5. La recuperación material bajo los Borbones. La muerte sin sucesión de
Carlos 11 (1700) iba a deparar la oportunidad de un cambio de dinastía,
cambio que no parece haber caído desfavorablemente en la conciencia de
determinados grupos de españoles convencidos de la conveniencia de una
nueva situación. El testamento del último monarca de la casa de Austria
representa así menos el reconocimiento de un derecho que el de la
necesidad de un cambio de política. La dinastía de Borbón (v.) comienza a
reinar en España con una consigna bien clara: establecer reformas. Su
origen francés, el prestigio de Francia bajo la aureola del Rey Sol, y la
carencia de impulsos creadores en una E. agotada y sin iniciativas iban a
hacer sinónimos, por espacio de un siglo, reforma y afrancesamiento. De
aquí derivan las formas concretas de la polémica, llamada a perdurar
prácticamente hasta nuestros días, entre lo nuevo y lo viejo, lo genuino y
lo foráneo.
Pero la imposición de la dinastía borbónica en E. no se operó sin
lucha. La llamada guerra de Sucesión (170113; v.) fue más un conflicto
internacional que una contienda civil. La mayor parte de las potencias
europeas (el Imperio, Inglaterra, Holanda, Portugal y Saboya) apoyaban al
archiduque Carlos, que hubiera representado la continuidad de la casa de
Austria en E.; en tanto que Francia apoyaba al nieto de Luis XIV, Felipe V
(v.), que al principio no encontró hostilidad alguna por parte de los
españoles. Sólo años más tarde, cuando empezó a consagrarse la típica
tendencia de los Borbones al centralismo, se patentizó una oposición al
nuevo rey en los Estados de la Corona de Aragón, y particularmente en
Cataluña, que degeneró, a partir de 1704, en una lucha entre españoles. El
país, agotado ya y deshecho de antemano, hubo de soportar así una nueva
guerra, incierta e interminable, llena de las más variadas alternativas,
por espacio de 12 años.
Felipe V consiguió, al fin, imponerse como rey de E., pero las
potencias enemigas de los Borbones dominaron el espacio exterior. Así fue
como en la paz de Utrecht (1713; v.) se reconocía el cambio dinástico en
el trono español; pero a costa de privar a la Monarquía católica de sus
patrimonios europeos, Bélgica, Milán, Nápoles, Sicilia con dos pérdidas
pequeñas, pero sensibles, en el territorio metropolitano: Gibraltar y
Menorca. E. conservaba, eso sí, sus enormes posesiones americanas. El
cuadro geohistórico familiar a la época de los Austria quedaba así
brutalmente truncado por el tratado de Utrecht, e imponía en lo futuro
nuevos cauces a la política exterior española.
La actitud inicial de Felipe V ante aquellas pérdidas territoriales
fue el revisionismo. Nunca soñó en recuperar los Países Bajos, pero sí
creyó posible una vuelta a Italia, sobre todo a partir de su matrimonio
con la parmesana Isabel de Farnesio. Un intento de intervención unilateral
en la zona insular italiana (1717-20) falló por la oposición general de
las potencias, y fue seguido por una táctica más dúctil, ya se operara por
vías diplomáticas (congreso de Cambray, 1721-25; tratado de Viena, 1725;
tratado de Sevilla, 1729), o ya mediante la intervención de E. en
contiendas de tipo general. En este sentido, los políticos de Felipe V, y
no sólo la tan decantada ambición de Isabel de Farnesio, supieron
aprovechar con habilidad los litigios europeos (guerra de Sucesión de
Polonia 1733-35, v.; guerra de Sucesión de Austria 1743-48; v.), para
obtener alguna compensación en Italia. El reino de Nápoles y Sicilia quedó
para el príncipe Carlos (luego Carlos 111 de E.), y los ducados de Parma,
Plasencia y Guastalla, para el infante Felipe. El entonces sagrado
principio del equilibrio hubiera impedido que aquellos territorios
pudieran incorporarse directamente a E.; pero la vinculación dinástica se
mantuvo, con desigual eficacia, según los casos, hasta bien entrado el s.
xix.
Desde 1725, el revisionismo italiano alterna con la preocupación por
las Indias y el dominio de las rutas oceánicas. A partir de mediados de
siglo, con Fernando VI y más aún con Carlos III, la tensión atlántica será
el eje central de toda la política exterior española. De acuerdo con
aquella orientación, se imponían nuevos puntos programáticos, y, sobre
todo, dos fundamentales. El primero, la revalorización de América, medio
olvidada en la conciencia de los dirigentes españoles desde algunas
generaciones antes. El agotamiento de los filones argentíferos y la
autarquía económica del mundo criollo habían disminuido considerablemente
las relaciones con la metrópoli y el interés de ésta hacia sus lejanos
dominios. Los ministros de Felipe V, Patiño, Campillo, el marqués de la
Ensenada (v.), supieron comprender lo que podían rendir los territorios
indianos, si no ya en la producción de metales preciosos, en la de
artículos ultramarinos, como el café, el cacao, el tabaco o el azúcar,
cuyo tráfico se revalorizó de modo fabuloso a lo largo del s. xvlii. El
sistema del llamado «pacto colonial», puesto en práctica entonces por
todos los países de Occidente, según el cual las posesiones ultramarinas
proporcionaban las materias primas y la metrópoli las elaboraba, aseguraba
una vinculación económica de tipo complementario a uno y otro lado del
océano, al tiempo que garantizaba, contra las tendencias autárquicas del
Nuevo Mundo, el desarrollo de la industria manufacturera peninsular.
Recordemos, p. ej., que Fernando VI hizo construir la mayor fábrica de
tabacos del mundo, no en La Habana, sino en Sevilla.
El segundo punto consistía en el dominio de los mares y control de
las rutas, necesidad inherente a toda política colonial ultramarina. La
creación de las tres grandes bases navales de El Ferrol, Cádiz y
Cartagena, la acelerada construcción de buques y el rearme de las
fortificaciones indianas, sobre todo en la estratégica zona del Caribe,
fueron la inmediata consecuencia de esta nueva política.
Volver la vista al Atlántico y cruzarse con las apetencias
británicas era todo uno. En tiempos de Felipe V hubo dos cortas guerras
con los ingleses, sin apenas otro resultado que la aceleración de la
carrera de armamentos. Fernando VI (1746-59) prefirió, por consejo de su
ministro Carvajal, una política de neutralidad, basculando sobre el
equilibrio entre Francia e Inglaterra, para conferir a E. un papel de
arbitraje. Su sucesor, Carlos III, aun sin discrepar de esta política
tanto como usualmente se ha supuesto, hubo de romper la neutralidad al
desequilibrarse la situación a favor de Inglaterra en la guerra de los
Siete Años (1756-63; v.). La entrada de E. en aquel conflicto (1761),
después de largas e inútiles gestiones diplomáticas, no fue suficiente
para evitar el triunfo británico en el campo de las disputas coloniales.
Pero pudo paliarlo un tanto. El pacto de Familia (v.) firmado con los
franceses se mantuvo en la esperanza de una revancha que llegaría años más
tarde con motivo de la guerra de Independencia de los Estados Unidos
(177683; v. ESTADOS UNIDOS Iv). Como resultado de aquella última
contienda, la presencia británica en el Nuevo Mundo quedó prácticamente
limitada al Canadá. Los dominios españoles alcanzaron, por el contrario,
su máxima extensión territorial, abarcando por el norte hasta Florida,
Nuevo México y California. Con todo, el nacimiento de la nueva república
norteamericana, que el ministro Floridablanca (v.) trató de limitar entre
el Atlántico y el Misisipí, representaba a la larga un peligro virtual
para las posesiones españolas, tan grande o mayor que el significado hasta
entonces por los británicos.
Pero los tres primeros reyes de la casa de Borbón no se limitaron a
la restauración del poderío militar y naval de E., sino que llevaron a
cabo una activa política de reestructuración de los órganos del país y de
sus fuentes de prosperidad. Llegados a E., como decíamos, prevalidos de un
programa reformista, mostraron desde el primer momento, como dos de sus
principales virtudes, un claro talento administrativo, y una buena mano,
por regla general, en la elección de sus ministros. E. fue unificada desde
el punto de vista jurídico, desapareciendo casi totalmente la variedad
constitucional de los distintos reinos; el gobierno y la administración
territorial quedaron confiados a nuevas instituciones y órganos,
severamente cortados por el patrón racional, como las capitanías generales
y las intendencias, o provincias. Con ello, la administración, aunque
siguió adoleciendo de algunos defectos, se hizo mucho más eficaz y
funcional.
Desde el punto de vista gubernativo, tiene una importancia capital
la aparición de los ministerios, en un principio cuatro: Estado o Asuntos
Exteriores, Gracia y Justicia, Guerra y Marina e Indias; a mediados de
siglo se creó la cartera de Hacienda. El poder ministerial, con la
consiguiente parcelación de actividades (supervisadas, esto sí, en última
instancia, por el monarca) representó la superación de un viejo problema,
planteado ya desde fines del s. xvi o principios del xvii: la incapacidad
manifiesta de una sola persona, rey o valido, para llevar simultáneamente
las diversas riendas de la dirección del Estado.
Los gobernantes del xvlil se preocuparon también, fue una de las
constantes de su política, por la expansión económica del país, tan
agotado por la decadencia de la centuria anterior. Una política
proteccionista (v. PROTECCIONISMO) puso las bases de una industria
relativamente próspera, sobre todo en el ramo textil y en la construcción
naval; se procuró mejorar la agricultura, se fomentó la extracción minera,
progresaron enormemente las comunicaciones, y se desarrolló, sobre todos
los demás sectores, la actividad comercial, especialmente la de productos
ultramarinos, que fue la clave de la prosperidad dieciochesca. Las
llamadas «fábricas reales», patrocinadas y aun financiadas por el Estado
(lozas en Talavera, cristalería en La Granja, paños en Guadalajara,
mantelerías en La Coruña, tabacos en Sevilla) son el símbolo más claro de
esta política proteccionista, enraizada en los métodos del mercantilismo
(v.) al uso. E., es cierto, no llegó a recuperar el papel histórico
preeminente del Siglo de Oro; pero, cuidadosamente administrada por
equipos de hombres trabajadores y por lo general eficientes, alcanzó a
mediados de la era borbónica una plenitud física y una prosperidad
económica francamente apreciables.
6. El despotismo ilustrado y la revolución burguesa. Quizá una de
las causas de que todo aquél resurgimiento no cuajara en formas históricas
estables estribe, al margen de un casi insuperable condicionamiento de la
coyuntura exterior, en una crisis interna de la conciencia nacional. A la
plenitud física no correspondió una auténtica plenitud espiritual. Los
movimientos intelectuales hispanos del s. xviii, aunque contaron con
mentalidades bien dotadas, carecieron de espíritu original y creador; se
limitaron a copiar, o a tratar de adaptar, corrientes y acervos venidos de
fuera. La lucha entre tradición e innovación, unas veces sorda, otras
declarada, llena prácticamente el espacio del siglo y esteriliza o retrasa
muchos de sus logros.
La revolución ideológica impone, frente al idealismo de los viejos
tiempos, una visión racionalista y pragmática de la vida; las ciencias
útiles y aplicadas priman sobre las especulativas, y la atención a los
bienes materiales es el principal objeto, tanto de los políticos como de
los tratadistas. Aunque el despotismo ilustrado (v.) español aparezca
revestido de algunos rasgos peculiares, dominan aquí también el
proyectismo económico, el reformismo racional, el regalismo (v.) religioso
y el afán de mejorarlo todo mediante fórmulas abstractas y apriorísticas.
En general, se proyectó mucho más de lo que se realizó, aunque no faltaran
importantes realizaciones.
Esta política de «todo por el pueblo, pero sin el pueblo», o
revolución desde arriba, va unida a otro tipo de revolución, la revolución
burguesa, que transforma las estructuras y el reparto de papeles en la
sociedad. Los monarcas borbónicos y sus activos ministros, dispuestos a
favorecer a las clases más industriosas y dotadas de iniciativa,
combatieron, por lo general, a la vieja nobleza de sangre, a base de
cercenar sus privilegios, y trataron de elevar a primer plano a la clase
media intelectual y mercantil. Con ello pretendían alcanzar un doble
objetivo; por una parte, limar la preeminencia y las exenciones de las
clases altas, que coartaban la plena racionalización del poder central
gubernativo, y por otra, dejar los puestos responsables del país (en lo
político, lo administrativo, lo económico, lo cultural...) en manos de la
clase más laboriosa y emprendedora.
La revolución burguesa es, en el fondo, un fenómeno biológico,
producto de una lenta rotación de las estructuras socioeconómicas, y, en
modo alguno, simple resultado de una política dirigista; pero esta
política, personificada principalmente por Carlos 111 y sus ministros,
como Floridablanca o Campomanes (v.), tuvo la virtud de encauzar aquella
revolución en nuevas formas institucionales y de conferirle un sentido
«oficial» y expreso, que facilitó y coordinó su desarrollo, al tiempo que
le imprimió una relevancia externa capaz de convertir al fenómeno
biológico en un fenómeno de actitud. De esta actitud se pasaría fácilmente
a la militancia y al enfrentamiento entre lo nuevo y lo viejo, o, más
concretamente, entre los partidarios de una y otra estructura social.
Dos hechos típicos de este enfrentamiento fueron el llamado motín de
Esquilache (1766; v. ESQUILACHE, MARQUÉS DE), y la expulsión de la
Compañía de Jesús (1767). En el primer acontecimiento tiende a verse hoy
la tentativa de un golpe de Estado por parte de las clases privilegiadas,
prevaliéndose del descontento popular contra el ministro italiano
Esquilache (Squilace); con el fin de cortar la política reformista. El
segundo responde centralmente, según la más moderna versión histórica, al
apoyo que los colegios jesuíticos prestaban a las clases privilegiadas, y
a su participación, virtual o real, en la sorda pugna de estamentos. La
expulsión vendría determinada así más por móviles sociales que religiosos;
por más que la política regalista haya podido jugar también un importante
papel en la cuestión.
La revolución ideológica, en sentido racionalista, y la revolución
social, en sentido burgués, se estaban, sin embargo, operando en un
ambiente de relativa calma, como un proceso metabólico, cuando vino a
precipitar las tensiones el hecho de la Revolución francesa (1789; v.).
Coincidió aquel hito histórico con el comienzo del reinado de Carlos IV
(1789-1808; v.); monarca tan bienintencionado como ingenuo y débil de
carácter. Los políticos españoles, Aranda (v.), Floridablanca, tan seguros
de sí mismos en tiempos de Carlos 111, no acertaban ahora con la política
a seguir ante los acontecimientos que se estaban desarrollando al otro
lado de los Pirineos; con lo que la usual afirmación de que el fracaso del
nuevo reinado se debe a la incapacidad personal del monarca queda un tanto
en entredicho. El fracaso viene determinado, en gran parte, por la propia
contradicción interna de la política del despotismo ilustrado. La
ideología de aquellos gobernantes coincidía en muchos puntos con la de los
revolucionarios; pero, hombres típicos de la Ilustración (v.), abominaban
de las revoluciones. Esta íntima contradicción gastó pronto a los dos
ministros citados y elevó de rechazo a un político joven y ambicioso,
Manuel Godoy (v.), no exento de talento, pero falto de la experiencia y el
tino necesarios en aquellas circunstancias.
Godoy no vaciló, al principio, en combatir a la Francia
revolucionaria por todos los medios. E. se adhirió a la coalición europea
antifrancesa, y entró en guerra (179395). Pero si las primeras campañas
fueron triunfales, avalada la lucha por los sectores mayoritarios del
país, pronto se echó de ver la defectuosa organización de la guerra, y aún
más, la defección de ciertos elementos que más o menos simpatizaban con
los principios ideológicos del enemigo. La desfavorable marcha de las
campañas de 1794 aconsejó a Godoy buscar una avenencia con los franceses
(paz de Basilea, 1795).
En realidad, las ideas revolucionarias habían hecho su obra. Los
propagandistas galos, y especialmente los girondinos (v.), habían tomado a
E. como principal objetivo de su proselitismo exterior; y a pesar de las
vigilancias, toda clase de folletos clandestinos, ejemplares de la
Constitución francesa, la Declaración de los derechos del hombre o los
alegatos de Mably, circulaban profusamente en los medios cultos españoles.
En E. casi nadie deseaba una revolución violenta, pero no faltaban grupos
ilustrados que procurasen introducir en el país los mismos «progresos», en
sentido liberal-constitucional,- alcanzados en Francia. La llamada
conspiración de Picornell (1795), organizada por un número relativamente
pequeño de personas cultas pertenecientes a las clases burguesas, y
fácilmente abortada, representa el primer intento conocido de revolución
española.
Entretanto, Godoy, entendiendo que la mejor salida era la vuelta a
la tradicional alianza con Francia (al margen de cualquier diferencia
ideológica), para hacer frente a las ambiciones británicas en América,
firmó con los franceses el tratado de San Ildefonso (1796). No se trataba
ya de una renovación de los viejos pactos de Familia, carente de sentido
después de la extinción de la dinastía borbónica en Francia, ni tampoco de
la confluencia de ideales o intereses comunes, supuesta la diametral
diferencia en las directrices políticas de ambas potencias y el escasísimo
interés de cada una en el engrandecimiento o prestigio de la otra; la
alianza no fue así más que una coalición militar movida por la necesidad
que cada parte tenía de una ayuda (Francia de la flota española, España de
la potencia terrestre y fuerza de disuasión de Francia), ante el
inevitable enfrentamiento de ambas con el expansionismo británico. De aquí
que la alianza, o la serie de alianzas hispano-francesas, que siguió al
tratado de San Ildefonso adoleciera de una falta de base auténtica y de
una contradicción interna de fondo, que se echaría de ver muy pronto y
sería fuente de las más graves complicaciones, especialmente para la parte
más débil, en este caso E. Desde el punto de vista de los estrictos
resultados históricos, la coalición habría de evidenciarse como
absolutamente inútil e ineficaz en el logro de los fines comunes que
perseguía.
La situación condujo, como ya era previsible, a varias guerras con
Gran Bretaña, en las que de nada sirvió el poderío militar y humano de los
franceses, en una serie de acciones que se desarrollaron exclusivamente en
el mar. Por su parte, la flota española, aunque conservaba teóricamente
sus efectivos de los tiempos de Carlos III, dio muestras de vejez, rutina
y falta de entrenamiento. Las derrotas navales del cabo San Vicente
(1797), Finisterre y Trafalgar (1804; v.), sobre todo esta última,
acabaron prácticamente con la potencia naval hispana.
Entretanto, Francia, en manos ya de Napoleón Bonaparte, se había
transformado en un imperio continental de vastas aspiraciones hegemónicas,
sin que a E. le cupiese otra alternativa que marchar a su remolque. Godoy,
preso en las mismas redes que había ayudado a tender, se había
transformado en un simple satélite de Napoleón (v.). Algún tímido intento
de pasarse a los aliados (sobre todo en 1806) fue conjurado inmediatamente
por la amenaza francesa.
En aquellas condiciones, realmente ominosas, faltó serenidad, tanto
al débil Carlos IV como a su primer ministro. Cundía el descontento en el
país, ante el desacierto de los gobernantes y las crecientes dificultades
económicas, en tanto que Napoleón se mostraba cada vez más exigente en el
condicionamiento de su supuesta alianza. La destrucción completa de la
flota española en Trafalgar no permitía a E. hacer valer su papel, o, lo
que es lo mismo, imponer condiciones en su trato con la gran potencia
vecina. La última jugada de Godoy, para distraer las apetencias francesas
hacia campos que no menoscabasen la integridad de E., fue un pretendido
reparto de Portugal: tratado de Fontainebleau (v.) (1807; v.). Tropas
francesas y españolas penetraron en el reino lusitano; pero la presencia
de las fuerzas napoleónicas en territorio hispano se convirtió bien pronto
en un peligro directo. Los franceses no estaban dispuestos a retirarse, y
el Emperador galo exigía, como compensación por los territorios ocupados
en Portugal, toda la zona comprendida entre los Pirineos y el Ebro.
En aquellos momentos de zozobra, se produjo una revolución (motín de
Aranjuez, v., marzo de 1808), que derribó el régimen de Godoy y, por
rechazo, hizo abdicar a Carlos IV. No está claro, todavía hoy, el sentido
exacto del motín, pues si la participación en él del elemento nobiliario
ha hecho pensar en una «revuelta de los privilegiados», el papel director
que desempeñó uno de aquellos nobles, el conde de Montijo, gran maestre de
la masonería española y luego célebre conspirador liberal, podría dar al
motín el cariz de un clarinazo del Nuevo Régimen que iba a nacer años más
tarde en las Cortes de Cádiz. Para los efectos, todo fue lo mismo. La
subida al trono de Fernando VII (v.) no llegó a ser efectiva entonces, y
la nueva política quedó inédita. Al mismo tiempo que el nuevo monarca
entraba en Madrid, lo hacía el general Murat al frente de un ejército
francés. Napoleón se atrajo a ambos reyes, Carlos IV y Fernando VII, a
Bayona, donde las presiones y amenazas lograron su renuncia. El Emperador,
ya dueño virtual del país, hizo rey de E. a su hermano, José I Bonaparte
(v.). Una serie de desaciertos y debilidades parecía haber hecho perder a
E., definitivamente, su independencia nacional.
7. La crisis del Antiguo Régimen. La entrada de la historia de E. en
la Edad Contemporánea se verifica en medio de una triple crisis: por un
lado, tenemos el esfuerzo de un grupo reducido, pero selecto de hombres,
los afrancesados (v.), que aceptan los hechos consumados y pretenden
introducir en el país nuevas realidades políticas e institucionales, y
nuevas estructuras socioeconómicas, al amparo de la intervención
napoleónica; de otro, el esfuerzo de una masa incomparablemente más amplia
de españoles (los patriotas), que luchan a sangre y fuego por expulsar a
los invasores: guerra de Independencia (v.). Y por último, el esfuerzo de
otra minoría, dentro esta vez del grupo de los patriotas, por verificar
desde E., y por obra de un poder español, un programa de reformas en
muchos aspectos similar al que pretendían introducir los franceses (Cortes
de Cádiz).
De los tres hechos, fue el intento afrancesado el que tuvo más
efímeras repercusiones históricas. Hoy se admite generalmente que entre
los que apoyaron al rey José I Bonaparte había españoles que de buena
voluntad confiaban en aquel cambio de dinastía como medio de lograr una
sana reforma en el país, sin que por ello tuviera que sufrir grandemente
la independencia nacional. Pero se vieron moralmente desbordados por una
inmensa mayoría que los motejó de traidores e hizo de todo punto imposible
una política bonapartista (constructiva o disolvente) en E.
La guerra de Independencia (1808-14) es uno de los hechos más
extraordinarios de la historia española. Representa uno de los primeros
ejemplos de guerra total, y fue obra, directa o indirecta, de millones de
hombres, mujeres y niños, que por todos los medios se propusieron, y
consiguieron tras inauditos esfuerzos, la expulsión de los invasores. La
increíble victoria de Bailén (julio 1808), obtenida por un ejército
improvisado frente a las divisiones del general Dupont, hizo caer a los
españoles en el engañoso convencimiento de que podía expulsarse al mejor
ejército del mundo recurriendo a los medios de la guerra convencional. La
inmediata intervención de la Grande Armée, dirigida personalmente por
Napoleón, echó por tierra aquellas pretensiones; pero la resistencia de
los españoles continuó indomable por medio de las guerrillas (v.),
pequeñas partidas irregulares, que valiéndose de la sorpresa y del
conocimiento del terreno, hicieron la vida imposible al ejército francés.
La ayuda británica, en hombres, armamento y dinero, dirigida por Arthur
Wellesley, fue un soporte en los momentos difíciles, y facilitó más tarde
el contraataque. En 1812, ya estaban los franceses a la defensiva; y en
abril de 1814, toda E. había sido liberada.
Mientras tanto, se producía un hecho, no tan espectacular, pero de
tanta o mayor trascendencia. Las Cortes de Cádiz (v.), reunidas en medio
del fragor de la lucha (1810-13) y en una ciudad sitiada, representaban la
revolución liberal española. Es más: aquella coyuntura excepcional fue
justamente aprovechada por los innovadores para establecer sus reformas
sin un poder regular que pudiera oponérseles.
La doctrina liberal española, patrimonio de las minorías cultas,
puede considerarse programada, en sus líneas más generales, desde 1795, y
traduce las formas propias de los tres primeros años de la Revolución
francesa: soberanía nacional, separación de poderes, monarquía
constitucional, parlamento dotado de amplios poderes respecto del
ejecutivo, libertad de imprenta (más que otro tipo de libertades, que
aparecen en la legislación liberal española omitidas u oscuramente
formuladas), igualación jurídica de las clases sociales, desamortización
de las propiedades vinculadas y libertad económica. Todos aquellos puntos
fueron tocados por los decretos de las Cortes gaditanas, y en especial por
la Constitución de 1812, una de las más completas proclamaciones teóricas
del liberalismo europeo; pero, por utópica e idealista, realmente
inaplicable.
El regreso de Fernando VII, en 1814, echó por tierra todo aquel
vastísimo programa de reformas. Siguiendo la terminología consagrada por
Federico Suárez, podemos dividir las actitudes ideológicas de los
españoles de entonces en tres grandes tendencias: conservadores, enemigos
de las reformas; innovadores, partidarios de un liberalismo a la francesa,
y renovadores, o amigos de reformas sin romper con la tradición. En las
Cortes de Cádiz, a pesar de la resistencia de los tradicionales, se habían
impuesto los innovadores; Fernando VII seguiría una línea conservadora a
ultranza. Así quedaban delimitadas las dos posturas radicales que iban a
conferir caracteres dramáticos a la crisis del Antiguo Régimen en E., sin
apenas lugar para soluciones intermedias o dialogadas.
El régimen de plena soberanía fracasó en breve, por ineptitud de los
colaboradores de Fernando VII, y por la gran crisis provocada por las
devastaciones de la guerra de Independencia y la emancipación de los
territorios americanos, que entonces comenzaba a producirse. El
descontento cuajó en numerosas conspiraciones, que se urdieron con el
inevitable concurso de las sociedades secretas (v.), y que se encargaban
de hacer estallar grupos de militares jóvenes, entusiastas de las nuevas
ideas. Sin embargo, estos «pronunciamientos», faltos de una auténtica base
popular, fallaron una vez tras otra, hasta que en 1820 la propia debilidad
del gobierno de Fernando VII permitió el triunfo de uno de estos golpes
revolucionarios, y abrió la puerta a un ensayo liberal (trienio
constitucional, 182023), que tampoco dio resultado. El abuso de la
libertad política, las luchas de los partidos y la radical falta de
eficacia del parlamentarismo hundieron a aquel sistema en el fracaso y en
el descrédito. La bancarrota económica aumentó, y la administración,
abandonada en aras de los debates políticos, cayó en el más completo
desorden. A los alzamientos de los grupos realistas se unieron al fin la
intervención de las fuerzas de la Pentarquía europea (Cien mil hijos de
San Luis, 1823), que restableció a Fernando VII en su plena soberanía.
En esta fase final del reinado (1823-33), pudo E. recobrarse un
tanto de su penuria anterior, gracias al recurso al crédito extranjero y a
una relativamente sana administración; pero hubo de resignarse al hecho
consumado en los tres lustros anteriores (1810-24): la pérdida de todas
las posesiones ultramarinas, excepto Cuba, Puerto Rico y Filipinas. La
debilidad interna, subsiguiente a la guerra de Independencia, las luchas
políticas y la falta absoluta, desde los tiempos de Trafalgar, de una
fuerza naval, dejaron a E. sin los elementos indispensables para
contrarrestar, impedir o solucionar por una tercera vía la segregación de
América. Desde aquel punto, carente de recursos y de intereses que
defender en el ámbito mundial, quedaba E. relegada a la situación de
potencia de tercer orden. Las consecuencias económicas de la emancipación
americana (sin tener en' cuenta las cuales no sería posible comprender
toda la historia peninsular de la época) no fueron menos desastrosas. E.
perdió casi por completo su comercio exterior, basado en la riqueza
ultramarina, y se vio privada de pronto de la fuente de acuñación de
numerario. Disminuyó la cantidad de dinero en circulación, los precios
bajaron vertiginosamente, cerraron las factorías industriales y se
paralizó el comercio. La economía española se refugió familiarmente en sus
propios recursos, y hubo de habituarse a una vida modesta, sin grandes
pretensiones, que habría de crear hábito en un siglo en que el resto de
Europa occidental se lanzaba con brío a las grandes aventuras del capital
y el negocio.
La muerte de Fernando VII (1833) abocó a un nuevo bandazo político,
esta vez en sentido liberal. Aunque los realistas seguían siendo una
mayoría en el país, carecían de los recursos y de las mentalidades
rectoras que movilizaban a sus oponentes. El infante Carlos, cabeza de los
fieles a la tradición, mantuvo una difícil resistencia por espacio de
siete años (1833-40; primera guerra carlista); pero el liberalismo que
integraba a los grupos mejor acomodados y más ilustrados del país,
consiguió imponerse y prevalecer en E. por espacio de un siglo.
8. La época liberal. Sucedió a Fernando VII su hija Isabel II (v.),
niña de tres años, cuya minoría cubren las regencias de su madre, María
Cristina de Borbón (v.), y del general Espartero (v.) El enlace entre los
dos reinados es laborioso y difícil, por cuanto se alinean paralelamente
la lucha dinástica e ideológica entre carlistas y liberales (v. CARLISTAS,
GUERRAS), y las luchas políticas de los liberales entre sí. La oposición
de D. Carlos al testamento de Fernando VII, y, por consiguiente, a la
regencia de María Cristina y reinado de Isabel II, puso a éstas a
disposición del elemento liberal, consagrándose por ambas partes, como
suele suceder en todas las guerras civiles, la tendencia a los
extremismos. Así se explica que los gobiernos de la Regencia fueran
pasando del ultramoderado Cea Bermúdez (1833) al exaltado Alvarez
Mendizábal (1836; v.).
La medida más importante de la época de Cea Bermúdez es la división
de E. en 49 provincias, que con insignificantes variaciones, ha llegado
hasta nuestros días. Martínez de la Rosa (v.) establece el primer ensayo
parlamentario con su Estatuto Real (1834), carta otorgada por la que se
instituían dos cámaras consultivas, el Estamento de próceres y el de
procuradores; aunque los métodos de elección reconocían un censitarismo
extremadamente restringido, los debates cobraron desde el primer momento
la frondosidad de un parlamentarismo a ultranza, del que hubieron de
depender desde el primer momento las decisiones gubernamentales. Las
medidas anticlericales del conde de Toreno (1835) no bastaron para calmar
las exigencias de la izquierda, y el proceso levógiro, culminó con la
subida al poder de Mendizábal.
La principal obra de este político fue la llamada desamortización
(v.) de los bienes eclesiásticos; aunque en sentido estricto se trata de
una incautación por la fuerza. Mendizábal extinguió todas las órdenes
religiosas que no se dedicasen a la beneficencia pública; se apropió, en
nombre del Estado, de sus bienes, y los sacó acto seguido a pública
subasta. La operación, aunque de enorme importancia material y moral, no
alcanzó el volumen que vulgarmente se cree. Santaella estima que las
tierras desamortizadas alcanzaron un 8% de las propiedades agrarias
españolas; y en cuanto al valor total de las incautaciones, se ha
calculado un importe de 2.700 millones de pts. Aunque estas cifras siguen
sujetas a revisión, es evidente que los decretos de Mendizábal no
removieron una riqueza suficiente para transformar de un modo radical las
estructuras económicas del país. Por otra parte, la desamortización se
realizó demasiado aprisa, y parece que, en general, no contribuyó a un
mejor reparto de la propiedad, puesto que los lotes vendidos fueron
demasiado extensos, máxime que una buena parte de los compradores eran ya
terratenientes; con lo que las tierras, en lugar de parcelarse, se
concentraron todavía más, especialmente en las regiones del sur. En cuanto
a sus repercusiones sociales, fueron en general negativas, puesto que el
cambio del régimen de propiedad supuso también un progresivo cambio en el
régimen de explotación; muchos antiguos colonos o enfiteutas acabaron
convirtiéndose en jornaleros, poniéndose así las bases de un proletariado
campesino que iba a representar un papel fundamental en la historia de las
luchas sociales.
Más importancia material que la desamortización eclesiástica tuvo la
civil, aunque ésta careciera de todo carácter violento (venta de tierras
comunales; permiso a la nobleza para vender, si lo deseaba, sus tierras).
Los movimientos fueron al principio muy lentos, pero ya a mediados de
siglo alcanzaban un volumen de bastantes miles de millones de pesetas, que
permitieron importantes inversiones industriales y ferroviarias. La
desamortización civil, cuyo estudio se halla hoy poco más que iniciado,
parece ser la base fundamental del capitalismo español contemporáneo. En
cuanto a sus repercusiones sociales, fueron paralelas, pero más amplias,
que las de la desamortización eclesiástica.
El extremismo de Mendizábal provocó una importante reacción en el
ala derecha de los liberales españoles, que cristalizó en el movimiento
doctrinario y en la hegemonía del partido moderado. Tratadistas como
Alcalá Galiano, Andrés Borrego, Juan Donoso Cortés y Joaquín F. Pacheco
pusieron en boga el doctrinarismo (v.) en E. El principio doctrinario
rechaza tanto el dogma absolutista de la soberanía por la gracia de Dios,
como el revolucionario roussoniano de la soberanía del pueblo. El poder
corresponde a los más aptos, los «inteligentes» para Donoso, los «buenos»
para Pacheco, con lo que se establece un principio de selección,
consagrado mediante el sufragio restringido. La Constitución ecléctica de
1837 da vigencia oficial a estos principios y consagra este sentido
selecto y minoritario del liberalismo (v.) español para todo el siglo.
Una revolución progresista derribó a María Cristina en 1840, sin que
por eso basculasen decisivamente los supuestos ideológicos del régimen. En
nombre de Isabel 11, ejerció la regencia el ídolo del progresismo (v.),
general Espartero, que, sin embargo, tardaría poco en desacreditarse.
Cometió un error político, confundir la jefatura del Estado con el
ejercicio responsable del poder ejecutivo, términos inconciliables según
la Constitución, y un error económico, la apertura arancelaria, movida por
sus ideas de librecambista convencido, con lo que la incipiente industria
capitalista nacional se vio abocada a la bancarrota. Espartero, combatido
por los moderados y abandonado por los progresistas, hubo de exiliarse en
1843, como consecuencia de uno de los muchos pronunciamientos de la época.
Aquel mismo año fue proclamada mayor de edad Isabel II, y a
continuación se iniciaba la década moderada (1844-54), cuyo hombre fuerte
es el general Narváez (v. NARVÁEZ, RAMÓN MARÍA DE). Es una época de orden,
dentro de las convulsiones y vaivenes políticos que caracterizan toda la
era liberal, de relativa expansión económica, evidenciada en el progreso
industrial y naviero, en los inicios de la empresa ferroviaria, y, sobre
todo, de consagración del centralismo y de la frondosa administración de
la E. contemporánea. El Estado, fuerte y rico por lo general, sustituye en
parte a una estructura socioeconómica defectuosa, y alimenta bien o mal a
una abundante nómina, especialmente dentro de los cuadros de la clase
media. El burgués español de mediados del s. xix, contrariamente al del
resto de la Europa occidental, ve con recelo las aventuras del negocio o
la empresa y prefiere «asegurarse» la vida con un destino oficial.
Fueron precisamente las irregularidades administrativas una de las
causas de la revolución de 1854, que derribó a los moderados e inició una
época de vaivenes y desórdenes, que sólo se vieron temporalmente cortados
por la irrupción de un partido intermedio, la Unión Liberal de O'Donnell
(v.), que gobernó entre 1858 y 1863; fueron cinco años de paz interior y
de notable prosperidad económica; pero la Unión Liberal no podía perdurar
por mor de la variedad de su programa centrista, y a su caída entró el
régimen isabelino en su periodo de descomposición definitiva.
La revolución de 1868 (v.) tiene un doble fondo, intelectual y
social. En el primer campo, fue un factor muy notable la introducción del
pensamiento krausista (v. KRAUSISMO ESPAÑOL), tendente a magnificar la
sagrada soberanía del hombre como ser «inagotable», y a proclamar
enfáticamente los derechos individuales. En el aspecto social, el ala
extrema del partido progresista, y un partido nuevo, el demócrata,
utilizaron la naciente conciencia de las clases proletarias para dar a la
revolución el carácter de un hecho de masas.
La coalición de unionistas, progresistas y demócratas derribó en
septiembre de 1868 a Isabel II y proclamó un régimen provisional, que al
fin decidió la vía de una monarquía democrática. Para presidirla, se llamó
a un príncipe -italiano, Amadeo de Saboya (1870-73; v.), que se mostró
incapaz de encontrar una fórmula positiva de gobierno, después del
asesinato de su principal valedor, el general Prim (v.), y entre la
turbamulta de dos docenas de partidos inconciliables entre sí. Amadeo
comprendió que no había otra salida que la abdicación, y con ella dejó la
puerta abierta a la Primera República (1873; v.), que era, en realidad,
otro callejón sin salida. Cierto que los republicanos contaban con el
programa mejor elaborado, aunque en exceso teorizante, pero eran una
pequeña minoría que tenía que apoyarse, para gobernar, en los no
republicanos.
Para más el advenimiento de la República coincidió con una etapa de
subversión general. Por un lado, se desencadenaron las llamadas guerras
cantonales, consecuencia concreta de la utopía federalista de Pi y Margall
(v.), groseramente interpretada por la demagogia revolucionaria, los
descontentos sociales y el particularismo ibérico. Por otro, se encendió
de nuevo la guerra carlista, servida aquella causa por un nuevo
pretendiente a la corona, Carlos VII, inteligente y provisto de un ideario
expreso que había faltado al carlismo (v.) de la generación anterior. Y
por si fuera poco, comenzó entonces la primera tentativa insurreccional en
las Antillas: tres guerras civiles a un tiempo. E. se sumía en el caos, y
la República agotó cuatro presidentes en once meses. Un golpe de Estado
dado por el general Pavía derribó al régimen republicano y condujo a una
nueva situación provisional, presidida por el general Serrano (v. SERRANO
Y DOMÍNGUEZ, FRANCISCO). No era más que el puente para la restauración de
los Borbones. El ciclo se cerró el 27 dic. 1874, cuando otro golpe
militar, el del general Martínez Campos (v.) en Sagunto, proclamaba rey de
E. a Alfonso XII (v.).
La Restauración es la época más brillante y estable del liberalismo
decimonónico español. El talento político del principal edificador del
régimen, Cánovas del Castillo (v.), y la flexibilidad de su antagonista,
P. M. Sagasta (v.), permitieron un sistema de dos partidos turnantes, en
que la oposición quedaba legalizada y el respeto mutuo garantizado por
unos y otros. No faltaron ciertas lacras endémicas en el liberalismo
español, tales como la corrupción electoral y el caciquismo (v.); pero el
entendimiento entre los dos partidos opuestos y sus respectivos líderes
evitó por fin las inacabables luchas internas y aseguró 23 años de
estabilidad política. La muerte de Alfonso XII, en 1885, con la
consiguiente regencia de María Cristina de Habsburgo (v.), en nombre del
rey menor, Alfonso XIII (v.) no alteró este estado de cosas. La
Restauración se constituye así en una época apacible, doradamente
burguesa, matizada por la apoteosis del género chico y la fiesta de toros.
La economía se revitaliza, especialmente en el campo siderúrgico y minero,
el textil, y, dentro de la agricultura, en los cultivos de tipo
«industrial», como la vid, el olivo y los frutos de exportación. Con todo,
el aumento de riqueza no supuso, en líneas generales, una mejor
distribución de la misma.
9. La era de los problemas sociales. De la Monarquía a la República.
La guerra de Cuba (v.), reiniciada por un más fuerte movimiento
independista desde 1895, condujo a un grave conflicto con los Estados
Unidos en 1898. Una serie de errores e imprevisiones dieron a aquella
guerra, ya de por sí dificilísima, un final desastroso. Desastre que ya no
fue militar o naval, sino, ante todo, psicológico. La llamada Generación
del 98 (v.) representa una brillante oleada de protesta contra la
mediocridad y la rutina de la E. de la Restauración, y pretende edificar
los destinos del país sobre bases radicalmente nuevas. La pérdida de los
últimos jirones del Imperio, Cuba, Puerto Rico y Filipinas, tuvo así una
repercusión moral incomparablemente mayor que la que había tenido hacia
1820 la emancipación de todo el continente americano.
La gran crisis de conciencia del 98 viene acompañada de un hecho que
contribuye a complicar sus matices: la entrada de la masa en la historia
activa. Lo político y lo social se entraman así en un mismo problema. Los
movimientos sociales organizados son en E. tan antiguos, por lo menos,
como la Restauración. El primer congreso anarquista se celebró en Córdoba
en 1872, y el partido socialista fue fundado en la clandestinidad, por
Pablo Iglesias (v.), en 1879. Pero hasta los años finales del s. xix,
estos movimientos no adquieren verdadera fuerza. El anarquismo (v.), que
contaba con grandes masas de campesinos en Andalucía y del proletariado
industrial en Cataluña, se lanzó por los caminos del terrorismo; en tanto
los socialistas, menos numerosos, pero mejor organizados, iniciaban la
táctica de las huelgas y la lucha sindical. La Semana Trágica de Barcelona
(1909) señaló el clímax de aquel recurso a la sangre y a la violencia.
Entretanto, la nueva generación de políticos, acorde con el espíritu
del 98, trataba de buscar nuevos cauces. El regeneracionismo estuvo a
punto de convertirse en un auténtico movimiento, aunque casi nunca llegara
a cristalizar en realidades concretas. Antonio Maura (v.), que fue
ministro varias veces entre 1902 y 1909, trataba de dirigir una revolución
desde arriba, en la cual la España vital integrase los cuadros de una
España oficial caduca y anquilosada. Para ello era preciso una reforma en
los partidos políticos y las instituciones, tanto como en la actitud de
grandes masas de españoles, inertes ante la vida política, y en los que
Maura trató de infundir un sentido de ciudadanía. Otra de sus pretensiones
era la de abrir cauces más anchos a la vida regional y local (Ley de
Administración Local), con la que quería adelantarse a los movimientos
regionalistas, singularmente el catalán, que ya empezaban a manifestarse.
El excesivo personalismo de Maura, la enemiga de los políticos
profesionales, que vieron en su intento renovador ,un peligro para la
integridad de viejos intereses, y la gran explosión de la Semana Trágica,
dieron al traste con los proyectos de revolución desde arriba y dejaron el
camino abierto, según la opinión de muchos, a la revolución desde abajo.
Canalejas (v.), otro gran político, menos proyectista que Maura,
pero realizador, y dotado, dentro de su izquierdismo un tanto radical, de
una visión clara y práctica, fue asesinado por un anarquista a fines de
1912. Desde entonces comienza una época de disolución, en la que se unen
el problema político, el social y el regionalista; el primero por falta de
auténtica sustancia en unos partidos que sólo se representan a sí mismos,
y que siguen moviéndose de acuerdo con las reglas del turnismo, por pura
inercia; el segundo, por la falta de escrúpulos del capitalismo industrial
o agrario, frente a un proletariado empobrecido, que por su parte sólo
recurre, salvo muy raras excepciones, al lenguaje del odio y de la
violencia. Y el tercero, el regionalismo (v.), se desarrolla por culpa de
un centralismo oficial esclerótico e inoperante, y por obra de unas
fuerzas particularistas que sabían bien que podían aprovecharse de la
debilidad del poder.
La 1 Guerra mundial (1914-18; v.), representó una época de negocios
fáciles en ciertos sectores, aunque la prosperidad fue mal aprovechada
para asentar la buena coyuntura sobre bases firmes; pero la paz impuso una
restricción en las exportaciones, con la consiguiente parálisis de la
producción, que vino a sumar a los tres problemas citados, un cuarto: el
económico.
En 1923, la situación era de auténtica anarquía, cuando el general
M. Primo de Rivera (v.) proclamó la Dictadura. Fue una solución
provisional, pero que, de momento, garantizó el orden, permitió la
recuperación económica, acabó con la pesadilla de la guerra de Marruecos
(v. ÁFRICA, GUERRA DE II) (misión de protectorado encomendada a E. por los
acuerdos internacionales) y dirigió un vasto plan de obras públicas. La
prosperidad y la normalidad dieron un aire especial a los «felices años
20». Pero la Dictadura, por su propia naturaleza transitoria, no pudo
resolver los grandes problemas de fondo, que seguían planteados, aunque
bajo tierra. La Gran Depresión de 1930 la dejó sin su principal arma
apologética: el desarrollo económico, y provocó su caída.
10. La República, la guerra y la paz. A los quince meses de caída la
Dictadura, se desvanecía la monarquía de Alfonso XIII, como consecuencia
de unas elecciones municipales, que a mayor abundamiento, ganaron los
monárquicos; hechos que revelan la tremenda debilidad del régimen. Los
republicanos se lanzaron a la calle, y el monarca, aun sin motivos
constitucionales para hacerlo, prefirió abandonar el país.
La Segunda República (v.) vino así a sustituir a un tipo de
monarquía decrépita, y del que ya estaban desengañados muchos monárquicos.
Fue, como la primera, una república en la cual los auténticos republicanos
estaban en minoría. Eran éstos, sobre todo, un grupo de intelectuales
sumamente teorizantes y dogmáticamente convencidos de la bondad de sus
fórmulas; sectores más o menos vastos del país les apoyaron inicialmente,
más que por convicción ideológica, en la esperanza de que una renovación
de las fuerzas políticas podría sanear el ambiente de la vida pública.
Pero la mayoría de los que apoyaron al nuevo régimen no eran republicanos,
ni siquiera de circunstancias, sino fuerzas de rebeldía, sobre todo de
tipo social y regionalista, que esperaban utilizar el nuevo régimen,
simplemente, como medio para lograr con mayor facilidad sus objetivos.
Así naufragó la República, falsamente apoyada sobre fuerzas más
poderosas que ella. El regionalismo, desbordado en sus cauces
constructivos, descuartizaba la unidad del país, mientras la subversión
social alcanzaba formas cada vez más violentas; los actos terroristas, los
atentados personales, los incendios y profanaciones estaban a la orden del
día, sin que un poder débil por mor de su propia estructura heterogénea
supiese en ningún momento hacerle frente. Fracasaron primero (1931-33) los
intelectuales de izquierda en su bamboleante alianza con los socialistas,
como fracasó más tarde (1934-35) una coalición de derechas, la CEDA,
dirigida por Gil Robles (v.), en su intento de integrar a la masa católica
en el peso específico de la República.
La gran revolución social de 1934 y el triunfo electoral del Frente
Popular en 1936 (v. FRENTE POPULISMO) llevaron el caos a su colmo, y
contra una situación insostenible estalló en julio de este último año el
Movimiento Nacional (v.). El Movimiento fue un fenómeno sumamente
complejo, en el que se mezclaron multitud de ingredientes e intenciones,
con un denominador común: la repulsa a la anarquía en que había caído el
país bajo la República. En él se integraron un alzamiento militar, la
intervención de fuerzas activistas de derecha, principalmente la Falange y
el Requeté, y la aportación masiva y voluntaria de grandes grupos de
población y opinión, desde el gran capital hasta los pequeños labradores
del Norte y la meseta del Duero; y desde los conservadores terratenientes
hasta los jonsistas partidarios de una amplia reforma social.
El Alzamiento, como tal, no logró su objeto, pero tampoco fue
derrotado. Siguió una guerra civil (v. GUERRA ESPAÑOLA) de casi tres años
(1936-39), en la que permanecieron neutrales muy pocos españoles, y que
resultó ser una de las más duras de la historia de E. La intervención de
fuerzas extranjeras no cambió el resultado de la contienda, pero la
prolongó y la endureció todavía más. Al cabo, la táctica prudente, sobre
objetivos militares y seguros, del general Franco (v.), decidió el triunfo
del bando nacional. Franco fue nombrado, al tiempo que generalísimo, jefe
del Estado, el 1 oct. 1936.
El 1 abr. 1939 alcanzaban las tropas nacionales sus últimos
objetivos. A la guerra civil más dura, siguió la paz más prolongada de la
historia de E. Este último capítulo constituye aún, cuando se redacta este
resumen, el «presente», y carece, por lo mismo, de perspectiva histórica.
El país atravesó por una difícil etapa de reconstrucción, dificultad
motivada tanto por los daños tremendos de la guerra interior, como por el
inmediato comienzo, 1 sept. 1939, de la II Guerra mundial (v.). E.
permaneció neutral, aun sin poder eximirse de una inicial actitud benévola
hacia las potencias del Eje, que habían apoyado al bando nacional. Esta
circunstancia dificultó extraordinariamente la inserción del régimen
español en el cuadro político y diplomático del mundo tras la victoria
aliada. E. se vio aislada (1946), no sólo en aquellos campos, político y
diplomático, sino en el económico, lo que dificultó y retrasó aún más su
reconstrucción. Con todo, se pusieron, por aquellos años, precisamente a
consecuencia de tal prueba, las bases de una relativa autarquía; al tiempo
que una serie de leyes e instituciones (Fuero de los Españoles, Fuero del
Trabajo, Ley de Cortes, declaración de su condición de Reino) iniciaron el
camino de una progresiva constitucionalización del régimen (v. iv).
Los años 50, en que se logra al fin alcanzar y luego superar el
nivel económico de la preguerra, son también de retorno a la convivencia
internacional: entrada en la FAO, en la UNESCO, en la ONU, concordato con
la Santa Sede, pacto con los EE. UU.; al mismo tiempo que una mal
controlada expansión económica conducía a un proceso de inflación (en
1958, los precios se habían elevado hasta 15 veces por encima de los de
1936). Ello obligó a un plan de estabilización (v.), que, superado con
éxito, permitió la puesta en marcha, en 1963, del primer Plan de
Desarrollo (v. ni). El prodigioso avance experimentado por la economía
española desde entonces, pese a los fallos parciales y a una todavía
defectuosa distribución de las riquezas, ha contribuido a numerosos
cambios en la mentalidad y vivencias españolas. El 20 nov. 1975 m. Franco,
y dos días después Juan Carlos 1 (v.) es proclamado rey de España, de
acuerdo con las Leyes de Sucesión a la jefatura del Estado (1947 y 1969);
en die. 1978 se aprueba una nueva Constitución (v. Iv).
BIBL.: Entre las obras de tipo
general, únicas a la que aquí cabe hacer referencia, tenemos, en primer
lugar, las grandes obras de consulta, en su mayoría hoy envejecidas:
clásica, pero casi totalmente superada, sólo útil para el s. xlx, es la de
M. LAFUENTE, A. PIRALA y J. VALERA, Historia de España, 25 vol., Barcelona
1887-90 (interesan para tiempos modernos vol. VI-XXV); A. BALLESTEROS
BERETTA, Historia de España y su influencia en la Historia Universal, 9
vol., Barcelona-Buenos Aires 1943-58 (vol. IVIX); L. PERICOT GARCÍA y
COL., Gran Historia general de los pueblos hispánicos, 6 vol., Barcelona
1934-62 (t. III-VI: el criterio de estos tomos es ya actual); Historia de
España, 19 vol., ed. R. MENÉNDEZ PIDAL, Madrid 1934-68... (XVIII y XIX).
JOSÉ LUIS COMELLAS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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