1. Noción. Etimológicamente proviene del verbo latino experior
(experimentar). Por su parte, perior (probar) es un verbo inusitado que ha
dado origen a peritus (perito) y también a periculum. Esta última palabra,
aunque significa peligro o riesgo, tiene también la significación de
prueba, ensayo, tentativa. Toda esta familia de vocablos parece provenir
del griego peiro, que significa atravesar de parte a parte, perforar. De
aquí que la significación etimológica de e. sea la de prueba, comprobación
y paso a través de un peligro. Así el hombre probado o experimentado (el
perito) es el que se ha sometido a un paso dificultoso una o varias veces
y lo ha superado, con lo cual ha adquirido una destreza para salir airoso
en casos parecidos.
Viniendo al sentido usual y técnico-filosófico, la e. se inscribe
dentro del ámbito del conocimiento, es un determinado tipo de conocimiento
(v.). Además, entraña una participación personal insustituible: no es un
conocimiento «por oídas», sino adquirido con el propio esfuerzo y por la
propia iniciativa. Asimismo tiene un carácter existencial inmediato: por
e. sabemos que algo existe o su cede fuera o dentro de nosotros, y lo
sabemos no como conclusión de un discurso, sino como dato inmediato. De
aquí también que la e. apunte siempre a un hecho singular, aunque
repetible; no versa sobre ideas abstractas.
Para algunos, la e. es sinónimo de conocimiento sensitivo externo:
la sensación, o bien de conocimiento sensitivo externo e interno
conjuntamente: la percepción. Así, lo experimentado se contrapone tanto a
lo imaginado o fantaseado como a lo meramente pensado. Para otros, en
cambio, nada autoriza a hacer esa reducción al orden sensible, pues
también se puede hablar de una e. intelectual, aunque ésta no se
identifique sin más con el conocimiento intelectual, sino que requiere que
su objeto sea singular, existente y captado de modo inmediato. Por
ejemplo, el conocimiento que el hombre tiene de sus propios actos de
conocimiento o de apetición, o incluso de su propia existencia, de manera
inmediata, podría llamarse e. intelectual.
2. Algunas concepciones históricas de la experiencia. Para
Aristóteles (v.) la e. es un conocimiento superior a la sensación, pero
inferior al arte y a la ciencia. La e., tal como viene expuesta en el
capítulo primero de su Metafísica, entraña los siguientes caracteres: a)
es el resultado de la repetición de varias sensaciones sobre una misma
cosa, conservadas en la memoria: «Del recuerdo, escribe, nace para los
hombres la experiencia, pues muchos recuerdos de la misma cosa llegan a
constituir una experiencia» (Met. 1,1, 980628-981al); b) es un
conocimiento de las cosas en singular: «La experiencia es el conocimiento
de las cosas singulares, y el arte, de las universales» (1,1, 981a15-16);
c) es un conocimiento de los hechos, pero no de la causa de esos hechos:
«Los expertos saben el qué, pero no el porqué» (1,1, 981a28-29), y d) no
es un conocimiento que se pueda transmitir por enseñanza, y por eso es
inferior al arte y a la ciencia: «el arte es más ciencia que la
experiencia, pues los que poseen el arte pueden enseñar, pero los simples
expertos, no» (1,1, 98168-10). En esta descripción de la e., Aristóteles
parece referirse solamente a la e. sensitiva, aunque no excluya la
posibilidad de que se dé en nosotros una e. intelectiva. Por lo demás, la
e. así descrita es para Aristóteles el origen de todo conocimiento humano,
incluso del conocimiento de las primeras nociones y principios, como lo
expone en los Segundos Analíticos (11,19).
Para Santo Tomás (v.) «la experiencia pertenece propiamente a los
sentidos, pues aunque el entendimiento no conoce sólo las formas
separadas, como dijeron los platónicos, sino también los cuerpos, sin
embargo, no conoce a éstos en su singularidad, en lo que consiste
propiamente la experiencia, sino en su universalidad. Y con todo, el
nombre de experiencia se transfiere al conocimiento intelectual, como
también los mismos nombres de los sentidos, como la vista y el oído» (De
Malo, q16 al ad2). Esta traslación al conocimiento intelectual se debe,
bien a que el entendimiento también puede conocer lo singular, por cierta
reflexión sobre los contenidos de la sensibilidad, captando de modo
inmediato lo inteligible en lo sensible; bien a que el entendimiento puede
conocer asimismo sus propios actos singulares y los actos de la voluntad,
y la misma existencia del sujeto cognoscente y volente, por la conciencia
psicológica. En cuanto a lo primero, escribe Santo Tomás: «El objeto
propio del entendimiento humano... es la quididad o naturaleza existente
en una materia corporal... Pero es propio de esta naturaleza el que exista
en algún individuo, lo que exige materia corporal... De donde la
naturaleza de cualquier cosa material no puede ser conocida completa y
verdaderamente si no se la conoce como existente en particular. Pero lo
particular lo aprehendemos por los sentidos y la imaginación. Luego para
que nuestro entendimiento entienda en acto su objeto propio es necesario
que se vuelva a las imágenes sensibles y conozca así la naturaleza
universal existiendo en lo particular» (Sum. Th. q84 a8). Y en cuanto a la
e. que el entendimiento humano tiene de sí mismo y de sus actos y de los
actos de la voluntad y de la propia existencia del yo, escribe Santo
Tomás: «El conocimiento que se tiene del alma es certísimo en cuanto que
cada uno experimenta en sí mismo que él tiene alma y que se dan en él una
serie de actos del alma» (De Veritate, q10 a8 ad8 in contrarium). En
resumen, para Santo Tomás la e. es un conocimiento de lo singular que
tiene una necesaria vertiente existencial. Este conocimiento se da
propiamente en los sentidos, pero se extiende también al entendimiento,
tanto por lo que hace al conocimiento de las cosas materiales (por cierta
continuidad con los sentidos), como por lo que toca al conocimiento de los
propios actos espirituales y de la misma existencia del yo.
En la filosofía moderna nos encontramos con una corriente empirista,
encabezada por Francis Bacon (v.), que concede un lugar preferente a la e.
como fuente de los conocimientos humanos. Para Bacon, no bastan los
sentidos, con sus conocimientos desordenados; pero tampoco el
entendimiento solo, que, sin los sentidos, no llega más que a nociones
abstractas. Es necesaria la combinación de los dos en el experimento, que
debe ser ordenado, metódico y dirigido por la razón. Para hacer una
verdadera inducción hay que recoger, primero, la mayor cantidad posible de
hechos particulares; después, hay que realizar una selección para retener
los útiles y eliminar los irrelevantes y, por fin, hay que agruparlos y
ordenarlos metódicamente con ayuda de la razón. Así, pues, la e. se apoya
siempre en los sentidos, pero reclama el conocimiento de la razón.
Por su parte, John Locke (v.), que rechaza explícitamente todo
innatismo, establece que la e. es la única fuente de las ideas. Pero la e.
para él es de dos clases: externa e interna. Por la e. externa, que es la
sensación, obtenemos las ideas de las cosas exteriores, mientras que por
la e. interna, que es la reflexión, alcanzamos las ideas de nuestras
propias operaciones. La reflexión, propiamente hablando, no es un sentido,
pues no versa sobre las cosas exteriores, pero, según Locke, está muy
cerca del sentido, y no resulta inadecuado llamarle «sentido interior».
Por último, David Hume (v.), que divide todos los contenidos de
conciencia en «impresiones» (que son percepciones intensas, vivaces) e
«ideas» (que son representaciones débiles, pálidas), establece que todas
nuestras ideas proceden de alguna o algunas impresiones, a las que
reproducen exactamente. De este modo, la e., en el sentido de impresión
sensible, es la única fuente válida de conocimiento. Después, una vez
elaboradas las ideas, vendrán las comparaciones y enlaces entre ellas, y
de estos enlaces los únicos que están justificados y tienen valor
científico son las identidades o tautologías. Por eso, las matemáticas
tienen valor científico, y fuera de ellas sólo la e. sensible. Es la tesis
que expone en un pasaje célebre que dice así: «Si somos fieles a nuestros
principios, ¿qué destrozos deberíamos hacer al recorrer nuestras
bibliotecas? Si tomamos un volumen cualquiera de teología o de metafísica
escolástica, p. ej., nos preguntaremos: ¿Contiene razonamientos abstractos
acerca de la cantidad o el número? No. ¿Contiene razonamientos
experimentales sobre cosas de hecho o de existencia? Tampoco. Entonces
arrojémoslo al fuego, porque sólo puede contener sofismas y engaños»
(Ensayo sobre el entendimiento humano, trad. franc., París 1912, 180).
Con Manuel Kant el concepto de e. alcanza una elaboración mucho más
precisa. La e. para Kant es una síntesis de lo dado a nuestra sensibilidad
(«materia» del conocimiento, «intuición empírica») y lo puesto por el
sujeto cognoscente («forma» del conocimiento, y que puede ser «intuición
pura» o «concepto»). A veces, Kant llama e. a la sola «materia» del
conocimiento. Por ejemplo, cuando escribe: «Si bien todo nuestro
conocimiento comienza con la experiencia, no por eso origínase todo él en
la experiencia» (Crítica de la Razón Pura, Madrid 1918, 1,68), y también
cuando distingue los conocimientos a priori de los «empíricos», que son a
posteriori, o que tienen su fuente en la e., entendiendo por ella la mera
«intuición empírica». Pero el sentido cabal que asigna Kant a la e. es el
de síntesis de «materia» y «forma» del conocimiento. Véanse estos dos
textos: «Toda experiencia contiene, además de la intuición de los
sentidos, por la cual algo es dado, un concepto de un objeto, que está
dado o aparece en la intuición; según esto, a la base de todo conocimiento
de experiencia, habrá, como sus condiciones a priori, conceptos de objetos
en general» (o. c. 11,237). «La experiencia descansa en la unidad
sintética de los fenómenos, es decir, en una síntesis según conceptos del
objeto de los fenómenos en general, sin la cual la experiencia no sería
siquiera conocimiento, sino una rapsodia de percepciones, incapaces de
juntarse en una contextura» (o. c. 11,11). De esta suerte la e. viene a
ser sinónimo de conocimiento, en cuanto que éste se contrapone al mero
pensamiento. Escribe Kant: «Nosotros no podemos tener conocimiento de un
objeto como cosa en sí misma, sino en cuanto la cosa es objeto de la
intuición sensible, es decir, como fenómeno... De donde se sigue desde
luego la limitación de todo posible conocimiento especulativo de la razón
a los meros objetos de la experiencia. Sin embargo, y esto debe notarse
bien, queda siempre la reserva de que esos mismos objetos, como cosas en
sí, aunque no podemos conocerlos, podemos al menos pensarlos» (o. c.
1,42-43).
También es necesario tener en cuenta la distinción que establece
Kant entre e. real y e. posible. La primera se da cuando su objeto está en
relación con las condiciones materiales de la e., es decir, con la
sensación o intuición (v.) empírica; en cambio, la segunda sólo pide que
su objeto esté en relación con las condiciones formales de la e., o sea,
con las intuiciones puras y los conceptos. Pues bien, para que se dé
auténtico conocimiento es preciso, al menos, que estemos en el ámbito de
la e. posible. Fuera de este ámbito, se podrá tener un pensamiento, pero
no un conocimiento.
El concepto de e. como única fuente de conocimiento o incluso como
único posible conocimiento ha sido especialmente subrayado en los últimos
tiempos por el neopositivismO (v. NEOPOSITIVISTAS LóGICOS), sobre todo en
su primera época. La e. es entendida en esta dirección filosófica como
«verificación» sensible, y todo lo que no pueda ser reducido a dicha
verificación, no sólo es que no tiene valor cognoscitivo, sino que no
tiene ningún sentido, son palabras sin sentido. Bien es verdad que, aparte
de las verdades observables, se admiten las verdades de la lógica y de la
matemática, pero entendidas como meras tautologías, que nada nuevo nos
dicen de la realidad. Por eso, el verdadero conocimiento, el que nos
informa realmente de las cosas, se reduce a la observación sensible.
Véanse estos textos de Moritz Schlick: «El acto de verificación en el que
desemboca finalmente el camino seguido para la resolución del problema
siempre es de la misma clase: es el acaecimiento de un hecho definido
comprobado por la observación, por la vivencia inmediata. De esta manera
queda determinada la verdad (o la falsedad) de todo enunciado, de la vida
diaria o de la ciencia. No hay, pues, otra prueba y confirmación de las
verdades que no sea la observación y la ciencia empírica» (El viraje de la
filosofía, en El positivismo lógico, compilado por A. J. Ayer, México
1965, 62). «Los esfuerzos de los metafísicos se dirigían siempre a la
absurda finalidad de expresar el contenido de la cualidad pura (la
«esencia» de las cosas) mediante conocimientos, de expresar lo
inexpresable. Las cualidades no pueden «decirse». Sólo pueden mostrarse en
la vivencia. Pero el conocimiento es bien distinto a esa vivencia. Así la
metafísica se hunde, no porque la realización de sus tareas sea una
empresa superior a la razón humana (como pensaba Kant, por ejemplo), sino
porque no hay tales tareas» (ib. 63).
La limitación, y el error, del neopositivismo (y en general, de
todos los positivismos y sensismos) está en no admitir más e. que la
puramente sensitiva, rechazando, por tanto, toda e. intelectual y toda
participación de la inteligencia en la misma e. sensitiva.
3. Conclusión. Recogiendo lo esencial de estas concepciones
históricas de la e., y dejando a un lado los exclusivismos y las
exageraciones, se ve que hay algo de común a todas ellas, que merece la
pena resaltar. La e., en efecto, nos aparece siempre como una modalidad
del conocimiento humano, y principalmente como conocimiento sensitivo.
Este conocimiento es de los hechos patentes a la observación de los
sentidos; está, por ello, colocado en el plano existencial (si se dan o no
se dan, si existen o no existen tales hechos), y requiere, además, la más
estricta singularidad (porque sólo existe lo singular). Ahora bien, ningún
conocimiento humano es exclusivamente existencial, pues el conocimiento de
que algo existe viene siempre acompañado de algún conocimiento (todo lo
general e impreciso que se quiera) de lo que ese algo es. Por eso, la e.
humana no es exclusivamente sensitiva ni exclusivamente existencial, sino
que está necesariamente formada por una síntesis en la que la vertiente
existencial, que los sentidos manifiestan, queda asumida o vinculada a la
vertiente esencial, que descubre el entendimiento. En esto ya se distingue
del mero pensar por ideas abstractas, que prescinde de la existencia real
concreta, y de los razonamientos inductivos y deductivos, que no gozan de
la inmediatez de la sensación y de la percepción sensitiva. Por lo demás,
es cierto, y en esto hay que dar la razón a los empiristas, todos nuestros
conocimientos se inician y se apoyan en la e. sensitiva, pues hasta los
más elevados y metafísicos proceden de ella. Lo que sucede es que no se
reducen a la susodicha e., y que, apoyándose en ella, puede nuestro
entendimiento llegar mucho más lejos.
También en el orden puramente intelectual se da un conocimiento
existencial de hechos concretos, p. ej., de los propios actos
intelectuales de conocimiento y de tendencia, y hasta un conocimiento de
la existencia del propio yo. Aquí, aunque estamos en el plano intelectual,
no se trata de la aprehensión o formación de ideas abstractas, sino de la
vivencia o de la e. de esos actos y de esa existencia. Al mismo tiempo que
entendemos o queremos algo, experimentamos que estamos entendiendo o
queriendo, y experimentamos que existimos nosotros mismos. Ésta es la que
podemos llamar e. intelectual, que versa sobre nuestro propio yo y sus
actos espirituales, y que se puede contraponer a la e. sensitiva o, mejor,
a la sensitivo-intelectual, que versa sobre las cosas materiales, captadas
en su existencia singular y presente. Por lo demás, esa e. intelectual
tampoco es meramente existencial, sino que va necesariamente acompañada de
un cierto conocimiento esencial de aquello que es experimentado (sean los
actos de intelección o volición, sea el sujeto de tales actos, es decir,
el propio yo); pero es claro que no se trata de un conocimiento esencial
claro y distinto, sino sumamente impreciso e indiferenciado, bajo una
razón muy común. Un conocimiento distinto de aquellos actos y del propio
yo, desde una vertiente esencial, requeriría una larga y laboriosa
investigación.
V. t.: CONOCIMIENTO; GNOSEOLOGÍA; CIENCIA VII, 6; ExPERIMENTACIóN
CIENTÍFICA.
BIBL.: G. BONTADINI, Saggio di
una metafísica delVesperienza, Urbino 1943; L. CENCILLO, Experiencia
profunda del ser, Madrid 1960; A. DARBOB, Une philosophie de I'expérience,
París 1946; C. FABRO, La fenomenología della percezione, Brescia 1961; íD,
Percezione e pensiero, Brescia 1962; R. GARRIGou-LAGRANGE, El sentido
común, Buenos Aires 1944; É. GILSON, La unidad de la experiencia
filosófica, 2 ed. Madrid 1966; E. Rizzi, Vesperienza e la sua possibilitá,
Padua 1958; A. DE WAELHENs, La philosophie et les expériences naturelles,
La Haya 1962; G. ZAMBONi, La filosofía dell'esperienza inmediata-elementare-integrale,
Verona 1942.
J. GARCÍA LÓPEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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