GRACIA SOBRENATURAL I. Sagrada Escritura


Introducción. La palabra g. (del latín, gratus: agradable, grato, gustoso) tiene en castellano una amplia gama de sentidos: puede designar en efecto una cualidad intrínseca de una persona o cosa (a la que se califica como dotada de g.); una actitud de benevolencia y afecto (caer en g. a alguien); una actitud de gratitud y agradecimiento (dar las gracias), etc. En el trasfondo de esas diversas significaciones resuena un dato común: la palabra g. evoca siempre situaciones en las que el hombre se encuentra colocado ante lo bello o lo trascendente o implicado en situaciones de amistad y benevolencia, en las que está en juego no ya el cumplimiento de lo estrictamente debido sino lo gratuito, lo que es fruto o expresión de liberalidad y de amor.
     
      Es este matiz (presente no sólo en el castellano, sino, y precedentemente, en el hebreo, el griego y el latín) el que recoge el uso cristiano de la palabra g., uso tan amplio y desarrollado que puede decirse que ha llegado a ser el más típico del término. Por g. se entiende en la predicación y la dogmática cristianas los dones de Dios, y, más específicamente, aquellos dones que implican una especial gratuidad por ir más allá de lo que es proporcionado a la naturaleza, e implicar una especial benevolencia y amor divinos. La realidad y la noción de g. subyacen a todo el A. T., que nos habla precisamente de las intervenciones libres y gratuitas de Dios en beneficio del pueblo que había elegido y, a través del cual, preparaba la salvación de toda la humanidad. Pero se manifiesta sobre todo en el N. T., donde culmina la revelación del designio salvador de Dios. Jesucristo, «lleno de gracia y de verdad» (lo 1,14), revela en sí mismo a la g.: Él, que es la plenitud de la manifestación del amor divino, es la plenitud de la manifestación de la g. La g. es en suma el don de Dios que se entrega al hombre, gratuita y misericordiosamente, en su Hijo. Ésta es la idea capital que rige la síntesis siguiente. En conjunto, intenta dar una visión tripartita: el testimonio revelador de la Sagrada Escritura (1), el desarrollo doctrinal a través de los siglos (II) y las ideas principales que sirven de fundamento a la profundización sistemática de la gracia (III).
     
      I. SAGRADA ESCRITURA.
     
      1. Antiguo Testamento. 2. Nuevo Testamento. 3. Síntesis de la Revelación neotestamentaria.
     
      I. Antiguo Testamento. Desde el primero de sus libros, el A. T. define al hombre a partir, principalmente, de sus relaciones con Dios, y, después, de sus relaciones con el universo y con los demás hombres. El hecho de que el hombre sea creado a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26 ss.) determina el punto de partida de la antropología cristiana (V. HOMBRE III) y condiciona también la doctrina sobre la g. Ese dato nos dice, en efecto, que el hombre es capaz de relaciones personales con Dios. El resto del A. T. nos va a narrar precisamente las intervenciones sucesivas por las que Dios ha ido estableciendo una relación íntima con Israel manifestándosele como un Dios que lo ama con corazón de Padre (v. FILIACIÓN DIVINA). La elección (v.) de Abraham y de los patriarcas, la alianza (v.) establecida con Moisés, el culto establecido en el Templo (v.) de Jerusalén, las promesas hechas a través de los profetas (v.), el anuncio del Mesías (v.), son algunas de esas intervenciones divinas, que llevan al israelita a reconocer una voluntad divina, libre y amorosa detrás de todo lo creado, y a saberse objeto de un amor singular de Dios. .
     
      Dios, tal y como se revela en el A. T., es un Dios que da (natan) y esta acción implica el desarrollo de una noción de dádiva divina. Las dádivas o dones de Dios son descritos como favores, como benevolencia (hen y hesed). Originariamente, hen indicaba donaire, lindeza, complacencia, y hesed, más bien, una actitud de ayuda o un favor correspondiente a una relación de fidelidad; pero luego pasaron a significar más bien benevolencia y amor. Los Setenta, al traducir la Biblia al griego, tradujeron estos términos por cháris y con el significado antes indicado. De ahí pasó el vocablo al N. T., que lo emplea con gran frecuencia con esa significación y haciendo hincapié en el carácter de gratuidad.
     
      Trazando un breve panorama de los matices que subraya uno u otro libro veterotestamentario, podemos decir que la gratuidad es acentuación propia del Pentateuco y de los libros históricos. Los libros sapienciales subrayan más el matiz escatológico, mientras que los profetas y los salmos usan otro término para designar la misma realidad, resaltando la misericordia divina.
     
      Los sentimientos de misericordia y de amor con que los profetas (Is 49,15; 54,10; Ier 31,3.20; Os 7,13; 11, 1-9; etc.) y los salmos (36, 106,1; 117,2; 118,1-5; etc.) revisten a Yahwéh alcanzan a todo el pueblo de Israel considerado colectivamente y a cada uno de sus miembros en particular. La historia del pueblo judío muestra, una y otra vez, que Yahwéh es verdaderamente misericordioso (Ex 33,19) y bondadoso. La misericordia de Dios que llena la tierra (Ps 119,4) y que no se hace esperar se palpa con mayor evidencia en la vida de los hombres, es decir, en la respuesta que el hombre obtiene como fruto de sus oraciones. En el A. T. la oración es instrumento eficaz para alcanzar el favor de Dios (Gen 18,1733; 32,10; 1 Sam 12-20; 2 Reg 8,23-24; Ps 119,34; 51; Ier 15,10-21; 17,12-18; 20,7-18).
     
      En resumen, todo el A. T. nos dice que el desenvolvimiento de la historia de la salvación es la actitud misericordiosa de Dios hacia el hombre y la de éste ante su Creador: es una actitud condicionada por la necesidad que tiene el hombre de la ayuda divina, sobradamente evidenciada y demostrada en . cada renovación de la Alianza.
     
      2. Nuevo Testamento. Los temas vete rotestamentarios (bondad, misericordia, verdad, fidelidad, justicia, etc.) relacionados con la g. reaparecen en el N. T. aunque compendiados, por lo general, en los términos preferidos por S. Juan (ágape) y por S. Pablo (cháris). A la vez el N. T. completa esa doctrina dándole una orientación cristocéntrica -la g. aparece muchas veces como favor gratuito y misericordioso de Dios otorgado en Cristo- y manifestando que el contenido del don de Dios es la misma vida divina.
     
      a) Los escritos paulinos. La revelación de la g. fue realizada por Cristo mismo, al dársenos a conocer como Hijo de Dios que nos traía el don absoluto de la filiación divina (v. JESUCRISTO III; DIOS-PADRE; FILIACIÓN DIVINA). Por eso la primera fuente que deberíamos citar son los Evangelios; sin embargo, vamos a invertir el orden empezando por S. Pablo, cuya doctrina es riquísima y que fue probablemente quien introdujo el término cháris en la literatura cristiana; lo usa siempre en singular y con varios sentidos (hermosura, encanto, donaire, amabilidad: Col 4,6; reconocimiento: 1 Cor 10,30; beneficio: 2 Cor 8,1 ss.; carisma: Rom 12,6; Eph 4,7; apostolado: 1 Cor 3,10; benevolencia por parte de Dios o de Cristo: Rom 3,24; 4,4; 5,15; Gal 2,21; la g. sobrenatural dada al hombre -raras veces-: Rom 1,5; 2 Cor 1,12; 12,9).
     
      La acepción paulina más típica es la de favor de Dios que se manifiesta en los beneficios que otorga al hombre; de ahí que el énfasis recaiga sobre la gratuidad del amor misericordioso del Padre que perdona al hombre en su Hijo. El punto de partida de su doctrina es, a todas luces, soteriológico: no habla de la g. si no es en función de la muerte y resurrección de Cristo que libera al hombre del pecado. Si la muerte y resurrección de Jesucristo son pruebas fehacientes de la benevolencia y del amor de Dios por el hombre, de un amor eterno y gratuito del Padre y del Hijo por una criatura que no les merece, la cháris paulina es la designación de esa realidad. Su enseñanza, estrechamente ligada a la historia salvífica, se desarrolla a partir de Cristo y de Adán (Rom 5,12-21; 1 Cor 15,45-49; Eph 2,14-22); la clave de la doctrina de S. Pablo está en su constante ir del primer Adán al segundo Adán; de la humanidad caída en el primer hombre a la humanidad sobreabundantemente redimida en Cristo. El cristiano es un hombre nuevo -recreado en Cristo- incorporado por el bautismo al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia; y como tal hombre recibe una vida nueva. Las tres ideas que, según la mayoría de los especialistas, sintetizan y caracterizan esta nueva vida son: lo que S. Pablo llama vida en Cristo Resucitado, la participación en el don del Espíritu y el tema de la justificación regeneradora en la que se integran sus conceptos de santidad y justicia.
     
      1) La justificación regeneradora. Cristo es, dice S. Pablo, la plenitud de la manifestación de la g. de Dios: en Él se nos dan todas las cosas (Rom 8,32), en Él hemos sido comprados, liberados y rescatados (1 Cor 6,20; 7,23) de modo que nada puede separarnos ya de Él o de su amor (Rom 8,35-39). Cristo, manifestación plena del amor de Dios, obra en el hombre, a través de la participación en su muerte y su resurrección, una transformación inusitada. Estas dos ideas, a veces olvidadas, ayudan a entender el difícil tema de la justificación y su relación con la g. según S. Pablo.
     
      Porque un aspecto importante de la doctrina paulina de la g. descansa sobre su concepción de la justicia y de la justificación (v.). De toda esta amplia doctrina interesa ahora un punto que la mayoría de los estudios ponen de relieve: la indiscutible importancia que tiene la transformación o cambio interior -más allá del orden moral- que experimenta el hombre justificado, tanto en su dimensión de algo presente, aunque ya pasado, como en su proyección de santidad. El hombre viejo, «en otro tiempo extraño y enemigo», por sus malas obras y pensamientos, consepultado con Cristo, renace a una vida nueva: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,3-4). El hombre nuevo es llamado a ser santo, inmaculado e irreprensible delante de Dios (Col 1,22; cfr. Eph 2,1-6; Rom 5,8) y a despojarse del pecado.
     
      La realidad del hombre nuevo, aunque sea algo ya dado al creyente (Rom 5,1-19; 8,30) y que se continúa en el presente (Rom 3,24; 1 Cor 6,11), también es objeto de esperanza (Rom 8,18-24) que actualiza la justicia (la santidad) hecha asequible en Cristo. Santidad y justicia, santificación y justificación, son conceptos afines en S. Pablo, hecho que le permite asociar el don de Dios que transforma al pecador con la aceptación palpable en la vida de éste: «No es esto lo que vosotros habéis aprendido de Cristo, si es que le habéis oído y habéis sido instruidos en la verdad de Jesús. Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojaos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renovaos en vuestro espíritu y vestíos de hombre nuevo, creado según Dios, en justicia y santidad verdaderas» (Eph 4,20-24; cfr. 3,9-13).
     
      2) La vida del hombre nuevo. En muchos textos paulinos la fórmula «en Cristo Jesús» es significativa: In Christo Iesu es una frase que aparece y reaparece en S. Pablo (aproximadamente 165 veces): «Si alguno es en Cristo Jesús es nueva criatura, lo antiguo ha desaparecido, un nuevo ser ha venido» (2 Cor 5,17). En este sentido se pueden traer a colación numerosos ejemplos, pero no es necesario: casi siempre la frase se puede interpretar como indicio de una relación íntima y personal con Cristo. Esa relación -ontológica, creada, que supone más que una transformación ética- caracteriza la vida del cristiano en virtud, precisamente, de que la g. se perfila como participación en la muerte y en la resurrección de Cristo. La vida del Cristo Pascual (Rom 1,3-4) que el hombre se apropia en la fe y en el bautismo, es vida de resucitado comunicada por el mismo Cristo (Rom 6,1-11; 8,1; 1 Cor 1,30; Gal 3,28), de forma tal que lo que sucede (y sucedió) en Cristo, sucede en el cristiano.
     
      Esta especie de causalidad ejemplar viene confirmada indirectamente y completada por lo que puede llamarse causalidad eficiente de Cristo, que es siempre -de algún modo- señor de la gracia. Es el sentido atribuido a la frase «Cristo habita en nosotros» (Rom 8,9-11; 2 Cor 4,5-14; 13,2-5; Eph 3,16-17; Gal 2,19-21; 4,19-20; Col 1,27; Philp 1,21). Según estos textos, Cristo se une al bautizado como nueva causa eficiente, como nuevo principio de vida.
     
      En virtud de esta doble causalidad, se afirma que Cristo es el principio del ser sobrenatural del cristiano que se transforma en Él y se reconcilia con Dios Padre. Esta comunicación interpersonal de vida es al mismo tiempo eclesiológica: «Todos sois hijos de Dios por la fe de Cristo; pues cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo. Ya no hay judío o griego, siervo o libre, varón o hembra: todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,26-28). Tal es el alcance de la identificación que Cristo opera en el hombre justificado.
     
      3) La acción del Espíritu Santo. No es fortuito, pues, el aspecto liberador con que aparece la g. en los escritos de S. Pablo: la liberación del pecado es un paso necesario para la transformación en Cristo Jesús; sólo que esa transformación es obra del Espíritu Santo (Tit 3,4-6). No es casualidad que S. Pablo afirme: «El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rom 8,9). La vida en Cristo Jesús es un proceso de identificación realizado por el Espíritu divino que habita en el cristiano. Textos claves (Rom 8,14-18; 8,29; Gal 4,4-7; Eph 1,4-5) dan testimonio de la obra configuradora del Espíritu a través de la filiación obtenida por el Kyrios resucitado, con el beneplácito del Padre. De ahí también la necesidad y el sentido de la esperanza en la vida del cristiano, cuya liberación del pecado se actualiza solamente en la fe que obra por la caridad (Gal 5,5-6).
     
      b) Evangelios sinópticos. Los sinópticos -sin dejar de señalar el impacto transformador que sufren los discípulos al encontrarse con Cristo Resucitado- se centran más bien en la inauguración del Reino de Dios (v.) por Cristo (Le 11,20; Mt 4,17), resaltando la necesidad de una justicia interior para entrar y participar del Reino (Mt 5,20). Esta inmerecida posibilidad dada al hombre (Le 17,7-10) es g., es dádiva de Dios que Él da bondadosamente (Mt 20,1-16; 22,1-14; Le 14,16-24). La mayor g. es Jesús mismo que muestra, con la instauración del Reino, el amor de Dios Padre hacia todos los hombres (Mt 5,45) y la misericordia inagotable hacia ellos (todo el capítulo sexto de Le), que le llevan a perdonar todos los pecados (Mt 18,23-35; Le 15,12-32; 18,13 s.) y a alegrarse de su conversión (Le 15,10.32), a la vez que la exige (cfr. Mt 4,17). Los Hechos muestran a los discípulos en una comunidad (Act 2,42-46) que pertenece al Resucitado.
     
      cl Las Epístolas de S. Pedro. S. Pedro (que emplea 12 veces la palabra cháris en su la epístola) enseña también que la salvación es una g. traída por los padecimientos y la muerte de Cristo (1 Pet 1,10.13.18). El cristiano es hijo de la obediencia de Cristo, coheredero de la g. de la vida (1 Pet 3,7). S. Pedro esboza y resume la doctrina ya en la primera epístola: La resurrección de Cristo regenera, es decir, engendra al hombre a una nueva vida (1 Pet 3,4); esta vida que comienza en el bautismo es una vida incorruptible (ver. 22-23). Es en su segunda carta cuando la idea logra su expresión más feliz y fundamental para la teología de la g.: «Pues su divino poder nos ha conferido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina (theías koinonoi phiseos) huyendo de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia» (2 Pet 1,3-4). La «participación de la naturaleza divina» ha sido interpretada casi siempre como incorporación a la vida divina misma, y como comunión con la Trinidad; en este sentido -superando las polémicas sobre el texto- podemos decir que la g. llama al hombre y le hace capaz del fin y del cumplimiento de la vocación cristiana, capaz, precisamente, de participar de la naturaleza divina.
     
      d) Los escritos joánicos. S. Juan parte en su enseñanza de la Encarnación del Verbo: llega al Verbo a través de la carne de Jesucristo. Su preocupación fundamental es discernir la persona sobrenatural de Jesús, el bien salvífico que otorga a los hombres y la manera que éstos tienen de apropiárselo (M. Meinertz, o. c. en bibl., 553 ss.). San Juan es explícito: «Éstas (las cosas escritas en su evangelio) lo han sido para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (lo 20,31).
     
      1) Jesús como vida. Al Hijo, el Padre le concede tener la vida en sí mismo (lo 5,26; cfr. 6,38-40.46-57; 12, 47-50); Él es efectivamente la vida (1 lo 1,1-2; 5,11-12; lo 1,4; 11,25-26; 14,6) y ha venido para que la tengamos en abundancia (lo 10,17). La predicación misma de Jesús a sus discípulos lo confirma (cfr. el sermón eucarístico: cap. 6; las parábolas del buen pastor y de la vid y los sarmientos: cap. 10 y 15; toda la oración sacerdotal: cfr. cap. 13 a 18).
     
      2) La permanencia en la vida divina, otorgada por Jesús. De hecho nosotros vivimos por Él, por Jesús, el Unigénito de Dios (1 lo 4,9). Ésta es la gran prueba del amor de Dios por el hombre (lo 3,16); su amor es tan misericordioso e inagotable que S. Juan llega a decir que Dios es Amor (1 lo 4,8). La imagen de la vid y los sarmientos es paradigmática en un doble sentido: Cristo es la fuente, el origen de la verdadera vida, del mismo modo que es luz, verdad y vida; se alude no sólo a una posible relación íntima con Cristo sino a un estado de unión que perdura en cuanto que Cristo permanece en el creyente y éste en Cristo (cfr. lo 6,56; 14, 10.20.23; 15,9-10). Un resumen admirable de este aspecto de la doctrina se hace en lo 17,20-26.
     
      El Verbo irrumpe en la vida del hombre con la vida de Dios; el hombre se relaciona con Dios a través de la fe (lo 3,14; 5,24-25; 6,47.53.54.56; 10,10), del bautismo (3,5-8), de la eucaristía (6,51-58) y, en definitiva a través de Cristo, el plenum gratiae et veritatae (lo 1,14). La unión que S. Juan describe se realiza como «unión en el conocimiento»: la vida nueva implica y garantiza el acceso al Padre, conocer efectivamente al Padre y al que Él envió (lo 17,1-3). Este modo iluminado de existencia que M. Schmaus (o. c. en bibl., 49) acertadamente llama de recíproca in-existencia (In-existenz), supone que la vida aludida es actual y es futura porque en S. Juan vida y vida eterna son sinónimos y equivalen a la idea de Reino en los Sinópticos.
     
      3) La realidad divina comunicada al hombre. La realidad de la vida eterna en el hombre está ya presente en él, es una realidad interior y es, propiamente, la vida de la g.; su interioridad es el fundamento ontológico (Lagrange, Baumgartner y otros) de la interioridad del Reino, de lo que explica la nueva vida (lo 3,5.8), de la nueva manera de vivir de los hijos de Dios. Pero nótese que la presencia de Dios en el hombre es como un principio de acción; la fe (1 lo 5,13), la huida del pecado (1 lo 5,18), el amor fraternal (1 lo 4,16) son signos y efectos de su presencia. Su presencia -la del Padre y la del Hijo- es la irrupción de la vida eterna. No es nada fortuito que algunos (cfr. M. E. Boismard, o. c. en bibl., 377-379; 381-388) hayan podido decir que la comunión con Dios (1 lo 1,5-7), la inmanencia de Dios en los fieles, el nacimiento ex Deo (lo 3,5; cfr. Tit 3,5) -habría que añadir el mismo don de la vida, el paso del pecador de la muerte a la vida en el sentido descrito en Ap 3,1-2; lo 5,24; 1 lo 3,14-16- y el conocimiento de Dios designan también la vida eterna, aunque bajo aspectos diferentes.
     
      De modo que la unión con Dios a través del Verbo hecho carne condiciona la unión con los demás y entre los demás fieles; y la inmanencia de unos en otros es una relación duradera -una presencia de, una existencia en- de la Trinidad y el hombre. S. Juan también nos habla del Espíritu Santo como principio de vida divina en el hombre (1 lo 3,9; cfr. 3,24; 4,13). Por el Espíritu el hombre renace (lo 3,3-8) y por el Espíritu guarda los mandamientos que le hacen permanecer en Dios (1 lo 3,21-24). S. Juan ve la participación de esta vida trinitaria como favor gratuito y amoroso que culmina con la filiación divina (v.), con «que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos» (1 lo 3,1). En torno al concepto de filiación en Cristo, a través del Espíritu, S. Juan subraya su aspecto de poder otorgado al hombre por la Encarnación del Verbo: «a cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios» (lo 1,12).
     
      El nacimiento ex Deo en S. Juan es una verdadera regeneración de la vida divina, totalmente distinta de la vida natural. De allí que «nacer de Dios» sea «ser de Dios», que el «nacido de Dios» se abstenga de cometer el pecado y deba obrar como Dios obra, amar como Él ama. Tiene sentido decir que Dios ama al hombre, para que el amor sea en él lo que es en Dios. Esta concepción dinámica de la vida divina en el hombre es fundamental para entender lo que S. Juan nos dice de la gracia.
     
      3. Síntesis de la Revelación neotestamentaria. El sentido primordial de la palabra g. como favor, benevolencia, o amor de Dios, otorgado gratuitamente al hombre en la muerte y resurrección de Cristo, orienta hacia la realidad personal, hacia el tú divino. La orientación es importante porque el hombre no puede recibir mayor favor o beneficio que la propia realidad de Dios. El don sobrenatural otorgado al hombre, la g., en su sentido más profundo es Dios mismo, que se nos da en Cristo, la plenitud de la Revelación de Dios. Si S. Pablo alude al favor gratuito es porque sabe que el don por excelencia es Dios (cfr. Rom 5,15), que Dios da la g. que enriquece sobremanera (cfr. 1 Cor 1,5). El testimonio de S. Juan lo confirmas¡ la vida de la g. es manifestación del amor de Dios es porque Dios es amor. De manera que todo favor o beneficio, toda magnanimidad o benevolencia, adquieren una dimensión insospechada cuando se entienden como realidad personal, radicalmente referida a las Personas divinas.
     
      A la vez se nos dice que la g. es una realidad objetiva, un don sobrenatural individual interior al hombre. El testimonio petrino es importante para este aspecto y ya se vio que no es el único. Podemos decir -y esta afirmación será retomada en la síntesis final: v. III- que es porque Dios quiere comunicársenos en una relación personal por lo que nos eleva, haciéndonos nacer a nueva vida.
     
      Digamos, finalmente, que la g. es otorgada por Cristo que viene a redimir del pecado: la g. tiene una función salvífica, sanante, redentora. Cristo glorificado, nos dicen S. Juan y S. Pablo, es el origen de la vida del cristiano, pero mientras que el último centra su enseñanza en la unión con el Cristo muerto y resucitado, el primero subraya la unión con la carne del Verbo. S. Juan marca menos que S. Pablo los dos estadios por los que pasa el hombre justificado -de la esclavitud del pecado a la libertad de la vida divina- aunque lo implica en varias ocasiones, al hablar del paso de la vida a la muerte (lo 5,24; 1 lo 3,14; cfr. lo 3,16; 5,21; 8,51; 11,25-26) para el que efectivamente cree en Cristo.
     
     

BIBL.: v. III.

 

MANUEL JOSÉ RODRÍGUEZ M.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991