FRANCIA, VI. HISTORIA DE LA IGLESIA I.


1. La Iglesia de las Galias del siglo II al VI. El paganismo galo conservó durante largos siglos un fuerte carácter agreste y rústico, centrado en ritos colectivos celebrados en altos lugares naturales, el culto de los muertos (v. DIFUNTOS I), la adoración de divinidades terrenales y astrales, bajo la influencia de una casta sacerdotal de druidas cuya influencia acabaron por eliminar los emperadores romanos (v. CELTAS III; GALIA II). La penetración cristiana, que numerosas «tradiciones» posteriores (como la de María Magdalena, de Sainte Beaume de Marsella) han pretendido vincular directamente con los apóstoles, comenzó sin duda en las ciudades mercantiles grecorromanas del sur: Marsella, Nimes, Arlés, Lyon. Mas, según la justa expresión de un historiador galo del s. Iv, Sulpicio Severo, «la religión del verdadero Dios fue recibida bastante tarde al otro lado de los Alpes».
      No se conoce bien el progreso de la evangelización, excepto por lo que se refiere a una preciosa carta de los cristianos de Lyon (v.) a sus hermanos de Frigia (177) sobre una persecución que hizo 50 mártires en su comunidad. En las listas de asistentes al conc. de Arlés (314), hay 20 obispos llegados de la Narbonense, Aquitania, el Lyonesado, Bélgica y Germania. El movimiento misionero que describe tres siglos más tarde Gregorio de Tours (v.), fue animado principalmente por el clero rpmano en las provincias del sur y del noroeste, donde se hablaba el griego; Ireneo (v.), sacerdote de Asia Menor establecido en Lyon, explica en griego, hacia el año 200, por qué todas las Iglesias deben estar unidas en Roma, «pues allá es donde se conserva la tradición de los apóstoles».
      País de difíciles comunicaciones, alejado de los centros políticos e intelectuales romanos, la Galia permanece apartada de las turbulencias que provoca la extensión del cristianismo en el Imperio. Las dificultades dependen más de la reacción de las poblaciones paganas que de las autoridades; los edictos imperiales de persecución general no dejan, en el s. III, más que huellas aisladas (Saturnino, martirizado en Toulouse en 250, Dionisio en París en 258), salvo por lo que respecta a los cristianos que, pertenecientes al ejército o a la administración se niegan a rendir culto oficial al Emperador, como S. Mauricio en el Valais. Las terribles sacudidas de la crisis arriana (v. ARRIO Y ARRIANISMO) llegan con poca fuerza, ya que las poblaciones rurales permanecen insensibles a la complejidad de los grandes debates teológicos. En los concilios de Arlés (353) y Béziers (356) los obispos ceden a las presiones del emperador arriano Constancio; pero se alza entonces valientemente Hilario de Poitiers (v.), el primer teólogo galo desde Ireneo, formado como él en la teología trinitaria en Asia Menor. Pocos años después el español Prisciliano (v.) es ejecutado en Tréveris (386) y Martín de Tours (v.) reprocha vigorosamente este severo acto al emperador Máximo. Siguiendo el ejemplo de Martín, los obispos multiplican las giras rurales, destruyendo los santuarios paganos y catequizando a las poblaciones.
      Hacia 430, los obispos, establecidos en las principales ciudades, son ya un centenar; para uso de las comunidádes rurales se elevan poco a poco capillas atendidas permanentemente por un sacerdote. Todavía no hay una organización provincial, pero ya se reúnen concilios periódicamente. Las provincias más grandes son divididas; en la primera mitad del s. v, Arlés, convertida en prefectura de las Galias cuando el abandono de Tréveris (392), aspira a la primacía de las mismas bajo la protección jInperial, cuando Zósimo le confiere ciertos privilegios canónicos, pero interviene la Sede Apostólica e Inocencio I restablece el papel de Vienne (450).
      Diversos testimonios del Bajo Imperio (poemas de Paulino de Pella, cartas de Apolinar Sidonio (v.), biografías seguras de obispos y monjes) permiten conocer esta Iglesia naciente. El obispo, elegido por un clero muchos de cuyos miembros no pasan durante toda SU vida de las órdenes menores, sale a menudo de un monasterio o de la nobleza senatorial. El pueblo, aun bautizado adulto, sometido a una rigurosa disciplina penitencial, se reúne en catedrales adosadas a las murallas de las ciudades. Las peregrinaciones a los santuarios locales, a Roma, e incluso a Jerusalén, son, sobre todo, las que denotan una práctica activa, aunque pobre. A partir de 407 los bárbaros invasores introducen el arrianismo, pero sin imponerlo. En tres cuartos de siglo, las poblaciones galas se acostumbran a una coexistencia de la que muchos, corno Paulino de Pella y el fraile Salviano de Marsella, sacan una lección positiva para volver a la pureza de la fe en medio de los desórdenes de una época brutal.
      2. La Iglesia merovingia. La Iglesia ajustada a las divisiones administrativas del Imperio, desaparecido en 476, es despojada ante las nuevas etnias francas paganas al norte, burgundias y visigodas al este y al sur. Pero Clodoveo (v.) sabe cuidar del clero y de las poblaciones católicas; encuentra además, al frente de este clero, a un obispo benévolo y leal, S. Remigio de Reims (v.). El rey franco, casado con una princesa burgundia católica (v. CLOTILOE, SANTA), brutal hasta el salvajismo, pero sinceramente religioso, arrastra, a bautizarse, a la élite franca (506) y da a sus conquistas territoriales la aureola de una cruzada por la verdadera fe. Los cánones del conc. de Orleáns (511), que reúne a 32 obispos de todas las provincias de la Galia para reconciliarse con los arrianos y regular las ordenaciones y las donaciones reales reciben la aprobación formal del rey. Hombres de acción todavía nutridos de cultura clásica, Avito de Viena, Cesáreo de Arlés (v.), reorganizan la vida de la Iglesia, la disciplina monástica y clerical, las relaciones con Roma, la lucha contra las herejías; en el conc. de Orange (529), Cesáreo hace condenar el semipelagianismo (v.) de Fausto de Riez.
      El rey merovingio, sin embargo, sigue siendo más un guerrero rodeado de una banda de salteadores que un administrador. Es cierto que los sucesores de Clodoveo se rodean de clérigos cultos: Dagoberto, de Eloy; Bathilde, de Ouen; Childerico Il, de Leodegario. La realeza se forja una concepción casi sacerdotal de sus funciones; pero la decadencia moral de los príncipes quita todo prestigio a los obispos, elegidos por el rey entre los francos y no ya entre las grandes familias galo-romanas. La degradación de las costumbres se generaliza en el s. vil, la vitalidad intelectual se apaga, la vida espiritual se refugia en los monasterios. S. Columbano (v.) y sus discípulos celtas, expulsados por los anglosajones, dan reglas rigurosas a Luxeuil, Fleury sur Loire, Marmoutiers; otras fundaciones de benedictinos (v.) educan a las poblaciones rurales dejadas en el abandono de un bajo clero caído de nuevo en la relajación; misioneros aislados como S. Eloy en Flandes y S. Amando en Bélgica tratan de conquistar las franjas nórdicas.
      Entre el s. VI y el VIII el cristianismo se implanta sólidamente alrededor de las villa de los nobles merovingios y de los vici, raros burgos de comerciantes, dotados de una iglesia y tierras por el noble, que es quien elige al párroco; éste, a quien distinguen un hábito especial, la tonsura y la continencia, debe, pobremente, formar él mismo las posibles vocaciones, dirigir la vida sacramental y el culto al santo protector familiar del lugar. La generosidad popular se ejerce más en favor de la catedral, que alberga a un clero abundante y desigual y que mantiene escuelas y casas de socorro para toda una clientela de siervos y de penitentes pobres, en busca de un refugio contra los rigores del tiempo.
      3. Desde el advenimiento de Carlomagno al hundimiento de su Imperio. La idea del Estado (perdida desde cuatro siglos atrás), donde el rey legisla no en su provecho exclusivo, sino por el bien común, renace con los mayordomos de palacio, que encuentran en el Papado, amenazado por la invasión lombarda y la expansión musulmana, un apoyo decisivo para eliminar a la decadente dinastía merovingia y asegurarse sobre todo la ayuda de un clero fiel y afín al pueblo.
      En la Galia, entregada a la anarquía, es un monje anglosajón, S. Bonifacio (v.), quien toma la iniciativa de la reforma de la Iglesia franca con la ayuda de Gregorio II y de Carlos Martel, a quien niega enérgicamente toda secularización de las temporalidades de la Iglesia; su discípulo Carlomagno (v.), convencido por Alcuino de York (v.) de que el rey debe ser un verdadero intérprete de la fe, legisla sin cesar: uniformiza el ritual del bautismo, difunde el sacramentario gregoriano (v. LIBROS LITúRGICOS), impone la residencia al clero, nombra buenos obispos y depone a los indignos y da a sus conquistas el carácter de operaciones misionales respecto a los sajones y lombardos. La brutalidad de las costumbres hace que no se preocupe de la convicción de las adhesiones forzosas, resultantes de la lealtad a los jefes y de la simplicidad de las creencias populares. Carlomagno interviene asimismo en la protección de los Santos Lugares, en la querella de los iconoclastas (v.) y del adopcionismo (v.), a propósito de la cual inviste de autoridad al filioque en el Credo; restablece la autoridad de León III, en lucha con la turbulenta nobleza romana; la coronación imperial del 25 die. 800 no hace más que sancionar un momento de equilibrio excepcional para la Iglesia, que descansa en una personalidad cuyas decisiones están dictadas por una vida piadosa y una gran dignidad política, más que en una institución unánimemente admitida de nobles, de minorías anexionadas al Imperio, de laicos o de clérigos, frenados en sus ambiciones por la autoridad imperial.
      Bajo Ludovico Pío (v.) y sus hijos, la idea del Imperium unitario, fundado en el bien común, a ejemplo del Imperio romano, pero enriquecida por la noción agustiniana de «gobierno sacerdotal», desaparece con el juramento de Estrasburgo (842). A la republica christiana fundada en una creencia y una autoridad comunes, sucede la confraternitas, una civilización donde pueblos distintos reivindican su independencia al tiempo que defienden los mismos intereses espirituales (una mutua legislación religiosa; _la concordia para la salvación del pueblo cristiano; la lucha común contra el infiel). A falta de una verdadera autoridad pública, son los obispos quienes empuñan las riendas de la sociedad, como el poderoso Hincmaro de Reims (806-882), que exalta la realeza sagrada asociada al episcopado. Pero el desmoronamiento de la autoridad hasta la extinción de la dinastía carolingia (987), bajo los golpes de las invasiones normandas y sarracenas, y del feudalismo (v.), afecta a todas las instituciones, incluida la de la Iglesia. Las colecciones seudoisidorianas, falsas decretales de origen incierto en la diócesis de Mans hacia el año 850, tratan, no obstante, de defender a la Iglesia contra las crecientes amenazas de secularización.
      En la raíz del movimiento cultural de reparación de las ruinas acumuladas en los tres últimos siglos, hay una generación de maestros, frecuentemente no francos, como Alcuino, Pedro de Pisa, Pablo Diácono, ni enciclopédicos ni originales, sino interesados en difundir los manuales clásicos (sobre todo, de Agustín y de Cipriano). Carlomagno, que personalmente sigue siendo un inculto, a pesar de la seudocultura de la corte de Aquisgrán, manda difundir las colecciones canónicas romanas, organizar los estudios humanistas sobre la base de la vieja gramática de Prisciano y de las Artes liberales de Marciano Capella; en 850 se inicia una investigación teológica con ocasión de las controversias sobre la Eucaristía (v.) de Pascasio Radberto de Corbie. En 865 el irlandés Juan Escoto Eriúgena (v.) publica su obra De divisione naturae. Pero el siglo produce pocas obras capaces de alimentar la fe y la piedad. La liturgia prefiere la pompa exterior al culto íntimo a Dios; la salvación individual se atribuye más a la penitencia comunitaria que a la conversión interior. Cada individuo, en la sociedad del s. IX, tiene su officium, fijado por la Providencia, que nada trata de modificar. El rey, aureolado de un carácter mesiánico, posee una potestas absoluta, tanto sobre la Iglesia, a la que protege, como sobre los laicos. Por debajo de los poderosos, turbulentos y relajados, el pueblo recibe, al ritmo de la liturgia, verdadera educación religiosa. Se esboza una nueva noción del «fiel» en la que ser cristiano y súbdito ya no se distinguen; donde no reina más que una sola vocación, como en la vida social presidida por el Emperador, cabeza consagrada del reino y de su Iglesia.
      4. La Iglesia y la sociedad feudal. A falta de instituciones reguladoras del orden social y de la piedad popular, en el s. X el instinto colectivo da curso libre a su potencia creadora para satisfacer a sus necesidades espirituales. La instrucción de los misterios cristianos pasa progresivamente a los dramas litúrgicos, a las paraliturgias pascuales que los frailes organizan para el bajo pueblo. En la Iglesia, considerada como el único refugio contra el mal y los demonios, la angustia de la salvación aumenta las peregrinaciones: a falta de Roma, donde reina la inseguridad, a Santiago de Compostela (v.) o a Jerusalén, ciudad ésta que los turcos arrebatan a los árabes en 1009. Una literatura popular de cantares de gesta (v. Ix) hace circular las leyendas de los santuarios, propias para exaltar el deseo de perdón de los pecados por la expiación heroica. Esto da lugar con frecuencia al surgimiento de formas incontroladas; los eremitas laicos, iletrados, pobres, practican un apostolado nómada cerca del pueblo; la riqueza y el relajamiento moral de una parte del clero suscita la reacción violenta de grupos indistintamente calificados de «maniqueos» (V. CÁTAROS; ALBIGENSES; VALDENSES; etc.); el sueño de una sociedad ideal y la lucha contra las injusticias sociales, llegan hasta la intransigencia de rechazar la doctrina de la Iglesia. Pero la protección de los débiles preocupa a los raros sínodos que logran celebrarse. El azote social de la guerra privada hace decretar por la Asamblea del Puy (990) la «tregua de Dios», que bajo juramento obliga a los barones a suspender toda acción belicosa durante cuatro días de la semana. Los concilios recuerdan a los señores feudales la moral de la Iglesia, hasta que un tal Fulberto de Chartres (960-1028) elabora una verdadera teoría del derecho feudal, teoría que el cantar de gesta elevará al estado místico del ideal del hombre de pro.
      En el momento en que el feudalismo (v.) invade la sociedad eclesiástica (el rey elige obispos y abades para beneficiarse de los recursos de la Iglesia, y los laicos se apoderan de los monasterios y sus dominios, pues a menudo se entra en religión para hacer carrera), la reforma de la vida religiosa surge tímidamente de la vida monástica. Se apoya en la protección de los Papas y en el principio fundamental de la libertas romana, la libertad de elección de los obispos y de los jefes de las familias religiosas, único medio eficaz de luchar contra la simonía y el nicolaísmo. Nace entonces Cluny (v.), en el a. 909, centro de renovación espiritual, moral y social del s. xI, por su liturgia, sus estudios teológicos, su género de vida austera y sobria, familiar al mundo de los humildes. En sus intentos para sacudir el peso de la institución feudal «real» y «personal» sobre la Iglesia, los Papas del s. xI (entre los que se cuentan algunos franceses, como Silvestre II, 999-1003; Urbano 11, 1082-99, y Calixto 11, 1119-24) buscan la ayuda de F. contra la influencia imperial germánica.
      Los papas Nicolás II y Gregorio VII (v.) se apoyan primero en las misiones de legados pontificios, que a veces carecen de prudencia y flexibilidad, para hacer aplicar los decretos sinodales de 1059 y 1075 sobre la interdicción del nicolaísmo, de la simonía, de la enfeudación de los bienes de Iglesia (v. INVESTIDURAS, CUESTIÓN DE LAS). El Papado, que en 1079 instaura las visitas ad limina de los obispos a Roma, asume la jurisdicción sobre un número creciente de asuntos eclesiásticos, confiere a los legados pontificios la vigilancia de las elecciones episcopales y la presidencia de los concilios nacionales y entabla negociaciones con la monarquía de los Capeto (v.) para arreglar amistosamente la distribución de los dos poderes, como Pascual II y Felipe I en Saint-Denis (1107). Bajo Luis V1, los obispos son elegidos por los cabildos, devueltas al clero numerosas iglesias y grandes señores renuncian a la investidura episcopal.
      Las órdenes monásticas y las nuevas congregaciones canónicas, como San Víctor (v.) de París, los premonstratenses (v.), sostienen vigorosamente el esfuerzo de Roma para reactivar la idea de liberar los Santos Lugares cuando la amenaza turca se deja sentir sobre Bizancio. Trece arzobispos y 200 obispos acuden a la I1°amada de Urbano 11 al Conc. de Clermont-Ferrand (1095). Una idea soberana y simple suscita impulsivamente el entusiasmo popular: « ¡Dios lo quiere! ». El cruzado es un pecador que va a hacer penitencia a Jerusalén; sabe que muere frente al infiel y que gana su salvación; a la exaltación aventurada de los valientes, unidos a las filas del ejército francés, de los normandos de Italia o de los loreneses, que se apoderan de Jerusalén el 15 jul. 1099, responde la generosidad primitiva de los humildes, acaudillados por Pedro de Amiens, el Ermitaño (v.), quienes carentes de precaución y experiencia mueren en su mayor parte en los desiertos de Asia Menor o bajo las armas turcas (V. CRUZADAS, LAS).
      Bajo Luis VI y Luis VII la reforma de la Iglesia está íntimamente asociada a los esfuerzos de los religiosos: S. Bruno (v.) en la Chartreuse (v.), Esteban Muret en Grandmont, S. Roberto en Molesmes (v.) y sobre todo la impresionante personalidad de S. Bernardo de Claraval (v.), quien, como moralista, truena contra el lujo de los ricos frente a la miseria de los pobres, contra las herejías maniqueas y contra cuanto le parece destruir el orden social y político cuyo arquetipo encuentra en la Biblia, como los movimientos comunales; dire ti. or espiritual, canta la ternura por la sagrada Humanidad de Cristo, en reacción contra los desbordamientos del amor profano tal como se describe en el romance de Tristán e Isolda; místico, dirige la contemplación hacia la unión con Cristo sobre la Cruz; hombre de acción, predica la segunda cruzada, da a los Templarios su regla, resiste a los nuevos métodos críticos en Teología, imprudentemente aplicados por Abelardo (Conc. de Sens, 1144; v.).
      Felipe II Augusto (v.), realista sin nobleza, atrae el interdicto sobre su reino por haber hecho caso omiso a la negativa de anulación de su matrimonio por Inocencio III (v.). Pero la realeza encuentra un nuevo punto de equilibrio en su nieto Luis IX, culto, reformador político y jefe militar, en quien una serena piedad, que sabe que la perfección cristiana reside en primer lugar en la fidelidad al deber de estado, va acompañada de una total sumisión a las enseñanzas de la Iglesia. Ayudado de clérigos irreprochables, restablece la justicia y la ayuda a los menesterosos, prosigue la reforma gregoriana, nombra obispos de valía, como Mauricio de Sully en París y Eudes Rigaud en Ruan, protege las corporaciones-cofradías en las que la organización se inspira estrictamente en la moral cristiana. La cruzada es para el «rey-caballero» en primer lugar una peregrinación, y después una conquista en pro de la evangelización; así, pues, envía una misión a los kanes mongoles (1248), antes de ser vencido ante las murallas de El Cairo. Otra de sus ambiciones (recuperar la tierra de África para el cristianismo) fracasa ante la desastrosa campaña de Túnez, donde encuentra la muerte (1270). Con su nieto, Felipe IV el Hermoso (v.), la monarquía, cada vez más segura de sí misma, ambiciona la hegemonía de Europa, para lo cual trata de someter la fuerza espiritual, moral y material que representa la Iglesia.
      Frente a un bajo clero de desigual valía, los dominicos constituyen en el país una verdadera élite de sacerdotes dedicados a los estudios, a la predicación popular y a la lucha contra las desviaciones doctrinales que pululan: cátaros, valdenses, etc. Los franciscanos (v.), reorganizados por las Constituciones de Narbona que les da S. Buenaventura (v.), practican un ministerio eficaz cerca de los humildes, caracterizado por su autoridad moral, su fidelidad a Roma, el rigor y el desinterés de su vida, no sin suscitar, a veces, duras animosidades contra el clero secular, cuya misión invaden. A los dominicos (v.) confía el Papa la dirección de las Universidades y de las corporaciones de maestros y estudiantes, que el legado pontificio Roberto de Courcon reconoce en 1215, y a las que Gregorio IX (v.) pone bajo la jurisdicción apostólica (v. IV, 5; XII, 2). Venidas mucho después de la decadencia de las escuelas monásticas y episcopales (replegadas en su cultura de textos antiguos, puras instituciones de Iglesia), las Universidades inauguran un nuevo método fundado en el raciocinio al que el aristotelismo de S. Tomás de Aquino (v.) da un instrumento. En adelante, la teología se constituye en ciencia (V. VII; ESCOLÁSTICA).
      Felipe IV el Hermoso empieza por poner la Universidad, así como todas las fuerzas vivas del reino, al servicio exclusivo de reforzar el poder real. Para este hombre austero y devoto, 'la razón de Estado se antepone a toda consideración moral. Hábilmente sostenido por una burguesía refractaria al espíritu feudal, por las Asambleas del clero y de la nobleza, Felipe el Hermoso encarna un nuevo tipo: el rey que no depende más que de Dios, jefe de su Iglesia y no colaborador suyo en la edificación del bien público. Propaganda cerca de la opinión, métodos policiacos, medidas extremas, se convierten en armas al servicio de la unidad nacional absoluta. Pero Bonifacio VIII (v.), imbuido de la idea de la soberanía pontificia sobre lo temporal, se niega a dejar comparecer ante la justicia real al obispo Bertrand Saisset de Pamiers, culpable de palabras tendenciosas contra el rey; a la amenaza de convocar en Roma a los obispos franceses para retirar al rey el tributo del diezmo, Felipe el Hermoso responde con una asamblea de los tres estados, cuya solidaridad a la corona obtiene fácilmente. Excomulgado el rey, su consejero Nogaret ataca violentamente, para salvarle, la legitimidad de la elección pontificia y se traslada a Agnani para presentar un recurso al concilio ecuménico; pero Bonifacio, agotado y humillado, muere ante lo irremediable (1302). Tras un breve pontificado de Benedicto XI, es elegido un francés, Bertrand de Got, arzobispo de Burdeos, quien queda bajo la influencia, en adelante tiránica, del rey de Francia. Clemente V (v.) no sólo puebla de franceses la curia romana y el Sacro Colegio Cardenalicio, sino que cede a la voluntad real de suprimir la Orden de los Templarios (1312), cuyos 2.000 miembros se consagraban, desde la caída de San Juan de Acre (1291), a la explotación de sus ricas posesiones, influyentes y, no obstante, leales a la corona. Incautados sus bienes y ejecutados los jefes, todo el capital de confianza y prestigio de que gozaba F. en Europa es dilapidado por un rey que siempre vence por la astucia; el rey se hace con la docilidad consentidora o temerosa del clero, pero a su muerte deja una situación gravemente desequilibrada.
      5. La indecisión del Papado y el surgimiento del galicanismo. Frente al Oriente separado y a Italia, asolada por la anarquía, es en el noroeste de Europa donde se manifiesta una mayor vitalidad cristiana.
      La leal y apacible ciudad de Aviñón (v.), nudo de comunicaciones fácil de defender, se enriquece con el aparato, cada vez más complejo, de la administración pontificia (v. Iv, 5). El peso de la monarquía vecina desaparece: muertos los débiles hijos de Felipe el Hermoso, la nueva dinastía de los Valois (V. VALOIS, CASA DE) choca con Eduardo 111 de Inglaterra, casado con una hija de Felipe el Hermoso, reanudándose una guerra que ni Felipe VI ni Juan li el Bueno, ni Carlos V, consiguen dominar (V. CIEN AÑOS, GUERRA DE LOS).
      Mientras el reino se agota bajo los aplastantes impuestos, la indisciplina de los barones, las derrotas y las epidemias, los Papas instauran en Aviñón una brillante corte que eclipsa relativamente a la de Francia. Clemente V, Juan XXII, Benedicto XII, Clemente VI y sus sucesores Inocencio V1, Urbano V y Gregorio XI, son personajes concienzudos, de costumbres irreprochables; pero el nepotismo (v.) y la colación de los beneficios mayores hacen de la corte pontificia más un centro de intrigas que de difusión espiritual: mientras el Sacro Colegio Cardenalicio pierde su universalidad, la ciudad se convierte en capital de una solemne liturgia, de una escuela de canonistas y de un despertar del humanismo artístico clásico anunciador del Renacimiento. La muerte prematura de Gregorio XI, que ha vuelto a Roma (1378) en medio de un ambiente inflamado por las rivalidades entre franceses e italianos, pone fin a un periodo que fue, en definitiva, poco provechoso para la Iglesia.
      Mal informado sin duda por sus prelados de Roma, Carlos V pone a la iglesia de Francia, al producirse el Cisma de Occidente (v. CISMA Iii), bajo la obediencia de Clemente VII, antipapa elegido por una parte del Sacro Colegio Cardenalicio, refugiado en Fondi, frente a Urbano VI, elegido en Roma bajo las presiones del pueblo y de los nobles italianos. Pero el antipapa pierde su prestigio por los favores que consiente a su protector, como el de dar al hermano de Carlos V el derecho de conquista de los Estados Pontificios; rechazados sus ejércitos por los de Urbano VI, el camino de Roma se cierra definitivamente para él. A su muerte (1394), París trata, en vano, de suspender la elección de su sucesor para resolver el cisma. Bajo Benedicto XIII (v.) París toma la iniciativa para arreglar el conflicto: la Asamblea del clero, reunida en verdadero concilio nacional, se pronuncia por la vía de cesión. Cuando Benedicto XIII se niega a ello, una ordenanza real (1398) suspende todas las relaciones con el papado de Aviñón, para volver a las antiguas «franquías» y «libertades» del reino. En el Conc. de Pisa (1409'), el canciller de la Sorbona, Pedro d'Ailly, y Juan Gerson, debaten la superioridad de los concilios sobre los papas, teoría que conduce lógicamente a la definición del poder inmediato conferido por Cristo a la Iglesia universal (Conc. de Constanza; v.).
      La monarquía se aprovecha de la desautorización pontificia para llevar a cabo por su cuenta la reforma del clero, pero con la secreta intención de asegurarse el control de sus bienes, de su disciplina y hasta de su doctrina. Tal es la Pragmática sanción (v.) de Bourges (1436), impuesta por Carlos VII a los obispos y a la Univ. de París: si se reconoce el poder del Papa como administrador y juez supremo de la Cristiandad, se tiene al Concilio como superior al Papa, y sobre todo, se restablece la libertad de las elecciones para los beneficios mayores promulgados ya en 1418; todo litigio religioso, antes de ser llevado a los tribunales pontificios, debe agotar todos los recursos de la justicia real (v. CONCILIARISMO; GALICANIsmo). Este instrumento, demasiado exorbitante para ser utilizable, sirve más bien a la monarquía para negociar con la Santa Sede, que no carece de apoyo entre el clero nacional. Sin embargo, el nombramiento,de los obispos pasa en lo sucesivo bajo control real, teniéndose más en cuenta la lealtad de dichos obispos que su idoneidad para las funciones espirituales. Su autoridad tropieza con los múltiples privilegios de los cabildos, de los monasterios, de las Universidades. Numerosas diócesis se quedan sin pastores cuando la percepción por el rey de las rentas de un beneficio, en casos de vacante, impulsa al soberano a prolongar indefinidamente esta situación. También el Parlamento interviene cada vez más en las causas canónicas. El único órgano de gobierno de la Iglesia es la Asamblea del Clero, pero es el rey quien la convoca. Cierto que los Estados Generales de Tours (1484), reunidos por Carlos VIII (v.), tratan de frenar ciertos abusos, como el cúmulo de beneficios, usufructo, reserva real o expectativa pontificia. Pero, al final del s. xv, Carlos VIII y Luis XII (v.) no ceden un punto en sus prerrogativas. Después del intento de concilio que Luis XII opone a julio 11 (Pisa, 1509), hay que esperar a 1513 para que se inicien por fin negociaciones serias para fijar la competencia romana y la intervención real en materia eclesiástica. El rey propondrá, pero el Papa proveerá, teniendo en cuenta la madurez, la formación teológica y las condiciones personales (Concordato de 1516). El Papa obtiene la supresión de la peligrosa «Pragmática sanción» y el abandono de la teoría de la superioridad conciliar; el rey, en cambio, conserva el dominio de los bienes eclesiásticos, pues ya no hay más elecciones para los cargos religiosos. Disposiciones importantísimas, en vigor hasta la Revolución de 1789, ya que, si bien dejan al clero en estricta dependencia de la Corona, eliminan toda tentación para el rey de aprovecharse de la Reforma para secularizar los bienes de la Iglesia y abandonar así la unidad con la Iglesia romana.
      Durante este gran periodo (s. xiv y xv) la influencia de lo sobrenatural se hace más presente; a la corrupción de los grandes, a la indiferencia de la burguesía, al desconcierto de los universitarios, a la superstición, en fin, de los fieles, se contrapone la fe razonable y vigorosa-de una minoría. Tal es el caso de Juan Gerson (1363-1429; v.), descendiente de una familia campesina de la Champaña, universitario y diplomático, pero también sacerdote preocupado de la educación popular, teólogo madurado por la vida interior, teórico audaz contra el absolutismo real, al que él añade, por otra parte, el conciliarismo. Gerson se pronunció por la autenticidad de las revelaciones hechas a Juana de Arco (v.); si ésta reanima la fe y la dignidad moral de gran parte del pueblo, es que su Dieu premier servi encuentra en ella un eco profundo. Es muy grande la diferencia entre el mundo político y eclesiástico que rodea a Carlos VII, y la sana población rural formada en una devoción al Rey del Cielo que aboca en la lealtad al rey. El fin del s. xv (cuando Luis XI se dedica a reparar los efectos de la guerra en el reino) tiene un aire más optimista en la piedad popular. Nueva devoción por la vida de la Virgen, por el Rosario, por la intimidad con Cristo. Las órdenes religiosas vuelven a una estricta observancia, como los franciscanos y los benedictinos; la devotio inoderna (v.), introducida desde Holanda por Juan Standonck al colegio de Montaigu de París, da a la vida interior el paso seguro de la liturgia, ejercita a los laicos en una piedad metódica en la que el apostolado (v.) enriquece la ascesis y la contemplación (v.). Este movimiento es más lento en el pueblo, de costumbres primitivas, y en el que un clero desigual influye de diversas formas, más o menos tolerante respecto a la multiplicación de las colectas, de las falsas reliquias, de la rutina de las cofradías.
      6. Frente a la Reforma protestante. Cuando la cuestión religiosa pasa al primer plano de las preocupaciones de Francisco I (v.), liberado en 1526 del cautiverio iniciado en Pavía, nuevas tendencias individualistas se han abierto ya paso en el nuevo movimiento humanístico (v. HUMANISMO) de Lefebvre d'Etaples (v.), Erasmo (v.) y Rabelais (v.). Las consideraciones políticas son las que dictan las alianzas reales (Turquía, principados alemanes) en su lucha con la casa de Austria. Pero en el reino, la unidad social y religiosa es un artículo fundamental. -A partir de 1519 la influencia luterana se manifiesta desde el bajo pueblo hasta la corte y las Universidades, si bien no afecta aún ni a la burguesía ni al campesinado. Parlamento y Sorbona, más firmes que el episcopado, condenaron el luteranismo en 1521. Pese a los intentos de represión que el canciller-legado Duprat arranca a Francisco I, los neófitos protestantes se muestran cada vez más audaces; la negación de la presencia real en la Eucaristía, del culto a la Virgen, y de la autoridad del Papa, son difundidos por una propaganda audaz que llega hasta a clavar un panfleto en la puerta de la cámara del rey (1535). Desde entonces, al igual que Paulo III, Francisco I se decide a actuar: si el protestantismo francés carecía de jefe, un joven burgués de Noyon, Juan Calvino (v.), humanista y jurista, al principio fiel a la Iglesia, toma bruscamente partido en 1533 bajo el efecto de las agitaciones estudiantiles. Su libro Instituciones cristianas, escrito en latín y traducido al francés en 1541, que admite como única regla de fe la Sagrada Escritura, en detrimento de la Tradición y del Espíritu Santo que inspiran el Cuerpo Místico (v. LIBRE EXAMEN), declara la Iglesia «irreformable». La cabeza de la Iglesia calvinista está en Ginebra, pero 72 comunidades francesas están ya presentes en el primer sínodo nacional (1559). La persecución emprendida en 1542, y hecha sistemática por la «Cámara ardiente» que Enrique II añade al Parlamento de París (1547), no impide en modo alguno su multiplicación.
      No es que la vida espiritual se haya enfriado; la imprenta difunde multitud de obras religiosas (el editor parisiense Godart tiene 170.000 en depósito); los edificios religiosos que se construyen atestiguan la práctica general; en esa época es cuando S. Ignacio de Loyola (v.) toma la resolución, con seis compañeros estudiantes de París, de consagrar su vida a Cristo, no para luchar en particular contra la herejía, sino por presentimiento de los peligros que corren la unidad y la autoridad de la Iglesia.
      A pesar de la obra tridentina (v. TRENTO, CONCILIO DE), el catolicismo francés, minado por los abusos, no ve otra forma de luchar más qu- recurriendo al brazo secular. La paz firmada con España (1559) deja a Enrique II libre para exterminar la herejía; el edicto de Écouen prevé en lo sucesivo para ella la pena del fuego. En el a. 1550 existen unas 2.000 comunidades calvinistas, organizadas en consistorios, que eligen a los pastores, y en sínodos nacionales. El culto, de secreto, ha llegado a ser público, frecuentemente protegido por las armas, en todas las provincias; no hay separaciones geográficas ni oposiciones sociales aparentes, como lo demuestra el hecho de ser el sudeste, pobre y abandonado, el sudoeste mediano, y la rica Normandía, los más afectados; a las categorías medias (artesanado, profesiones liberales) se une parte de la nobleza, amargada por la inacción y el empobrecimiento, o llevada del idealismo religioso y las solidaridades familiares. Bajo los débiles sucesores de Enrique II (v.), prematuramente muerto en 1559, las grandes familias, como Montmorency, Guisa, Borbón, utilizan el conflicto para sus apetencias de poder; la guerra civil se aprovecha de la indecisa regencia de la piadosa y severa reina madre, Catalina de Médicis (v.), mientras España e Italia están entregadas por completo a la lucha y el ejemplo de Inglaterra y Alemania se halla peligrosamente presente en todos los espíritus.
      Las guerras de religión, de 1559 a 1598 (v. v, 4), se caracterizan por la irregularidad de las operaciones militares, demasiado costosas, la incoherencia de los intentos de transacción, la creciente importancia de las intervenciones extranjeras y el asombroso salvajismo de los antagonistas. Hasta 1572 Catalina de Médicis y su canciller, el prudente y liberal Miguel de I'Hópital, se esfuerzan para conseguir limitar el poder de la familia Guisa (v.), apoyada por España (Coloquio de Poissy, 1561). Dos guerras salvajes (1562-63, 1567-68) acaban por permitir a los hugonotes (v.) la libertad de culto en una ciudad de cada bailía; una tercera (1569-70) les da la ventaja de disponer de plazas fuertes. La monarquía, agotada, inicia un acercamiento a la nobleza protestante, acercamiento que la reina madre, Catalina, celosa de la influencia de la nobleza, rompe, arrancando a Carlos IX la autorización para la matanza de la Noche de San Bartolomé (v.) en París (1572). Desde entonces, el partido católico y el partido hugonote, que se organizan en ligas armadas, se enfrentan directamente, hasta que el incapaz Enrique 111 muere asesinado y sin herederos (1589). Los mismos católicos se dividen; unos apelan al papa Gregorio XIV y a Felipe 11 de España, a costa de la soberanía nacional; otros reconocen a Enrique de Borbón, cuñado de los tres últimos reyes, pero es hereje y está excomulgado.
      El cansancio popular y el deseo de evitar lo irremediable, coinciden con el sentido político de Enrique IV, dispuesto a acomodarse a la voluntad del pueblo; abjurando del protestantismo en 1593 (« ¡París bien vale una Misa! ») y coronado un año más tarde, trata con Felipe II (v.) para poder promulgar el edicto de Nantes (1598). Por voluntad nacional, el catolicismo se mantiene como religión del Estado y del príncipe; los protestantes reciben la libertad de conciencia, la del culto público, aunque limitado, la restitución de los bienes de los rebeldes y la posesión, prevista en cláusulas secretas, de plazas fuertes de seguridad durante ocho años. La Iglesia ha sufrido grandemente con la crisis: defecciones de una parte del clero, aumento del libertinaje y de la irreligiosidad de creencias y costumbres, pérdidas del patrimonio artístico, desaparición de los diezmos. La tarea de reconstrucción cristaliza en torno a los jesuitas (v.), que ponen pie en el reino en vísperas de las guerras de religión, pese a la oposición del Parlamento galicano parisino; vuelta la paz, la renovación de las fuerzas religiosas se manifiesta en forma, escribe Henri Brémond, de «invasión mística».
      7. El aumento del absolutismo real. Los votos del «Estado Llano» en los Estados Generales de 1614 pusieron de manifiesto que el buen orden de la sociedad no se concibe sin la regularidad religiosa y moral, que en buena parte depende del rey. Enrique IV supo nombrar buenos obispos y tolerar que el clero pasara, motu proprio, a la aplicación de los decretos de reforma del Conc. de Trento, decretos que el Parlamento parisiense se negaba a aceptar. Algunos obispos, pese a las rivalidades de cabildos, abadías, patronos, prebendados y de los comendatarios, se lanzan a la tarea; el austero y piadoso Luis XIII (v.) les apoya, pero lo que caracteriza la primera mitad del s. xvtt es el fervor inequívoco y sobre todo el celo absolutista de Richelieu (v.). Los incidentes que acompañan al restablecimiento del catolicismo en ciertas regiones le convencen de que ningún cuerpo constituido, ya sea la nobleza, el Parlamento o los hugonotes, debe erigirse frente al poderío real. Tras el penoso sitio de La Rochela (1623), principal plaza fuerte protestante, sostenida por los ingleses, Richelieu hace que el rey lance un edicto moderado (Edicto de gracia de Arlés): aunque se mantienen los derechos legítimos del edicto de Nantes son derogados todos los privilegios (plazas fuertes, asambleas sinodales); restablecida la paz civil y religiosa, los hugonotes permanecerían leales a la corona; sin embargo, el protestantismo pierde su vitalidad espiritual y material en un Estado donde triunfa la fe católica. Por largo tiempo persiste una gran separación: la teoría, expresada por el «Estado Llano» en los Estados Generales de 1614, de que el rey, soberano en su reino, no puede tener superior alguno en la tierra; la Iglesia, reunida en concilio universal, es entonces superior al Papa, al que no le es reconocida la infalibilidad personal separada. El poder Pontificio tendría límites; las costumbres, los cánones conciliares y, sobre todo, los decretos de Roma no podrían ser aceptados en el reino sin la aprobación del poder temporal. Por otra parte, se reafirma la verdad, vigorosamente definida en De potestate sumi pontijicatus in rebus temporalibus por el card. Belarmino (1610), quien sostiene que el Papa, aunque no es señor de todo el universo, siempre dispone de un poder indirecto por el cual puede expulsar a todo católico desleal a la Iglesia (incluso a un rey). Debate cuya virulencia procura sofocar Richelieu mediante una estrecha vigilancia, tanto de los Parlamentos como del clero.
      En cuanto a la vida del clero y de los fieles, al comienzo del s. xvii se difunden numerosos centros de vida espiritual: pequeños círculos devotos de laicos burgueses y nobles en las ciudades; nuevas congregaciones: el Oratorio (v.) fundado por el card. De Bérulle (v.), las ursulinas (v.) y las carmelitas descalzas (v.), introducidas desde Italia y España, las salesas (v.) de leanne Frémiot de Chantal (1610), los teatinos (v.), barnabitas (v.), somascos, benedictinos de San Mauro, etc. Los monasterios (tal vez 15.000 en 1630) también contribuyen a la moralización de la sociedad con su predicación, su labor teológica, sus misiones en los medios rurales. La restauración religiosa se alimenta de nuevas escuelas de espiritualidad. Francisco de Sales (1567-1622; v.) revitaliza la idea de que la perfección cristiana no es privilegio de una minoría de elegidos y que el amor a Dios y al prójimo consiste, en primer lugar, para los laicos, en la fidelidad al deber de estado y a una actitud benévola y prudente hacia el mundo; él card. De Bérulle (15751620) trata más bien de apartar al hombre de toda complacencia de sí mismo para orientarle hacia la adoración de la Majestad Divina; sus sucesores espirituales (Condren, Olier, Saint-Cyran; v.) comprenden la importancia primordial, para la difusión de la Iglesia, de la formación del clero.
      La época se despierta asimismo a la acción social y a la asistencia espiritual de los medios populares. Vicente de Paúl (v.), hijo de un pobre labrador de Gascuña, fatigosamente llegado al sacerdocio, revela sus dotes de organizador y director espiritual, tras haber contemplado de cerca tanto la miseria de los pobres como el lujo de los grandes: cofradías de ayuda a los pobres en las ciudades, misiones de evangelización campesina, instituciones para la formación del clero. Pues aún en 1650 los documentos contemporáneos revelan sobre todo el triste estado de las comarcas rurales: falta de seminarios, de autoridad episcopal, bajo nivel moral del pueblo. Los sacerdotes sulpicianos (v.) de lean Olier (1642) y los sacerdotes de Jesús de S. Juan Eudes (1643; v.) se consagran al mismo apostolado de piedad y de caridad, así como la compañía del Santísimo Sacramento (1627), asociación que se extiende entre las clases altas de una cincuentena de ciudades. La renovación de la Iglesia se manifiesta lentamente por el número y la calidad de las conversiones, a menudo personas procedentes del libertinaje v del escepticismo; por el tono serio y digno de las familias, con frecuencia teñido de desconfianza hacia el «mundo» e incluso de respeto puramente exterior por las cosas de la religión; por el éxito de las misiones en el interior del país, que absorben los jesuitas y los capuchinos; por el movimiento misionero hacia el Próximo Oriente y el Canadá, donde la evangelización de iroqueses y hurones cuesta numerosos mártires (V. CANADÁ, MÁRTIRES DEL). Además de un sinnúmero de empresas apostólicas que a mediados del s. xvii sostiene la monarquía; pero su intervención se hace multiforme en los asuntos religiosos, que a menudo tomarán las mismas proporciones apasionadas que en el siglo anterior.
      Bajo Luis XIV (v.) el catolicismo no es sólo religión oficial del Estado, sino religión nacional, la de la mayoría. El rey viene a ser como el representante de Dios en la tierra, cuya autoridad debe conformarse a la ley divina y al bien del mundo, con la responsabilidad especial para el «hijo primogénito de la Iglesia» (la fórmula nace bajo Enrique [V) de defender a la Iglesia de las herejías. En el apogeo del galicanismo, los legistas, a continuación De las libertades de la Iglesia galicana, de Pierre Pithou (1594), establecen la legitimidad del control real sobre las relaciones entre el Papa y los súbditos, sobre los nombramientos y la atribución de los beneficios eclesiásticos y sobre la autoridad disciplinaria y dogmática de los obispos.
      En las 18 provincias eclesiásticas viven 250.000 miembros del clero, de ellos 90.000 pertenecientes a órdenes religiosas. El clero secular, exento de impuestos personales, prestaciones, servicio militar, y sometido a condiciones de vida material extremadamente variables, goza de un claro favor. El Estado trata de limitar sus funciones sociales; los registros civiles, por los cuales el cura párroco controla la población desde la época de Francisco 1, han de ser depositados en los archivos de la justicia real; los hospitales y los hospicios viven prácticamente de la generosidad de los ricos y de la abnegación de los religiosos; la enseñanza sigue siendo una obra de beneficencia, ampliada desde hace poco tiempo por las fundaciones reales de Academias y escuelas técnicas, mientras que los obispos apoyan las escuelas populares. Se acaban los sínodos nacionales; el único órgano de gobierno de la Iglesia es la Asamblea del Clero, pero sus funciones no son ya más que financieras, fijar y repartir las «donaciones gratuitas» concedidas al rey sobre las rentas (una cuarta parte aproximadamente de la renta nacional) que percibe el clero. La práctica religiosa de los súbditos es un asunto público: se nace «francés y cristiano», según La Bruyére. La adhesión personal a la fe es no obstante significativa en el desarrollo de las hermandades de caridad, de devoción y de penitencia. En el campo, las supersticiones son difíciles de extirpar, y los principales predicadores (Bourdoise, Bourdaloue) se alzan contra la rutina de la práctica religiosa. Pero hay tan grandes plumas en la literatura religiosa como Bossuet (v.), Fénelon (v.), Pascal (v.), Bourdaloue (v.), Arnauld (v.), como en la profana; ésta despierta a un furioso naturalismo con Corneille (v.), Racine (v.), La Fontaine (v.), Saint-Évremond, etc.
      Las fuerzas centrífugas que, políticamente, la autoridad real contiene sin dificultad, manifiestan, desde el punto de vista religioso, su irreductible permanencia en la segunda mitad del s. XVII. Los jansenistas (v.) reagrupados en torno al monasterio reformado de Port-Royal (v.), se granjean las simpatías de la población parisiense por la austeridad de su vida y su convicción espiritual. Los jesuitas, ofendidos por los ataques de los «Messieurs» de PortRoyal contra el molinismo (v. MOLINA Y MOLINISMO); la Sorbona, intransigente, y la Asamblea del Clero, indecisa, llevan ante la apasionada opinión pública el debate sobre las tesis resumidas del Augustinus de Jansenio (v.): que el hombre no puede resistir a la gracia, que ésta puede a veces faltar al justo, que Jesús no murió por todos los hombres. El Papado zanja la cuestión sin apresuramientos (1653), pero Arnauld y Pascal se niegan a ceder; cuatro años después la Asamblea del Clero decide imponer a todo eclesiástico un reconocimiento público de la herejía de las tesis condenadas que, efectivamente, defienden los jansenistas. Esta conducta divide a la opinión, y Luis XIV, extremadamente sensible a toda amenaza de desórdenes desde la rebelión de la Fronda (v.), no vacila en apelar, pese a sus principios, a Alejandro VII para hacer aplicar el formulario discutido; Clemente IX, su sucesor, busca el arreglo en la interdicción, por 30 años, de polemizar sobre las materias discutidas (1669). Hasta el fin del siglo los jansenistas, alentados por Ouesnel, prosiguen incansablemente su propaganda, la Cual utiliza el Parlamento en contra de los jesuitas; Luis XIV obtiene de Clemente XI la obligación de una sumisión de hecho al formulario eclesiástico (1705), y más tarde una condena definitiva de 101 proposiciones erróneas sobre la gracia, la caridad, el papel visible de la Iglesia, el examen de las Sagradas Escrituras (Bula Unigenitus, de 1713: Denz.Sch. 2400-2502). Entre tanto, el rey se apresura a mandar destruir espectacularmente, en medio de la intensa emoción pública, el hogar del jansenismo, la irreductible abadía de Port-Royal (1709). Harán falta más de 25 años para que se extinga el jansenismo, revitalizado bajo la Regencia, pero al que sus excesos tanto doctrinales (reducir la infalibilidad a la comunidad universal de los fieles), como místicos (los visionarios del cementerio de Saint Médard de París, 1727), han desacreditado a los ojos del pueblo y de la burguesía.
      En su lucha por la unidad moral y religiosa, Luis XIV se ha dejado convencer por los deseos del clero, y la intransigencia, a veces somera, de una parte de la población, de que el obstáculo de la pretendida «Religión reformada» podía ser eliminado sin «remedios violentos». En 1665, las libertades concedidas a los hugonotes son reducidas progresivamente; los niños están autorizados a cambiar de religión sin el consentimiento de sus padres; las hostilidades con las potencias protestantes (Holanda, Suecia e Inglaterra) agravan las persecuciones a partir de 1672. La amplitud de las conversiones inducen al rey a revocar el edicto de Nantes (1685). Cuando unos cien mil protestantes han emigrado, entre los militares, artesanos y profesiones liberales, que son solícitamente acogidos por los reinos vecinos, la ejecución del edicto no se aplica más que a una población resignada. Sólo una de las regiones más pobres, Cévennes, refractaria al absolutismo real, resiste ocho años y consigue inmovilizar al mejor ejército del rey antes de ser reducida por las negociaciones y la usura (guerra de los «Camisards», 1702-08).
      Cuando el rey pretende extender, en 1673, el derecho de regalía a todo su reino, encuentra un Papa recién elegido (el beato Inocencio XI; v.) menos dispuesto a halagar a su poderoso aliado que a defender rigurosamente las libertades de la Iglesia. Sólo dos oscuros obispos han apelado al Papa contra la irregularidad canónica de tal medida, en tanto que la mayoría dócil y la minoría ambiciosa de la Asamblea del Clero suscribe sin resistencia las tesis, en adelante clásicas, del galicanismo francés, que Bossuet resume en la «Declaración de los 4 artículos: que los reyes son absolutamente independientes en lo temporal y que los concilios limitan el poder de los Papas» (1681). Pese a todo, nunca habrá ruptura. La piedad del rey y la necesidad de paz religiosa se unen a la tradicional moderación pontificia. Pero la reconciliación es lenta, aunque sean numerosas las sedes dejadas sin pastores. Luis XIV renuncia a imponer la «Declaración de los 4 artículos» (1689), a cambio de lo cual el Papa se decide a la universalización de la Regalía.
     

BIBL.: V.t. FRANCIA, VI. HISTORIA DE LA IGLESIA II.

 

JEAN-PAUL SAVIGNAC.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991