Gracia SobrenaturalI. Desarrollo Histórico-doctrinal.
 

1. Ideas generales de la doctrina patrística. 2. El pelagianismo. 3. Fundamentos del planteamiento agustiniano. 4. El Conc. de Cartago. 5. El semipelagianismo y el Conc. de Orange II. 6. La elaboración teológica de S. Tomás de Aquino. 7. El pensamiento protestante y el Conc. de Trento. 8. La doctrina bayanista. 9. Controversia de auxilüs. 10. Jansenismo. 11. La renovación del tema en los siglos XIX y XX.

Ningún trasunto histórico determina la verdad de las formulaciones dogmáticas, pero sí puede contribuir a la inteligencia de las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia. El contexto histórico en que se desenvuelve la formulación dogmática de una verdad ayuda a entender los dogmas -vinculantes para todas las épocas- a la vez que hacen comprensible la asistencia del Espíritu Santo en el progreso homogéneo y continuo de la fe. El presente desarrollo no quiere fijar la doctrina en un tiempo determinado ni insinuar que el enfoque histórico es lo único capaz de hacer más asequible el dogma; sencillamente quisiera iluminar el trasfondo de la Tradición y del Magisterio para así contribuir a una mejor comprensión de su enseñanza homogénea.

1. Ideas generales de la doctrina patrística. En los Padres, tanto griegos como latinos, el testimonio bíblico es el punto de partida para la explicación teológica de la g.; explicación que desarrollan con la ayuda de una concepción más o menos desarrollada del ser del hombre. La inmensa mayoría de los PP. acuden también a la filosofía de la participación (v.), y con este presupuesto de cuño platónico, la especulación sobre la g. -especialmente la de los griegos- encuentra un cauce apropiado en la doctrina de 'la «divinización» o «deificación»: la g. es vista como santificación ontológica, profundizando en los escritos joánicos (como hacen predominantemente los griegos) o en los paulinos (como ocurre en S. Agustín y sus seguidores).

Esa distinción de matices no es absoluta, y se entrecruza en muchos puntos. Por lo demás ya desde el s. II toda una línea patrística desarrolla y fundamenta la doctrina sobre la divinización del hombre; concretamente, la doctrina del Pastor de Hermas (v.) y de la segunda epístola clementina (v. CLEMENTE i) relacionan la pérdida de la g. con el pecado. Por lo general, los autores del s. II hablan de la g. cuando se refieren al bautismo y, en consecuencia, se fijan en la g. que remite los pecados y en el don del Espíritu Santo. S. Ireneo de Lyon (v.) insiste de modo especial en la renovación del hombre por el don del Espíritu (Démonstration de la prédication apostolique, Sources chrétiennes, París 1947 ss., 3,5,7); insistiendo en que el don de las tres Personas divinas regenera y renueva al hombre. Orígenes parte también de la g. bautismal, con un tono muy paulino: la g. es una muerte y una resurrección con Cristo (In Ex., hom. V,2: Griechischen Christlichen Schriftsteller, Leipzig 1897 ss., V1,186), una participación en la naturaleza divina por la caridad, por el Espíritu Santo que se ha derramado en nuestros corazones (Comm. Rom. IV,9: PG 14,997).

Los fundamentos de la doctrina de la deificación se encuentran en la Encarnación del Verbo, y los Padres insisten en que É1 es el principio de divinización y de filiación adoptiva. Ya en la época apostólica, S. Ignacio de Antioquía (v.) en su carta a los Efesios (RJ 40) ve al hombre como imagen y portador de Dios, en cuanto lleva a Cristo grabado en su ser; y S. Clemente Romano parece hablar, en su carta a los corintios, de lo que hoy llamamos efectos de la gracia. Clemente de Alejandría (v.) fue el primero en emplear el término deificación (theopoíesis), mientras que las enseñanzas de S. Ireneo y de Orígenes constituyen los primeros intentos, más o menos sistemáticos, de dar una visión global de la doctrina.

El hombre, compuesto de cuerpo, alma y espíritu (según S. Ireneo), pertenece a Cristo, es de Cristo (el espíritu se entiende aquí referido al Espíritu Santo o bien a lo que produce en el alma: cfr. Adversus haereses, PG 7,11,1138; PG 7,1,959). El Espíritu hace del hombre un ser perfecto y espiritual (ib., PG 7,11,1138; 1141-1142; 1144-1145); de hecho ésta es la meta del hombre, crecer hasta participar lo más posible de la perfección de Cristo (ib., PG 7,1,835-836). Para S. Ireneo, este crecimiento es indicio de que existe una relación con Dios en cuanto que Creador del hombre y otra que se adquiere en la filiación divina y en el tránsito de la imagen a la semejanza (ib., PG 7,II,1167-1168; 1179-1181).

Orígenes (v.), por su parte, conjuga sabiamente los aspectos fundamentales del testimonio joánico y del paulino para subrayar el papel que Dios tiene en la santificación del hombre (RJ 465) y habla de la g. como de una participación del Espíritu Santo.

La deificación es doctrina común a partir del s. iv, tanto que S. Atanasio (v.), S. Gregorio de Nisa (v.) y los otros Capadocios se basan en ella para discernir la divinidad del Espíritu Santo (cfr., p. ej., S. Atanasio, 1 ad Serapionem, PG 26,537-539).

En general, se dice que el meollo del tema de la g. como don creado no es resuelto por los PP. griegos: preocupados principalmente por el tema del gnosticismo (v.), presentan la doctrina de la deificación como un proceso en el que Dios diviniza al hombre, sin detenerse a analizar los efectos ontológicos e inherentes al alma de esa acción, y subrayando más bien los místicos. No obstante, tienen el mérito de profundizar en un contexto sacramental, cristológico y trinitario.

Los PP. latinos, probablemente más influenciados por las corrientes estoicas en boga, optaron por una visión moral en cuanto que orientan sus especulaciones por el cauce de la acción del hombre, por su modo de obrar.

Tertuliano (v.) hablaba ya de la fuerza de la gratia divina (RJ 348) y S. Ambrosio (v.) la llamaba señal espiritual (De Spiritu Sancto, PL 16,752). Sin embargo, lo que verdaderamente contribuyó al desarrollo de una doctrina teológica más acabada fue la controversia pelagiana en la que destacó el pensamiento de S. Agustín.

2. El pelagianismo. La predicación de Pelagio (v.), iniciada en Roma a principios del s. v, es, de raíz, un rigorismo moral que exige una reforma completa de las costumbres y que desató una prolongada lucha de hondas repercusiones. La primera etapa, que va del 401 al 417, tuvo como protagonistas a S. Agustín, al papa Inocencio I, a Celestio y al propio Pelagio. La segunda etapa se caracterizó por la defensa de Pelagio y culminó con la carta Tractoria del papa Zósimo y el Conc. de Cartago (418). Pelagio desapareció y murió después de aquel año y Celestio prosiguió con la propagación de su doctrina. La polémica se recrudeció con las hostigaciones del sutil obispo de Eclana, Julián, apoyado por otros obispos; son precisamente los repetidos ataques de Julián de Eclana los que motivaron algunos de los últimos escritos de S. Agustín sobre la gracia.

Los pelagianos están convencidos de la posibilidad «natural» de llegar a un estado de impecancia, por una parte; y por otra, de la existencia de una fuerza innata que radica en la libertad humana. La libertad, que en realidad no fue afectada por el pecado de Adán -dicen-, fundamenta la responsabilidad del hombre, que no necesita de la ayuda de Dios para obrar: basta con obrar porque la ayuda de Dios es efectiva o, dicho de otra manera, Dios ya ayudó al hombre al concederle la libertad. La decisión -para el bien- depende de su sola libertad.

Pelagio distingue claramente entre el posse, el velle y el esse. El posse es la libertad, la g. por excelencia, el poder humano para hacer el bien. El velle y el esse se refieren al querer y a la realización del bien. El libre albedrío se entiende como una g. original de manera que el uso de ese poder conferido por Dios depende totalmente del hombre. Como consecuencia, Pelagio niega la necesidad de un auxilio divino interior a la voluntad del hombre para cumplir la ley de Dios. Reconoció la intervención de la g. en el bautismo y en la penitencia de los adultos como una intervención que misteriosamente sana al remitir los pecados, pero no admitió la g. en el sentido de auxilio interior: según él, tal concepción es incompatible con la plenitud de libertad que supone en el hombre y con la misma voluntad de Dios, que no puede tener preferencias.

Pelagio, en el fondo, niega la hondura de la libertad (v.) del cristiano porque reduce las relaciones entre el hombre y Dios a una observancia jurídico-moral y la vida virtuosa a una ética natural con fundamentos teístas, a una afirmación de autosuficiencia que desdibuja no sólo la fragilidad de la condición humana sino también su verdadera comprensión. Ni S. Pablo ni S. Juan podrían servir de base a esta doctrina.

3. Fundamentos del planteamiento agustiniano. S. Agustín (v.) es el gran opositor de Pelagio. Conocedor profundo del hombre, su punto de partida supone una antropología más realista y no menos exigente.

Desde los Diálogos de Cacisíaco, S. Agustín se plantea el tema del hombre fundamentalmente a partir de la búsqueda de la verdad y de la felicidad: ningún bien perecedero por excelso que sea puede hacernos felices; la felicidad se encuentra en Dios que es la verdad suprema. Si el hombre pudiera ser feliz sin el conocimiento de la verdad, bien pudiera dispensarse de buscarla (cfr. PL 32,908). El personalismo de este planteamiento -búsqueda y encuentro entre el hombre y Dios- es totalmente compatible con la visión histórica, individual y zolectiva, de las obras posteriores: el hombre vive, existe, se desenvuelve en una historia concreta, que se inició con el acto creador de Dios y que culminará con la Resurrección y el juicio final.

La teología agustiniana de la g., basada en el hombre caído y pecador (necesitado, por tanto, de la ayuda divina) y en el principio de la soberanía de Dios, muestra la g. de Cristo como un principio de acción y de libertad (sobre todo de liberación espiritual). Esta doctrina supone, además, un profundo conocimiento de S. Pablo y de S. Juan, en quienes profundiza con ayuda de la teoría de la participación de la metafísica neoplatónica. Por lo demás, S. Agustín acepta la doctrina de la deificación y la reelabora, ante la amenaza pelagiana, desde el punto de vista antropológico.

En su raíz profunda, la antropología agustiniana reivindica al hombre. Ante Dios y ante sí mismo, el hombre caído está sometido a la concupiscencia y al pecado; ha perdido la libertad en el sentido de poder amar el bien y de cumplirlo. Precisamente a partir del pecado de Adán y Eva, la intervención de Dios en la historia para conducirla hacia sus fines es más necesaria (cfr. De Correptione et Gratia, PL 44,942-944; De Praedestinatione Sanctorum, PL 44,970,983; De Gratia et Libero Arbitrio, PL 44,905-907). Que el hombre pueda elevarse y de hecho se eleve por encima de sus posibilidades, es obra de Dios. De modo que la historia, en definitiva, no es más que la manifestación de la misericordia de Dios (cfr. Ad Simplicianum, PL 40,124-125; De Correptione et Gratia, PL 44,923).

Con estos elementos S. Agustín intentó un difícil equilibrio dándonos una visión rica y dinámica de la g.: la g. de Cristo justifica al pecador devolviéndole la libertad, devolviéndole el amor al bien. Así se inicia un proceso de elevación hacia Dios. El inicio propiamente dicho es el bautismo: por él, el hombre pecador se incorpora a Cristo y a la Iglesia, se convierte en hijo de Dios y en Templo del Espíritu Santo.

La doctrina que S. Agustín desarolla con ocasión de la polémica contra los pelagianos se encuentra, principalmente, en las siguientes obras: De Natura et Gratia, De Gratia Christi et de Peccato Original¡, Contra duas epístolas pelagianorum, Contra Julianum, De gratia et libero arbitrio, De correptione et gratia (todas en PL 44). Los puntos claves de este desarrollo sintetizan su pensamiento sobre la necesidad y gratuidad de la g. (v. 111, 3, 5), sobre su existencia y naturaleza (v. 111, 2), y sobre las relaciones entre g. y libertad (v. 111, 7). Se puede afirmar que S. Agustín desarrolla el concepto y la dinámica de lo que hoy se denomina g. actual, a la vez que demuestra su necesidad. El hombre justificado siempre tiene necesidad de la ayuda actual de Dios para la ejecución de las obras saludables y para perseverar en la justicia o en el bien; de modo que -supuesta la iniciativa divinael hombre coopera con ella para la consecución de la felicidad y de la perseverancia, que también es -don divino.

4. Los Concilios de Cartago y Orange. La teología de S. Agustín es, prácticamente, la base de las enseñanzas del Conc. provincial de Cartago. El magisterio autoritativo, que ya se había pronunciado anteriormente (con la carta de Inocencio I a un sínodo en Milevi y -no autoritativamente- en el concilio cartaginés del 411), culminó una de sus etapas respecto de la doctrina pelagiana con su condena en el a. 418. Los seis primeros cánones están dedicados al pecado original y a la g., y los dos últimos, al hecho de que somos pecadores. Dogmáticamente, el Conc. de Cartago define la realidad del pecado de Adán y su trasmisión (1-2) y la necesidad de la g. (3-5), enseñando, además, su carácter interior: la g. que remite los pecados cometidos, que también es adiutorium para no pecar más, que da el amor al bien y el poder de hacerlo, es absolutamente necesaria para cumplir los mandamientos divinos. Los dos últimos cánones (7-8) rechazan la tesis pelagiana de la impeccantia (Denz.Sch. 222-230).

La doctrina definida en Cartago sería completada un siglo después en el Conc. II de Orange, que resuelve y dirime una larga controversia. a) Los orígenes de la controversia. El papa Zósimo dudó en aprobar el Concilio, pero finalmente las decisiones de Cartago fueron aceptadas por la Iglesia universal. Sin embargo, en el sur de las Galias algunas afirmaciones de S. Agustín suscitaron dudas, especialmente entre 1. Casiano (v.) y sus allegados, sobre los que ejercía una gran influencia.

Casiano defendía en sus Collationes que el inicio de la fe está en manos del hombre, e igualmente la preparación a recibir la gracia. La tesis contradecía la doctrina de S. Agustín: incluso el initium fidei y la buena voluntad son dones de Dios (cfr. Ad Simplicianum, del a. 397). Según la doctrina agustiniana, la g. previene todo merecimiento humano (carta a Sixto, a. 418), pero Casiano y Gennadio de Marsella temían que de ese modo se pusiera en peligro el libre albedrío a la vez que hacía inútil la corrección.

Próspero de Aquitania e Hilario de Arlés informaron a S. Agustín del nuevo peligro y éste escribió, entre el 428 y el 429, De praedestinatione sanctorum y De dono perseverantiae. En las dos obras S. Agustín se mantuvo firme en la defensa de su doctrina sobre el initium fidei, sobre la gratuidad de la g., sobre la perseverancia y la predestinación. Próspero de Aquitania continuó con la polémica, escribió contra «los marselleses» su Carmen de ingratis (a. 430) y obtuvo en el 431 una carta del papa Celestio a los obispos de las Galias (Denz.Sch. 237) en alabanza de la doctrina agustiniana. En el 434 S. Vicente de Lérins (v.) intervino con su Comunitorim, en realidad menos agustinista de lo que se piensa (salvo en los capítulos 25 y 28). La lucha cesó en las Galias a la muerte de Casiano.

b) La doctrina semipelagiana. La doctrina de Casiano, no obstante, pervivió en Fausto, obispo de Rietz a partir del a. 462. Y es Fausto de Rietz -que había estado en Lérins- el verdadero fundador de lo que más tarde (s. xvi) se denominó semipelagianismo (v.). Fausto escribió un opúsculo titulado De gratia que Fulgencio de Ruspe (v.), ya en el s. vi, refutó con tesis del agustinismo riguroso.

Los semipelagianos admitían la existencia del pecado original y la necesidad de la g. para los actos que conducen a la salvación, pero queriendo afirmar la libertad intentaron hacerlo por la vía -equivocada- de postular algunos momentos del obrar humano que estarían separados del auxilio divino (parece en suma como si pensaran que la g. destruye la libertad). De esa forma, en última instancia, vienen a decir que son los hombres los que se predestinan a sí mismos de modo que la perseverancia final no es un don especial de Dios sino fruto del esfuerzo humano; Dios aguarda la buena voluntad de los hombres que pueden, solos, realizar el initium f ¡dei, es decir -según los pelagianos-, el deseo de salvación, su búsqueda, la oración, todos los demás actos preparativos de la fe e incluso la fe misma, así como se da en el estado inicial del convertido. El error semipelagiano versa, pues, sobre la fe misma, y en la práctica, reduce la predestinación (v.) a presciencia divina (v. DIOS IV, 13).

S. Agustín -queriendo salvaguardar contra. los pelagianos la gratuidad absoluta de la g. y su eficaciapuso de manifiesto que libertad y g. no se oponían, sino que al contrario la g. fundaba la libertad. Sin embargo, en otros puntos no fue tan feliz, y en ocasiones parece tender a restringir la voluntad salvífica de Dios en detrimento de su universalidad y de la g. suficiente. Sin embargo, tampoco es fácil emitir un juicio sobre el sentido de la doctrina de S. Agustín, no sólo por la ausencia de sistematización de sus escritos, sino también por las dificultades del problema. Las directrices de su pensamiento son expuestas más adelante (v. III, 5).

c) La condena del semipelagianismo. Cesareo de Arlés (v.), monje de Lérins precisamente y obispo de Arlés, preparó y presidió el Conc. II de Orange en el año 529 (Denz.Sch. 370-397).

El Arausicano II es un Concilio provincial reconocido por Bonifacio II (a. 531) y citado por Trento; trata del pecado original, de la g. y de la predestinación. En los dos primeros anatemas del pecado original repite a Cartago con terminología más precisa. Sobre la g. enumera las causas de su necesidad, su función antes, durante y después de la justificación a la vez que expone su función universal. La g. hace que podamos invocar a Dios (can. 3); de la g. viene: el deseo y la voluntad de ser limpios (can. 4); el initium fidei y el credulitatis afectis (can. 5); todo esfuerzo hacia la fe (can. 6); todo acto saludable (can. 7); toda preparación (can. 8 y 12) y todo merecimiento (can. 18). Los ocho anatemas y las ocho afirmaciones siguientes confirman que la iniciativa de la salvación viene de Dios y que ningún bien saludable se da sin la gracia. Las 17 sentencias de S. Agustín y de Próspero de Aquitania que se añaden a continuación aclaran y explican lo anterior. La conclusión (Denz.Sch. 397) repudia todo predestinacionismo al mal y proclama el poder de salvarse libremente que tienen todos los bautizados. El Arausicano II, en definitiva, consagra el agustinismo moderado.

5. El predestinacionismo. Error que se sitúa en el extremo opuesto del pelagianismo es el predestinacionismo. Habiendo tenido manifestaciones precedentes, resurge en el s. ix en una doctrina atribuida al monje Gottschalk o Godescalco (v.). Según los predestinacionismms, Cristo muere sólo por los elegidos; por lo demás, niegan en sus restricciones la existencia de la libertad después del pecado. El Conc. de Kiersy-sur-Dice, hoy simplemente de Quiersy (a. 853), condenó esta doctrina en cuatro polémicos capítulos conocidos como capítulos carisíacos (Denz. Sch. 621-624). En realidad, los dos últimos cap. son claros y precisos: en el 3 se afirma la voluntad salvífica universal de Dios y en el 4 la unifiversalidad de los padecimientos y de la muerte de Cristo. Salvados los escollos del Conc. de Valence III (a. 855; Denz.Sch. 625633), la cuestión quedó zanjada en el II Conc. de Toul (a. 860): se evitó hablar de doble predestinación y se afirmó rotundamente que Cristo murió pro omnibus mortis debitoribus (v. PREDESTINACIÓN).

6. La elaboración teológica de S. Tomás de Aquino. a) La teología escolástica. Durante los siglos siguientes, la figura de S. Agustín sigue dominando el panorama de las discusiones sobre la gracia. Su doctrina constituye el punto de partida, cuando no la inspiración, de la mayoría de los planteamientos; no obstante, las elaboraciones doctrinales de los s. XI y XII delineaban ya un cambio de actitud y vislumbraban la importancia que la filosofía aristotélica tendría en el s. XIII, para clarificar la doctrina sobre la gracia.

La necesidad de concebir la Teología como ciencia (en el sentido aristotélico) obligaba a una sistematización que se aspira a alcanzar dentro de la profunda conciencia religiosa que caracteriza a toda la época. Por lo demás, la autorrevelación de Dios obliga a una configuración completa de la existencia, a referir a Dios la propia vida y el universo entero. Lo intentan realizar las Summas y las síntesis de Alejandro de Hales (v.), de S. Buenaventura (v.), de S. Tomás (v.), etc., con sus construcciones filosófico-teológicas, en las que se desea ofrecer una síntesis que exprese, al menos en sus líneas generales, las implicaciones de una visión cristiana del inundo y de las cosas. El intenso anhelo de verdad y de fidelidad a la fe que caracterizó a los Padres -y en concreto a S. Agustín, con quien la escolástica entronca muy directamente en el tema que nos ocupa- sigue preocupando al teólogo medieval, pero con una diferencia de acento: a las preocupaciones histórico-existenciales de S. Agustín se añaden -o mejor dicho se acentúan, pues no fueron ajenas a Agustín- las de estructura o esenciales: se concede gran importancia al estudio de cómo son o están hechas las cosas, en lugar de considerar primordialmente a qué están destinadas (cfr. Fliche-Martin, 13, 159; 165; 196-200; 219-224; É. Gilson, La Filosofía en la Edad Media, I, Madrid 1958, 419-427; 257-271). En el tema de la g. eso influye poderosamente, como veremos al exponer a S. Tomás.

b) Los fundamentos de la doctrina tomista. La síntesis de S. Tomás es la elaboración escolástica de mayor importancia, profundidad y trascendencia, aunque a su tratado sobre la g. algunos atribuyen defectos y deméritos, justificados sólo si las cuestiones pertinentes de la Summa Theologiae no se integran en su contexto teológico adecuado.

1) Presupuesto: el fin último del hombre. La teología de la g. en la doctrina de S. Tomás no se puede buscar solamente en las seis cuestiones (109-114) que dedica al tema en la 1-2, sobre todo si no se advierte el sustrato antropológico y el fundamento metafísico de su planteamiento.

En la creación -cosmos objetivo y ordenado, creado por Dios con el fin de comunicar su bondad (Sum. Th. 1 q6) y ordenado por Él hacia un fin o perfección (ib., q22 al)- el hombre es el ser clave (Contra Gentes, 1.3 c. 22): dotado de un alma espiritual e inmortal (Sum. Th. 1 q75 a2 y 6; a4; q76 al), alcanza su bienaventuranza en la visión de Dios (ib., 1-2 q2 a8; q3 a3 y 8). El hombre domina la creación y como ella camina hacia un fin; su fin último, la beatitud misma de Dios (In III Sent. d26 q1 al ad2), consiste en la visión de la esencia divina (cfr. también: Sum. Th. 3 prol.).

S. Tomás sigue a la tradición, especialmente a S. Agustín que ve al hombre como capaz de Dios, con una vocación que, de algún modo, le es natural: su naturaleza espiritual lo confirma (1-2 gll3 a10). No obstante, conviene señalar que S. Tomás, si bien integra la constitución o estructura del hombre en su destino, en su historia, distingue entre la naturaleza y los estados que el hombre -siempre el mismo- atraviesa en diversas situaciones (cfr. 1 q93 a4; a98 a2). La distinción tiene la ventaja de superar las exageraciones pesimistas y el posible determinismo que fija la naturaleza en una sola situación, y, por tanto, de profundizar en el reconocimiento de la gratuidad de la llamada a la visión de Dios y, consiguientemente, en la explicación de lo sobrenatural (v.).

La naturaleza (v.) es definida por S. Tomás como lo constitutivo de un ser, como el principio de las acciones y actividades que le son propias y proporcionadas. Pero Dios ha llamado gratuitamente al hombre a gozar de Él mismo. La visión y consiguiente gozo de Dios no lo puede recibir el hombre sino como don (In Boeth. De Trinitate, q6 a4 ad5); Dios atrae al hombre hacia Sí y le hace bienaventurado (Sum. Th. 1-2 q5 a5 adl). S. Tomás puede, como consecuencia, distinguir netamente entre el fin natural y el fin sobrenatural, en virtud de la concepción metafísica de naturaleza que elabora, e insistir -como S. Agustín, aunque de modo distinto- sobre la trascendencia del fin último (cfr. Baumgartner, o. c. en bibl., 113114).

2) El esquema de la Suma Teológica. En este contexto, se entiende mejor la visión que ofrece en la Sum. Th., donde desarrolla: la naturaleza de la g. en general, que permite hablar del don creado y del don increado; la necesidad de la g. y la naturaleza del don habitual en
su doble vertiente de g. sanante y de g. elevante, y la g. en cuanto «moción» (auxilium Dei moventis; v. III, 2, 5). Es importante advertir, por lo menos enumerar, los elementos que, junto con los presupuestos, imparten dinamismo a este esquema.

c) Los elementos de la dinámica tomista. La doctrina de S. Tomás se completa con tres temas íntimamente ligados entre sí: 1) la relación de la g. con las Personas divinas, desarrollada, sobre todo, en función de la misión del Hijo y la del Espíritu Santo; 2) el tema de la filiación adoptiva, en sus aspectos ontológicos y místicos, y referida a la filiación natural propia del Verbo, en cuanto que nuestra filiación es «cierta semejanza participada» de la natural (Sum. Th. 3 q3 a5 ad2); y 3), el de la g. santificada como participación en la gratia capitis de Cristo, es decir, en su raíz cristológica (ib., 3 q7 y 8) y, consecuentemente, también en su perspectiva eclesial, porque la mediación se hace a través de los sacramentos (ib., 2 q62 al).

Por una parte, se subraya así el designio divino de comunicar su bondad a las criaturas, proyectando así el aspecto salvífico de la g., y, por otra, se insiste en la gratuidad de la g. gratum faciens como principio de conocimiento y de amor habituales que posibilitan la presencia de Dios en el alma, de un modo nuevo (1 q43 a3 ob 1). La profundización en el texto bíblico es innegable, así como, en muchos aspectos, la profundización en S. Agustín y en los PP. griegos.

7. El pensamiento protestante y el Conc. de Trento. La especulación teológica sobre la g. en los albores de la reforma protestante estuvo condicionada, en parte, por la antropología desarrollada a lo largo de los s. xiv y xv. El pesimismo que caracteriza al pensamiento luterano es sintomático, como lo es también el auge de las cuestiones místicas entonces y después. No es, pues, extraño que la doctrina de la reforma esté en función casi exclusiva de uno de sus efectos: la justificación del hombre (v. REFORMA PROTESTANTE).

a) El planteamiento luterano de la justificación interesa en la medida en que afecta a la noción de g., aparte de la re-elaboración que supone en conceptos claves como son los de fe (v.), pecado (v.) y libertad (v.).

Con miras a su justificación y posible perseverancia en la g., el hombre, simul peccator et iustus, sólo puede confiar en la misericordia divina. La corrupción intrínseca de la naturaleza y el sometimiento del libre albedrío que, según Lutero, derivan del pecado original, no dan lugar más que para la «no imputación» de los pecados del hombre. A pesar del esquematismo a que sometemos el en sí complejo pensamiento luterano, se vislumbra que, desde esos presupuestos, la g., como la justificación, pueda ser concebida como algo puramente extrínseco, en modo alguno interior o inherente al alma, y que se confunda con Dios mismo o con la voluntad de Dios o con el favor de Dios para con los pecadores, exclusivamente. La g. es, en la doctrina luterana, una simple imputación de los méritos de Cristo (v. JUSTIFICACIÓN).

b) El Conc. de Trento (1545-63). La primera condena de la doctrina luterana data de 1520 y se debe a León X; la bula Exurge Domine (Denz.Sch. 1541-1592) enumera y rechaza 41 tesis. La condena solemne de la doctrina protestante es labor del Conc. de Trento (v.). En su decreto sobre la justificación, el Concilio habla de la g. siguiendo como esquema el exponer toda la doctrina cristiana girando en torno a la justificación. La sesión VI expone la economía de la g. redentora en toda su amplitud; en el desarrollo imperan las ideas de que la justificación es obra de Dios (cap 1: Denz.Sch. 1521) y de que la iniciativa divina provoca la cooperación del hombre. La g. (actual) inicia la preparación supuesta para la primera justificación o conversión al cristianismo, abriendo el alma a la fe, inicio de la salvación. La fe dogmática de que habla el cap. 6 (Denz.Sch. 1526) es uno de los actos saludables que disponen a la justificación, saliendo así al frente de la reducción luterana de la fe a confianza. Los capítulos 5 y 6, por lo demás, oponen la realidad de la iniciativa divina de la g. a toda forma de semipelagianismo (ya se había condenado el pelagianismo en la ses. V) y afirman la necesidad de la libre cooperación del. hombre contra el predestinacionismo protestante.

El cap. 7 (Denz.Sch. 1528-1532), punto álgido del decreto, define la esencia de la justificación: «A esta disposición o preparación, sigue la justificación misma que no es sólo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del hombre interior por la voluntaria recepción de la gracia y los dones, de donde el hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, «para ser heredero de la vida»; el cap. da, además, las causas, a la vez que concreta la esencia y las propiedades de la justificación.

La línea conductora del decreto, según Riviére, presenta la justificación como realizada por Dios mismo de manera que esta acción en el hombre le afecta en su ser; la regeneración y la transformación implican y unen la realidad de la cooperación del hombre bajo el impulso de la g. y el carácter inherente de justicia. Es importante advertir que la g. se afirma no como mera imputación, ni como sola remisión de los pecados, ni como solo favor de Dios: la g. es una realidad interna que el Espíritu Santo obra en el alma del justo, en la que inhiere, efectuando verdadera y radicalmente la renovación y santificación del hombre. Trento conserva la tradición católica, definiendo la naturaleza de la g. -como don creado- a la luz de una reelaboración escriturística que confirma, también, la gratuidad de la primera g. y del don de la perseverancia.

8. La doctrina bayanista. Miguel Bayo (1513-89; v.) quiso reconciliar el pensamiento de los reformadores con la doctrina católica, volviendo a la S. E. y a S. Agustín, pero omitiendo la escolástica; en realidad, desfiguró a sus fuentes y originó la doctrina de lansenio (v.) y del jansenismo en todas sus formas, los errores de Quesnel y los del sínodo de Pistoya (v.). Bayo sostenía el carácter natural del estado primitivo (los dones de la justicia primitiva debidos son, dice, naturales al hombre), identificaba la concupiscencia con el pecado original y aunque no anulaba la libertad, afirmaba su determinación por necesidad intrínseca. El hombre está dominado por dos amores: uno le lleva al bien, el otro al mal; de aquí la necesidad absoluta de la g. para el más mínimo acto bueno (de hecho, según Bayo, el hombre sin la caridad y dominado por la concupiscencia, peca necesariamente en todos sus actos). Sin embargo, esta g. no es una realidad sobrenatural porque es sólo una condición extrínseca de moralidad, una energía que integra la naturaleza humana en su orden para que el hombre pueda cumplir la ley divina de modo connatural. La g., en Bayo, es sanante pero no elevante, equivale a la observancia de los preceptos y ayuda a cumplir los actos naturales buenos que Dios hace meritorios para la vida eterna. La economía bayista de la g. tiene carácter dinámico (sólo el don de la caridad y del Espíritu Santo pueden vencer la concupiscencia) y coincide con la actividad buena de la naturaleza humana bajo el auxilio del Espíritu Santo. En definitiva, Bayo piensa en una ética teológica que incluye la g. como elemento sanante de una naturaleza humana, a la que restituye a su orden.

Hay en toda su doctrina una «naturalización» de lo sobrenatural en cuanto que la rectitud moral de la acción exige -y en la misma medida subordina- los dones del Espíritu Santo. Incluso menos que los luteranos, los bayistas no pudieron salvar la gratuidad de la g. (cfr. F. X. Jansen, o. c. en bibl.). Pío V condenó la doctrina de Bayo por la bula Ex omnibus afflictionibus (1567); promulgada en 1570, consta de 79 proposiciones (Denz.Sch. 1901-1980). Las principales proposiciones (25, 27, 28, 29, 30, 34, 35, 36, 37, 38, 50, 61, 62, 65) dan una enseñanza positiva sobre el libre albedrío sin la g. (el bien natural es posible con las solas fuerzas naturales: 35); otras proposiciones (2, 12, 13) añaden que no se puede obrar el bien sobrenatural sin la gracia y que la g. santificarte no consiste en la observancia de la ley sino que es un don interior al hombre que lo renueva y eleva a la participación de la naturaleza divina (42,69). La bula fue confirmada por Gregorio XIII en 1579 (bula Provisionis nostrae) y recibió nueva confirmación con la condena del libro de Jansenio en 1641.

9. La controversia «de auxiliis». La doctrina bayanista surge por lo demás en un momento en el que la teología católica está intentando realizar un esfuerzo de profundización y aplicación de la doctrina de Trento. Ese esfuerzo, que tuvo en diversos momentos el tono de una controversia entre escuelas, es el que se conoce con el nombre de la cuestión «de auxiliis». En su desarrollo, junto a la fuente tridentina, influyen las grandes síntesis medievales; debe señalarse además el influjo, positivo o por reacción, de las cuestiones místicas, entonces en su apogeo (S. Juan de la Cruz, S. Teresa de Jesús, S. Juan de Ávila, S. Francisco de Sales, los iluminados, el quietismo).

a) Los orígenes (Molina y Báñez). La controversia surgió como reacción a la doctrina del dominico Domingo Báñez (1528-1604; v.) sobre la predeterminación física; sus principales opositores eran jesuitas que defendían el De concordia liberi arbitrii cum dones gratiae (1588), escrito por L. de Molina (1536-1600; v.), también jesuita; aunque siempre fue un movimiento académico, trascendió al ámbito popular (valga como ejemplo la fama y repercusión universal de Tirso de Molina El condenado por desconfiado para calibrar su trascendencia).

La controversia es verdaderamente compleja (cfr., p. ej., M. Schmaus, o. c. en bibl., t. I, II y V; B. Bartmann, o. c. en bibl., vol. I y II; P. Parente, o. c. en bibl., 53-58; Ch. Baumgartner, o. c. en bibl., 159-163; H. Rondet, o. c. en bibl., 294-308). Los puntos de coincidencia (Dios como fin último del hombre, la afirmación de la necesidad de la g. para salvarse y de la libertad del hombre) no fueron suficientes para dirimir la cuestión que se plantea la disputa: por una parte, la eficacia de la g., y por otra, la razón formal de la predestinación (en la práctica, el modo de hacer compatibles la omnipotencia divina que rige la historia con la resistencia a la g.); cuestiones difíciles que implican no sólo el análisis de una realidad sobrenatural (la g.) y de uno de los temas más discutidos de la psicología (la libertad), sino, además, el planteamiento metafísico-teológico de la relación entre las dos (v. III, 7).

b) Desarrollo de la controversia. En 1595, varios obispos pidieron una solución a Clemente VIII, que constituyó una comisión para examinar la obra de Molina. Las discusiones duraron nueve años y siete meses, en las que intervinieron incluso los papas. A pesar de las inclinaciones de las congregaciones (que pedían la condena de Molina), Clemente VIII (m. 1605) no condenó y tampoco lo hizo su sucesor, Paulo V.

Dos de las intervenciones más eminentes fueron las del jesuita S. Roberto Belarmino (1542-1621; v.) y la de S. Francisco de Sales (1567-1622; v.) Belarmino y Francisco Suárez (1548-1627; v.) reestructuraron el sistema de Molina; el resultado se conoce bajo el nombre de congruismo que concibe la predestinación, tomando -parcialmente- el punto de partida de Báñez. La ejecución de los decretos divinos es realizada por Dios mediante la distribución de g., entitativamente iguales, pero que son otorgadas en una situación que Dios, mediante la ciencia media, conoce si es congrua o no, es decir, si llevará al acto bueno o no. Con esta explicación, Belarmino y Suárez defendían que la g. es ab extrínseco, pero antecede a la decisión del hombre. S. Francisco de Sales, por su parte, acogió las tesis de Molina, pero haciendo una llamada a la moderación e invitando a predicar lo que es de fe. Él, entre otros, fue consultado por Paulo V, que disolvió la congregación de auxiliis (5 sept. 1607), determinando que el tema no se definiera, que no se condenase a nadie y pidiendo el cese de la disputa y serenidad.

En más de una ocasión, Roma tuvo que intervenir para apaciguar los ánimos. Los jesuitas optaron por las enseñanzas de Suárez, cuya doctrina fue impuesta mediante decreto del prepósito general, Claudio Acquaviva, en 1613. Los tomistas, partiendo de Báñez, completaron su pensamiento. En especial los dominicos Diego Álvarez (m. 1635), Juan de S. Tomás (1589-1643; v.) y los carmelitas de Salamanca.

c) Continuación histórica. Sin embargo, el tema seguía -y sigue- abierto a estudio. Una segunda etapa, motivada en parte por la aparición del jansenismo, vio renacer estudios que concedían mayor importancia a la libertad, humana. Ch. R. Billuart (1685-1757; v.) explicó la reprobación como decisión divina que permite el pecado, mitigando así algunas afirmaciones anteriores de su escuela. La iniciativa fue bien acogida. De otra parte surge el agustinismo de E. Noris (1631-1704), F. Belleti (16751742) y L. Berti (1696-1766). Estos autores presentan la g. no como moción física, sino como atracción moral, distinguiendo la g. eficaz de la suficiente según varios grados de intensidad. Por otro lado, los profesores de la Sorbona (Tournelly entre ellos) elaboraron una «vía media» de la que se sirvió S. Alfonso María de Ligorio (m. 1787; v.). A grandes rasgos, se propone que: para las obras difíciles hace falta la g. eficaz; para las obras fáciles (p. ej., la oracién) basta la g. suficiente que el hombre puede resistir. El sustrato teológico de la «vía media» tampoco resolvió el problema.

La fecundidad intelectual de la llamada segunda escolástica (v.) o escolástica barroca muestra a la vez sus limitaciones. Por lo demás, Báñez y la escuela tomista ponen el énfasis en la omnipotencia y en la omniactividad de Dios -en esto son profundamente bíblicos-, pero se les reprocha la presentación que hacen de la libertad humana. Es ésta lo que el molinismo defiende decididamente aunque pone en peligro la omniactividad de Dios, Creador y causa de todo el ser.

10. El jansenismo. Casi todas las formas conocidas de jansenismo son contemporáneas de esta segunda etapa de la controversia de auxiliis. El jansenismo, tributario de la doctrina bayista, también intentó compaginar la doctrina católica con la luterana. Se inició con la difusión de una obra titulada: Augustinus, seu doctrina S. Augustini de humanae naturae sanitate, aegritudine, medicina adversus Pelagium et Massilienses (París 1641), publicada después de la muerte de su autor, Cornelio Jansenio (15851638; v.).

Asiduo lector de S. Agustín, Jansenio cursó teología en Lovaina, donde conoció e hizo amistad con Jacques Jason (discípulo de Bayo) y, sobre todo, con lean Duvergier (1581-1643), futuro abad de Santt-Cyran (v.). La propagación de su doctrina se debe, fundamentalmente, a su presentación, informada de una piedad exigente y rigurosa, a su retorno a los usos más austeros del cristianismo, a su denuncia de la inmoralidad de la corte e incluso del laxismo de algunos moralistas (partidarios del probabilismo); y -teológicamente- a la apelación que hacía a la «verdadera doctrina» de S. Agustín. En realidad, el Augustinus es erróneo y equívoco en materia de gracia.

En 1641, un decreto del Santo Oficio prohibió al mismo tiempo el libro de Jansenio y las tesis defendidas por los jesuitas en contra de él. Urbano VIII condenó la obra ese mismo año, por la bula In eminenti, alegando que repetía la doctrina de Bayo. Finalmente, la bula Cum occasione (1653) condenó cinco proposiciones extraídas del Augustinus, diez años después de su aparición en Roma (cfr. Denz.Sch. 2001-2007).

El Augustinus yerra en su concepción de la naturaleza inocente, caída y redimida. Jansenio parte del De correptione et gratia de S. Agustín, para concluir, como Bayo, que la justicia original era debida al hombre, si bien matizando la exigencia: propiamente, la g. no es debida a la naturaleza, sino que es exigida por la bondad misma de Dios. Al confrontar la g. de la naturaleza inocente con la de la naturaleza caída, Jansenio las opuso y aquí surge su error fundamental. Por el pecado original -según Jansenio-, profunda y radical alteración de las facultades humanas, la voluntad perdió su libertad, quedó dañada de forma que no puede hacer nada bueno. Una consecuencia saca: sin la g., toda acción del hombre caído es inevitablemente pecado; el hombre está dominado por dos amores: una «delectación celestial» que lleva la voluntad necesariamente al bien, y otra «terrestre», irresistiblemente abocada al mal. La primera es la g. eficaz que lucha contra la «delectación terrena» hasta vencer.

En este sentido, Dios concede la g. eficaz a los predestinados, no así a los que se condenan. De manera que la salvación es obra de Dios que el hombre no merece, y la reprobación, una disposición divina. Jansenio habla ocasionalmente de la g. santificante, mientras que abunda en explicaciones sobre la g. actual eficaz que, sin embargo, no devuelve al hombre su libertad. No puede extrañar que Jansenio no hable de la renovación interior del ser del hombre que la g. eficaz opera (algo, en cambio, constantemente presente en S. Agustín), ni que niegue la g. suficiente: la g. que somete el libre albedrío es para él la única g. verdadera. Tampoco sorprende la moral, rigorista a ultranza, que propuso.

Las cinco proposiciones condenadas por la bula Cum occasione como heréticas, se encuentran todas textualmente en su obra, menos dos que se deducen de varias partes; las proposiciones son condenadas en el sentido propuesto por Jansenio.

a) Propagación del jansenismo. La historia del jansenismo no acabó aquí; testimonios elocuentes son: 1) su repercusión y desarrollo en la prestigiosa abadía de Port Royal (Saint-Cyran y Antoine Arnauld; v.); 2) las diversas posturas entre la quaestio iuris y la quaestio facti, y la condena, en 1656, de Alejandro VII (Denz.Sch. 20102012); 3) la intervención de Blas Pascal (v.); 4) la intervención de Clemente IX que con la Pax clementina puso una tregua a las disputas jansenistas, aunque también fue una tregua aprovechada por ellos; 5) la nueva condena de tesis jansenistas en 1690 (Denz.Sch. 2301-2332); 6) su extensión fuera de Francia, ocasionando el cisma holandés y el sínodo de Pistoya de 1786 cuyas decisiones -no sólo en materia de g.- fueron condenadas en 1794 por la bula Auctorem fidei de Pío VI (Denz.Sch. 2601, 2616-2626: sobre la g.).

La condena de 1690 -que quería evitar el auge jansenista con ocasión de una reciente condena del laxismo moral- recrudeció el problema. Quesnel (1634-1719), cabeza del jansenismo a la muerte de Arnauld (v.), publicó Le Nouveau Testament en franpais avec des réflexions morales sur chaque verset, título definitivo de la edición de 1692 (la obra fue publicada por vez primera en 1672). El Santo Oficio denunció las Réflexions morales en 1693; Clemente XI recordó la condena de las cinco proposiciones de Jansenio con la bula Vineam Domini Sabaoth (Denz.Sch. 2390) de 1705 y prohibió la obra de Quesnel con el breve Universi Dominici Gregis de 1708. Por intervención de Luis XIV, Clemente XI condenó solemnemente 101 proposiciones tomadas del libro de Quesnel, por la bula Unigenitus Dei filius de 1713 (Denz. Sch. 2400-2502), confirmada después por la bula Pastoralis officii (1718).

b) Balance doctrinal. La larga controversia contribuyó a la clarificación y definición de algunos puntos importantes, además de confirmar la doctrina tradicional: 1) la noción de elevación a lo sobrenatural es precisada cuando se define que los privilegios de Adán eran sobrenaturales (cfr. Denz.Sch. 2434-35); 2) se confirma que el pecado original no destruye la libertad (Denz.Sch. 2402, 2438-40, 2448); 3) que la libertad permanece bajo la gracia (Denz. Sch. 2002-2004); 4) que Dios quiere salvar a todos los hombres (Denz.Sch. 2005), que ayuda a todos y no manda lo imposible (Denz.Sch. 2001); 5) y se excluye la actitud rigorista que condena lo que no sea amor perfecto, es decir, el amor que no admite mezcla con el temor y está influido por un amor de pura caridad (Denz. Sch. 2444,2446-2447,2450-2458,2623). Este balance doctrinal es significativo para el desarrollo teológico que se verifica en los s. XIX y XX.

11. La Teología durante los s. XIX y XX. El último acto importante del Magisterio de la Iglesia en el s. XVIII es la condena del sínodo de Pistoya (v.) por la bula Auctorem fidei (1794); con ella termina una etapa significativa del desarrollo del dogma, pero también se inicia otra. En teología, el s. XIX es, en muchos aspectos, una reacción contra el siglo de las luces (v. ILUSTRACIÓN); el didactismo y el moralismo del s. XVIII no dejaban lugar para una verdadera comprensión de la g., que supone ir a las dimensiones ontológicas y místicas. La teología del s. xix insiste en ella, y para eso realiza una vuelta al estudio de los Padres latinos y griegos y de la gran escolástica; lo que, por lo demás, trajo consigo una nueva insistencia en la g. increada (es decir, en la consideración de Dios mismo como don).

Es famosa la tentativa de D. Petavio (v.) por resaltar, en plena controversia jansenista, los testimonios escriturísticos y patrísticos en favor de la presencia de Dios en el hombre; sus preocupaciones (tomadas, en parte, de Lessio; v.) perviven y nutren el pensamiento de algunos importantes teólogos del XIX: j. Kleutgen (v.) y, sobre todo, Matías J. Scheeben (v.), en Alemania, y De Régnon, en Francia. El aspecto más significativo se concreta, especialmente, en la unión, por llamarla de alguna manera, entre la teología trinitaria y la teología de la gracia. La doctrina de Scheeben es paradigmática: en su intento por relacionar los misterios del cristianismo, hace que su teología trinitaria dirija su teología de la g., poniendo el énfasis en la misión invisible del Espíritu Santo (cfr. H. Rondet, o. c. en bibl„ 329-339).

Las consecuencias de esta unión se han hecho sentir en el desarrollo teológico del s. XX y es evidente: a) en la investigación del aspecto personal de una g. más cristocéntrica, a la manera de R. Guardini; b) en la reflexión sobre la filiación adoptiva, sobre la relación entre g. creada y g. increada y la relación con las distintas Personas divinas (P. Rousselot, A. Gardeil, P. Galtier, etc.); c) en la valoración que se concede a la relación entre lo natural y lo sobrenatural; d) en las perspectivas eclesiológicas, en cuanto consideren la acción e inhabitación del Espíritu Santo en la Iglesia de Cristo; e) también, por tanto, en materia sacramental, profundizando en los sacramentos como fuentes de la g. y como actos de Cristo. Como intervenciones del Magisterio, mencionemos las encíclicas Mystici corporis y Mediator Dei de Pío XII, la constitución Lumen gentium del Conc. Vaticano II, y la enc. Mysterium fidei de Paulo VI, que aunque no versen directamente sobre el tema de la g. ofrecen múltiples indicaciones para el estudio teológico sobre ella.

MANUEL JOSÉ RODRÍGUEZ


Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991