FERNANDO VII DE ESPAÑA


1. Nacimiento y juventud. F. VII n. el 14 oct. de 1784 en San Lorenzo de El Escorial. Fue el noveno hijo de los 14 que tuvieron Carlos IV (v.) y María Luisa de Borbón, hija de los duques de Parma. De los 14 hermanos, ocho (Carlos Clemente, María Luisa, María Amalia, Carlos Domingo, Carlos Francisco, Felipe Francisco, María Teresa y Felipe María) murieron antes de 1800; Carlota Joaquina (1775-1830) fue la esposa de Juan VI de Portugal; María Luisa Josefina (1782-1824) fue reina de Etruria; Carlos María Isidro (v.; 1788-1855) y Francisco de Paula (1794-1865) aparecen con frecuencia a lo largo del reinado de Fernando VII; María de la O Isabela (1789-1848) fue reina de Nápoles por matrimonio con Fernando I y madre de Luisa Carlota (esposa de Francisco de Paula) y de María Cristina (cuarta esposa de Fernando VII).
      La infancia de Fernando VII fue enfermiza. Al acceder al trono Carlos IV quedó F. como príncipe de Asturias; de su educación se encargaron Fernando Scio (escolapio), Francisco Javier Cabrera (obispo de Orihuela), el presbítero Pedro Ramírez y los canónigos Juan Escóiquiz y Cristóbal Bencomo. De todos ellos fue Escéiquiz quien, al parecer, mantuvo más larga relación y ejerció mayor influencia en el joven príncipe, en cuyo carácter influyeron diversos factores. Izquierdo hace esta observación: «Las circunstancias propias, poca salud, debilidad orgánica, impotencia, pavor por los acontecimientos europeos, recelo del Príncipe de la Paz, habíanle sumido en tal palmaria situación de inferioridad que sólo le era dable adoptar una actitud de defensa embotada o de resistencia pasiva» (v. o. c. en bibl.). No puede dejarse de considerar la posición de Godoy (v.) en el país y en la voluntad de los Reyes Carlos IV y María Luisa, así como su gobierno realmente absoluto. Fernando VII tuvo una juventud humillada, y fue tratado como incapaz, sin que encontrara tampoco en sus padres, que no veían sino por los ojos de Godoy, la menor ayuda. La impopularidad de Godoy fue creando un informe partido contra él, en el que participaban desde la nobleza hasta las más humildes clases populares.
      En 1802, F. contrajo matrimonio con María Antonia de Nápoles, después del fracasado intento de casar a una hija de Carlos IV (María Isabel) con Napoleón, enlace que repugnaba al rey y agradaba a la reina que, en cambio, jamás pudo ver con buenos ojos a su joven nuera. La princesa María Antonia, inteligente y cultivada, no muy discreta en las cartas a su madre, más empeoró que favoreció la posición de F., y la tensión entre los príncipes y la corte (Carlos IV, María Luisa y Godoy) fue a más. Los enemigos de Godoy se fueron agrupando en torno al príncipe de Asturias, que comenzó a ser una esperanza; así se fue formando un partido fernandino. En 1806 m. María Antonia.
      En 1807 tuvo lugar el proceso de El Escorial, primer acto, como podría decirse, del derrocamiento del valido. La conspiración fue esencialmente movida por la nobleza, que encontró en F. un instrumento más que dispuesto a causa de cuanto había tenido que sufrir del favorito. Estando la corte en El Escorial, un anónimo informó a Carlos IV de un movimiento preparado por el príncipe F., por el que peligraba su corona y la reina corría el riesgo de ser envenenada. Ello no era cierto, pero constituyó motivo para que Carlos I V examinara los papeles de su hijo y le arrestara. Al extenderse la noticia creció el odio al Príncipe de la Paz; F. se humilló y firmó unas cartas a sus padres pidiendo perdón, después de dar los nombres de los conjurados (si así se les puede llamar). El perdón del rey se publicó, con las cartas, el 5 de noviembre, pero lejos de acallar la indignación pública contra Godoy e incluso contra los reyes, la acrecentó. El 5 de enero, los jueces que entendieron en la causa contra los cómplices absolvieron a los reos de todo cargo, a pesar de lo cual Godoy desterró a los que juzgó más comprometidos.
      Dos meses después, y como continuación del intento, hubo un motín en Aranjuez (v.) durante la estancia de la corte en este sitio, y esta vez tuvo éxito. Dirigido por el conde de Montijo, se asaltó la casa de Godoy; en su caída, éste arrastró a Carlos IV, que tan ciegamente se había puesto en sus manos. Un hecho trascendental había ocurrido en la historia de la monarquía española: la abdicación de un rey en virtud de un motín, que además no había sido dirigido (directamente, al menos) contra él. Una de las primeras medidas del nuevo rey, ya Fernando VII, fue levantar el destierro no sólo de los castigados por Godoy a raíz de la causa de El Escorial, sino a otros que habían sufrido anteriormente sin razón este castigo, al menos sin motivo que se supiera grave: levellanos, Cabarrús, Urquijo, etc.
      2. La cautividad en Francia. El tratado de Fontainebleau (v.) había autorizado el paso de tropas francesas por España. Durante las disensiones familiares, tanto uno como otro bando habían intentado atraerse a Napoleón (v.), entonces hombre todopoderoso en Europa. Cuando tuvo lugar el motín de Aranjuez, las principales plazas fuertes al norte del Ebro estaban ocupadas por los franceses, pues tanto Carlos IV como su hijo creían de buena fe en la amistad y ayuda del Emperador. Fernando VII entró en Madrid el 24 de marzo. Carlos IV hizo llegar a Murat -y así lo escribió éste al Emperador- una nota en la que declaraba haberse visto forzado a abdicar para precaver mayores males. Algo debieron de sospechar Fernando VII y sus partidarios, y ante el temor de que por ayuda de los franceses, separando de la política a María Luisa y continuando (al menos, en apariencia) la causa contra Godoy para congraciarse con el pueblo, Carlos IV se viera repuesto, lo que significaría la prisión del joven rey y sus amigos, con la desheredación consiguiente y quizá peligro de guerra civil con Francia, iniciaron gestiones para contrarrestar esta amenazadora posibilidad. Aquí radica la explicación del viaje a Francia.
      El primero en desplazarse para recibir al Emperador fue D. Carlos; luego siguió el rey, que llegó a Bayona en la última decena de abril, prácticamente prisionero del Emperador. Allí tuvo lugar la forzada abdicación de Fernando VII en su padre, y la de éste en Napoleón, quien, a su vez, cedió la corona a su hermano José (v. losÉ I BONAPARTE). Una Asamblea convocada en junio en Bayona dotó a España de una Constitución; en los primeros días de julio, José Bonaparte, rey intruso, llegó a España por la frontera de Irún. Desde el 2 de mayo estaba España en guerra contra Napoleón (v. INDEPENDENCIA, GUERRA DE LA). Un alzamiento general había depuesto a las autoridades complacientes con los planes napoleónicos; se formaron juntas provinciales y se aprestaron ejércitos contra los franceses. Después de la victoria de Bailén se pensó en crear un Gobierno único, surgiendo la junta Central, integrada por representantes de las Juntas provinciales. A la Junta, que cesó a fines de enero de 1810, coincidiendo con la llegada de los franceses a Sevilla, donde radicaba, sucedió una Regencia a cuyo frente se puso el prestigioso obispo de Orense Pedro Quevedo; los otros miembros eran Saavedra, Escaño, Lardizábal y Castaños. La Junta Central convocó Cortes, y la Regencia (contra lo acordado por la Central) las reunió al estilo de la Asamblea francesa, en cámara única y voto por cabezas.
      Cuando las Cortes iniciaron sus sesiones en septiembre de 1810 (v. CORTES DE CÁDIZ) la mayor parte de España estaba en poder de los franceses. Las primeras decisiones de las Cortes modificaron sustancialmente la constitución política de la monarquía, decretando la soberanía nacional y la división de poderes. Ambos principios fueron recogidos en la Constitución de 1812, en la que influyeron las Constituciones francesas y la de Bayona. Mientras, y a partir de 1812, los ejércitos españoles e ingleses, al mando de Wellington (v.), habían ido sumando victorias contra los franceses; en octubre de 1813, el ejército aliado entró en Francia, y a fines de año se firmó el tratado de Valenjay, por el que Fernando VII recobró su libertad. En septiembre de 1813 comenzaron sus sesiones en Cádiz las Cortes ordinarias, las cuales sucedieron a las extraordinarias que elaboraron la Constitución.
      La pugna de ideas que había comenzado a manifestarse en Cádiz se puso más de manifiesto en las Cortes ordinarias, pues al poder elegir libremente las provincias a sus representantes aumentó considerablemente la representación realista y disminuyó la influencia liberal. La corriente contraria a las innovaciones hechas por las Cortes extraordinarias (calificadas de jurídicamente nulas por alterar unilateralmente las Leyes Fundamentales) se manifestó cada vez más poderosa, dando lugar a una enconada resistencia de la fracción liberal no siempre llevada por cauces del todo legales. Un numeroso grupo de diputados firmó entonces (abril 1814) un Manifiesto, dirigido al rey, en el que denunciaba las irregularidades hechas en las leyes políticas durante la cautividad de Fernando Vil, al amparo de las circunstancias. En marzo de 1814 Fernando VII pasó la frontera española y se encontró entre dos tendencias: la representada por el card. Borbón, emisario de las Cortes, exigiendo jurara la Constitución como requisito previo para gobernar, y la de los diputados realistas. La adhesión del Ejército y la actitud del pueblo, así como (probablemente) el contenido del Manifiesto, determinaron el camino que siguió Fernando Vil.
      3. Desde 1814 a 1820. Al regresar a España, una de las primeras medidas de Fernando VII fue el RD de 4 mayo 1814, en el que, recogiendo las sugerencias de los diputados que firmaron el Manifiesto de 1814, anulaba la Constitución de Cádiz y prometía gobernar con Cortes, libertades personales y cierta libertad de prensa. La situación del país a su llegada era desastrosa: ruina de las fuentes de riqueza por las depredaciones y destrucciones de los seis años de guerra; aumento de la deuda pública de 7.000 a 12.000 millones; reducción a la nada del comercio, sobre todo del exterior, en lo que había influido la ruina de la Marina española a fines del XVIII y principios del XIX, de modo que ni siquiera podía mantener comunicaciones regulares con América ni proteger las costas contra el contrabando; revolución de los reinos de América, que repercutió sensiblemente en la economía, pues privaron a la Península de los recursos que enviaba; recargo del presupuesto del ejército por el ingreso en él de guerrilleros, y por las pensiones, orfandades y viudedades; división de los españoles por los partidos que había originado la actuación de las Cortes de Cádiz.
      En tal situación, la política de estos años tendió más a restañar heridas y rehacer la economía que a modificar el sistema político, por lo que ninguna de las medidas anunciadas en el Decreto de 4 de mayo se llevó a cabo. Después del proceso que tuvo como resultado la prisión de los diputados doceañistas que más se distinguieron en desposeer al rey de su soberanía (aunque había también otros cargos), y que concluyó a fines de 1815, no hay más síntomas de persecución a los liberales que las sentencias pronunciadas contra quienes se sublevaron contra el Gobierno, aunque no está claro que en todas ellas el móvil fuera implantar una Constitución. Estas sublevaciones fueron: la de Espoz y Mina en 1814, dirigiendo su división contra Pamplona; la de Porlier, en La Coruña, en 1815; la llamada «conspiración del triángulo», en Madrid, en 1816, cuyo objeto se dijo era atentar contra la vida del rey; la de Lacy y Miláns del Bosch, en Cataluña, en 1817, y, por último, la conspiración de Vidal y Beltrán de Lis, en Valencia, en 1819, en la que se prctendía, al parecer, sustituir en el trono a Fernando VII por su padre Carlos IV. Todas estas sublevaciones o pronunciamientos tienen como caracteres comunes estar capitaneadas por militares de alta graduación o civiles de calidad e influencia, nacer en las ciudades (salvo la de Espoz y Mina) y apagarse por carecer de todo apoyo en la opinión popular.
      Durante esta fase no puede hablarse propiamente de ministerios o gabinetes, pues fue característica de Fernando VII, en las dos etapas de plena soberanía, cambiar algunos ministros, pero nunca todos a la vez. En total, entre propietarios e interinos en los distintos departamentos, se cuentan en estos seis años 28 ministros, distribuidos de la siguiente forma: Estado, cinco (el de menor duración, el duque de San Carlos, de mayo a noviembre de 1814); Justicia, seis (el que menos, García de León y Pizarro, interino, tres meses); Guerra, cinco (Ballesteros, seis meses); Hacienda, ocho (Ibarra, mes y medio); Marina, cuatro. El equipo ministerial que, al parecer, tuvo mayor cohesión, fue el formado por García de León y Pizarro (Estado), Lozano de Torres (Gracia y Justicia), Eguía (Guerra), Garay (Hacienda) y Vázquez Figueroa (Marina).
      El tono de los gabinetes fue moderado. De todos los nombres, los más manifiestamente realistas por su actuación anterior son Pérez Villamil (interino de Hacienda) y Mozo de Rosales, marqués de Mataflorida (Gracia y justicia), y ambos se mostraron no solamente de gran moderación, sino también (Mataflorida) con deseos de introducir reformas preconizadas en Cádiz, como la codificación de las leyes penales, para la que mandó formar una junta en 1819. Eguía y Lozano de Torres fueron los más extremadamente conservadores; García de León y Pizarro fue masón y quizá fue exonerado por ello; de Imaz (interino de Hacienda) y algunos otros, sin ser liberales, no consta que fueran enemigos de la Constitución. El deseo de restañar las heridas de la guerra y de acabar con la división interior se manifestó, sobre todo, en las facilidades concedidas a partir de 1815 a los afrancesados (v.) para que pudieran abogar por su causa y regresar a la Península. En 1817 regresaron hombres tan calificados como Alberto Lista, Javier de Burgos, Sainz de Andino, Miñano, etc.
      La política exterior de España durante esta etapa, tras la desafortunada gestión de Pedro Gómez Labrador en el congreso de Viena, no fue notable y no es mucho lo que se puede decir de ella, aparte el hecho de alinearse en la Santa Alianza con otros países defensores de la monarquía absoluta. Lo que fundamentalmente llena la actividad de los Gobiernos es el problema económico, angustioso desde el principio y acrecentado cuando, al evadirse Napoleón de la isla de Elba, hubo de levantar precipitadamente un ejército como precaución contra una posible amenaza del Emperador. La sucesión de ministros en el departamento de Hacienda no es obra del capricho de un rey arbitrario, sino de la necesidad de encontrar una persona idónea y capaz que sacara adelante la maltrecha economía del país. Pareció haberse encontrado en Martín de Garay, intendente del ejército en Extremadura en 1808, vocal de la junta Central hasta su disolución, consejero de Estado luego hasta 1814, protector desde 1814 del Canal Imperial y Real de Tauste. Garay fue quien a poco de llegar al ministerio planteó una reforma del sistema de Hacienda y del crédito público, propuesta en sendas Memorias que, repartidas en copia a los restantes ministros y consejeros de Estado, fue estudiada, discutida y votada punto por punto en el Consejo de Estado hasta su aprobación, dando lugar a los RD de 30 mayo 1817 (sistema de Hacienda) y 5 ag. 1818 (crédito público).
      Por lo que se refiere a lo primero, se sustituyeron casi todas las rentas provinciales por la contribución directa, se introdujeron economías en el gasto público, reduciendo los presupuestos de los ministerios (pero, con todo, los gastos ascendían a casi 739 millones y los ingresos eran sólo de 550) y se impuso cierto orden en la recaudación y administración. En cuanto a lo segundo, se clasificaba la deuda (que ascendía en total a poco más de 10.000 millones de reales), se designaban arbitrios para el pago de intereses y progresiva amortización y se establecía el mecanismo y modo de efectuar los pagos. Con todo, la consecuencia más importante de la reforma de Garay fue que terminaba con el clero y la nobleza como clases privilegiadas, sin tener que acudir para ello a revolución alguna ni cambio de régimen. Tanto el rey como el infante D. Carlos apoyaron a Garay desde el principio, y a la hora de la decisión el monarca se atuvo a la opinión de la mayoría en las votaciones del Consejo de Estado.
      La reforma encontró dificultades, en especial en Barcelona, Galicia y Vascongadas, pero siguió adelante; en 1819 se nombró una Junta para revisar el sistema, pero no tuvo ocasión de emitir dictamen por la revolución de 1820. Fueron los gobiernos del trienio constitucional quienes la anularon en último extremo. En 1816 contrajeron matrimonio Fernando VII y el infante D. Carlos con Isabel y María Francisca de Braganza, sus sobrinas. Da Isabel m. en 1818, y en 1819 Fernando VII se casó por tercera vez, ahora con Da María Josefa Amalia de Sajonia.
      4. Trienio constitucional (1820-23). En enero de 1820 tuvo lugar la sublevación del ejército que, destinado a América con el fin de mantener unidos a España aquellos territorios, se hallaba concentrado en Cádiz y pueblos cercanos. La sublevación fue organizada en las logias masónicas y triunfó al fin, más por debilidad del Gobierno, que se mantuvo pasivo, que por su propia fuerza. En marzo, Fernando VII juró la Constitución.
     
      Una de las primeras medidas de la junta Consultiva que se hizo cargo del gobierno fue decretar la prisión preventiva y procesar a los ex diputados firmantes del Manifiesto de 1814. Se aumentó el número de ministerios con los de Gobernación y Ultramar. En los tres años y medio de régimen constitucional hubo más de 40 ministros, y el desorden en la vida española difícilmente encuentra parangón en otros periodos del s. XIX. Hubo división entre realistas y liberales, y de los liberales entre sí en doceañistas o moderados (v.) y exaltados, y de éstos, a su vez, en varias tendencias. Proliferaron las Sociedades patrióticas que se instalaron en distintos cafés (Lorencini, La Fontana de Oro, La Cruz de Malta, café de San Sebastián), las cuales fueron focos de continuo desorden por querer mediatizar a los Gobiernos. El Gobierno las suprimió, disolviendo asimismo el ejército de Ultramar que había dado lugar a la restauración del régimen constitucional y destinando a Oviedo al mismo Riego.
      La masonería (v.), que gozaba de gran influencia en los Gobiernos y ministros, se vio pronto en competencia con otras sociedades secretas (aparte las patrióticas), siendo las más notables la de los Hijos de Padilla, o Comuneros, y la de los Anilleros. La pasión y el desorden llegaron a extremos tales como el asesinato a martillazos del presbítero Matías Vinuesa, cometido por los exaltados después de asaltar la cárcel donde estaba detenido (1821). Todavía aumentó el caos al generalizarse el progresivo levantamiento de partidas realistas, como si no fueran suficientes los desórdenes internos de los propios liberales, que llegaron a asaltar los domicilios de Toreno y Martínez de la Rosa en plena exasperación partidista. Surgieron también juntas regionales para encauzar la acción de las partidas, se incorporaron generales realistas y se unificó la dirección en la Península. A mediados de 1822 se puede hablar ya, con propiedad, de un estado de guerra civil. Al fin se nombra una Regencia en Seo de Urgel, compuesta por el barón de Eroles, Jaime Creus; y el marqués de Mataflorida, que actúa en nombre del rey. Decidida por el congreso de Verona (v.) la ayuda de los soberanos de la Santa Alianza a Fernando VII, un ejército francés, al mando del duque de Angulema, penetró en España en abril de 1823. Sin embargo, antes (en febrero) las Cortes habían decidido el traslado a Sevilla con el rey y el Gobierno, ante el cariz que presentaba la marcha de la guerra. En realidad, cuando entraron los franceses de Angulema, una parte importante del país, excepto las ciudades, estaba bajo el control de los realistas, de modo que el avance de las tropas fue rápido. No tanto, sin embargo, que no diera lugar a un nuevo traslado del gobierno a Cádiz. Como el monarca se resistiera, las Cortes lo declararon incapaz y nombraron una Regencia (Valdés, Vigodet y Agar); pero al rey se le obligó a seguirles en su marcha. Cuando los franceses llegaron a Cádiz, se inició el bloqueo de la plaza; el 1 de octubre, finalizada la resistencia, el rey recobró la libertad y su plena soberanía.
      Hay dos aspectos del trienio constitucional en los que generalmente no se hace hincapié: las relaciones entre la Iglesia y el Estado y la Hacienda pública. En cuanto al primero, los obispos reconocieron sin reservas el régimen constitucional; pero esta actitud inicial fue modificándose a medida que los Gobiernos, presionados por las sociedades secretas y patrióticas, se inmiscuían en asuntos eclesiásticos: nueva supresión de la Compañía de Jesús, nacionalización de bienes eclesiásticos, supresión de conventos, extrañamiento de obispos, mediatización de la autoridad de los Ordinarios, etc. Por lo que se refiere a la Hacienda, los Gobiernos se lanzaron a una desatinada política de empréstitos que, remediando apenas la situación del momento, gravaron el Estado con una deuda que comprometía a las siguientes generaciones. En total se hicieron, en el espacio de tres años, seis empréstitos, por un capital nominal de 2.098.961.875 reales, siendo el producto efectivo percibido por el Gobierno español 507.404.084 reales; hubo, pues, una pérdida de 1.591.557.791 reales.
      5. Desde 1823 a 1833. La característica fundamental de este periodo está constituida por el carácter moderado del Gobierno y una evidente tendencia a las reformas. El número total de ministros fue de 13, de los que López Ballesteros y Salazar fueron permanentes desde 1823 a 1832. De todos ellos, apenas de tres se puede afirmar rotundamente su carácter cerradamente conservador: Aymerich (en Guerra), Infantado (Estado, un año) y Calomarde (Gracia y justicia, enero 1824 a septiembre 1832). El resto fue claramente moderado.
      Durante este periodo, el descontento proviene tanto de los liberales como de los realistas. Los primeros hicieron intentos armados en Tarifa (1824), provincia de Alicante (hermanos Bazán, 1826), costa de Málaga y Pirineos (1830), todos ellos preparados por los liberales en la emigración y todos ellos fracasados en el acto; los segundos se sublevaron con Capapé (1824), Bessiéres (1825) y, sobre todo, los «agraviados» en Cataluña, y un intento en Aragón, en 1827. Todavía no están bien estudiados estos últimos intentos realistas y, por tanto, es difícil precisar su alcance. Esta etapa fue fecunda en realizaciones: se estableció la reunión periódica de los ministros en Consejo (Consejo de Ministros, 1824), se creó el cuerpo de Policía (1824, reformado en 1827) y el de Carabineros, se reformó la enseñanza (universidades en 1824, primeras letras en 1825, colegios de humanidades en 1826); se elaboró y promulgó el C. de c. (1829), y se hizo también un CP (1831) que no llegó a promulgarse; de 1830 fue la creación del Banco de San Fernando; el Conservatorio de Artes se erigió en 1827; se celebró la primera Exposición de industria, se dio la primera Ley de Minas, y en 1830 se creó la Bolsa de Madrid.
      Después de los trastornos del trienio, la división entre los españoles fue aún mayor que antes. Siguiendo el ejemplo de las Cortes de Cádiz, el sistema de «purificaciones» intentó dar coherencia a la administración, eliminando a los partidarios del Gobierno constitucional; a imitación de los liberales del trienio, que crearon una Milicia Nacional para defender el sistema, se mantuvo ahora el Cuerpo de Voluntarios Realistas, formado durante el Gobierno de la Regencia a mediados de 1823; se prohibieron las sociedades secretas de cualquier signo (sin que por ello desaparecieran); se promulgó una amnistía (1824) y, en general, hubo una política de tolerancia que no sólo no persiguió, sino que admitió en puestos oficiales, incluso importantes, a antiguos afrancesados y liberales del trienio (Sainz de Andino, Miñano, Javier de Burgos, Reinoso, Cambronero, López Pelegrín, etc.).
      El ministro de Hacienda, López Ballesteros, implantó un nuevo sistema, sin que con él acabara de remediar la situación; siguió el ejemplo de los liberales y acudió una vez más al sistema de empréstitos, siendo seis los contratados con un valor total nominal de 1.745.890.666 reales; su producto efectivo fue de 739.595.106 reales, con una pérdida, por tanto, de 1.006.295.560. Los apuros del Tesoro fueron creciendo hasta el punto de pedir López Ballesteros la dimisión en abril de 1832, por considerarse incapaz de detener la bancarrota que preveía inevitable. No sólo la estancia de tropas francesas gravó el presupuesto; también la muerte de Juan VI de Portugal, a la que siguió la guerra civil entre los partidarios de D. Miguel y D, María de la Gloria, obligó a enviar y mantener un ejército de observación en la frontera portuguesa.
      Fracasó un intento de los emigrados, a través de los moderados españoles, de un cambio de gobierno y aun de sistema, en 1826. El intento se hizo con conocimiento del rey de los ministros (de algunos, al menos), siendo éstos los que se opusieron al proyecto. Es muy posible que fuera esta «conspiración de los moderados» la que desencadenó la guerra de Cataluña de 1827. La revolución de 1830 (v.) en Francia y Bélgica trajo como consecuencia la penetración de guerrillas de emigrados por el Pirineo (vencidas sin dificultad y sin repercusión en el país) y el hundimiento de los valores españoles en las Bolsas extranjeras. Un intento de reforma administrativa, con la creación de un Ministerio del Interior, se planteó por un decreto autógrafo del rey a fines de 1830. Examinado por el Consejo de Ministros y por el Consejo de Estado, se abandonó al fin por no parecer oportuna su implantación en aquellas circunstancias, a pesar de que su necesidad y conveniencia fue reconocida unánimemente.
      En 1829 m. la tercera esposa del rey, y el mismo año contrajo Fernando VII nuevas nupcias con su sobrina María Cristina de Borbón (v.), hermana de Luisa Carlota. En marzo de 1830 estando la reina encinta, se publicó la Pragmática Sanción (v.), que alteraba la Ley de Sucesión vigente desde Felipe V y volvía a la de Partidas. El 1832, el rey sufrió una grave enfermedad, y la impopularidad de la Pragmática, así como lo inevitable de una guerra civil, llevó al rey a derogarla. Sin embargo, la derogación no llegó a tener efecto oficial por un golpe de Estado en La Granja, que derribó el ministerio e hizo desaparecer el documento. El 31 de diciembre el monarca hizo una declaración oficial por la que anulaba su propio acto derogatorio, aduciendo abuso, que al parecer no hubo. El nuevo ministerio desarticuló en pocos meses las fuerzas partidarias de D. Carlos mediante el cambio de capitanes generales y una amnistía que devolvió a España a los emigrados liberales, dispuestos a defender la sucesión femenina. D. Carlos fue alejado a Portugal, de donde rehusó trasladarse a Italia. Se convocaron en Madrid unas Cortes restringidas para jurar a la princesa Isabel y suplir así la multitud de dudas existentes, incluso entra. miembros del Gobierno en algún momento, acerca de la validez de la Pragmática Sanción.
      El 29 sept. 1833 m. Fernando VII. La historiografía del pasado siglo y, en general, los historiadores (salvo muy raras excepciones) han sido extremados en los juicios acerca del reinado, bien sea por partidismo o por desconocimiento de la documentación. La revisión que actualmente se lleva a cabo sobre esta época muestra una imagen menos deforme y negativa, aunque todavía no es posible afirmar sino que fue mejor de cuanto se ha asegurado.
     

      BIBL : El reinado de Fernando VII está actualmente sometido a una profunda reelaboración. Damos aquí los estudios más fundamentales y recientes: Fuentes: Es indispensable la colección de Documentos del reinado de Fernando VII, por el SEMINARIO DE HISTORIA MODERNA de la Univ. de Navarra, 12 vol. (en publicación) y las Memorias de tiempos de Fernando VII, editadas por la BAE.
      Estudios actuales: J. ARZADUN, Fernando VII y su tiempo, Madrid 1942; F. SUÁREZ, La crisis política del antiguo régimen en España, 2 ed. Madrid 1958; M. IZQUIERDO, Antecedentes y comienzos del reinado de Fernando VII, Madrid 1963; F. MARTí, El proceso de El Escorial, Pamplona 1965; M. C. biz-Loas, El Manifiesto de 1814, Pamplona 1967; M. C. PINTOS, La política de Fernando VII entre 1814 y 1820, Pamplona 1958; J. L. COMELLAS, Los primeros pronunciamientos en España, Madrid 1958; ÍD, El trienio constitucional, Pamplona 1963; F. SUÁREz, Los sucesos de La Granja, Madrid 1953.
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      F. SUÁREZ VERDEGUER.
     
     

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991