La f. es la comunidad de los padres y de los hijos. Los lazos de sangre
que unen a los padres y a los hijos fundan las inclinaciones y los
impulsos dentro de la comunidad familiar que no dejan ninguna auténtica
duda sobre las leyes fundamentales de su constitución por Derecho natural.
Sin embargo, el hombre ha podido errar también en esto, e incluso un
pensador de tanto rango como Aristóteles defendió la exposición de los
hijos, y Platón defendió incluso la idea de una total sustitución de la f.
por la promiscuidad de hombres y mujeres, con la educación de los hijos a
cargo del Estado. Sin embargo, el Derecho natural habla demasiado
claramente. Aristóteles ve que el sentimiento se puede sublevar contra la
exposición de los hijos (Política, VI1,16,15), y encuentra muchos motivos
contra la comunidad de mujeres y de hijos defendida por Platón (ib.
11,1,3), mientras que éste, por su parte, en una obra posterior, Las
Leyes, ya no defiende este pensamiento. En realidad, también por los
antiguos el hogar está considerado como santo, el símbolo de la comunidad
familiar y al mismo tiempo, se le designa por ellos como el altar de la
casa. Ninguna realidad natural pone al hombre en una relación más cercana
con su Creador que la responsabilidad y los misterios que van unidos a la
procreación y crianza de los propios hijos. Cristo ha dado a este orden
natural una clara sanción divina con la santificación de la f. en virtud
de su nacimiento de mujer y de su vida y de su trabajo en la familia. Y en
su doctrina, la f. ocupa claramente el puesto de la formación social más
importante.
El fin de la f. es triple: el proveer a sus miembros de los bienes
corporales y espirituales necesarios para una ordenada vida cotidiana; la
incorporación de los hijos; el ser la célula de la sociedad. El rango de
la f., por encima de cualquier otra formación social, incluido el Estado,
descansa en estas funciones individuales y sociales (fines existenciales).
Pues los fines existenciales y las funciones y responsabilidad fundadas en
ellos determinan la posición de una comunidad dentro del pluralismo social
y jurídico. De aquí que la f. posea derechos naturales con preeminencia al
Estado, a cuyo reconocimiento está obligado éste. La tarea más destacada
del Estado es la de posibilitar a las familias que constituyen la
comunidad estatal el cumplimiento de las tareas que le son propias por
naturaleza.
La naturaleza no deja ningún lugar a duda sobre que el poder de
orden, la autoridad (v.), que es esencial a toda comunidad, corresponde
conjuntamente a los padres. La autoridad familiar desde todos los puntos
de vista encontrará su mejor modo de ejercicio en el común acuerdo de los
padres. Sin embargo, en caso de ser necesaria una decisión y de que los
padres no logren ponerse de acuerdo, la autoridad ha de residir, por lo
general, en este caso, en el padre. El fundamento de esto reside en que en
toda comunidad es imprescindible una autoridad suprema y en que el padre
está predeterminado por la naturaleza para el ejercicio de esta autoridad,
como consecuencia de la responsabilidad que le corresponde en el
mantenimiento de la familia.
Tanto la sociedad individualista como la colectivista han mantenido
la aspiración del Estado a su preeminencia por encima de la f. La primera
no considera a la comunidad estatal prevalentemente como una reunión de
familias, sino de individuos; no queda, por consiguiente, lugar alguno
para una preeminencia de la f. Nada ha determinado tanto la dirección de
la sociedad individualista capitalista como sus destructores efectos en la
familia. Para el materialismo dialéctico (v. COMUNISMo), cualquier orden
familiar jurídico social es tan sólo una parte de la «superestructura» del
proceso económico-social y está sometido por completo a la evolución
ligada a dicho proceso. De aquí que la «familia burguesa», en la que el
Manifiesto Comunista comprende abiertamente la f. fundada sobre valores y
derechos absolutos, habrá de «desaparecer naturalmente..., con la
desaparición del capital: la familia es, según eso, tan sólo un elemento
sometido al proceso social».
3. La familia como comunidad de vida. Ya Aristóteles, y S. Tomás de
Aquino le sigue en esto, definió la f. como la comunidad instituida por la
naturaleza para el cuidado de las necesidades de la vida cotidiana (cfr.
Política, 1,2,5). Con razón añade, invocando a los poetas, que los
miembros de la f. son compañeros de mesa, o, según otra posible lectura
del texto griego, compañeros de hogar. Aún hoy día, es la mesa común la
que con más frecuencia une a los miembros de la f. que, a causa del
trabajo (por lo general uno, con frecuencia ambos padres y aun los hijos
mayores) o a causa de los estudios de los hijos que están en la edad
correspondiente, pasan la mayor parte del día fuera de casa. Pero la f. no
tiene una función menos importante en la satisfacción de otras necesidades
humanas. Entre ellas se han de comprender, ante todo, las necesidades que
se derivan del impulso a la alegría, al juego, a la- broma, al
entretenimiento y a la expansión. El encontrar medios y procedimientos
para ello no habrá de poner a la f. en un aprieto, si está internamente
sana; pues la naturaleza misma regala a los jóvenes esposos, como con
razón se ha dicho, el juguete más precioso, el más noble y que jamás
cansa: el niño. Y se puede decir, con igual derecho, que el niño ve
también en sus padres jóvenes, y más tarde en sus hermanos, sus mejores
compañeros de juego. Esto se compagina muy bien con una de las tareas más
nobles de la f.; pues es una máxima la antigua sabiduría pedagógica que
apenas ninguna otra cosa ofrece tantas posibilidades de educación como el
juego.
Por lo demás, la comunidad de vida familiar ha de apagar la sed del
hombre por las cosas que están por encima de la vida de cada día e
impulsar sus esfuerzos hacia un intercambio espiritual, hacia lo bello,
hacia la formación cultural, el compañerismo, y la hospitalidad. Los
cuentos hogareños, las fábulas, las leyendas, el relato de historias
tienen una destacada función a este respecto. Los cuidados de la vida en
común de la f. para proporcionar a sus miembros, en los aspectos
mencionados, todo aquello que es necesario, corporal y espiritualmente,
para la vida cotidiana, podemos designarlos, en conjunto, bajo el término
de educación familiar. La actitud humana y moral de los miembros de la f.
entre sí y con relación a los valores fundados en los fines existenciales
del hombre, y en los que únicamente puede encontrar éste lo mejor de sí
mismo, es fundamental en este sentido. La educación familiar se expresa al
exterior en las diversas formas del trato de los miembros de la f. entre
sí, en su disposición para la ayuda mutua en la vida cotidiana, en el
desprendimiento del amor de unos con otros, etc. La educación familiar
encuentra una fuerte protección en los usos y costumbres, en los que una
parte de la educación familiar de un pueblo toma la forma de una firme
tradición. La generación actual alimenta su educación familiar en los usos
y costumbres, al mismo tiempo que puede actuar creadoramente en la
educación familiar de la generación venidera, con tal de que ella misma
posea una educación familiar viva. Por lo general, los usos y costumbres
están en íntima unión con la religión, que es a su vez una parte esencial
de la educación familiar, e incluso un fundamento imprescindible para la
realización de sus valores esenciales.
La depreciación individualista y liberal de la f. y la
sobrevaloración de las asociaciones de libre creación, ha tenido como
consecuencia que los miembros de la f., el padre, la madre, los hijos, se
hayan sustraído en gran escala a la comunidad familiar a causa de su
pertenencia a diversas organizaciones (sociedades, partidos, clubs y
asociaciones deportivas) y de su consiguiente obligación a tomar parte en
diversos actos. A esto se ha añadido las consecuencias del trabajo lejos
de casa, frecuentemente con largos viajes de ida y vuelta. No pocas veces,
la casa se convierte para los miembros de la f. tan sólo en un «lugar para
dormir», todo el resto de su vida se desenvuelve fuera de la f. Se añaden
todavía las instituciones modernas de mero recreo, el casino, la sala de
baile, el cine, el local de variedades, etc., que sustraen mucho a la vida
en común de la f. El proceso de descomposición se ha desarrollado más
ampliamente donde se han dado influjos colectivistas en la evolución
social. Recordemos el movimiento marxista-socialista y su potente fuerza
expansiva, con la que ha logrado reunir a los jóvenes en sus
organizaciones políticas y culturales y penetrarlos de su concepción de la
sociedad. La consecuencia inmediata ha sido que el resto de la sociedad se
ha visto forzada en medida creciente a servirse de organizaciones
semejantes para contrarrestar los influjos liberales y socialistas.
Diversos grupos cristianos -y en ocasiones la misma autoridad
eclesiástica- reaccionaron frente a esos influjos a través de la creación
de amplias organizaciones, que realizaron una labor eficaz y dieran buen
fruto; conviene no obstante anotar que esa no es tal vez la solución
ideal, entre otras cosas porque puede hacer olvidar que uno de los más
importantes fines de la pastoral social en la f. es el afianzamiento de
sus vínculos y la construcción de sus fundamentos espirituales. Un ataque
frontal a la f. lo llevaron a cabo después los Estados totalitarios: al
forzar a la juventud a entrar en organizaciones juveniles estatales. Esto
constituye una de las usurpaciones de más graves consecuencias de los
derechos que no pertenecen al César; pues, con estas organizaciones, el
Estado totalitario tiende a empapar a la juventud con su «fe» y con su
concepción de la vida y de los valores, dejando aparte la desmoralización
de la juventud por su educación para el espionaje y la delación de los
miembros de su propia familia.
4. La familia como unidad económica. La atención de la comunidad
familiar a las necesidades de una vida ordenada, es en gran parte una
función económica. Apenas ninguna otra función es totalmente independiente
de ésta. En los tiempos en que la división del trabajo tenía aún una
amplitud relativamente pequeña, la f. era una comunidad económica en un
sentido muy estricto: el marido, la mujer y los hijos mayores trabajaban
en la casa, en el campo, en el jardín y en los talleres, cada hijo capaz
de trabajar aumentaba las posibilidades de trabajo, pero también, al mismo
tiempo, el producto y las ganancias. Todo esto ha cambiado por completo
desde el momento que una gran parte de la población se ha visto obligada a
obtener los medios para la economía familiar fuera de casa y en la forma
de salario (v.). Hoy en día, están en el primer plano de la atención los
ingresos económicos del padre de f. asalariado. La solución a la cuestión
de los ingresos familiares exigidos por los principios del Derecho natural
depende de las relaciones históricas y sociales.En estas relaciones están
comprendidos, ante todo, la productividad de la economía nacional, la
configuración de necesidades dependiente de la evolución cultural, y el
estado de las fuerzas morales y del gusto por la vida de un pueblo. De
aquí que los ingresos familiares justos, conforme al Derecho natural, sean
una magnitud relativa y los principios reguladores de tales ingresos sean
los de un Derecho natural relativo. Sería equivocado el tratar la cuestión
de la economía familiar tan sólo como un problema de ingresos, como sucede
corrientemente, y no, al mismo tiempo, como un problema de gastos. El
desarrollo de la productividad técnica y económica jamás podrá eliminar la
limitación de los ingresos; de aquí la economía familiar habrá de seguir
siempre siendo, a la vez, un esfuerzo moral en el verdadero sentido de la
palabra economía, es decir, la aplicación de medios limitados a la mejor
satisfacción posible de las necesidades correspondientes a la urgencia
derivada del orden de los fines.
5. La familia como comunidad educativa. Cuando se habla de la
educación familiar, se piensa sobre todo en la educación de los hijos por
los padres. De hecho, la educación familiar comprende mucho más, y cada
miembro de la f. desempeña un papel activo y pasivo. En efecto, la
educación en el seno de la f. tiene que actuar en tres aspectos: la
educación de los padres por la vida en f., la de los hijos por los padres
y la de los hijos unos con otros.
Con ello nos referimos, pues, y no en último término, también a la
educación de los padres por la vida familiar y pensamos principalmente en
la abnegación que exigen de ellos sus relaciones entre sí y con los hijos:
el evitar las dificultades de unos con otros, el dominio del mal humor y
de los estados de ánimo, la atención mutua, el ahorro, la disposición para
la ayuda mutua, la condescendencia y, sobre todo, la disposición para
sacrificarse unos por otros y por la f. como todo. La f. tiene también un
influjo educativo sobre los padres por el continuo acicate por
proporcionarle lo mejor en relación a los fines más nobles y elevados de
la comunidad familiar. La importancia del influjo educativo sobre los
padres no se ha de tener en poca estima, tanto más cuanto que los jóvenes
esposos están aún sin una plena madurez en su propia educación y el
matrimonio les pone ante un nuevo «estado» con nuevas obligaciones. Y las
obligaciones, con su correspondiente responsabilidad, son uno de los
medios de educación más eficaces. Así, la autoridad de que ellos gozan se
convierte en un acicate de su propia educación. Y tan sólo pueden educar
verdaderamente a sus hijos los padres que perfeccionan su propia educación
en la familia y pueden con ello ejercer influjo por el ejemplo, sin el que
ninguna educación es posible (v. PADRES, DEBERES DE LOS I).
La educación del niño tendrá, de hecho, su mejor realización, cuando
aquél pueda imitar el ejemplo de los padres. Ha de poder ver en sus padres
la clase de ser humano que él debe llegar a ser. Por lo demás, la
educación no es en modo alguno una imitación de clisés en el
comportamiento humano, sino el despertar de todo lo que está en la
naturaleza misma del hombre y que debe realizar en el desarrollo de su
propio ser. Su ley natural misma es para los hombres, en primer lugar,
naturaleza; por consiguiente, algo que actúa en el hombre mismo, de tal
modo que el sentido fundamental de la educación es el despertar esta
actuación, el favorecerla y darle toda la fuerza posible. Por tanto, un
sabio empleo de la autoridad es sólo un verdadero medio de la educación,
pero, como tal, es asimismo imprescindible.
La f. es una comunidad educativa también, y no en último lugar, por
la educación que los hijos se proporcionan unos a otros. Su importancia no
podrá nunca ponderarse demasiado. Esta educación falta por completo en el
caso de un solo hijo. Alcanza su máxima eficacia en el caso de f.
numerosas. Consiste en el hecho de que los hijos aprenden desde el
principio a base de la experiencia de su vida cotidiana a tenerse en
cuenta unos a otros, a dominarse, a respetar a los demás, a ser
condescendientes, a pretender tan sólo lo mismo que corresponde a los
demás, a ser atentos y dispuestos a ayudar a los demás, a proporcionarles
con gusto satisfacción; en una palabra, a todo aquello que es necesario
para que una vida en común pueda ser realmente una comunidad y
proporcionar a sus miembros el bienestar y la satisfacción que
precisamente sólo un hogar puede dar. Que en las f. más numerosas sea
imprescindible un mayor sacrificio en todos los hijos, un mayor
desprendimiento, es lo que constituye el fundamento por el que estas f.
proporcionan a sus hijos una especial fuerza interior para la vida y
aportan a la sociedad hombres que frecuentemente se imponen de una manera
especial. Naturalmente se supone que no falte a los hijos de las f. más
numerosas nada de lo que tienen a su disposición los hijos de las f.
corrientes en los cuidados para el desarrollo corporal y espiritual (v.
in). Para el derecho de los padres a la educación, v. ENSEÑANZA II.
6. La familia como célula de la sociedad. La f. es la célula de la
sociedad, porque ésta únicamente puede subsistir, crecer y renovarse en el
caso de que los matrimonios sean suficientemente numerosos y fecundos. La
f. es, por consiguiente, célula de la sociedad en sentido biológico.
Apenas ninguna otra realidad hace más claramente visible el que la ley
natural moral es una verdadera ley vital de los pueblos, como la
dependencia del desarrollo biológico del cumplimiento de las normas que la
ley natural prescribe al matrimonio y a la familia.
Sin embargo, sería totalmente equivocado ver en la f. la célula de
la sociedad tan sólo en sentido biológico. La f. es asimismo la célula de
la sociedad, por lo menos en el aspecto moral. Se ha mostrado cómo el
desarrollo de todas las fuerzas espirituales y morales del hombre es una
cuestión de educación familiar. Las dos virtudes sociales más importantes,
el amor al prójimo y la justicia, las aprende el hombre principalmente en
la f. A esto se añaden las dos virtudes sociales que siguen en
importancia, la de la justa obediencia y la del justo mando. La justa .
obediencia presupone el respeto a la autoridad como poder moral dado por
Dios; el justo mando presupone la conciencia de que la autoridad se ha
dado para bien de aquellos a quienes se manda. En la f., el hombre aprende
que la obediencia no puede consistir para él en una entrega sin voluntad,
que su esencia consiste más bien en el sometimiento al orden de su ser
social, sin el cual el ser humano aislado permanecería raquítico. El
hombre tiene que haber aprendido en la f. ambas cosas, el obedecer y el
mandar, para estar en situación de dar a la autoridad dentro de la
sociedad la forma compatible con la dignidad y el derecho de la persona
humana. Y pueden hacerlo los que han aprendido en la propia f. que el
mandar no puede ser un ansia de dominio, sino un servicio atento a la
comunidad y a su bien común como portadores de la autoridad social (cfr.
S. Agustín, De civitate Dei, 1.19,14). La f. es, por consiguiente,
insustituible bajo el punto de vista de pedagogía social. También todas
las demás virtudes sociales, es decir, las que se fundan en el respeto a
las demás personas con igual naturaleza humana y con los mismos derechos
humanos, como la disposición para la mutua ayuda, la bondad, la
sociabilidad, el dominio de sí mismo, la consideración con los demás, la
condescendencia, la sinceridad, las aprende el hombre en el seno de la f.
Esta es, tanto moral como biológicamente, la célula de la sociedad.
La f. es también la célula de la sociedad en el aspecto cultural. Se
puede señalar como una ley sociológica que los pueblos con un índice
regresivo de nacimiento, si éste es inferior al índice de matrimonios,
tienen una cultura decadente. El fundamento profundo está en que uno de
los impulsos más importantes para mantener elevados aquellos valores que
determinan la altura de las culturas, es decir, los valores morales y
espirituales como fuerzas configuradoras de la vida, desaparece con la
decadencia de la f. Los matrimonios que por egoísmo esquivan la
responsabilidad de los hijos y para con los hijos, no son nunca partidas
positivas en el haber de la evolución cultural de un pueblo. Ciertamente
puede un pueblo semejante estar mejor situado económicamente durante
cierto tiempo, pero, sin embargo, no podrá disponer de las fuerzas
espirituales que son imprescindibles para la elevación de las culturas.
El que la f. sea la célula vital de la sociedad ofrece la
explicación sociológica de antigua experiencia de que el estado de una
sociedad, sus íntimas fuerzas vitales y de renovación, se pueden leer en
el estado de sus fami, lias. El que quiera encontrar el diagnóstico exacto
del estado de una sociedad tiene que atender a la f., como el médico tiene
que tomar en primer lugar el pulso del enfermo. Cuando ésta se encuentra
desatendida por la sociedad y despreciada por el Estado, cuando su
comunidad está relajada y su base económica existencial es insuficiente,
cuando su crecimiento no la repara continuamente y las separaciones
matrimoniales van en aumento, entonces estamos ante un síntoma inequívoco
de que el cuerpo social se encuentra inmerso en una grave crisis. La
historia demuestra suficientemente que la decadencia de la vida familiar
es la causa más profunda de la decadencia de los pueblos. La consecuencia
de la posición de la f. como célula de la sociedad consiste en que toda
verdadera reforma social tiene que radicar en la familia. Toda pretendida
reforma social que no atienda a esta ley o que vaya contra ella tiene
necesariamente que terminar en un fracaso. El individualismo, el
liberalismo, el socialismo marxista y el liberal se orientan todos en la
idea de que el centro de gravedad de toda reforma social se ha de buscar,
no en la f. y en su función como célula biológica, moral y cultural de la
sociedad, sino en otra parte.
7. El número de los miembros de la familia. ¿Cuál es el número
normal de miembros de la f.? Muchos sociólogos y especialistas de la
política de población rechazarán semejante planteamiento del problema.
Guiados por el pensamiento liberal o socialista, se adhieren
fundamentalmente al axioma neomalthusianista (v. MALTHUS) de que el
cálculo del número de hijos es cuestión de los esposos. De hecho, el
concepto de una f. normal tiene poco sentido, si se la considera tan sólo
en relación a sí misma, o si se la considera colectívistamente tan sólo
como una parte del conjunto de planes sociales. Pero si se tiene en cuenta
su función biológica y moral en la vida de la sociedad, entonces adquiere
plena significación el concepto de un número normal de miembros de la f.
o, lo que es lo mismo, de un número natural.
Efectivamente, la función biológica de la f. no deja lugar a duda
sobre su magnitud natural. Un pueblo se verá reemplazado por su próxima
generación, si la generación actual tiene un número igual de chicos y de
chicas que al casarse más tarde tengan, a su vez, dos hijos. Ahora bien,
no todos alcanzan la edad del matrimonio, sino que mueren más pronto;
otros están impedidos de contraer matrimonio por sus enfermedades; otros
se proponen miras más altas, que tan sólo pueden alcanzar libres de los
vínculos familiares (v. CELIBATO); otros, a su vez, no encuentran la
persona con la que hubieran podido decidirse al matrimonio; y de los
matrimonios que se llevan a efecto, no pocos se quedan sin descendencia
por motivos voluntarios o involuntarios. Por todas estas realidades que da
la experiencia, resulta que un pueblo solamente podrá mantenerse si el
número medio de hijos de las f. es el de tres o cuatro, y que éste ha de
ser mayor si se quiere que aumente el número de población. Lo mismo
demuestra la función moral de la f. como célula de la sociedad. En un
sistema generalizado de uno o dos hijos, la f. no puede cumplir sus
funciones de pedagogía social. El hijo único carece de la vida en
comunidad con sus hermanos y, por consiguiente, de la educación para las
virtudes sociales más importantes por medio de la vida en común con ellos.
La mala educación del hijo único por el mimo excesivo de los padres es,
por lo demás, un hecho corriente que muestra la experiencia; lleva esto
consigo el fortalecimiento de una posesión egocéntrica del niño, en lugar
de despertar la conciencia de los deberes sociales. El sistema de dos
hijos lleva consecuencias semejantes: dos no forman una comunidad en la
que se exija un mínimo de virtudes sociales del mismo tipo que la
comunidad de tres, cuatro o más hijos. Con un número mayor de hijos, éstos
continúan siendo niños por más largo tiempo, tratan entre sí, saben
entretenerse unos con otros e inventarse su medio de distracción, crean su
propio mundo en el juego, aprenden inmediatamente, por experiencia, su
incorporación a lo social. Por el contrario, cuando los hijos son tan sólo
uno o dos, participan mucho más pronto en los pensamientos y en la vida de
los mayores y se convierten en «precoces», lo que no es de desear ni
corporal ni espiritualmente. Todo hace pensar, por tanto, que la f.
necesita de un número normal de miembros, es decir, de un número mínimo de
tres o cuatro hijos, incluso para el cumplimiento de su función moral como
célula de la sociedad. Hasta aquí el dato sociológico. Por lo demás bueno
es recordar que el amor y generosidad de los esposos normales va más allá
del simple dato sociológico, y que de la rectitud de su conciencia depende
su descendencia (v. MATRIMONIO V).
8. La familia en sentido amplio. Para Aristóteles, la f., que cuida
de las necesidades de la vida cotidiana, comprende también a los esclavos
(cfr. Política, 1,2). La Etica del Derecho natural le ha seguido a este
respecto en cuanto que ha considerado siempre al servicio doméstico como
miembros de la f. Tiene que obrar así, tanto más cuanto que el
cristianismo exige el reconocimiento de la plena dignidad de la persona en
todos los hombres y, por consiguiente, también en los componentes del
servicio doméstico. En consecuencia, el cristianismo funda también la
comunidad familiar mucho más en los vínculos morales internos, mientras
que la f. anterior al cristianismo estaba más bien en los derechos de
dominación del padre con validez legal externa. Este ideal cristiano de la
comunidad familiar continúa siendo una exigencia, aun cuando en el último
siglo las relaciones entre los empleados de la casa y la f. se han
convertido, de hecho, en gran escala, en meras relaciones de contrato de
trabajo. Ciertamente, las relaciones del servicio dentro de la f. tienen
su fundamento en un libre contrato, pero el contrato de servicio de este
tipo comprende mucho más que las contraprestaciones de dinero y trabajo
perfectamente mensurables, según se desprende de toda su naturaleza. Las
relaciones entre la f. y sus criados son, por ambas partes, relaciones de
confianza. La f. necesita, para el cumplimiento de diversas funciones, de
una ayuda que no puede describirse exactamente como la de un obrero de una
fábrica, sino que tan sólo puede surgir de la participación afectuosa del
criado en el bien de la f. También en interés del propio criado doméstico,
el contrato de servicio comprende por su naturaleza, mucho más que el
simple pago de servicios en dinero: la f. es responsable del bien corporal
y espiritual de los criados de la casa. Pues, dado que éstos permanecen
largo tiempo al servicio de la f. y han unido su vida a los sufrimientos y
alegrías de la comunidad familiar en crecimiento, vienen a convertirse en
una parte de la comunidad familiar. Por consiguiente, en el seno de la f.
se ha de atender a todas las necesidades esenciales del servicio
doméstico, incluidas también las necesidades de atención, cariño,
distracción, instrucción, seguridad en las enfermedades y en la vejez, y,
por supuesto, también las de una vivienda digna, la de un tiempo libre
suficiente y todo lo demás que se refiere al bien exterior.
En la sociedad liberal, la medida del dinero es también casi
exclusivamente la determinante para la relación entre el servicio
doméstico y la f., como lo es para todas las otras relaciones que incluyen
una prestación y una contraprestación. Los señores esperan determinadas
prestaciones, y los «criados domésticos» reciben su recompensa mediante
una determinada suma de dinero. Para estos criados, en especial las
mujeres, y, por cierto, más especialmente, las más delicadas de entre
ellas, esto significa una carga incalculablemente pesada de desaliento, de
menosprecio, soledad, abandono, de empequeñecimiento psíquico y espiritual
que, por lo general, se ha sufrido en silencio, pero que constituye una de
las culpas de la sociedad liberal que claman al cielo. En estas
circunstancias, para la mayor parte de los que prestaban sus servicios
significó un notable progreso la inclusión del contrato de servicio en la
legislación de protección al trabajador y su tratamiento como un contrato
de trabajo. En realidad, el Estado tenía que atender a sus derechos. Las
organizaciones caritativas y de ayuda mutua (asociaciones de muchachas de
servicio) procuraban por lo demás el compensar lo que se les negaba en la
vida comunitaria de las familias. La consecuencia de la disolución
individualista de esta parte de la comunidad doméstica ha sido el que hoy
en día, en los países industriales, las chicas van con más gusto a las
fábricas, donde gozan de más tiempo libre y de mejor protección social,
que entrar en el servicio doméstico. Los inconvenientes están en la
desaparición de los vínculos de comunidad, que son necesarios para la
gente joven, y, al mismo tiempo, la desaparición de la educación para la
f., que en ningún otro sitio podría recibir mejor la chica joven que en el
seno de la f. dedicada a las tareas de la casa. Los sistemas socialistas
consideran tan sólo muy excepcionalmente la situación de los criados
domésticos; por lo que la ayuda se desplaza fuera de la f. en jardines de
la infancia y escuelas, donde los niños pueden, por lo demás, recibir una
influencia (v. SERVICIO DOMÉSTICO).
9. La educación para la familia. No podemos dejar la cuestión de la
f. sin haber hablado de su función pedagógico-social. Como sucede por lo
general en los tiempos de crisis de los pueblos civilizados, los problemas
de la educación pasan hoy al primer plano de la atención en nuestro mundo
occidental. Con ello se piensa principalmente en la reforma de la
enseñanza, que es objeto en muchos países de programas políticos y
sociales. El pensamiento de la f. está ausente de la mayor parte de las
direcciones de la moderna pedagogía que continúan aferradas a sus ideas
individualistas y colectivistas. Si alguna vez se habla de la educación
para la f., esto no es sino incidentalmente. Incluso en el movimiento
familiar que tan rápidamente se ha desarrollado desde hace unos años en
los países europeos, y cuyos servicios a favor de la idea de la f. y de la
política familiar nunca podrán ponderarse suficientemente, aparece, a
veces, que se ha prestado demasiado poca atención a la educación para la
f. y que el interés se ha fijado demasiado unilateralmente en el aspecto
económico de la cuestión familiar.
¿Cómo puede educarse la generación joven para la vida familiar, para
el amor a la f., para el cumplimiento de las funciones y deberes de la
vida familiar? Entre los medios para ello se ha de mencionar en primer
lugar, y como superior a todos los otros, la f. misma. Siempre que
subsista una vida familiar sana, ha de aprovecharse adecuadamente y
hacerse fecunda para la educación familiar. En segundo lugar, se ha de
poner a la f. en situación de poder cumplir sus funciones como comunidad
económica, de vida y de educación. únicamente si la sociedad cumple sus
funciones con respecto a la f., ésta habrá de cumplir, a su vez, sus
funciones como célula de la sociedad en el aspecto biológico, moral y
cultural. En tercer lugar, es necesaria una renovada atención a la f. en
la sociedad y en la vida pública. La sociedad, cuando rebaja públicamente
al matrimonio y a la f., se comporta como el hombre que rebaja
públicamente a sus padres. El joven aprende a amar permanentemente a la f.
tan sólo si la ve respetada por todas partes. Asimismo, en la educación
para la f. es imprescindible el profundo respeto entre sí de los jóvenes
de uno y otro sexo. Nada destruye tanto este respeto y echa a perder la
educación para la f. como el libertinaje sexual. No podemos hacer aquí
sino dejar esto bien sentado y hemos de referirnos por lo demás a la ética
sexual y a la pedagogía sexual (v. EDUCACIÓN v). En quinto lugar, tiene
que educar para la f., si quiere comprender adecuadamente su función de
pedagogía social, también la escuela (v.), por medio de su constante
cooperación en profundizar el aprecio de los valores familiares, y por
medio de la enseñanza para las labores domésticas, así como para la
convivencia familiar; en ello pueden comprenderse cursos de labores
domésticas para las muchachas en edad escolar y para las jóvenes amas de
casa, que pueden ser de gran utilidad. En sexto lugar, el aspecto social
de la vida familiar no puede menospreciarse como medio de la educación de
la f. Hoy en día, la vida de club y de asociación divide a la f. En cada
pueblo debería ser la f. indiscutiblemente el primer «club». En especial
los jóvenes deberían encontrarse todo lo posible en el seno de sus f.,
encontrar allí su diversión en común, gozarse juntos en la música, en la
literatura y en el arte, observar juntos los usos familiares; en una
palabra, garantizar en todo su comportamiento su relación con la comunidad
familiar, de su propia f. y de la de la de sus amigos.
V. t.: MATRIMONIO VIII; NOVIAZGO I; PADRES, DEBERES DE LOS; HIJOS,
DEBERES DE LOS; SOCIEDAD.
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JOHANNES MESSNER.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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