburgo en 1839
influyó en una nivelación del anglicanismo con el protestantismo luterano,
con repercusiones políticas de tono liberal y antitradicional. Se advierte
una mejora en la moralidad pública, por lo menos en su aspecto externo, y
en la unidad de la familia. Como reacción a las corrientes protestantes
liberales dentro del anglicanismo, grupos importantes sintieron atraídos
por la Iglesia católica. Los primeros conversos, a partir de 1829, como el
arquitecto Pugin, se fundieron con los católicos tradicionales. Cuando el
Movimiento de Oxford (v.) de Newman (v.), Froude, Pusey, Keble, etc.,
empezó a extenderse, alcanzó los círculos de ministros anglicanos y
profesores de universidad, que hasta entonces habían mostrado abierta
hostilidad al catolicismo. Un buen número de ellos se convirtió, y forman
un tercer grupo, con una imagen distinta de los otros dos tipos de
católicos.
7. Restauración de la Jerarquía. El siglo XX. En 1840 Gregorio XVI
(v.) establece ocho Vicariatos Apostólicos, añadiendo Lancashire,
Yorkshire, Gales y Este a los cuatro existentes. En junio de ese mismo
año, Wiseman (v.) llegó de Roma como coadjutor del Distrito Central. Ante
el aumento considerable del número de católicos, y a pesar de la oposición
de católicos tradicionales (incluida la del card. Acton en Roma), Pío IX,
por la Carta Ap. Universalis Ecclesiae del 29 sept. 1850, restableció la
Jerarquía en Inglaterra (y Gales); erigió una sede metropolitana,
Westminster, y 12 obispados sufragáneos: Beverly, Birmingham, Clifton,
Hexham, Liverpool, Newport-Menevia, Northampton, Nottingham, Plymouth,
Salford, Shrewsbury y Southwark. El día siguiente Wiseman fue nombrado
Cardenal y Arzobispo de la nueva sede de Westminster. El tono entusiasta
con el que al partir de Roma anunció, «desde el puente Milvio», la
restauración de la Jerarquía católica, provocó protestas entre el clero
anglicano y miembros del parlamento inglés, que hablaron de una usurpación
de los derechos territoriales de la «iglesia establecida». Pero la
habilidad del card. Wiseman, ayudado por el prestigio personal de Newman
(v.) y más tarde por Manning (v.), pronto logró calmar la opinión pública.
Los primeros cardenales de Westminster se vieron rodeados en muchos
sectores por suspicacias y prejuicios insulares, pero tuvieron la
satisfacción de ver un florecimiento de la Iglesia, y una mayor acogida de
sus actividades, dentro del marco legal, con un influjo positivo desligado
de los partidos políticos.
En 1861 el título de Hexham se cambió por el de Hexham-Newcastle. El
1878, Beverley se dividió en dos: Leeds y Middlesborough. Ese mismo año (4
mar.) León XIII restableció la Jerarquía en Escocia, con las dos sedes
episcopales de St. Andrews and Edimburgh y de Glasgow. La primera con
cuatro diócesis sufragáneas: Aberdeen, Dunkeld, Galloway y Argyll and the
Isles. La sede de Glasgow no tenía sufragáneas, pero a partir de 1947 se
formaron las sedes de Motherwell y de Paisley.
Respecto a Gales, en 1882 se formó la nueva diócesis de Portsmouth
tomando parte de Southwark. En 1895 se constituyó a Gales como Vicariato
con un obispo como Vicario Apostólico. Dependía de la provincia de
Westminster, pero más tarde el Vicariato se convirtió en diócesis
sufragánea de Menevia, mientras que la antigua sede Newport-Menevia se
llamó Newport. En 1916 Benedicto XV elevó Newport al rango de Arzobispado
y vino a llamarse Cardiff, teniendo a Menevia como sede sufragánea; en
1987 se constituye Wrexham como otra sufragánea.
Mientras tanto en Inglaterra se dividió (1911) la Provincia
eclesiástica de Westminster en tres: Westminster, Liverpool y Birmingham.
Westminster se quedó con Northampton, Nottingham, Portsmouth y Southward
(y además Brentwood desde 1917). A Birmingham pertenecían Clifton,
Plymouth y Shrewsbury; a Liverpool, Hexham and Newcastle, Leeds,
Middlesborough y Salford (y también Lancaster desde 1924). En 1965
Southwark dejó de depender de Westminster para convertirse en una
Provincia con las diócesis de Southwark, Portsmouth y Plymouth, que dejó
de depender de Birmingham; añadiéndose Arundel and Brighton (formada con
parte de Southwark). En 1976 se formó la nueva diócesis de East Anglia,
desglosada de Northampton; y en 1980 la nueva diócesis de Hallam
(sufragánea de Liverpool) se formó con partes de Leeds y de Nottingham.
La Iglesia católica en G. B., entre los dos Conc. Vaticanos, ha
seguido paso a paso incrementando la aceptación y el reconocimiento
general de la nación, como un foco de luz ante el libertinaje materialista
y eficaz difusora de verdadera espiritualidad y humanismo cristiano. Los
intentos de aproximación del anglicanismo a la Iglesia católica, iniciados
ya en tiempos de Newman, se reanudaron esporádicamente con el ecumenismo
(v.) posterior al Vaticano II.
El 21 nov. 1938 la Santa Sede estableció una delegación Apostólica
para el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Esta
representación fue elevada a Nunciatura Apostólica el 17 enero 1982, poco
antes de la visita del papa Juan Pablo II a Gran Bretaña, nombrándose (22
febr.) Pro-Nuncio al hasta entonces Delegado Apostólico.
V. t.: EUROPA VII, 1; IRLANDA, REPÚBLICA DE V.
BIBL.: Una blib. completa y
clasificada hasta 1967 puede encontrarse en M. D. KNOWLES y G. CULKIN,
England, en New Catholic Encyclopedia, Nueva Uork 1967, V, 353, 369; L.
MACFARLANE, Scotland, ib. XII, 1229-1235. Además, como obras básicas
pueden consultarse BEDA, The Ecclesiastical History of the English Nation,
Londres 1954; P. HUOHEs, A History qf the Church, Londres 1956; A. ERHARD-W.
NEUSS, Historia de la Iglesia, 4 vol., Madrid 1962; VARIos, Historia de la
Iglesia católica, ed. BAC-4. vol., 4. ed. Madrid 1964; D. MATHEW,
Catholicism in England, Londres 1948; H. BELLOC, A shorter History of
England, Lonfes 1934; M. BUSCHKÜL, Great Britain and the Holy See
(1746-1870), Dublín 1982.
RICHARD A. P. STORK.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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