El paso del siglo XVII al siglo XVIII. La Casa de Habsburgo (v.), que
reinaba en E. desde comienzos del s. xvi, se había identificado por
completo con el modo de ser español; los s. xvi y xvii son siglos
místicos, teológicos, teocéntricos, y la política española gira en torno a
una finalidad fundamental: la defensa en Europa del catolicismo, empresa
en la que E. prorroga el sentido de Cruzada que había poseído toda su
historia medieval. La llegada a E. de la Casa de Borbón (v.) alterará
profundamente este carácter de la historia patria. Es evidente que los
reyes Borbones, personalmente, fueron tan católicos como lo habían sido
los Habsburgo; y, por supuesto, la fuerte religiosidad del pueblo no
sufrió alteración a lo largo de todo el s. xvi1l. Sin embargo, se abandonó
el móvil religioso de la política exterior de los Austrias para pasar a un
tipo de política familiar borbónica, mucho más realista e interesada; se
mira al progreso material del país como principal cometido de la acción de
gobierno; se abren las fronteras a la influencia extranjera,
particularmente francesa, que trae a E. los ideales racionalistas y
enciclopedistas; la clase dirigente experimenta, a lo largo del siglo, un
cambio que se refiere entre otros aspectos a su actitud ante los temas
religiosos, actitud que pasa de una exacerbación del regalismo (v.) a un
efectivo enfrentamiento ideológico con el catolicismo en los últimos años
de la centuria.
Los conflictos con la Santa Sede. El s. xvlil se abre para E. con la
guerra de Sucesión (v.). El enfrentamiento de los dos pretendientes a la
corona, Felipe de Anjou (v. FELIPE v) y el archiduque Carlos, hubiese
debido estrechar la amistad entre el primero de éstos y la Santa Sede, ya
que el papa Inocencio XII había influido directamente en el testamento de
Carlos II en favor de Felipe, y el card. Portocarrero (v.) figuraba en
Madrid como cabeza del partido profrancés. Sin embargo, pronto se vio el
nuevo papa Clemente XI., contra sus personales sentimientos, obligado a
reconocer como rey de España al archiduque, cuyas tropas dominaban buena
parte de Italia. Felipe de Anjou hubo así de romper las relaciones con
Roma, y si los avatares de la guerra_ modificaron esta política en uno u
otro sentido, durante la mayor parte de su largo reinado (46 años) nunca
mantuvo el primer Borbón español unas relaciones demasiado cordiales con
la Santa Sede. Prueba del espíritu nuevo que el s. xviii lleva consigo, es
que el rey fue impulsado a su política antirromana por no pocos consejeros
eclesiásticos: sus confesores los jesuitas franceses Robinet y Lefebvre,
su primer ministro el abate, luego cardenal, Alberoni, el virrey de Aragón
y obispo de Córdoba Francisco de Solís, el cardenal obispo de Málaga y
gobernador del Consejo de Castilla, Gaspar de Molina. El ideal de todos
ellos era el regalismo, entendido como atribución al monarca del derecho
al gobierno de las materias eclesiásticas en todo cuanto no hiciese
referencia al ejercicio de la potestad de orden. Incluso las materias
dogmáticas y magisteriales quedaban de algún modo bajo el control real, ya
que el «exequatur» y el «pase regio» permitían al soberano aceptar o negar
las decisiones pontificias que no mereciesen su aprobación.
Por supuesto, en este sentido discurre la política española durante
todo el s. XVIII, cambiando tan sólo los personajes. Bajo Fernando VI
(v.), encontraremos al también jesuita, P. Rávago, y a los ministros
reales, entre los que sobresale el marqués de la Ensenada (v.),
favoreciendo el regalismo; y si bien las relaciones con Roma son más
tranquilas que en el reinado anterior, ello se debe, sobre todo, al papa
Benedicto XIV, que procuró mantener, a base en ocasiones de importantes
condescendencias, una política amistosa con las cortes regalistas de toda
Europa. Bajo Carlos III (v.), importantes conflictos enfrentaron de nuevo
a E. con Roma, una vez que a la política regalista se unió una orientación
del Gobierno y de las tareas culturales notablemente influida por el
espíritu de la Ilustración (v.); que alentaba a Campomanes, Aranda,
Floridablanca, principales ministros de la época; tendencia que se agudiza
bajo Carlos IV (v.) a la vez que se multiplican, en ese reinado de nueva
decadencia de E., las contradicciones internas, como lo son los esfuerzos
de los ministros del último Borbón español del xvin, Roda, Cavallero,
Urquijo..., por cerrar las fronteras a las consecuencias de la Revolución
francesa, a la vez que se agudiza el distanciamiento de la Santa Sede
traspasando al rey el máximo posible de atribuciones en el terreno del
gobierno eclesiástico.
El regalismo en la doctrina y en la práctica. Los historiadores
modernos han superado ya la tesis de Menéndez Pelayo, según la cual el
regalismo sería el modo de dominar a la Iglesia el Estado borbónico,
mientras los s. xvi y xvii estarían libres, con la casa de Austria en el
trono, de tal sistema de dominio. Hoy está demostrado que las prácticas
regalistas las heredó el s. xvni de sus antepasados, si bien durante él
fueron llevadas a sus extremas consecuencias. Un precedente importante de
las reclamaciones regalistas del xviii frente a la Santa Sede lo tenemos
en el Memorial que, en 1633, habían presentado a Roma en nombre de E. el
obispo de Córdoba Pimentel y el consejero de Castilla Chumacero,
reclamando contra los abusos que la corte de E. achacaba a la curia papal.
Desde el momento mismo en que Felipe V ocupa el trono español, este tipo
de reclamaciones se suceden: en 1709, el virrey de Aragón Solís, y en 1713
el fiscal real Melchor de Macanaz, preparan otros tantos memoriales
destinados a favorecer y fundamentar las reclamaciones de la corte contra
el Papado.
Estos textos abrieron el camino; sucesivamente, en 1717 se llega a
un acuerdo con Roma que, no resultando bastante satisfactorio para la
corona, es en seguida abandonado. En 1737, y previa la preparación
realizada esta vez por el abad de Vivanco, que señala cerca de 30.000
beneficios eclesiásticos de que dispone en E. la Santa Sede usurpándolos
al patronato real, se llega a un Concordato, que en fin de cuentas es
también abandonado por no reunir las condiciones óptimas que la corona
reclamaba. Ambos acuerdos, el de 1717 y el de 1737, fueron negociados
respectivamente por Alberoni y Gaspar de Molina, que con ellos buscaron
ante todo su personal lucro, concretado en ambos casos en la dignidad
cardenalicia; otros ministros y consejeros reales consideraron luego tales
acuerdos como insuficientes, y la lucha con Roma siguió planteada a la
búsqueda de lo único que podía satisfacer los propósitos del gobierno
español: la concesión o reconocimiento por el Papado del patronato
universal de los reyes de E., que pusiese en sus manos de hecho el control
de la Iglesia española. Tal objetivo fue alcanzado, reinando Benedicto XIV
y Fernando VI, por el marqués de la Ensenada y el P. Rávago, que
concertaron el Concordato de 1753, en el que de hecho, el Patronato se
ponía en manos de los reyes españoles. Uno de los mejores juristas del
momento, Gregorio Mayáns y Siscar, se encargó de hacer la apología del
Concordato de 1753 y la crítica del de 1737, y quedaron sentadas
definitivamente las bases legalizadas del más extremo regalismo, al menos
en la cuestión patronal.
En otros terrenos, se dan pasos muy similares. En el doctrinal,
Alvarez de Abreu escribirá que los reyes tienen «por divino instituto el
venerado carácter de Vice-dioses en la tierra» (Víctima Real Legal, 79);
los reyes, según una Real Cédula de 1765, referente a las Indias, tienen
concedido por la Santa Sede «sus veces en lo económico de las dependencias
y cosas eclesiásticas, ... también en lo jurisdiccional y contencioso,
reservándose (la Santa Sede) tan sólo aquella potestad de Orden, de que no
son capaces los seculares». Dominando esta mentalidad, en los reinados de
Carlos III y Carlos IV se publicarán escritos como el Informe de
Campomanes acerca del Monitorio de Parma, en que se reafirman los derechos
reales frente a las reclamaciones de la curia papal; o se tomarán
disposiciones como la del 5 sept. 1799, en que Carlos IV, vacante la Sede
Apostólica, ordena a los obispos españoles que mientras dure tal vacante
dependerán de él directamente en el ejercicio de sus funciones pastorales.
Y no puede por menos de extenderse la política regalista al terreno
dogmático: durante el reinado de Fernando VI, la Inquisición española
condenó los escritos del cardenal francés Noris, aprobados por la
Inquisición papal; y por el contrario, bajo Carlos III, aquélla aprobó el
Catecismo de Mésengy, que Roma había condenado; en ambos casos se llegó a
una notable tirantez en las relaciones entre el Papa y Madrid, motivadas
por la pretensión real de controlar cuestiones dogmáticas, en las que la
Inquisición madrileña, instrumento dócil en manos de la corona durante
todo el siglo, sostenía opiniones diferentes de las pontificias.
La Iglesia española bajo el sistema regalista. Por'lo general, la
obra de gobierno a que acabamos de referirnos se debe a un grupo escogido
de políticos e intelectuales, verdaderos regeneradores de E. sobre todo en
el periodo áureo que corre desde la subida al poder de Patiño (v.) en 1728
hasta la muerte de Carlos III en 1788. Los más significados eclesiásticos
de la época no son ajenos a esta preocupación por el bienestar económico,
cultural, etc., del país, y también se dejan arrastrar por las tendencias
regalistas, que no tenían que aparecer necesariamente unidas a esa
política de desarrollo verdaderamente notable propia del despotismo
ilustrado del xvric. Algún clérigo importante, como el card. Belluga (v.),
obispo de Cartagena, al comienzo del siglo, se muestra marcadamente
antirregalista; pero no es un caso común. Y, por lo demás, el clero y las
órdenes religiosas, al menos en sus niveles más cultos, no se muestran
ajenos a las nuevas corrientes del pensamiento, y participan de la
inquietud de la época por las Ciencias naturales, la crítica histórica, el
menosprecio de la tradición escolástica y el afán por las reivindicaciones
nacionalistas frente al centralismo papal en el terreno jurídico-canónico.
De la mano de estas corrientes entra también el jansenismo (v.), que
constituía en Francia el contenido espiritual del galicanismo (v.), y que
influyó también en un sentido similar en E.
En este contexto hay que situar la expulsión de los dominios
españoles de la Compañía de Jesús, decretada por Carlos 111 en 1767.
Algunos jesuitas ilustres, como los PP. Burriel o Isla, figuran junto a
Feijoo (v.) y Flórez (v.) entre los representantes en el clero de la más
alta cultura de la época; pero, en general, la Compañía representaba una
tradición docente y científica, y las nuevas generaciones políticas,
procedentes de estratos sociales más modestos, concentraban en ella a un
tiempo el odio a las clases privilegiadas de «colegiales» y «caballeritos»
educadas tradicionalmente por los jesuitas, y la enemistad hacia la Orden
religiosa que había sido la principal aliada de la Santa Sede en la lucha
contra el jansenismo y las nuevas corrientes del pensamiento. Muchas
razones pesaron en el ánimo de Carlos III para dictar el decreto de
expulsión, y junto a las anteriores podemos citar el voto favorable de la
mayor parte del episcopado y de las restantes órdenes. Sin embargo, si
cabe salvar la intención personal del rey, pueden en cambio meditarse
estas palabras del ministro Roda: «La operación nada ha dejado que desear:
hemos muerto al hijo, ya no nos queda más que hacer otro tanto con la
madre, nuestra Santa Madre Iglesia Romana» (Menéndez Pelayo, Historia de
los Heterodoxos españoles, V, 1947, 172).
Expulsados los jesuitas (algo más de cuatro mil), sin embargo, la
importancia numérica y económica del clero en E. es grande durante todo el
siglo. En 1765, hay en Castilla y León 166.709 eclesiásticos; en 1797 son
172.231. Al comienzo del s. xlx, los religiosos son 77.000, repartidos en
2.128 monasterios, en un país de 11 millones de hab. La Iglesia española,
mediado el s. xvill, tiene unos ingresos de 859.806.251 reales, de los que
entrega al Estado por diferentes conceptos 143 millones; en el mismo
tiempo, el Estado percibe, sin contar las Indias, 800.000 millones
anuales. En América, concretamente en el virreinato del Perú, el clero
recibe una renta de 2.234.944 pesos en 1793; las rentas del erario público
eran de 4.500.000 millones. En Lima, ciudad de 3.941 casas en la misma
fecha citada, 1.135 pertenecían a comunidades religiosas, eclesiásticos y
obras pías. En Toledo, ya comenzado el xix, sobre 12.000 hab., existían 27
parroquias, 15 monasterios masculinos y 23 femeninos (V. Rodríguez Casado,
Iglesia y Estado en el reinado de Carlos III, y L. J. Rogier, o. c. en
bibl.).
Este enorme peso de la Iglesia en la vida pública no llegó a verse
anulado por la política regalista, tanto más que tal política no pretendía
anular, sino controlar y utilizar la Iglesia al servicio de los intereses
del Estado. El brusco corte que la vida española sufre en los comienzos
del s. xlx, con los acontecimientos que arrancan de la invasión francesa y
del movimiento liberal, modificarán, finalmente, de modo profundo los
sistemas del xvlii, cerrándose la Edad Moderna y abriéndose la
Contemporánea.
BIBL.: L_J. ROGIER, Nouvelle
Histoire de PÉglise, IV, París 1966; V. RODRÍGUEZ CASADO, Iglesia y Estado
en el reinado de Carlos III, en «Estudios Americanos», I, Sevilla 1948; A.
DE LA HERA, El Regalismo borbónico, Madrid 1963; E. APPOLis, Les
jansénistes espagnols, Burdeos 1966; A. DomíNGUEZ ORTIZ, La sociedad
española en el siglo XVIII, Madrid 1956; V. RODRÍGUEZ CASADO, La política
y los políticos en el reinado de Carlos III, Madrid 1962; M. MENÉNDEZ
PELAYo, Regalismo y Enciclopedia, en Historia de los Heterodoxos
españoles, t. V, Santander 1947; J. SARRAILH, L'Espagne éclairée de la
seconde moitié du XVIII siécle, París 1954; G. MAYÁNS Y SISCAR,
Observaciones legales sobre el Concordato de 1753, Madrid 1848; M.
MIGUÉLEZ, Jansenismo y Regalismo en España, Valladolid 1895; R. SÁNCHEZ DE
LAMADRID, El Concordato de 1753, Jerez de la Frontera 1937;J. TEJADA Y
RAMIRO, Colección completa de Concordatos españoles, Madrid 1862 (incluye,
además de los Concordatos y acuerdos, el Memorial de Chumacero y Pimentel
de 1633 y las Proposiciones de Melchor de Macanaz de 1713); C. MARTíN
GRITE, El proceso de Macanaz, Madrid 1970; G. DESDEVIZES Du DÉSERT,
L'Espagne de 1'Ancien Régime, París 1897-1904; J. REGLA, El siglo XVIII,
Barcelona 1957; C. EGUíA Ruiz, Los jesuitas y el Motín de Esquilache,
Madrid 1947; C. CORONA, Revolución y reacción en el reinado de Carlos IV,
Madrid 1957; F. MARTí GILABERT, La Iglesia en España durante la Revolución
francesa, Pamplona 1971.
ALBERTO DE LA HERA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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