ESPIRITUALIDAD Y ESPIRITUALIDADES . ESPIRITUALIDAD.


Sentidos generales. Espiritualidad es, etimológicamente, una sustantivación en el aire. Aparece en francés hacia el s. XVII, y recientemente ha adquirido ciudadanía universal. Su significación es a veces extremadamente vaga y ambigua. Flota insegura sobre el sentido que se dé a la palabra espíritu (v.), de la que se deriva, como el adjetivo espiritual tan relacionado con ella.
     
      Aun en una ideología monístico-materialista se utiliza este vocablo. Responde, en un sentido amplísimo, a toda la actividad humana estrictamente tal; esa actividad que es la vida, dinámicamente considerada, en cuanto aparece como inmanente, reflexiva, consciente, aparentemente al menos libre, y que se proyecta luego en actuaciones externas que enriquecen al mismo hombre que las produce (prescindimos de la interpretación superficial dada por algunos de lo espiritual como mera evasión de lo real).
     
      Pero precisando más, teniendo en cuenta la trascendencia y el «espíritu» en el hombre, en el sentido estricto que dio a esta palabra la filosofía griega, y la teología cristiana, por espiritual y por espiritualidad se entiende la actividad del hombre en tanto que espíritu, frente a su vida vegetativa y sensible o animal. Se trata de la vida de la inteligencia (v.) y de la voluntad (v.) libre (V. LIBERTAD) del hombre, con diferencia a su vida corporal, material. Muchas veces se quiere con ello apuntar a la actividad puramente interior, contemplativa (el bios theorethicos) contra la actividad exterior (el bios practikos) (V. CONTEMPLACIÓN; ACTIVIDAD Y ACTIVISMO II). Es cierto que estas vivisecciones son en mucho artificiales; pero el esquema metafísico que las soporta es siempre sumamente interesante. Sabido es que para los platónicos (v.), y más aún para los neoplatónicos (v.), el hombre se compone de soma (cuerpo), psyché y pneuma, o mejor nous. La psyché vendría a ser la parte anímica, sede de la sensibilidad y de las pasiones, el pathetikon de los estoicos (v.); y el nous sería lo específicamente espiritual y hasta divina, por donde el hombre se relaciona con el mundo de las ideas y de los espíritus, y en definitiva con el mismo Dios. En la literatura cristiana esta división tripartita tuvo gran resonancia. Pero en occidente prevaleció, sobre todo con la escolástica (v.), la división, más obvia y sencilla, de alma (v.) y de cuerpo (v.).
     
      El hecho es, explíquese como se quiera el ser del hombre (v.), que en él se da un elemento material -el cuerpo- y un elemento espiritual, que anima y unifica su vida, estática y dinámicamente considerada. El hombre es un unum quid substantiale, una persona (v.), en la que lo espiritual dirige y empapa todo su vivir. Por eso en cierto sentido toda la actividad humana viene marcada con una nota de e., todo es más o menos psíquico, y más o menos corporal, pero de un modo especial es espiritual esa actividad cuando es expresión más viva y directa de la presencia del espíritu: conciencia de su misma actividad, reflexión, juicios, valoración de actitudes, opciones libres, amor oblativo, etc. (v. ALMA; ESPÍRITU).
     
      Pero por espiritualidad se entiende ordinariamente sin más la actividad religiosa frente a la vida. La vida abierta a la trascendencia, a Dios, y esto de manera radical y fundante, de tal modo que esa actitud no venga a ser una superestructura añadida a la vida, sino precisamente la estructura vertebral que da sentido y unifica todo el vivir humano. Especialmente cuando de hecho se toma conciencia de esa dimensión religiosa de la vida humana, surge el hombre espiritual y su espiritualidad correspondiente. Máxime si esa vida religiosa se asume seria y sinceramente con todas sus consecuencias, y la vida toda queda transida por su intensa vibración. Entonces tenemos el sentido estricto y preciso que hoy suele darse a esta palabra: vida espiritual, espiritualidad.
     
      De modo especial hay que referirse a la e. de signo cristiano, la e. que ha provocado la Revelación positiva de Dios en su Cristo. En S. Pablo la palabra espíritu recibe cantidad de acepciones: el espíritu como principio superior de la actividad psíquica del hombre; la influencia del espíritu de Dios en la actuación del hombre; el mismo Espíritu divino... De ahí también que la estructura psicofísica del hombre presente en él divisiones y análisis diferentes. Sobre todo es interesante constatar su doble visión del hombre carnal y del hombre espiritual; división hecha desde el ángulo del existencialismo histórico cristiano, desde una perspectiva rigurosamente religiosa y moral cristiana (Rom 7 y 8; 1 Cor 2 y 3; Gal 5; 1 Tes 5, 23; Heb 4,12...). Para él, en este caso, carne, sarx, es el hombre caído, profanado por el pecado; el espíritu, pneuma, es la presencia del Espíritu de Cristo que salva al hombre.
     
      Sin duda, S. Pablo por influencias griegas y veterotestamentarias (compárese con la terminolgía de Filón; v.) toma al espíritu humano, al hacer esta comparación disyuntiva, como equivalente del nous, la parte más noble del alma, el lugar privilegiado de inserción del Espíritu de Dios y de sus dones, el espejo natural y sobrenatural de Dios, la facultad de lo divino. Y así nos fue llevando hacia la triple clasificación moral del hombre que ha venido haciéndose, bien o mal, a través de la historia de la literatura cristiana: hombre carnal, hombre natural, hombre espiritual. Cierto que S. Pablo prescinde del hombre natural. Su mirada deseosa y ardiente se agota en la contemplación enfrentada del hombre carnal y del hombre espiritual; del hombre psíquico que no comprende las cosas de Dios y deviene carnal, y del hombre pneumático que vive de la sabiduría de Dios en el misterio (1 Cor 2, 7-14 ... ). Pero la literatura patrística y espiritual de después recogió también aquella otra posibilidad de la situación humana: hombre natural (Padres griegos, Guillermo de S. Teodorico, autores renanos y flamencos de los s. xiv y xv, escuela abstracta francesa del s. xvii, y el español Miguel de la Fuente O. C.: Libro de las tres vidas del hombre, Toledo 1623...) (Respecto a la historia de la e., v. ASCETISMO II, 2-3; ORACIÓN II, 2).
     
      Por lo que llevamos dicho se puede hablar de una espiritualidad humana, sin más, arreligiosa (quizá hasta antirreligiosa) o religiosa. Y esta última puede ser natural y sobrenatural. La e. cristiana, sobrenatural, se asienta sobre la e. natural, elevándola y enriqueciéndola (v. SOBRENATURAL; RAZÓN II, etc.). Y aun siendo expresamente cristiana, puede ser elemental y hasta deficitaria (aquí cabría en parte la misma concepción paulina del hombre religioso y cristiano, pero arrastrado por la concupiscencia de la carne), o e. cristiana intensamente vivida, que es la que responde al hombre según el espíritu, según el pensamiento de S. Pablo, y según actualmente se habla con frecuencia de e. en el cristianismo.
     
      Espiritualidad cristiana. Espiritualidad, pues, es la vida religiosa cristiana intensamente vivida. Y el estudio de los problemas teóricos y prácticos que comporta sería la Teología espiritual, expresión acuñada y muy extendida recientemente, que cubre con comodidad todos los aspectos y divisiones que en ese estudio pudieran hacerse (Teología ascética, Teología mística, Teología de la perfección o de la santidad, etc.; v. ASCETISMO ir, 4). Como se ve, el sentido es muy restringido y muy preciso, pero sobre su contenido hemos de dar nuevas explicaciones.
     
      Porque dentro del cristianismo se puede hablar de espiritualidad y de espiritualidades. De espiritualidad en primer lugar. Pero entonces nos metemos en una aporía que es necesario esclarecer. Ya que la e., existencialmente hablando, como de hecho existe, es vida, y la vida humana es algo personal, concreto, algo único e irrepetible, distinto en cada caso, y hasta distinto en cada momento dentro de la dinámica de la misma vida singular de que se trate. En rigor habría, por tanto, que hablar de tantas espiritualidades como hombres la viven.
     
      Sin embargo, es lícito hacer la abstracción, y considerar la e. cristiana en aquellos elementos esenciales que han de darse siempre en la misma para que de hecho ella sea. Porque la e. cristiana viene dada por Dios y aceptada por el hombre. Consiste esencialmente en participar el hombre -en la fe (v.) ahora, después en la visión (v. CIELO) de la misma vida de Dios que es caridad (v.). Participar, por tanto, de la caridad de Dios. Y esto por y con Jesucristo (v. JESUCRISTO v); y dentro de la realización de ese misterio de salvación y vida que se centra en la Pascua de Cristo (v. PASIÓN Y MUERTE DE CRISTO; RESURRECCIÓN DE CRISTO), vivida ahora en su Iglesia (v.). Es el encuentro vivo con Dios dentro del ámbito vital del misterio del Cristo total: Cristo más su Iglesia. Todo esto se realiza a través de unos contactos divinos sacramentales que Él mismo ha querido (v. SACRAMENTOS), y de unos contactos extras acramentales, carismáticos, que son inclasificables y multiformes (v. CARISMA; GRACIA; ORACIÓN). Y toda esa vida cristiana en la caridad divina funda una serie de exigencias, de normas individuales y sociales, crean una ley de amor, que prolonga y trasciende las mismas imposiciones morales de la naturaleza humana. Éstos son, pues, los elementos objetivos de toda e. cristiana que Dios mismo establece y en su mayor parte proporciona. Ciertas modalidades y acentuaciones y ciertas maneras prácticas que pueden darse en el vivir esa vida en Dios, en su Cristo, en su Iglesia, serán después accidentales, consideradas, como ahora lo venimos haciendo, en abstracto, en sí mismas.
     
      Pero la realidad existencial es que esa vida se vive en cada hombre; y allí lo esencial se hace algo singular y vivo. En este plano lo esencial se dará siempre por supuesto; pero revestirá formas y proporciones muy diversas, lo esencial se envuelve en tantas concretizaciones como personas. Entonces esas maneras accidentales pueden ser (o no) necesarias para la encarnación de lo esencial; en unos casos serán necesarias unas, en otros serán otras. En el nivel de lo vital, lo esencial y lo accidental del plano abstracto se ensamblan de innumerables modos, tantos cuantas vidas cristianas existan. Todos, pues, la misma e.: la de Cristo, del único y mismo Cristo; pero todos a la vez distintas espiritualidades, distintas ediciones, distintas repeticiones de ese Cristo.
     
      Hoy, sin embargo, se habla de espiritualidades en otros sentidos: corrientes espirituales, escuelas de espiritualidad, etc. ¿Qué significado y qué valor pueden tener estas palabras? A pesar de que cada hombre es cada hombre, y a pesar de que las gracias divinas se reparten a los mortales según un designio libérrimo y secreto de Dios, cabe hacer grupos según ciertos elementos y aspectos diferenciales que pueden darse en común más o menos en varios de aquéllos. En última instancia todos son Cristo, el mismo Cristo, todos viven formando parte del mismo pueblo de Dios que es la Iglesia, todos participan de lo esencial en la vida cristiana; por otra parte, hay un común denominador de la psicología humana que da lugar a esa serie de antropismos universales que la psicología comparada registra a lo largo de la historia de la humanidad. El que después otros elementos menos comunes se encuentren entre éstos o aquéllos, coloreando de manera igual o parecida la e. personal de varios de ellos, no es nada extraño; y de hecho esto se puede registrar, pero siempre a condición de no apurar demasiado las clasificaciones. Siempre es delicado trazar líneas rigurosas de separación entre grupos y grupos, o de encasillar rígidamente a unos en éste o a otros en aquél; se corre el riesgo de crear construcciones artificiales, y de falsear la verdadera e. viva, personal, inaprensible en definitiva, de cada cual.
     
      Diversificación y unidad de la espiritualidad. La primera y más fundamental clasificación de espiritualidades cristianas la proporcionan los distintos ministerios eclesiales (v. IGLESIA in, 3). Ellos, según la misión determinada que tienen dentro de la vida general de la Iglesia, condicionan y comprometen la vida cristiana diferenciadamente. Los más importantes hasta constituyen lo que se ha llamado «estados de vida», algo que la informa accidentalmente, pero de manera total, permanente y solemne (S. Tomás, Sum. Th. 2-2 g183 al); y que, por consiguiente, la especifica psicológica y sociológicamente, creando un talante especial entre los que viven unos u otros. Pensemos en los más destacados: profesiones, laicado, matrimonio, vida religiosa jurídicamente tal, sacerdocio ministerial. Dentro de ellos y junto a ellos se podrían pensar otras divisiones (v. II).
     
      Otra perspectiva de clasificación de espiritualidades puede venir por las tipologías y caracteriologías psicológicas, en que pueden agruparse los hombres a través del tiempo y del espacio. Tipos biológicos, temperamentos, caracteres parecidos o iguales plantean problemas y soluciones afines en la vida espiritual. Las vidas se hacen así en gran parte parecidas o semejantes. Hasta Dios mismo suele adaptarse con frecuencia al trabajarlas y ayudarlas a ese modo de ser similar que Él puso o permitió se diese en ellas. Recuérdese, por poner un ejemplo, las clasificaciones de hombres espirituales del P. A. Roldán S. J., que presuponen la tipología de Sheldon: hagiotypicos agapetónicos o praxotónicos o deontotónicos (Introducción a la ascética diferencial, Madrid 1960).
     
      La manera de organizar en la práctica la vida, sea ello motivado por lo que sea, puede también suscitar espiritualidades afines. A salvo lo esencial puede el misterio cristiano contemplarse y vivirse desde aspectos y perspectivas diferentes. Será acentuando alguno de los «misterios» en que se despliega el misterio, o valorando de modo especial alguna virtud sobre las otras, o dedicarse con preferencia a algunas prácticas de caridad y de vida cristiana. Esto dependerá de la misma intervención de Dios en la vida de algunos, de necesidades y urgencias históricas, o de atracción y gusto espiritual de la psicología de unos y otros. Hasta la presentación teórica de la vida espiritual se hace muchas veces atendiendo a esas perspectivas particulares. Son enfoques distintos de la misma compleja realidad. Pueden subrayarse especialmente las necesidades históricas como elemento, que puede exigir y desatar corrientes espirituales definidas y concretas. La intrahistoria explica muchas de esas manifestaciones de la e. plurivariada. Pero este elemento nos lleva a otro tan importante o más que justifica, desde otra ladera, ese fenómeno de la vida cristiana.
     
      Se trata de las culturas y civilizaciones que ofrece la historia de la humanidad. La cultura humana crea las culturas y las civilizaciones (v. CIVILIZACIóN Y CULTURA). Cultura, con mayúscula, es el trabajo inteligente del hombre sobre sí mismo y sobre la naturaleza para perfeccionarse a sí y dominar y mejorar a aquélla, aprovechando las riquezas patentes y latentes en la misma. Una y otra tarea se implican y se completan. Las culturas son esas típicas maneras de pensar y sentir (y de actuar, por consiguiente) de los diversos grupos étnicos, que se forman lentamente, como precipitado de la convivencia común de los hombres que los forman, de sus luchas y sus esfuerzos dentro de los marcos naturales en que han vivido, de las condiciones de vida, de las circunstancias históricas que atravesaron. Las civilizaciones son más bien los resultados más despersonalizados que el progreso material y las técnicas humanas que le acompañan van produciendo, insertándose mejor o peor en las diversas culturas, modificándolas, en alguna parte nivelándolas a la larga o a la corta. Las culturas son algo más humano y profundo y estable. Las civilizaciones algo más temporal, más superficial, más inmediato; en ocasiones son algo residual y hasta desintegrante, degenerante, al impactar indebidamente construcciones culturales muy ricas en sí mismas. Pues bien, se comprende que culturas y civilizaciones coloreen enormemente la e. cristia. na de los diversos pueblos y momentos de los mismos. Que pueda hablarse de espiritualidad oriental, española, italiana, inglesa, francesa... Y de espiritualidad del hombre medieval, del hombre del renacimiento, del barroco, de la «ilustración», de la época romántica, del hombre del siglo XX, etc. La Iglesia es una y única, su e. fundamental es siempre la misma, pero los cristianismos son muchos, y acusan principalmente su variedad y fisonomía propias en aquellos pueblos y en aquellos momentos históricos en que la Iglesia ejerció una influencia larga y penetrante. Pero ya se puede suponer cuán difícil resulta poder señalar acertadamente las características de cada uno, cuando hay tantos elementos comunes en e., en primer lugar el mismo mensaje cristiano y los elementos divinos objetivos que la esencializan.
     
      Queda en último lugar las llamadas escuelas de espiritualidad a base de algunas instituciones de fuerte personalidad moral dentro de la Iglesia, o provocadas por alguna personalidad profética y genial que produce un movimiento espiritual en su torno y aun después de su paso. Así, se habla de escuelas benedictina (v.), franciscana (v.), dominicana (v.), agustiniana (V. AGUSTINISMO), carmelitana (v.), de la devotio moderna (v.), jesuítica (v.), avilina (v. JUAN DE ÁVILA), beruliana (o francesa muy impropiamente; V. sÉRULLE), salesiana, alfonsiana, etc., por citar sólo algunas de las aparecidas antes de nuestra época (v. ii). (Recordemos que corrientes y escuelas espirituales se dan también en todas las religiones positivas históricas de alguna entidad).
     
      No olvidemos, para terminar, que la e. cristiana es una y la misma siempre y que es diferente siempre en cada cristiano a la vez. Todos los santos son iguales y son distintos. Porque por más elementos externos que puedan influenciarles y motivarles, no hay en definitiva determinismo alguno que valga ante la libertad de Dios en repartir sus dones y la libertad del hombre en aceptarlos y cooperar a sus llamadas (v. SANTIDAD IV; VOCACIÓN II).
     
      Una observación final de orden pastoral. Esa libertad hay que saberla respetar en los demás. No debe haber imposiciones; sino aprobar lo que mejor le vaya y se adapte a cada cual. Y hay que saber estimar las peculiaridades de unas y otras espiritualidades, ortodoxas por supuesto. Muchas veces pueden ser complementarias, y siempre serán expresión de la fecunda vitalidad y variedad de la vida eclesial.
     
      V. t.: ESPÍRITU; ESPIRITUALIDAD, LITERATURA DE; ESPIRITUALISMO; VÍAS DE LA VIDA INTERIOR; ASCETISMO; MÍSTICA; SANTIDAD IV; JESUCRISTO V; PERFECCIÓN.
     
     

BIBL.: W. BAUER, Pneuma, en Griechisch-deutsches Wórterbuch zu den Schriften des N. T., Berlín 1958, 1338-46; íD, Pneumatikós, ib. 1346-47; KLEINKNECHT..., Pneuma, pneumatikós, en TWNT, VII,330-453; H. WACKERZAPP, Geisteswissenschaften, en LTK IV,610-18; VARIOS, Gleistlich (sentidos latísimos), ib. 618-28: VARIOS, Psychagogik, Psychiatrie, Psychische... (ciencias psicológicas), ib. VIII,868-91; F. PRAT S. J., La Théologie de S. Paul, 18 ed. París 1933, t. II, 490 ss.; A. 1. FESTUGIÉRE O. P., L'idéal religieux des grecs et l'Évangile, París 1932, excursus B, 196 ss.; J. DE GuIBERT S. J., Écoles spirituelles, en Lepons de Théol. Spirituelle, Toulouse 1946, 108-22; B. JIMÉNEz DUQUE, Diversas maneras de tratar los problemas de la perfección cristiana, «Rey. de Espiritualidad» (1947) 138-48; L. M. DE S. JOSEPH 0. C. D., École de Spiritualité, en Dict. de Spiritualité, IV, París 1960, 116-28; L. REYPENS S. J., Ame (structure), ib., I, París 1937, 433-69; R. GARRIGOU-LAGRANGE O. P., La Théologie ascétique et mystique ou la «Doctrine spirituelle», «La Vie Spirituelle» 1 (1919) 7-19; A. LEMONNMER, La Théologie spirituelle come science particuliére, «La Vie Spirituelle» 30 suppl., 158-166; P. SAINz RODRfGUEZ, Espiritualidad española, Madrid 1961, 35-73; Y. t. la del art. II.

 

B. JIMÉNEZ DUQUE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991