GRACIA SOBRENATURAL IV. La gracia en la vida moral y espiritual


Lo que caracteriza al cristiano es la situación nueva, por la que el hombre llamado por el Padre, salvado por el Hijo y regenerado por la fuerza transformante del Espíritu Santo, es elevado a un nuevo nivel de participación en la vida divina. Esa vida teologal que caracteriza el ser-cristiano se alcanza por medio de la gracia. De aquí que el crecimiento en la vida teologal se concrete en el crecimiento de la g., por la que el bautizado participa de la vida divina. Crecimiento de la g. es, pues, el desarrollo de todo el dinamismo de la vida sobrenatural: g. santificante, virtudes teologales, dones del Espíritu Santo, virtudes morales, es decir, todos los dones y virtudes, ya sean infusas o adquiridas.
     
      Las exigencias a un crecimiento en la vida teologal del bautizado se identifican con la llamada universal a la santidad. La nueva creatura, nacida no de la carne ni de la voluntad del hombre, sino del Espíritu (lo 1,13), debe desarrollarse hasta llegar a ser «hombre perfecto conforme a la medida de la plenitud de Cristo» (Eph 4,13). Los apremios a este desarrollo son frecuentes en la predicación de los Apóstoles. Los cristianos «dando frutos de buenas obras deben crecer en el conocimiento de Dios» (Col 1,10); «para no ser como niños fluctuantes», es preciso «crecer en la caridad de todos modos, asemejándose a Aquel que es la cabeza» (Eph 4,15). S. Pedro concluye su segunda carta con una llamada a que los cristianos no se debiliten en sus vidas, sino que crezcan en «la gracia y en el conocimiento de Cristo» (2 Pet 3,17-18). De este modo, a partir de la convicción del crecimiento en la gracia que connota el ser cristiano, los autores de ascética han estudiado las diversas etapas y edades de la vida interior, hasta el punto de hacerse clásica la división de tres «etapas» o «vías» en la vida espiritual.
     
      Los autores han elegido diversos baremos para caracterizar esa triple etapa. Algunos lo estructuran sobre el progreso en el amor, como culmen de la motivación del actuar cristiano. Conforme a este criterio normativo, los tres estadios de progreso se caracterizan por el temor, la esperanza y el amor (S. Basilio, Orígenes, S. Gregorio Nacianceno). Otros eligen como módulo la caridad (v.) más o menos perfecta con que se desarrolla la vida del cristiano, dando lugar a tres tipos de existencia cristiana designados, gradualmente, como principiantes, progredientes y perfectos (S. Agustín, S. Bernardo, E. Suso, S. Tomás). Finalmente, algunos Padres y autores espirituales han estructurado el crecimiento en la g. por las tres vías clásicas de la vida interior: vía purgativa, vía iluminativa y vía unitiva (cfr. J. Hausherr, La oración perpetua del cristiano, en Santidad y vida, Barcelona 1969, 148151; G. Thils, o. c. en bibl., 409-410; A. Tanquerey, Compendio de Ascética y Mística, París 1930, 232-238; S. Tomás, Sum Th. 2-2 q24 a9).
     
      Todas estas teorías, válidas en sí mismas, pues, de algún modo, explican los diversos grados de progreso en la vida de g., corren el riesgo de tomar como módulo un solo aspecto de la existencia cristiana, y no al hombre cristiano en sí mismo que trata de alcanzar la santidad, lo cual le lleva a parangonar su propia existencia con la persona de Cristo, dado que crecimiento en la g. es el desarrollo de la nueva vida como unidad totalizadora del ser-cristiano. Es decir, responde a la plasmación existencial de su ser. En este sentido, la ontología del cristiano (ser-en-Cristo) debe realizarse en una existencia cristiana (vivir-en-Cristo), ya que la santidad (v.) consiste en vivir el misterio de Cristo de forma tal que el cristiano cumpla en su existencia lo que es por naturaleza: ipse Christus (otro Cristo).
     
      Ahora bien, la g. actúa en el hombre a través de su propia psicología. «Lo sobrenatural, al realizarse en nosotros, afecta a nuestra psicología natural de una manera u otra. Es el tremendo problema de las relaciones entre ambos órdenes, planteado en esta encrucijada concreta del hombre. Naturaleza y gracia distintas y unidas a la vez en nuestro microcosmos humano. Porque la gracia no prescinde de nuestra psicología, sino que, al contrario, la supone y utiliza» (B. Jiménez Duque, o. c. en bibl., 5). De aquí se deduce que el crecimiento de la g. connote una elevación sobrenatural de todo el hombre. El cristiano es el hombre nuevo que tiene un modo novedoso de ser y de actuar. Ahora bien, cualquier tratado de Psicología, en un intento acabado de comprensión, se ve en la necesidad de dividir al hombre en tres grandes dimensiones: conocimiento, sentimientos y tendencias. En este sentido, el crecimiento en la g. lleva consigo un modo sobrenatural -teologal, desde Dios- no sólo de actuar (Col 3,17), sino de conocer, de querer y de sentir.
     
      a) Conocer: La g., por la virtud infusa de la fe (v.), eleva al entendimiento a la comprensión sobrenatural, por lo cual, tanto las verdades sobrenaturales, como cualquier otro conocimiento, se enjuicia desde un ángulo óptico que es el juicio de fe, que S. Pablo llama «inteligencia espiritual» (Col 1,9; Philp 3,8-10). El mismo Apóstol pide a los cristianos de Corinto que «juzguen espiritualmente» (1 Cor 2,14-15) y no conozcan a lo humano (2 Cor 5,16-17). Actitud que lleva a S. Juan a denominar «el prosperar en el alma, como andar en la verdad» (3 lo 1-4).
     
      b) Querer: También la voluntad del hombre, conforme crece en g., es elevada del querer instintivo y humano a un querer sobrenatural, de forma que los cristianos deben «poner el corazón en las cosas del cielo y no en la tierra» (Col 3,2), hasta que Cristo por la fe se posesione de sus corazones (Eph 3,17).
     
      c) Sentir: Finalmente, el cristiano ha de esforzarse, al ritmo de la g., «por tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Philp 2,5) y en desear «cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de puro, de amable, de laudable, de virtuoso y digno de alabanza» (Philp 4,8).
     
      De esta identificación psicológica del ser humano con Cristo, S. Pablo saca consecuencias que tocan las fronteras de una nueva ontología: el cristiano debe «revestirse interiormente de Nuestro Señor Jesucristo» (Eph 4,13) y esforzarse «hasta que Cristo se forme en él» (Gal 4,19), de modo que la razón de su propia existencia sea Cristo (Philp 1,21), hasta el punto que esa identificación sea tal, que pueda algún día decir: «no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).
     
      Esa plena identificación con Cristo es recogida por los místicos como el estadio último de la vida cristiana. Así lo describe S. Juan de la Cruz (v.): «De manera que ya el entendimiento del alma es entendimiento de Dios; y la voluntad de Dios; y la memoria, memoria de Dios; y el deleite es deleite de Dios; y la sustancia de su alma, aunque no es sustancia de Dios, porque no puede convertirse en él, pero unida a él y absorta en él, es Dios por participación de Dios, lo cual acaece en ese estado perfecto de vida espiritual, aunque no tan perfectamente como en la otra» (Llama de amor viva, cap. 2, n. 30). S. Juan de la Cruz señala como etapa final del crecimiento en la g. la identificación total con Cristo, de forma que todo en el cristiano es, de algún modo, divino: «Y así, todos los primeros movimientos de las potencias de tales almas son divinos, y no hay que maravillar que los movimientos y operaciones de estas potencias sean divinos, pues están transformados en ser divino» (Subida al monte Carmelo, 1. 3, cap. 2, n. 9).
     
      Ciertamente que este proceso ascensional de crecimiento en la g. y de identificación con Cristo no se alcanza plenamente en esta vida. La etapa terrena será el proceso gradual de purificación y crecimiento de la gracia. Ahora, «aún no se ha manifestado lo que hemos de ser». Sólo al final, «cuando lo veamos, seremos semejantes a Él» (1 lo 3,2).
     
      V. t.: CARIDAD 111; VIRTUDES; ESPÍRITU SANTO III; JESUCRISTO V; FILIACIÓN DIVINA; ASCÉTICA; MÍSTICA; CONVERSIÓN; PERFECCIÓN; SANTIDAD.
     
     

BIBL.: J. G. ARINTERD, La evolución mística en el desenvolvimiento y vitalidad de la Iglesia, 5 ed. Salamanca 206-247; R. BELLARMIN, Enfance et maturité spirituelle, «Supl. Vie Spirituelle» 34 (1952) 227-234; 1. E. D'ANGERS, Les degrés de perfection d'après Saint François de Sale, «Rev. d'Ascétique et de Mystique», 44 (1968) 11-31; A. GELIN, Vinvitation biblique au progrès, «Supl. Vie Spirituelle» 37 (1955) 451-460; F. DE LAVERSIN, Accroissement des vertus, en DSAM 1,138-166; B. LAVAUD, Principiantes, aprovechados y perfectos, «Teología Espiritual» 12 (1968) 255-267; B. JIMÉNEZ DUQUE, Teología de la mística, Madrid 1968, 222-347; G. THILS, Santidad cristiana, Madrid 1964, 409-435.

 

A. FERNÁNDEZ FERNÁNDEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991