GOYA Y LUCIENTES, FRANCISCO


1. De Fuendetodos a Madrid. Genial pintor español y universal, verdadero eslabón entre el arte del pasado y el de un largo, fecundo y animoso presente. Hijo de José Goya, dorador de oficio, y de Gracia Lucientes, matrimonio que habitualmente residía en Zaragoza, n. el 30 mar. 1746 en la casa n° 15 de la calle de la Alhóndiga, en Fuendetodos (Zaragoza), donde circunstancialmente, ya fuera por razones de trabajo, ya en busca de mejores condiciones sanitarias que las de Zaragoza, habitaba dicho matrimonio. Al día siguiente es bautizado en la parroquia de la Ascensión, de dicho pueblo, con los nombres de Francisco de Paula José.
     
      Parece fábula el descubrimiento de las aptitudes artísticas del niño por un sacerdote del lugar, aunque sí es cierto que uno de sus primeros trabajos fueran unas decoraciones en la iglesia de Fuendetodos. En todo caso, la familia Goya volvía a residir en Zaragoza desde 1760. La educación general de Francisco tiene lugar en el Colegio del P. Joaquín, seguramente escolapio, y la artística en el taller del pintor local José Luzán, donde también había aprendido Bayeu.
     
      En 1763, G. se presenta en Madrid, acudiendo el 4 de diciembre al concurso de pensiones de la Acad. de San Fernando. Es derrotado por Ferro y no obtiene ningún sufragio del tribunal. Sin noticias de nuestro hombre' durante 1764 y 1765, consta que en julio de 1766 vuelve a presentarse a otra oposición académica, fracasando de nuevo, esta vez frente a Ramón Bayeu. Pero como G. estaba decidido a conocer Italia, privado del apoyo estatal, realizó el viaje, según se cree, por sus propios medios, parece que entre 1769 y 1771. Desde luego, el 20 abr. 1771, desde Roma, remite un cuadro a la Acad. de Parma, para el concurso abierto por ésta para premiar una pintura alusiva a Aníbal cruzando los Alpes. Tercer fracaso, porque el premio se adjudicó a Paolo Borroni; pero, por lo menos, G. obtuvo seis votos por su envío, del que no se ha vuelto a tener noticia.
     
      Vuelto el artista a España, se afinca en Zaragoza, y el 21 oct. 1771 recibe el encargo de pintar la bóveda del coreto de la basílica del Pilar, tras la presentación de un boceto, con el tema La Adoración del Nombre de Dios. Obras del mismo periodo temprano son: los cuatro Pudres de la Iglasia, en las pechinas de la Ermita de la Fuente, de Muel (Zaragoza); la decoración del Palacio de Sobradiel, de Zaragoza, con siete temas sacros, y la de la iglesia de la Cartuja de Aula Dei, próxima a la misma ciudad. Estos dos últimos ciclos son importantes, dentro de un estilo de indudable grandiosidad, pero de numen muy escasamente original, ya que han podido ser exhibidos muy claros precedentes en que se inspirara G. En todo caso, el viaje a Italia ha sido fructífero y le ha revelado muchos secretos de técnica (la pintura al fresco) y gran familiaridad con la pintura religiosa entonces al uso.
     
      2. La primera etapa madrileña (1773-92). El 25 jul. 1773 casa G. con Josefa Bayeu, lo que determina, aun antes de esa fecha, la protección del artista por su poderoso cuñado. El matrimonio se instala en Madrid, y G. es encargado, desde 1774, de pintar cartones para la Real Fábrica de Tapices, tarea que, no sin discontinuidades, proseguiría hasta 1792, teniendo por compañeros en el menester a José del Castillo (v.), Ramón Bayeu (v.) y Ginés de Aguirre. Los primeros cartones de G., con temas de caza y pesca, fueron muy flojos; pero pronto adquirió el artista la lozanía, la frescura y riqueza de colorido características de esta serie. Desde luego, ya ha llegado a total maestría en 1779, fecha de La maja y los embozados, El cacharrero, El militar y la señora, etc., y esa bondad seguirá incólume en todo el ciclo posterior (1787, La gallina ciega; 1791-92, La boda; etc.).
     
      En 1778 padece una enfermedad, y se cree que aprovecha la convalecencia para entretenerse grabando al aguafuerte cuadros de Velázquez. Poco antes del 9 en. 1779, en que da noticia de ello a su amigo Zapater, es presentado a Carlos III y a los príncipes de Asturias, Carlos (luego IV) y María Luisa. Ello le da pie, el 24 jul. 1779, para solicitar la plaza de pintor de Cámara con sueldo, pero el deseo es desestimado el 8 de octubre. Más éxito obtiene en sus propósitos de ser elegido individuo de la Acad. de San Fernando. Pide el puesto el 5 mayo 1780, y es acordado su ingreso dos días después, siendo la prenda de ingreso el cuadro -de acierto bien discutible- de Cristo en la Cruz (Museo del Prado), sin comparación con La circunspección de Diógenes, que Luis Paret y Alcázar (v.) presentaba paralelamente.
     
      El 23 del propio mes, la Junta de la Fábrica del Templo del Pilar, de Zaragoza, acuerda encomendar la pintura de dos cúpulas de esta iglesia a G. y a Ramón Bayeu. La de G. tendría como tema Regina Martyrum, y en las pechinas irían las figuras de cuatro virtudes. G. presenta su boceto el 5 de octubre y el 10 mar. 1781 los de las pechinas. Trató Francisco Bayeu de corregir lo proyectado, la junta se adhiere a sus reparos, y nace de aquí una agria disensión entre los dos pintores cuñados, aviniéndose G., finalmente, a corregir lo hecho, bien que guardando considerable insatisfacción interna.
     
      Vuelve el artista a Madrid, y es posible que, como resultas de su enemistad con Bayeu, decida interrumpir la pintura de cartones para tapices. Mientras tanto, se le ofrece otra importante ocasión de triunfo. El 25 de julio comunica a su amigo Zapater haber sido designado como uno de los siete pintores que decorarían con otros tantos lienzos la iglesia de S. Francisco el Grande. El 22 de septiembre comunica al conde de Floridablanca su intención de representar a S. Bernardino de Sena predicando al Rey de Aragón, pieza que se conserva en el lugar para donde fuera pintada y que fue acogida con general aplauso. De ello se derivará, ya en 1783, un importante ascenso en su nivel de clientelas privadas, siendo consecuencias inmediatas el retrato de Floridablanca y el tan interesante de la familia del Infante D. Luis de Borbón. En 1784 pinta cuatro cuadros para el Colegio de Calatrava, en Salamanca (perdidos durante la guerra de la Independencia), el retrato de fovellanos, el de D. Ventura Rodríguez, y raras versiones de temas bíblicos (Noé y sus hijas) y mitológicos (Hércules y Onfalia), tratados con singulares libertad y desparpajo. Ya en 1785, el 5 de junio, toma posesión del cargo de teniente director de Pintura de la Academia; traba relación -que será fructuosa- con los duques de Osuna, para los que pinta una hermosa Anunciación, así como retrata a sus nuevos y muy perdurables mecenas. En 1786, año en que retorna a los cartones para tapices (La era, La vendimia, El albañil herido, etc.) se siente satisfecho de su posición económica y compra un carruaje particular, un birlocho, que le originó dos accidentes, trocándolo en 1787 por una berlina. Podía permitirse tales lujos, porque este año cobraba sus admirables pinturas de la Alameda de Osuna (El asalto del coche, El columpio, La cucaña y La caída del burro, hoy en la Col. de los condes de Montellano; La procesión y Construcción de un edificio, en la del conde de Romanones; Apartado de toros, en poder extranjero), todas preciosas de viveza y color. Del mismo año, los tres lienzos del Convento de S. Ana, de Valladolid, de lo poco bien logrado que el artista hizo de tema religioso. En 1788 pinta la maravillosa Pradera de S. Isidro, no otra cosa que boceto para un cuadro mayor no realizado, pero ya inseparable de la mejor iconografía de Madrid; y los dos lienzos de la catedral de Valencia alusivos a S. Francisco de Borja: El santo, despidiéndose de su familia y El santo y el moribundo impenitente, éste visiblemente inspirado en Houasse.
     
      La fortuna de G. logra un ascenso cierto al fallecer Carlos III y ser proclamado rey de España, el 19 en. 1789, su hijo Carlos IV. El 25 de abril era nombrado pintor de Cámara, con lo que se cumplía su viejo y natural deseo. El mismo año comenzó a retratar al nuevo monarca, siendo quizá la primera efigie que del mismo hiciera la que, con atuendo de cazador, se conserva en Capodimonte. El verano de 1790, año en que se fecha el grato retrato de los Duques de Osuna, con sus hijos, lo pasa G. en Valencia, ocasión de la que nos quedó el retrato de Da Joaquina Candado, en el Museo de dicha ciudad. Posiblemente del mismo año, el Autorretrato de la Col. Villagonzalo, con el gran interés de mostrarnos su paleta. También, el maravilloso retrato del niño Luis María de Cistué, en la Col. Rockefeller, de Nueva York.
     
      3. De la sordera a la guerra de la Independencia (17921808). Otros soberanos retratos, como el de María del Rosario Fernández «La Tirana» o el de la Condesa del Carpio (Louvre) nos aproximan a la gran crisis de salud que, tras la estancia en Cádiz en 1792, aqueja al artista. Fue una enfermedad -hoy muy difícilmente diagnosticable, aunque se haya intentado hacerlo reiteradamenteque golpeó a G. entre 1792 y 1793, y de la que suponemos estaba repuesto en julio de este último año, cuando reaparece en las sesiones de la Academia. Pero, fuera la dolencia de la naturaleza patológica que fuere, es indudable que ha inducido a un drástico cambio en el talante habitual del pintor. Parece como si significara un claro prólogo al inminente s. xix, ahora advertido con la más clara visibilidad. La consecuencia más lamentable de la dolencia, una pertinaz sordera, ha sido la probable causa de esa lucidez, que encierra cada día más a G. dentro de sí mismo, conformando sus verdaderas dimensiones. «Para ocupar la imaginación mortificada en la consideración de mis males -escribe el 4 en. 1794 a D. Bernardo Iriarte-, me dediqué a pintar un juego de cuadros de gabinete...», parte de los cuales serán los cinco (Corrida de toros, Procesión de flagelantes, Escena de Inquisición, Casa de locos y El entierro de la sardina) luego legados a la Acad. de San Fernando por D. Manuel García de la Prada, y en los que se advierte, singularmente en el último, toda la nueva personalidad de G.
     
      En 1795 pinta el retrato de Francisco Bayeu (muerto en el mismo año) y comienza su trato, tan desorbitado por la leyenda, con la duquesa Cayetana de Alba. En 1796 está con ella, ya fallecido el duque, en Sanlúcar de Barrameda, ocasión de la que subsiste un curioso álbum de dibujos, así como de este viaje andaluz datarán los singulares temas religiosos de la Santa Cueva, de Cádiz.
     
      El de 1797 es año notable por la publicación de la serie de 72 láminas abiertas al aguafuerte y conocida con el título de Los caprichos, soberana evasión de fantasía personal, ya que «el sueño de la razón produce monstruos», y el suyo los prodigó generosamente. En 1798 cumple un nuevo encargo para la Alameda de Osuna, al pintar seis cuadros con asuntos de brujería, dos de los principales, de tema premeditadamente repelente, conservados en el Museo Lázaro Galdiano (Madrid). En el mismo año recibe el encargo, y lo lleva a efecto en el plazo increíblemente breve de 120 días, de decorar al fresco el interior de la ermita de S. Antonio de la Florida, en las afueras de Madrid. Pocas obras de G. tan bellas, luminosas, libérrimas de concepto y de realización, tan novecentistas como esta cúpula, en la que el milagro del santo resucitando en Lisboa a un difunto para que declarase quién fuera su matador importa menos al espectador que la sensacional y variadísima colección de testigos del hecho, muchos de ellos obviamente desinteresados del mismo. Del mismo año datan las alegorías circulares realizadas para el palacio de Godoy y el dramático Prendimiento de Jesús, en la sacristía de la catedral de Toledo.
     
      Ante la actividad desplegada en este año genial, el de 1799 sólo contiene de principal en su haber una nueva serie de pinturas con destino a la Alameda de Osuna, no más que reducciones de temas para cartones de tapices.
     
      Pero 1800, la fecha de la divisoria entre los dos siglos goyescos, es también de hermosa fecundidad, en la que se destacan: primero, un retrato de excepcional suavidad y gracia de colorido, el de la Condesa de Chinchón (Madrid, Col. Duque de Sueca), obra maestra ante la que palidece cualquier clase de elogios; y, en fin, el gran y magistral cuadro de La familia de Carlos IV. Fue pintado en Aranjuez durante la primavera, y presenta la fiel iconografía de la familia reinante -el artista autorretratado muy en segundo término- sin escatimar ninguna fealdad física o psíquica, lógicamente contrarrestada por la maravilla del colorido, cada mancha en su punto y en su cometido, ya se trate del pantalón rojo del infantito D. Francisco, ya de las suntuosas calidades de oro y plata en el vestido de la reina María Luisa. Tras este alarde de franqueza, en el mismo umbral del s.XIX, los retratos pintados por G. son cada vez más expresivos: así, el de Godoy, de cuando la llamada guerra de las Naranjas, de 1801 (Acad. de San Fernando); los de la Marquesa de Santa Cruz y el Conde de Fernán Núñez, de 1803; el del Marqués de San Adrián (1804); el de su hijo Javier, verosímilmente de 1805, año en que contrajo matrimonio. De alguno de estos años se supone que daten las Maja desnuda y Maja vestida, de modelo en ningún caso identificable y más famosas por la leyenda que las persigue que por su efectiva excelencia. Y de 1806 procede la graciosa serie de cuadros con el lance entre el fraile Pedro de Zaldivia y el bandido Maragato, en el Art Institute de Chicago. Además, de este año y del siguiente de 1807, multitud de dibujos.
     
      En cuanto a vida privada, G. compra en 1803 una casa en la calle de los Reyes, la que habitarían desde 1805 su hijo y su nuera, y en 1804 aspira al puesto de director general de Pintura de la Academia, en lo que fracasa, siendo elegido por mayoría de votos Gregorio Ferro.
     
      4. De la guerra al exilio (1808-24). Con ello llegamos a 1808, año en el que se inicia la movida historia contemporánea de España. Muy debatida ha sido la conducta de G. en los anales de la guerra de la Independencia, durante la cual tuvo que hacer todos los equilibrismos políticos que los demás habitantes de Madrid. Patriota sincero, lamentaría la ocupación de España por los franceses, mas es indudable que sintió simpatía hacia determinadas reformas josefinas, como lo atestigua la donosa serie de dibujos alusivos a la Inquisición y a la secularización de las órdenes religiosas. Otros pormenores de su vida y hechos durante la guerra fueron: la aceptación de la Orden de la «Berengena»; la pintura del cuadro alegórico del Ayuntamiento de Madrid, con su medallón renovado según cada incidencia de la contienda; el viaje a Zaragoza, que dio lugar a los superiores cuadritos que relatan la fabricación de pólvora y balas en la Sierra de Tardienta; el retrato del General Wellington, en 1812, y, sobre todo, la serie de grabados de Los desastres de la Guerra, angustiante antología de horrores y tropelías, no pocos de ellos presenciados por el artista. Otros cuadritos de horrores bélicos datarán de la misma época. En cuanto a vida privada, G. marchaba holgadamente, sin más contratiempo que el fallecimiento de su esposa Josefa el 20 jun. 1812.
     
      Acabada la guerra, G. pinta algunos de sus mejores retratos, como el ecuestre del General Palafox y el del restaurado monarca Fernando VII en un campamento (Prado). Pero la realización inmortal de este comienzo del verdadero reinado de Fernando comprende los dos fabulosos y grandes lienzos Lucha entre paisanos y mamelucos en la Puerta del Sol y Los Fusilamientos en la Moncloa, ambos pintados en 1814, quizá tanto por íntimo deseo de cronizar ambos hechos como por anticiparse a posibles acusaciones de afrancesamiento. Es inútil pretender estudiar aquí, ni de pasada, la inmensa importancia de todo orden de ambos lienzos, singularmente del segundo, de tan larga repercusión temática en la pintura de los s. XIX y XX. Pero G. no logró el favor del rey, ni procuró obtenerlo, ya que sin duda le repugnaba su odiosa entidad. Hacia 1815, con la factura del maravilloso lienzo junta de la Compañía de Filipinas (Museo de Castres), se desliga prácticamente de cualquier compromiso oficial. Se dedica a trabajar por su cuenta, disponiendo de abundante tiempo, y en 1816 graba y pone a la venta la serie de 33 aguafuertes comprensivos de La Tauromaquia, en los que manifiesta, con abundante cantidad de perspicacia visual, misterio, drama, y alguna arbitrariedad, su fervor y su conocimiento de la fiesta nacional.
     
      En 1817 hace un viaje a Sevilla y pinta, por encargo del cabildo de aquella catedral, Santas justa y Rufina, del que hay boceto en el Prado, y que origina una pequeña monografía de Ceán Bermúdez, en realidad, cabecera de la después inmensa bibliografía sobre el artista. Del propio año, El naufragio, verosímilmente inspirado en el desastre de la Medusa que originó el celebrado cuadro de Géricault (v.). No quedan noticias de G. correspondientes a 1818, pero sí a 1819, año en que comienza a ensayarse en la litografía, recentísimamente descubierta por Senefelder, en su Vieja hilando, una prueba más de la atención del artista para con toda innovación gráfica, y en que el 27 de febrero adquiere la llamada Quinta del Sordo, en las afueras de Madrid, pasado el Manzanares a la izquierda del Puente de Segovia y sobre dicho río. También de 1819, el patético cuadro La última comunión de S. José de Calasanz, para los escolapios de la calle de Hortaleza, a los que regaló otro cuadrito aún seguramente más interesante, La oración del huerto.
     
      A fines del mismo año, G. padece una grave enfermedad; su estado y los cuidados que le prodiga durante la misma el médico D. Eugenio García Arrieta son objeto de un curioso cuadro de tipo ex-voto. Puede ser que esta dolencia influyese en la imaginación de un nuevo ciclo de aguafuertes, Los disparates, serie de 18 planchas publicada en 1820, y en la que G. hace gala de su desbordante imaginación y de su agudísimo sentido crítico y sarcástico. Entonces ha tenido lugar la revolución constitucional, que subvierte considerablemente los días españoles. G. se recluye en su finca del Manzanares y da en decorar sus estancias con una fantasmal secuencia de pinturas al fresco, las conocidas como pinturas negras (Prado), un poco arbitrariamente, pues si el dicho es el color que predomina, no dejan de hallarse bravas manchas más claras. Es imposible adivinar el propósito del gran pintor al acometer estas extrañas composiciones (El aquelarre, La romería, Las parcas, La lectura, Saturno devorando a sus hijos, Judith y Holofernes, Viejas comiendo sopas, etc.), en las que usó de extremada libertad conceptiva y ejecutiva, prologando cumplidamente cualquier rebeldía pictórica, aparente o cierta, del siglo xx. De idéntico periodo, alguna muy sorprendente obra religiosa, como el S. Pedro de la Phillips Gallery, de Nueva York. Los acontecimientos de 1823, con la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis y la subsiguiente y atroz reacción fernandina, no dejan de atemorizar a G., que debe refugiarse en la casa de un sacerdote amigo, D. José de Duaso, para evitar muy previsibles represalias.
     
      5. Sus últimos años (1824-28). Para librarse definitivamente de este temor, el 2 mayo 1824 dirige a Palacio un memorial solicitando permiso para viajar a Plombiéres (Francia) y tomar aquellas aguas, con pretexto de enfermedad. Fernando VII accede, no sin regateo, a lo instado, y G. parte en junio, pero no se dirige al punto citado, sino a Burdeos, donde reside su amigo D. Leandro Fernández de Moratín. Según éste, llega G. «sordo, viejo, torpe y débil y sin saber una palabra de francés», lo que no es obstáculo para que el bravo anciano, a los tres días, tome el camino de París. En septiembre está ya de vuelta en Burdeos, y vive con Da Leocadia Zorrilla -muy anterior amistad o lo que fuere- y con los hijos de ésta, Rosario y Guillermo Weiss. El 7 en. 1825 solicita de Madrid nuevo permiso, esta vez para tomar las aguas de Bagneres, pero la verdad es que no se mueve de Burdeos, donde en la primavera sufre una enfermedad de la que ya está repuesto a mediados de junio. A finales del año ha realizado su última serie de grabados, esto es, de litografías, las cuatro que componen Los toros de Burdeos. En mayo de 1826 marcha a Madrid, donde es retratado por Vicente López (v.) en celebérrimo óleo, y en julio vuelve a Burdeos. Allí pinta en 1827 el admirable retrato de su amigo Muguiro y el de su nieto Mariano. Y en 1828, la efigie de D. José Pío de Molina y ese pasmoso anuncio del impresionismo que es la preciosa Lechera de Burdeos.
     
      Era éste el postrer año de la vida del artista. Aunque achacoso, se iba manteniendo bien, pero la emoción ansiosa que le produce la próxima llegada de su hijo Javier le ocasiona el 2 abr. 1828 un ataque cerebral, seguido de hemiplejía, que le ocasiona la muerte en la noche del 15 al 16. Ocurrió ello en el piso 3° de la casa n° 39 de la Rue de FIntendence, y el glorioso difunto fue sepultado en el cementerio de la Chartreuse. Parece que en este momento debería acabar la historia de su cuerpo mortal, pero lo normal en otros humanos no fue verdad en él, gigantesco y desmedido en todo. En 1888, al ser reconocida su sepultura, se advirtió que de los restos faltaba la cabeza, indiscutiblemente robada en fecha poco anterior a 1849, pues éste es el año en que el pintor asturiano Dionisio Fierros firma un cuadro representando una calavera que dice ser la de G. El macabro robo sería perpetrado por éste, por el marqués de San Adrián y, acaso, por algún cómplice médico. La calavera continuó en poder de Fierros, y de él pasó a su hijo Nicolás, el que, en 1911, utilizándola para un experimento físico, la hizo explotar en varios pedazos. No es posible concebir final más disparatadamente goyesco de la calavera del genial artista que el que le deparó la casualidad. Lo que quedaba de sus restos se trasladó a España y se inhumó en la Sacramental de San Isidro el 11 mayo 1900, trasladándose luego, suponemos que definitivamente, a la ermita de S. Antonio de la Florida el 29 nov. 1919.
     
      6. Variedad y modernidad de Goya. Hasta aquí la vida, la muerte y la posmuerte de uno de los tres o cuatro pintores más geniales de que pueda envanecerse la Historia del Arte mundial. Se ha procurado dejar constancia de lo realizado por él a la par que corrían los años de su biografía, esto es, los 82 y medio mes que la integran, pero, aunque se mencionaran las producciones principales, cualquiera de las cuales bastaría para certificar la fama de un artista, son pocas en cotejo de la casi inimaginable cantidad de obras de G. Vivió mucho, cierto, pero pintó, grabó y dibujó en proporciones gigantescas, según era esperable de su poderosa vitalidad, que se fue afianzando y adquiriendo segura certidumbre al correr del tiempo. Y ello, en suerte tal que, por bien conocida que sea su obra, o, aún mejor, cuanto más se la conozca, el criterio resultante no convoca a la estimación de un artista llamado Francisco Goya y Lucientes, sino de varios de la misma nómina. En efecto, un hombre nacido en días en que triunfaba una pintura áulica y versallesca y que ha podido contemplar cuadros de Ingres y Delacroix; un hombre que surge a la vida en el reinado de Felipe V y que asiste a las postrimerías del de Fernando VII; un hombre educado en el rococó y que preludia solemnemente, lúcidamente, no sólo el romanticismo, sino también el impresionismo, y hasta, en determinadas ocasiones, el arte abstracto, da la sensación de no constituir una sola entidad humana, sino varias. Y si nos rendimos a la evidencia de no tratarse sino de una misma persona, se impone pensar en medidas de valor excepcionales y por ningún caso aplicables a otros creadores. Ha pintado una cantidad crecidísima de cuadros al óleo, ha practicado con inimitable maestría la especialidad del fresco, ha grabado al aguafuerte con procedimientos personalísimos y le ha faltado tiempo para hacer suya la litografía. Ha dibujado incansablemente, con inagotable curiosidad, Ironizando tanto una pareja de elefantes como proyectando un gran monumento arquitectónico. Su imaginación es fabulosa, monstruosa en ocasiones, y no es sorprendente que los surrealistas lo exhiban como precedente, ya que lo fue, como de tantísimas otras novedades. En cualquier momento -pero progresivamente a partir de la enfermedad que le dejara sordo y que lo recluyó en sí mismoes artista que se impone al carácter de encargos y clientelas. Su vivacidad personal así se lo dicta, por lo que no faltaba razón a Berenson cuando aseguró -bien que peyorativamente- que con él había comenzado el desbarajuste del arte moderno. Era cierto. Su desmedido genio no podía conformarse con los módulos de la educación recibida, que él cambió por la suya propia. Recordemos sus repetidos fracasos en concursos académicos, derrotado por pintores que, como Gregorio Ferro, hoy sólo son acreedores a una mención exclusivamente erudita. Podrá argüirse que la consecuencia obligada de este antiacademicismo fue la abundancia de recursos chapuceros a que tuvo que entregarse. No gustaba de reproducir manos, y consta que, para sus retratos, contaba con dos tarifas, según hubiera o no de figurarlas. Son también flagrantes ciertos errores dé perspectiva, de composición, de iluminación. Tras de haber pintado muchos toros y caballos, jamás pudo lograr uno bien dibujado, y los más de ellos constituyen una rara especie de fauna privativa y no intercambiable. Así, pues, defectos, muchos. Pero defectos que serían imperdonables en cualquier otro artista, pero que en él, sumidos en la grandeza o en la gracia de lo expresado, se convierten en otras tantas sales y otros tantos alicientes para la admiración. Su mundo es infinito, y consta de beldades femeninas altísimas y de horrendas brujas, de duques y de albañiles, de héroes y de granujas. Se trata de más de medio siglo cronizado por un artista atento a todo, enamorado de todo, dispuesto siempre a considerar la vida y la muerte, la comedia y la tragedia, lo óptimo y lo pésimo. En creador de semejante variedad, en historiador fiel de semejante sinnúmero de posturas vitales, parece aventurado seleccionar ni antologizar nada, ya que el mundo de los cartones de tapices nada tiene que ver con el de las pinturas negras, uno muy dieciochesco, el otro extremadamente decimonónico, y tal acaece con otros géneros de muy distintas épocas de G. Pero hay en su haber un cuadro en el que se compenetran el drama y el clamor de justicia con un ferviente deseo de ejemplaridad y propaganda, y ese cuadro es el de Los fusilamientos. Glorioso cartelón en el que no se han escatimado las sangres más rojas y veraces, posee la enorme importancia de encabezar todos los deseos de autenticidad y servicio de la pintura moderna, por su obra y gracia desentendidos del mentiroso repertorio que presidiera la educación del artista. Con él se han terminado las mitologías del Olimpo, ha caducado la Academia, se ha despedido el neoclasicismo, se han gastado todos los tópicos que un día pudieron aparentar -y no sin buenas razones- ser deliciosos. La furia de G. ha barrido todas aquellas ficciones con no otras armas que su entereza y su soberbia hombría. Fue rococó -y moderadamente- por su educación. Es romántico por convicción. Y, además de romántico, todo cuanto se le quiera atribuir de responsabilidad en los colores que le siguieron. Era el primer pintor moderno.
     
     

BIBL.: A. RUIZ CABRIADA, Aportación a una bibliografía de Goya, Madrid 1946. Es repertorio útil, pese a sus omisiones, pero tras su publicación han aparecido otros muchísimos estudios, entre los que son de citar: V. DE SAMBRICIO, Tapices de Goya, Madrid 1946; E. LAFUENTE FERRARI, Antecedentes, coincidencias e influencias del arte de Goya, Madrid 1947; X. DESPARMET FITZ-GERALD, L'oeuvre peinte de Goya, París 1950; F. J. SÁNCHEZ CANTÓN, Vida y obras de Goya, Madrid 1951; E. LAFUENTE FERRARI, Goya. Les fresques de San Antonio de la Florida, Ginebra 1955; Exposición Francisco de Goya. IV Centenario de la Capitalidad, Madrid 1961; J. F. SÁNCHEZ CANTÓN y X. DE SALAS, Las pinturas negras en la Quinta del Sordo, Barcelona 1963; J. A. GAYA NUÑO, La espeluznante historia de la calavera de Goya, Roma 1966; J. GUDIOL, Goya, Barcelona 1970; P. GASSIED y J. WILSON, Vida y obra de Francisco Goya, Barcelona 1971.

 

J. A. GAYA NUÑO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991