Acto de Fe

Teología Dogmática


    Se habla aquí del acto de fe, no refiriéndose a los continuos e innumerables actos de fe con que está entretejida la vida de un cristiano, sino refiriéndose sobre todo a aquel que es como el primero, al que constituye el paso definitivo del no tener fe a tenerla; en otras palabras, por acto de fe se entiende la culminación de un proceso interior comúnmente llamado conversión (v.), cuando se contempla desde la perspectiva del hombre, y justificación (v.), cuando se contempla desde la perspectiva de Dios. Este camino han de recorrerlo, de una u otra manera, todos los hombres, tanto los que recibieron el Bautismo de niños y su infancia se desarrolló en el seno de una familia cristiana, como aquéllos que no conocieron el cristianismo y no fueron bautizados hasta la edad adulta; aunque los dos casos son distintos, y pueda darse de una manera más o menos gradual o repentina, se puede decir que todo ser humano precisa de una primera conversión que lo saque del estado de pecado (v.) y lo disponga para ser introducido en el estado de gracia (v.) (este paso es el llamado justificación). En ese estado de gracia, el cristiano deberá realizar sucesivas y nuevas conversiones (v. CONVERSIÓN ni), que se apoyarán en aquella primera que viene a constituir como el punto de partida de ese proceso cuyo fin es la santidad (v. SANTIDAD IV).
     
      1. Análisis del acto de fe. Según se ha venido diciendo hasta aquí (v. i, III B y IV A) en la génesis del acto de fe intervienen diversos factores por parte. del hombre y de Dios: el entendimiento y la voluntad y toda la persona humana, la Revelación y la gracia y el amor de Dios.
     
      El estudio teológico y la experiencia cristiana a lo largo de los siglos, a la luz de la Revelación y con la guía del Magisterio eclesiástico (v. III B), han ido llegando a una estructuración refleja o sistemática de esos factores o elementos que intervienen en el acto de fe en cuatro momentos principales, que esquemáticamente pueden expresarse así: 1) juicio de credibilidad (es razonable creer; puedo creer); 2) juicio de credentidad (debe creerse; debo creer); 3) decisión o mandato de la voluntad (quiero creer); 4) asentimiento del intelecto (creo). Este análisis o descomposición del acto de fe no quiere decir que cronológicamente los cuatro momentos se den así, según un modo de proceder matemático, ni que sean todos advertidos y distinguidos de una manera refleja; no hay que olvidar que intentamos analizar, descomponiéndolo en sus momentos esenciales, lo que en la realidad forma un proceso vital. Con esta advertencia puede afirmarse que este análisis del acto de fe explica suficientemente el proceso y da cuenta de los diversos elementos (razón, libertad y gracia) que intervienen en el mismo.
     
      Para explicarlo no es necesario extenderse mucho aquí. Bastarán unas breves consideraciones, remitiendo a otros artículos de esta Enciclopedia para un ulterior desarrollo o estudio de cada momento, así como para el estudio de los correspondientes textos de la S. E., la Tradición y el Magisterio.
     
      En el primer momento (juicio de credibilidad) no es necesaria la intervención de la gracia sobrenatural. Es la constatación de la existencia de Dios, que puede hacerse con la luz de la razón por las diversas pruebas que pueden considerarse (V. DIOS IV, 2); y la constatación del hecho histórico de la Revelación, que también puede hacerse racionalmente con los diversos motivos, signos o criterios de credibilidad (v. REVELACIÓN in, 2). De ese análisis, filosófico e histórico, se deduce que hay suficientes pruebas, o motivos, para que el creer no sea un acto irracional ciego; la conclusión lógica, no siempre fácil, es que Dios existe y se ha manifestado a los hombres, por consiguiente puedo creer, no se violenta mi razón sino todo lo contrario. Es el tema de los preámbulos de la fe, ya estudiado, para el que no es necesario el auxilio de la gracia aunque de hecho moralmente se requieran gracias actuales, auxiliantes o sanantes, la mayoría de las veces (v. III, B 5).
     
      En el juicio de credentidad se da paso a la consideración de que a Dios debemos amor, entrega y obediencia; es éste un juicio o afirmación de orden ético natural, independiente de la Revelación divina; ahora bien, si ésta existe (juicio de credibilidad) se debe aceptar y debo aceptarla (credentidad). Hasta qué punto es necesario aquí el auxilio de gracias sobrenaturales divinas es cuestión discutida por los teólogos. En cuanto la credentidad supone ya el inicio de la le son necesarias gracias actuales de Dios; algunos autores consideran que para el juicio remoto de credentidad (debe creerse) normalmente no se requieren, y que en cambio son necesarias para el juicio próximo, personal, de credentidad (debo creer) para fortalecer y rectificar la voluntad, para enderezarla y hacerla más libre y buena. La credentidad entra, pues, en parte también dentro de los preámbulos de la fe (V. CREDENTIDAD; GRACIA SOBRENATURAL).
     
      Los dos últimos momentos (decisión de creer y asentimiento de la inteligencia a la verdad revelada) son ya plenamente realizados con la cooperación e influjo de la gracia sobrenatural, sin la cual el hombre no puede de ninguna manera incorporar su entendimiento y voluntad, su persona, a la verdad y amor divinos, a la vida divina, que la Revelación le ofrece.
     
      2. La justificación. El proceso de la gracia, a través del cual quien no tiene fe puede llegar a tenerla, ha sido descrito por el ¡Error!Marcador no definido. Trento (sess. 6a, cap. V, y can. 4-9: Denz.Sch. 1525 y 1554-59) en la llamada doctrina de la justificación (v.).
     
      Por justificación debe entenderse, como explica S. Tomás (Sum. Th. 1-2 gll3 al) «moverse hacia la justicia» (motus ad iustitiam), es decir adecuarse a la justicia, hacerse justo interiormente. De ahí que el Doctor Angélico al explicar la palabra justicia (2-2 q 57 a 1) la derive etimológicamente de iustari, término que más o menos equivale al ajustamiento en el sentido que lo usa el lenguaje actual. Tal justicia interior es la consecuencia de un proceso de conversión (transmutatio lo llama S. Tomás), mediante el cual la parte superior del hombre (mente y voluntad) sometida a Dios, va sometiendo la parte inferior (instintos o impulsos) en la esperanza del orden completo de los cielos (Sum. Th. 1-2 gll3 al). La justificación supone una conversión o metanoia del hombre entero; de todas las facultades y potencias a la vez. En una palabra, supone la conversión del corazón, entendiendo la palabra corazón en sentido bíblico.
     
      Es dogma de fe que para la justificación de los adultos es necesaria una preparación (Trento, Denz.Sch. 1525, 1554). La definición se dirigía contra la doctrina de la plena corrupción de la naturaleza humana sostenida por los seudo-reformadores protestantes (V. LUTERO), según la cual el hombre no podría hacer nada para prepararse a la justificación. En esta teoría, el hombre frente a Dios es como un objeto inanimado, empujado y movido, sin poder tener ninguna actividad propia. La doctrina de la plena corrupción tenía que desembocar tarde o temprano, como de hecho sucedió, en una moral basada en el «éxito» y en una concepción «dualista» del hombre, dividido en dos partes irreconciliables: la esfera de los instintos y pasiones que jamás podría ser dominada e integrada en la otra esfera, la parte espiritual del ser humano.
     
      En cambio, la Iglesia católica, si bien admite que el hombre nace herido, afirma que no está corrompido sino como escindido, a causa del pecado original, y no sólo declara la posibilidad, sino que insta a una re-unificación o integración del mundo interior bajo la luz de la fe y la inspiración de la caridad.
     
      La conversión interior es una de las primeras condiciones para la entrada en el reino de los cielos. En el umbral del N. T., Juan el Bautista llama a la conversión con palabras enérgicas (Mt 3,2-4), continuando con ello la tradición del A. T. Jesús mismo empieza su actividad pública con un llamamiento a la conversión: «Cumplido es el tiempo, y el reino de Dios está cercano; arrepentíos y creed en el Evangelio» (Me 1,15). La exigencia de un cambio total o metanoia se dirige a todos los hombres y con ello carga sobre los hombros del ser humano una enorme responsabilidad: de su decisión de cambiar interiormente depende que participe o no del reino de la verdad y del amor. Dios quiere recibir a todos, pero depende de cada uno la libre decisión de someterse o no a Él. La aceptación de la verdad y el amor de Dios sólo es posible a quienes ponen todo su empeño en transformar su modo de pensar, de querer y de sentir.
     
      La conversión de una interioridad dividida en una interioridad unificada -en mayor o menor grado- no se logra si no es colocándose en una disposición de apertura respecto de los semejantes; no existe ninguna capacidad de perfeccionamiento en el hombre si éste no se hace receptivo, abierto en relación con las personas, los acontecimientos y las cosas. Esta necesidad de apertura aparece clara en el plano intelectual; hay que abrir la mente a la realidad y a las ideas de los demás si se quiere salir de la ignorancia y perfeccionarse intelectualmente. Cerrarse en las propias ideas, construir un mundo según el capricho propio, basarse en la propia razón como única norma de vida intelectual, equivale a condenarse a la más absoluta ignorancia. Y esto que es cierto en el terreno intelectual lo es también en el campo afectivo.
     
      En el terreno afectivo es donde confluyen la «parte espiritual» y la parte «instintiva» del ser humano; por eso, en la apertura de la afectividad es donde asienta sus raíces toda conversión o metanoia. Es principalmente en el trato con nuestros semejantes, sin descuidar nuestro modo de reaccionar en los otros campos, donde debemos librar la principal batalla para lograr el «dominio» de nosotros mismos y, como consecuencia, lograr una apertura de nuestro ser más íntimo. Un ejemplo ayudará a ver la íntima relación que existe entre los actos de dominio de sí mismo y la progresiva apertura del hombre a la realidad: Si una persona me ofende, la reacción primaria que provoca en mi ánimo es de ira; si permanezco airado hasta que el paso del tiempo borre el recuerdo de la ofensa recibida, puede decirse que durante este tiempo he estado «encerrado», dominado, absorbido por la manifestación primaria de mi impulso. En cambio, si en el momento de ser ofendido intento ver a la persona que me ofende bajo otro aspecto diferente del de simple ofensor: p. ej., como alguien que, agobiado por alguna preocupación que desconozco, se ha convertido en una persona incapaz de controlar sus palabras, entonces, de la ira experimentada en un primer instante pasaré a sentir comprensión o compasión, y con ello habré superado mi reacción primaria. Obsérvese que en este proceso han intervenido, «conjugándose armónicamente», las fuerzas de la mente, de la voluntad y las de la impulsividad, para abrirse a la realidad, no sólo a la ofensa sino también a la persona que ofende.
     
      Y es de esta forma -según decíamos- como, bajo la acción de la gracia, la fe y la caridad van informando toda la vida del cristiano, de una manera incoada -ya que la plenitud se conseguirá sólo en los cielos-, pero no por ello menos real.
     
      3. Proceso de justificación y percepción de las realidades espirituales. En la lucha por someter los instintos y los impulsos a la mente y a la voluntad, el ser humano va cobrando conciencia de que en él existe un mundo espiritual. Este conocimiento experimental de las realidades espirituales fue señalado por S. Tomás: anima cognoscitur per actos suos, la existencia de un alma es conocida a través de los actos que son propios de la actividad anímica, es decir, a través de toda la actividad de conocer, querer y sentir (De Veritate, q10 a8; Sum. Th. 1 q87 al).
     
      Avanzando un poco más, recordemos unas palabras de S. Agustín, según las cuales «la mente adquiere conocimiento de las realidades inmateriales a través del conocimiento de sí misma». Estas palabras, a pesar de haber constituido el fundamento del intuicionismo franciscano, fueron aceptadas plenamente por S. Tomás, que las comenta diciendo: «esto es cierto hasta tal punto que el Filósofo afirma que la ciencia del alma es principio para conocer las sustancias espirituales» (De Anima 1,1402, al ss.; Sum. Th. 1 q88 al adl). Por consiguiente, de acuerdo con la tradición agustiniana y tomista, por medio de la actividad espiritual conocemos a nuestra alma, y este conocimiento constituye el punto de partida para conocer el alma de nuestros semejantes y también para llegar al conocimiento natural de Dios. Saber que Dios existe no es más que uno de los preámbulos (v. itt, 2) indispensables para la recepción de la fe. En algunos casos la percepción de Dios y la recepción de la fe se producen simultáneamente; en todo caso constituyen dos momentos totalmente distintos. Y para quienes han percibido que Dios existe sin recibir por ello la fe, la «perseverancia en el bien obrar» (Rom 2,6-7) y especialmente la perseverancia en la práctica de la caridad (lo 4,8; 2,15; 5,3) sigue siendo la única vía preparatoria para recibir la fe.
     
      Toda esta preparación no pone en peligro de ninguna manera el carácter gratuito y sobrenatural de la fe, pero tampoco queda mermada bajo ningún aspecto la libre cooperación del hombre. Se puede decir que en este proceso «todo es de Dios y todo es del hombre», no que Dios obra una parte y el hombre otra. Dios realiza todo el proceso y el hombre realiza, también, todo el proceso. La diferencia está en que Dios obra como Dios y el hombre obra como criatura, incluso como criatura pecadora. La preparación del corazón que surge de lo más íntimo y penetra hasta lo más profundo del hombre, no es un puro presupuesto para la justificación; pero tampoco en su causa, sino una íntima receptividad obrada por Dios para el encuentro con el Padre celestial. El hombre, poseído por la luz y el poder de la gracia actual, se va apartando del estado de escisión interior en que lo dejó el pecado original y va adquiriendo una orientación, también por obra de la gracia, hacia la vida trinitaria de Dios. Se va ajustando, por así decirlo, a Dios; y Dios le regala su propia vida. Pero Dios sólo entrega esa nueva vida, la de la fe, a la persona que, bajo la acción de la gracia, va adquiriendo una cierta capacidad interior para aceptarla, y no la entrega a quien carece totalmente de comprensión hacia ella. El hombre a quien Dios regala su vida ha de poseer cierto parentesco y afinidad con Él.
     
      Por la fe, la luz de la inteligencia se intensifica logrando un conocimiento más penetrante de la intimidad de Dios y, sobre todo, percibe la divinidad de Jesucristo (lo 17,3). El reconocimiento de la divinidad de Jesús, de su carácter de enviado y el convencimiento de que quien ve a Él ve al Padre (lo 14,9), puede producirse repentinamente como en el caso de S. Pablo o de forma paulatina. S. Juan (4,9-42) nos ofrece un ejemplo de cómo Cristo hace brotar la semilla de la fe y la desarrolla hasta la plenitud por medio de una revelación progresivamente más clara de Sí mismo. Revisando el diálogo con la Samaritana, se ve que, para ésta, Jesús al principio no era más que un judío al que mira con animadversión (vers. 9); pero el diálogo con Jesús hace que la animadversión se disipe y el respeto ocupe su lugar haciendo que le llame Señor (v. 11); la «apertura» del corazón sigue su proceso y la Samaritana reconoce en Él a alguien «mayor que nuestro padre Jacob» (v. 12); luego reconocerá que «es un profeta» (v. 19); y después de preguntarse «¿no será éste el Mesías?» (v. 29) acabará por reconocer que es el «Salvador del mundo» (v. 42) (Schnackenburg). La Samaritana ha hecho el primer acto de fe, este acto que es el que ha de introducir a todos los hombres que le buscan en esa «amigable conversión con Dios» que es la fe (cfr. Dei Verbum, 2).
     
      V. t.: CONVERSIÓN; JUSTIFICACIÓN; REVELACIÓN 111, 2; CREDENTIDAD, MOTIVOS DE; FE III, B.
     
     

R. MONTALAT MASSOT.

 

    BIBL.: V. BAINVEL, La lo¡ et lacte de lo¡, París 1908; M. D. CHENu, Le psychologie de la lo¡ dans la Théologie du XIII, siécle, París-Ottawa 1932; H. DECOUT, L'acte de lo¡, París 1947; 1. GUITTON, Difficulté de croire, París 1948; R. AUBERT, Le caractére raisonnable de lacte de lo¡ d'aprés les théologiens de la fin du XIII siécle, «Revue d'histoire ecelésiastique» 39 (1943) 22-29; íD, Le probléme de l'acte de lo¡, Données traditionnelles et résultat des controverses récentes, 3 ed. Lovaina 1958; A. LANG, Teología fundamental, I, Madrid 1966, 3-20 y 89-168; P. PÁRENTE, Anthropologia supernaturalis, 3 ed. Roma-Turín 1949; A. PIOLANTI, Natura e grazia, Roma 1957; S. RAMÍREZ, El obsequio racional del acto de fe, «Virtud y letras» 10 (1951) 183-190; C. Pozo, Valor religioso del acto de fe, Granada 1961.
     

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991