ESPAÑA.Reyes Católicos.


La elaboración del Estado moderno exigió a los monarcas prestar atención a dos hechos importantes, el religioso y el eclesiástico, e interponer dos acciones que pueden identificarse con su política religiosa y eclesiástica. La primera se dirigió a la consecución de tres metas: la unidad religiosa, la reforma de la vida cristiana y la difusión de la fe en territorios nuevos. La segunda intentó sanear las estructuras temporales de la Iglesia y del clero, interviniendo en el nombramiento de obispos, en la provisión de beneficios y en la coordinación del estamento clerical al lado del Estado nuevo. En ninguna de las dos dimensiones fueron revolucionarios, pero en ambas dejaron la huella de su sagacísima política.
     
      Tocante a la unidad religiosa, aceptaron la confesionalidad católica del Estado, proclamándola de hecho y por escrito, no recatando cierto predestinacionismo para salvar la fe y la misma Iglesia. Mas la cuestión ofrecía un nudo que no pudieron soltar ni cortar: el de las minorías étnicas religiosas. Se debe distinguir la actitud mantenida: a) frente al bloque israelita, que vivía bajo un estatuto legal casi de favor, aunque no pudieron impedir que creciera la discriminación, hasta mandarlo al destierro; b) frente a la minoría sinceramente conversa, a la que aceptaron con benignidad; y c) frente a la minoría conversa judaizante, contra la que instituyeron la Inquisición (v.), cuyos principios no fueron fáciles, sino que desataron fuertes polémicas, como la de Hernando del Pulgar y el anónimo del Difinsorium, la del protonotario Lucena y el letrado Alonso Ortiz, la de Talavera y un anónimo judío. Igualmente se debe distinguir netamente: a) la política seguida con los moros mudéjares, mal situados socialmente y que sufrieron imposiciones fiscales y discriminatorias, aunque no tan agudas como los judíos; y b) la pensada para los moros de Granada a raíz de la conquista. Aquí, un sector permaneció mahometano, y, ante las dificultades fiscales y de convivencia, prefirió el éxodo hacia la costa africana; otro sector se fue acercando a la fe cristiana gracias a la actitud pastoralista del arzobispo Talavera, no exenta de agudas exigencias, endurecida por los Reyes Católicos y el arzobispo Jiménez de Cisneros desde 1499, y compendiada en una actitud de conversión a toda costa, con amenaza de expulsión de sus reinos, «porque non avemos de dar lugar que en ellos aya infieles». Los monarcas fundaban su política en razones teológicas, aunque no faltaba la de Estado, iniciando un catolicismo estatal y político, que impregnaría la historia de los siglos posteriores. Frente a la misma, no dejaron de aparecer corrientes de opinión mucho más avanzadas para salvaguardar la libertad religiosa, sobre todo de las minorías no cristianas.
     
      Para entender la reforma religiosa de los Reyes Católicos se debe partir siempre de los orígenes o prehistoria de la misma: periodo cargado de heroicidad, pero lento e inorgánico. En el dintel del reinado comenzaron a escucharse los pregones de reforma «Oíd ahora todos», y las primeras peticiones de poderes a la curia romana para atajar los abusos más notorios. Durante el primer decenio, 1475-85, no se llegó a resultados tangibles. Desde 1485 se inició un amplio despliegue, al confiar la empresa al monje jerónimo Hernando de Talavera (v.). Se debe admitir una fase antecisneriana, en la que la iniciativa regia, ayudándose de la diplomacia de numerosos agentes, consiguió de Inocencio VIII facultad para comenzar la reforma de los monasterios del reino de Galicia. Aunque fue en 1492, bajo el arco iris de la paz interior, cuando comenzaron el plan total de reforma oficial de sus reinos. Talavera quedó en Granada, pero no tardó en aparecer Cisneros (v.), quien desde 1495 dio inspiración y realidad a esta dimensión de la política religiosa.
     
      Los Reyes Católicos pidieron a Alejandro VI poderes y mano libre, tendiendo a la creación de un verdadero vicariato regio para la reforma. Se pueden contar, al menos, 13 documentos pontificios importantes de tipo general, que señalan bien la marcha de la reforma. Los monarcas correspondieron con la organización burocrática, con los cuantiosos gastos de la misma y con el nombramiento de reformadores reales, a quienes señalaban itinerarios y daban memoriales con instrucciones precisas. Sobre la empalizada de cualquier resistencia se cernía el poderío de la corona. Se comenzó por Cataluña, conservándose las actas notariales de visita de todos los monasterios femeninos; se prosiguió por Aragón, Valencia y Castilla. La excomunión, la privación de cargos y la fuerza del brazo secular menudearon con sorprendente facilidad. Para los religiosos no existió estrategia tan minuciosa, ya que se trataba de un estamento que se enfrentó bravamente a esta intromisión real, y la reforma no se llevó a cabo sin numerosos vaivenes, a veces muy desedificantes. Los Reyes Católicos no convirtieron los conventos en vergeles de santidad, pero crearon ambiente propicio para que en ellos cuajase el lanzamiento pluridimensional del s. xvi.
     
      La política religiosa de evangelización la dirigieron hacia la empresa africanista, sobre todo luego de la incorporación de las islas Canarias. Esta labor tuvo una significación especial en la Historia de las misiones, y sirvió de campo de experimentación para los descubrimientos americanos. En ella se echó un puente entre los métodos medievales y los exigidos por pueblos nuevos. Se suscitó el problema de la libertad de los nativos a recibir la nueva fe. Se debe valorar también la acción regia en la evangelización del reino de Granada, no sólo la favorecieron, sino que reclutaron sacerdotes y doctrineros en todos sus reinos, con dominio del árabe, para enviarlos al reino recién conquistado. En cambio, se suele tratar desorbitadamente el problema de la evangelización americana. Las bulas alejandrinas impusieron a los reyes el mandato de enviar misioneros; mandato que fue cumplido rápidamente. En vida de Isabel pueden contarse como dos docenas de religiosos observantes, encabezados por Bernardo Boil, número que creció rápidamente en los años sucesivos y que consiguió una evangelización ni infecunda ni descabellada.
     
      Por lo que toca a la política eclesiástica, existe el peligro de retener sólo algunos episodios de la misma; así, los conflictos por el nombramiento de sedes: la de Zaragoza, 1475-78, exigida por Fernando para su hijo bastardo de pocos años; la de Cuenca, 1478-82, en la que se vieron envueltas otras provisiones, embajadas y abultados intereses de diezmos y cruzada, y que terminó con el llamado concordato de 3 jul. 1482, que resolvía de hecho los problemas existentes; la de Salamanca (1483-91), la famosísima de Sevilla (1484-85), apetecida por Rodrigo de Borja (más tarde Alejandro VI), frente a quien los reyes se mostraron inflexibles. Por encima de este abigarrado proceso de conflictos, es necesario subrayar que los monarcas tuvieron criterios fijos para practicar los nombramientos: que fueran naturales de sus reinos, célibes, extraídos de la clase media y curtidos en letras. Criterios mitad canónicos y mitad políticos. También es necesario atender a la base jurídica que cimentaba esta intervención regia: por justa defensa, por costumbre inmemorial y por título de patronato. Ahora bien, los Reyes Católicos nunca obtuvieron de la curia romana, no obstante tan machaconas instancias, un privilegio total de nombramiento de obispos, como el recibido por su nieto Carlos I en 1523. Consiguieron privilegios para Granada y Canarias, lo mismo que para las tierras recién descubiertas. Para las restantes iglesias, amontonaron documentos pontificios, consiguieron que de hecho fueran admitidos sus presentados, pero se les negó el privilegio definitivo. Lo que contribuyó a la formación de cierto episcopalismo, que en momentos determinados se convirtió en anticurialismo exacerbado.
     
      El hecho eclesiástico no terminaba con los obispos, ni la política de los reyes quedó reducida a esos límites. El clero, con toda su gama de tonos y jerarquía, presentaba una arborización de problemas que tuvo que que ser tratado adecuadamente. En resumen, pensaron sacarlo de su régimen feudal, para someterlo a la jurisdicción de la corona, podando la exuberancia no canónica que vegetaba al resguardo de los privilegios clericales y de la libertad eclesiástica. En esta perspectiva no admitieron el foro judicial eclesiástico en causas profanas o mixtas, ni el acceso a la clerecía sólo por evitar el foro civil. Por eso, trataron constantemente el problema de los coronados (tonsurados), para reducir su número y para exigir que vivieran según las normas canónicas. El alto clero no fue capaz de corregir los abusos, ni de defender a la clerecía de la intromisión, frecuentemente abusiva, de los oficiales regios. La corona permitió las reuniones, consintiendo en la institución de las Asambleas del clero, a partir de la de Sevilla de 1478, siendo conocidas también otras de 1482, 1485 y 1491. Ni se olvide el vidrioso problema de la acumulación de beneficios, concedidos muchas veces a extranjeros. A los Reyes Católicos parecía poco ejemplar la falta de residencia, e intolerable que saliesen de sus reinos cantidades importantes de moneda, que en ciertos momentos podían desequilibrar su política financiera. Por eso, pretendieron hacer valer el derecho de patronato sobre todos ellos, probado generalmente sólo por la costumbre, por lo que era fácilmente recusado desde Roma. Hubo concesiones beneficiales para Granada y América. Con esta política consiguieron los monarcas que los beneficios no se dilapidasen en manos de extranjeros; pero iniciaron también la carrera hacia el monstruoso patronato universal de la corona sobre todos los beneficios de sus reinos. El estamento clerical, tan zarandeado en el reinado, quedó ligado a la corona con lazos irrompibles. Toda esta amplia temática, llena de luz y de sombras, debe servir de pantalla para proyectar el siglo de los Austrias y el antiguo régimen.
     
      Agazapados a la sombra de estos capítulos esenciales de la política de los Reyes Católicos, se manipularon constantemente serios intereses materiales, como el subsidio del clero, el diezmo y la cruzada, sobre todo al tiempo de la conquista de Granada o en las habilitaciones de los conversos. Las tensiones fueron frecuentes, prevaleciendo generalmente la fuerza de la corona. Mas no se debe olvidar que los Papas acumularon sobre los soberanos, no obstante la rigidez política de los mismos, innumerables gracias espirituales y temporales.
     
     

BIBL.: M. A. LADERO QUESADA, Notas sobre la política confesional de los Reyes Católicos, en Homenaje al prof. Alarcos, Valladolid 1966; C. GUTIÉRREZ, La política religiosa de los Reyes Católicos en España hasta la conquista de Granada, «Miscellanea Comillas» 18 (1952) 227-269; 1. GOÑI GAZTAMBIDE, La Santa Sede y la reconquista del reino de Granada, «Hispania sacra» 4 (1951) 43-80; íD, Historia de la bula de la Cruzada en España, Vitoria 1958; 1. FERNÁNDEZ ALONSO, D. Francisco de Prats, primer nuncio permanente en España (1492-1503), « Anthologica annua» 1 (1953) 67-154; A. GARCíA GALLO, Las bulas de Alejandro VI y el ordenamiento jurídico de la expansión portuguesa y castellana en África e Indias, «Anuario de Historia del Derecho Español» 27-28 (1957-58) 461-829; T. DE AzCONA, La elección y reforma del episcopado español en tiempo de los Reyes Católicos, Madrid 1960; íD, Isabel la Católica. Estudio crítico de su vida y su reinado, Madrid 1964.

 

TARSICIO DE AZCONA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991